14

ARTEMAS sintió olor a café. Justo bajo su nariz, humeante, penetrante. Se despertó y vio a Lily que, sentada a su lado, le acercaba el tazón que tenía en la mano.

—Es tarde —dijo Lily, mientras lo estudiaba con la cabeza echada a un lado y el brillante cabello rojo caído sobre un hombro. Vestía un bonito vestido con delgadísimas rayas azules sobre fondo blanco, y zapatos blancos planos. Artemas nunca la había visto con vestido; se apoyó sobre un codo y estudió la graciosa aparición. Lily señaló su atuendo con la frente fruncida—. Pensé que podría impactarte. Y tal vez impresionar al señor Estes. Llamé a tía Maude. Dice que está de nuevo en la tienda.

Artemas asintió y tomó el tazón que Lily le ofrecía. Tenía el estómago insensibilizado; lo único que deseaba era recuperar la granja para Lily.

 

Negociar con el hombre que la había comprado sería solo cuestión de endulzar el trato original. Nadie podía rechazar una ganancia fácil. El dinero resolvería el problema.

Después de eso ayudaría a Lily a desempacar y a volver a poner la casa en orden, y hablaría con ella acerca de sus planes para ir a la universidad. Abriría un fondo para ella; por supuesto, debería decir que era un préstamo, porque de otro modo Lily jamás lo aceptaría. Y después de regresar a Nueva York, elaboraría algún modo discreto de asegurarse de que Lily estuviese segura aquí, sola. Tal vez contratar a un cuidador para la vieja mansión…, alguien que tuviera una excusa para visitarla, para asegurarse de que se encontraba bien, y para informar a Artemas de cómo iban sus cosas.

Lily estaría bien. Artemas iba a asegurarse de ello. Y, de algún modo, él continuaría con su vida, con sus objetivos. Artemas sorbió el café, perdido en el espectro de un futuro que no podía controlar.

 

Lily respiró con dificultad e intentó pensar. Se alegraba de que hubieran llegado a la tienda de Estes durante una calma pasajera en la actividad comercial. Sentía que el corazón se sacudía dentro de su pecho.

—El señor Estes tiene mucho dinero —le explicó a Artemas—. No lo persuadirás ofreciéndole más de lo que pagó. Tiene una casa grande y tierras fuera de la ciudad, y se rumorea que amasó una fortuna hace años, cuando dirigía una casa de subastas. Tal vez sea el hombre más rico de MacKenzie.

—Entonces no tiene ninguna buena razón para conservar tu granja —respondió Artemas, mientras abría la puerta del viejo jeep y hundía un cigarrillo en el cenicero—. Puede recobrar su dinero y encontrar otra para su hijo. —Cerró de un golpe la puerta del jeep y miró a Lily. Su rostro se suavizó—. Todo saldrá bien. Ya lo verás.

—Será mejor que me dejes hablar a mí-dijo Lily—. Él no negociará con un forastero.

Lily percibió en el rostro de Artemas una sonrisa fugaz; hubiera querido matarla, pero también la admiraba.

—De acuerdo.

 

Entraron.

Detrás de un gran mostrador con una caja registradora había una puerta alta que conducía a los depósitos traseros. Lily condujo a Artemas hacia allí y tocó el timbre.

Se oyeron pasos sobre el suelo de madera. Apareció Estes, con un cuaderno de notas en una mano. Estaba vestido con esmero, con pantalones y una camisa deportiva escocesa, de cuyo bolsillo delantero asomaban lápices. Pero tenía el cabello entrecano desordenado, y su rostro ancho estaba pálido. Miró ceñudo a Lily, luego a Artemas y después de nuevo a Lily. Sus ojos estaban hundidos y enrojecidos, a la vez que impacientes.

—Señor Estes, ¿se encuentra bien? —preguntó Lily. Jamás lo había visto de esa manera—. Supe por tía Maude que su esposa está de nuevo en el hospital. Lo siento.

—Está bien. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Joe te ha estado fastidiando para que te mudes más rápido? Le he dicho que te deje tranquila hasta la semana próxima.

—No, no es eso. —Lily señaló con un gesto a Artemas, lo presentó y observó que Estes lo examinaba, mientras Artemas le tendía la mano. El señor Estes sabía quiénes eran los Colebrook. Todos los antiguos residentes conocían la historia de Sauce Azul y de los Colebrook.

—¿Te molesta que mi muchacho viva en medio de tus bosques? —preguntó irritado, e hizo caso omiso de la mano que le ofrecía Artemas.

Artemas no pareció perturbarse, pero entrecerró los ojos. Bajó la mano.

—Me molesta que viva allí cualquiera, excepto un MacKenzie. No es nada personal. Pero esa tierra siempre ha pertenecido a los MacKenzie, y debería quedar en sus manos.

Lily terció de inmediato:

 

—Señor Estes, he venido a pedirle que vuelva a vendérmela. Puedo devolverle su pago inicial. Por favor. Encontrará otro lugar para Joe.

Estes la miró fijamente.

—¿Cómo conseguiste el dinero? —replicó.

—Yo la ayudaré —dijo Artemas.

—¿Usted? ¿Por qué? ¿Quiere agregar la granja de los MacKenzie a su terreno?

—Será un préstamo —dijo Lily—. No intenta recuperar el lugar para él.

—No me importa cuáles son sus intenciones. Joe quiere ese lugar, y yo se lo conseguí. No puedo volver a vendértelo. Lo siento, pero no puedo, y no hay nada más que decir.

—Usted es amigo de mi familia —insistió Lily, al tiempo que se llevaba las manos al pecho—. No soy una extraña que le pide que haga lo correcto. Usted sabe cuánto significa la granja para mí.

—Sí, lo sé —respondió, con el rostro endurecido—. Pero debo pensar en Joe y en su madre —le temblaron los labios—; ella se está muriendo poco a poco. —De pronto, alzó la voz—. ¡Y no tengo tiempo para perder en esto! ¡Hiciste un trato, y ahora no puedes deshacerlo! ¡Debemos arreglarnos lo mejor que podemos con lo que la vida nos da! ¡Es una lección difícil, pero será mejor que la aprendas, como todo el resto del mundo!

Artemas dio un paso adelante. Su expresión delataba que se estaba refrenando y a la vez era amenazante.

—Le daré el doble de lo que pagó. En efectivo. Mañana. Y conseguiré un agente inmobiliario que encontrará otro lugar para su hijo.

Lily se quedó sin aliento. El trato que Artemas ofrecía era tan temerario, tan alejado del sentido común, que Lily deseaba llorar de sorpresa y gratitud. Artemas no lideraba los negocios de su familia gracias a decisiones impetuosas como esa. Lo hacía por ella.

 

Lo detuvo con un brazo extendido cuando Artemas volvía a adelantarse. Artemas quedó inmóvil, con la mandíbula apretada; parecía a punto de golpear a Estes.

—La gente dice que usted es un hombre bueno y decente, señor Estes —dijo Lily, mientras bloqueaba a Artemas con su cuerpo—. Sé que lo es. Mis padres lo respetaban.

El señor Estes irguió la cabeza y miró a Lily y a Artemas con expresión orgullosa. Estaba conmovido.

—Entiende esto: conservaré tu granja, para Joe. —Señaló con violencia a Artemas—. No me importa si este pendenciero engreído me ofrece doce veces lo que pagué y un rebaño de agentes inmobiliarios. —Golpeó el mostrador y agregó—: Es todo lo que tengo que decir.

Lily extendió las manos, implorante, y su voz comenzó a denotar desesperación.

—No puede quedarse con ella. Por favor. ¡Por favor! No tiene ningún sentido.

Artemas la tomó por los hombros y la apartó. Se inclinó hacia Estes y dijo:

—No permitiré que humille a Lily haciéndola suplicar por lo que es de ella. Lamento si lo hice enojar. Si puedo pedirle disculpas, si hay algo que pueda hacer…

—Váyanse. —Estes avanzó hacia ellos, con los puños en alto—. No quiero que nadie me suplique. No servirá de nada. —Por su rostro áspero rodaron lágrimas—. Sé cuan inútil es suplicar. Lo he hecho ante Joe muchas veces, intentando que no se metiera en problemas y que sentara cabeza. Ahora le he conseguido una buena tierra y una buena casa donde vivir, y está entusiasmado con la perspectiva, y no voy a arruinarlo todo. ¡Dije que desaparezcan! Y no regresen con más ofertas. Todo ha terminado. He hecho lo que debía hacer. Váyanse.

Verlo llorar dejó a Lily atónita. No había modo de cambiar su decisión.

 

—No es justo —dijo, desesperada. — ¡Nada es justo!

Lily dio media vuelta y salió de la tienda, con los ojos nublados por las lágrimas. Apenas si oyó a Artemas que la seguía. En los escalones, Artemas la tomó con ternura de un brazo. Lily se detuvo y apartó la vista de él, pues sabía que comenzaría a sollozar si lo miraba. Llorar no servía de nada.

—Nada ha terminado —afirmó Artemas. —Lo dices porque te sientes culpable. Olvídalo. Has hecho todo lo que podías. Regresaste para ayudarme. Le ofreciste muchísimo más dinero de lo que mi granja jamás podría valer para él. —Se alejó de Artemas y fue hacia el jeep. Le temblaban las manos. Se sentó en el asiento del conductor y asió el volante, mientras miraba hacia delante, sin ver; Artemas se sentó junto a ella.

 

—Todo ha terminado —dijo Lily, con los hombros rígidos.

—Lily, maldición, yo…

—Hay cosas que quiero de ti que no deseas darme. Es pura mala suerte, como lo que ocurrió con la granja. De modo que no me sermonees y no me digas que conserve la esperanza.

—¡Escúchame! —La tomó por los hombros y estuvo a punto de arrancarla del asiento. Lily apoyó las manos contra el pecho de Artemas. El rostro de él estaba enrojecido; sus ojos grises brillaban—. No soy libre. ¿Lo entiendes? Decidí hace mucho tiempo que haría cualquier cosa por volver a dar a mi familia algo de que enorgullecerse. Sin eso, no valgo nada ni para ti ni para nadie más. No valgo nada para mí mismo.

—¿Y no hay lugar para nadie que no sea útil para tus planes? ¿Las personas deben ser un instrumento para algo, pues de lo contrario son solo una pérdida de tiempo?

—No una pérdida…, sino un lujo que ahora no puedo permitirme.

La sórdida sospecha que Lily había albergado todo aquel tiempo de pronto la estremeció.

—Esa mujer con la que vas a casarte… ella sí debe de serte útil.

—No intentes analizar una parte de mi vida acerca de la cual no sabes nada.

—¿Cuál es el lugar de ella en tus planes? ¿Tiene contactos? ¿Un apellido importante?

—Hay diferentes maneras de amar a alguien. No necesita ser un asunto tan sentimental como los poemas de las tarjetas postales.

—Vas a casarte con ella porque estás obligado a hacerlo.

—No hagas acusaciones temerarias.

—Hace un segundo casi te declaré en la cara que estoy loca por ti. Si estuvieras enamorado de verdad de esa mujer, lo hubieras dicho en ese momento. No te hubieras salido por la tangente diciendo que no eras libre o que debes hacer algo por tu familia. Te has encadenado a algún tipo de promesa, pero eso no es amor.

—Creo que estás a un paso de decir que me he prostituido.

—Más cerca que eso. Estoy justo allí. Te has prostituido.

 

Artemas le dio una bofetada. Fue una palmada ligera en el mentón, con la punta de los dedos, más un shock que algo doloroso, pero Lily se echó atrás, por una vez demasiado sorprendida como para devolver el golpe. Artemas bajó las manos lentamente. Lily vio cómo la ira se desvanecía de su rostro y la reemplazaba una expresión incrédula y atormentada.

—Es la primera vez que lo hago —dijo Artemas—. Y no puedo soportarlo.

 

El murmullo desgarrado destruyó las defensas de Lily, quien se recostó en su asiento.

—Detestaría a cualquier otro hombre que lo hiciera. —Se cubrió el rostro con las manos—. Pero lo único que deseo es que digas que yo también tengo un lugar en tus planes. Aquí no me queda nada. Iría contigo a Nueva York. Te compartiría con ella. Estoy tan loca como para hacer eso.

El silencio ominoso de Artemas latía en los oídos de Lily.

—Si tuviera la moral de una prostituta, te pediría que fueras —dijo Artemas en tono torturado— Con el tiempo me odiarías por hacerlo. La dignidad se coló entre los pensamientos despedazados de Lily. Artemas la deseaba. Esa certeza era una joya que Lily podría conservar. Pero él tenía razón en cuanto al resultado. Lily alzó la cabeza y lo estudió con una sensación de derrota y de pérdida tan profunda que la privó de la capacidad de decírselo.

—Será mejor que consigas un vuelo para esta tarde-le dijo—. Cuanto más tiempo pasemos juntos, peor será.

—Me iré mañana por la mañana. No necesitamos fingir que esto es fácil, pero quiero algo bueno para recordar, tanto como lo quieres tú. ¿Intentarás hacer las paces conmigo?

 

La respuesta brilló en la mente de Lily antes de qué se diera cuenta de lo que se proponía. La idea fragmentada que rondaba por su cabeza de pronto se hizo nítida. Artemas le pertenecía, hasta mañana. No era la fantasía galante que Lily había albergado, sino un joven complicado, presionado, brutalmente falible. El último vestigio de los sueños de infancia de Lily había desaparecido. Artemas y ella tenían un último día. Y una última noche.

—Lo haré —contestó.

No hacía falta que Artemas supiera con exactitud a qué se refería.

 

La noche había caído sobre ellos, con un cielo sin luna y sin nubes.

—Había olvidado que las estrellas eran tan brillantes —dijo Artemas. Había permanecido en silencio mucho tiempo, y su voz sobresaltó a Lily. El efecto que provocaba en ella era como el flujo y el reflujo de la marea; Lily se calmaba un poco, mientras ignoraba temporalmente el dolor, el anhelo y la cólera, hasta que de pronto volvían a hacerse vividos.

Sentada junto a él a la orilla del arroyo, Lily fingió estudiar también el cielo. Su mente era un torbellino de secreta expectativa y temor.

Artemas había intentado todo el día hablar con ella acerca de su futuro, de la universidad. La culpa y la ira por lo que había sucedido con Estes lo devoraban por dentro. Lily no le había dicho que no se echara la culpa; lo había dejado sufrir.

Habían pasado las últimas horas afuera. Como cena comieron algunos emparedados.

 

Al fin, Lily dejó de fingir que contemplaba las estrellas. Había llegado la hora. Artemas tenía una deuda, con ella por lo que había hecho, y Lily quería que pagara. Quería tenerlo. Confundida, con los nervios destrozados por la necesidad de luchar y ganar, se levantó.

—Se está haciendo tarde —le dijo—. ¿Por qué no quieres dormir en mi cama por las noches? ¿Qué tiene de malo?

Artemas se incorporó despacio. Lily tuvo la sensación de que estaba sorprendido, a la defensiva.

—Nada.

—Es demasiado corta para tus piernas, lo sé. Pon el colchón en el suelo si lo deseas.

—Lo haré. —Artemas dio un paso hacia ella—. No te vayas todavía. —Sonaba más como una orden que como un ruego—. He hablado casi todo el tiempo yo. Por lo general no es así.

—Sí, no eres exactamente parlanchín. Pero me gusta oírte hablar de ti mismo. Deberías practicar más.

—Quiero hablar contigo acerca de tu futuro. Acerca de la universidad. Tengo tantas preguntas…

—Ya te lo he contado todo. Me aceptaron en la Universidad Agnes Scott hace un par de semanas. Es una universidad privada para mujeres. Una prima de tía Maude es profesora allí. El nivel académico es excelente. Estudiaré biología y me especializaré en botánica. Trabajaré con plantas. ¿Qué más queda por decir?

—Que me crees cuando te digo que volveré a comprarte este lugar.

—Te creo.

—No lo digas así… solo para terminar la discusión. Dilo de verdad.

—Sé que lo intentarás. Yo también lo intentaré. Pero por ahora es agua que corre bajo el puente.

A pesar de la oscuridad, Lily sintió que Artemas la perforaba con la mirada.

—No me olvidaré de ti cuando regrese a Nueva York, Lily. Quiero ser parte de tu vida…, el amigo que siempre he sido.

—Entonces lo serás. Bien. —Lily le tocó la mejilla. Artemas se echó hacia atrás, y Lily dejó caer la mano de inmediato. ¿Qué más podía decir que no hubiera dicho ya?—. Será mejor que intentes dormir-dijo. Dio media vuelta y caminó colina arriba, hacia el granero. El corazón le latía con violencia, y se sentía desorientada. No había terminado con él por esa noche, y Artemas lo sabría pronto.

 

Artemas se encontraba de pie en la habitación de Lily, a oscuras, y contemplaba el colchón que había colocado en el suelo. Estaba lleno de una ira imposible de aplacar: hacia sí mismo, hacia las circunstancias que no podía modificar, hacia Lily por saber cómo poner el dedo en la llaga.

Se desvistió y se recostó, con una manta sobre las piernas y el vientre. El aroma de Lily lo impregnaba todo.

 

El ruido de la puerta delantera que se abría lo hizo incorporarse levemente y prestar atención. Había dejado a medio abrir la puerta del dormitorio de Lily, e intentó ver el pasillo en la oscuridad. La puerta de entrada se cerró, y en el suelo de la sala principal se oyeron pasos rítmicos, que se hicieron cada vez más fuertes a medida que avanzaban en dirección de Artemas.

No esperaba a Lily y no deseaba que lo asaltara ninguna sorpresa en la noche. Se incorporó y abrió de un golpe la puerta del dormitorio. Lily se detuvo. Artemas apenas podía verla. Sin decir una palabra, Lily se quedó de pie, contemplándolo en la oscuridad. El cuerpo de Artemas reaccionó con cautela, mezclada con la tensión cruda que los unía; sintió calor y una fuerza primitiva entre los muslos.

Tenía la manta en un puño. La puso delante de su cuerpo, estiró una mano y halló un interruptor. La luz tenue de un candelabro de pared iluminó a Lily con increíble claridad.

Los ojos de Lily estaban fijos en los de Artemas, sombríos y a la defensiva. Lily tenía el rostro enrojecido, y el cabello caía sobre sus hombros en una melena roja y ondulada. Vestía solo una camiseta larga, blanca, que apenas le cubría las piernas. Estaba descalza. En una mano sostenía una caja diminuta.

 

—No quiero promesas ni compasión —dijo. La voz le tembló un poco, pero la mirada acusadora no vaciló—. Sólo quiero esta noche. —Avanzó, con el pecho agitado, y tendió a Artemas el extraño regalo.

Cuando Artemas vio que se trataba de una caja de condones, la alarma se fundió con la aguda sensación de anhelo. No podía hacer lo que ella quería. El dilema dio paso a la furia.

—Vete de aquí —le ordenó. Oyó el tono de desesperación en su propia voz—. Ahora mismo.

La mano de Lily se sacudió pero permaneció extendida; el brazo estaba rígido y los dedos cerrados alrededor del paquete.

—No me voy a colgar de ti por la mañana. No voy a llorar ni a suplicar y a esperar que cambies de idea. Es cierto, esta noche te pido que te olvides de ella. Pero tú y yo teníamos algo en común mucho antes de que nadie tuviera derecho a reclamar nada de ti. Éramos solo niños, y ahora no significa mucho, pero era real. —Agitó la mano—. Me lo debes.

La manipulación era atroz, pero tenía una lógica implacable. Artemas trató de intimidarla con una mirada burlona.

—El sexo no ayuda. Complica.

—Creí que para los hombres era simple. Cuando tienes hambre, comes. Cuando estás excitado, te acuestas con alguien.

Artemas quedó sin aliento. —Dudo de estar oyendo la voz de la experiencia.

—Pues enséñame.

—¿Qué te hace pensar que quiero hacerlo? La mano de Lily osciló y por primera vez los ojos se le nublaron, con dolorosa incertidumbre. Luego se irguió y dijo:

—No me importa si quieres o no.

 

La paciencia de Artemas se agotó. Dejó caer la manta, se adelantó bruscamente y la tomó de la muñeca.

—¡Dije que te fueras! —La condujo a empujones por el pasillo, mientras su cuerpo casi desnudo golpeaba contra el de Lily. Ella se detuvo y su mano libre se transformó en un puño. Artemas detuvo el golpe y lanzó a Lily contra una pared. El contacto fue instantáneo e infernal: los cuerpos sellados desde el pecho hasta los muslos, las muñecas de Lily pegadas contra los hombros, de modo que sus senos se destacaban y lo quemaban con la presión y el roce eléctrico de la tela suave que los cubría.

Se miraron en silencio, desesperados. Lily sintió el miembro duro de Artemas contra su vientre, y le brillaron los ojos. Soltó un gemido bajo y estridente, de alivio o temor. La mente de Artemas estaba demasiado confundida como para discernir; solo sabía que no podía soportar que Lily sufriera más temor, odio o desesperación por su culpa. Su cabeza se inclinó hacia la de ella. Lily suspiró cerca de la mejilla de Artemas y luego la besó. Artemas estaba perdido. Derrotado.

 

—Puedes decir que no o que me detenga en cualquier momento en que lo desees —susurró Artemas con los dientes apretados—. Pero si no dices nada, deberás aceptar lo que recibas.

Lily respiró, trémula, contra el rostro de Artemas.

—De acuerdo.

Artemas soltó las muñecas de Lily con un empujoncito agresivo y le arrancó la caja de condones. La luz del pasillo daba un resplandor tenue y formaba profundas sombras en los rincones. Después de un segundo Artemas oyó que Lily entraba en el dormitorio detrás de él y se detenía. Con la espalda vuelta hacia ella, Artemas arrojó la caja sobre las sábanas blancas que cubrían el colchón, se quitó la ropa interior y la apartó. Se movía con tanta gracia cómo podía, pero sus gestos no eran delicados.

 

Se volvió hacia Lily.

—Esto es lo que crees que quieres. Tómalo o déjalo. Ni siquiera la luz suave pudo enmascarar la cruda expresión de pánico en el rostro de Lily, pero de inmediato la ocultó con un gesto de asentimiento.

Artemas sentía deseos de consolarla, de decirle que no quería hacer esa parodia de sexo sin amor. Pero el orgullo de Lily regresó, pues la muchacha alzó súbita y bruscamente el mentón. Sin vacilar, se desnudó. Era suave y fuerte, era tan indefensa… Era irresistible.

 

Lily se acostó de espaldas, con la boca convertida en una línea dura, y con aire desafiante puso las manos bajo su cabeza, como si deseara probar que estar desnuda no la hacía sentir incómoda.

—Por lo menos ten las agallas de tocarme —murmuró, furiosa.

 

Tocarla. Artemas no podía resistir el único y adorable regalo que siempre le había pertenecido solo a él. Con un suave movimiento, se inclinó sobre ella, le atrapó la cintura entre las manos, hundió su boca en los labios de Lily y la sostuvo contra su torso. Lily de inmediato desafió el beso tosco, encontró el labio inferior de Artemas y lo mordió. El dolor aclaró los sentidos de él; no era capaz de humillarla, ni siquiera para demostrar algo.

Artemas echó la cabeza hacia atrás; contempló los ojos entrecerrados y los dientes apretados de Lily. La áspera cadencia de la respiración de la muchacha rugía en sus oídos. Cubrió la boca de Lily con la suya, más despacio, más suave, mientras calculaba su entrega. No era una rendición, pero Lily no lo sabría.

El sabor de la boca de Lily invadió a Artemas. Tocó los dientes de la muchacha con su lengua, para después; dedicarse con suavidad a los labios. Artemas percibió su primera concesión cuando Lily los abrió apenas, buscándolo.

 

Artemas se perdió en esa empresa y la presionó todavía más. El calor de Lily lo invadía, como una marea de intensidad que crecía, se retiraba y volvía a avanzar. Un suspiro silencioso recorrió el cuerpo de Lily, y Artemas extendió los dedos como plumas sobre la piel afiebrada.

Lily sintió que su ira y su humillación se transformaban en asombro. El poder seductor de Artemas podía borrarlo todo. La capitulación era de ambas partes; Artemas estaba pidiendo perdón… Tenía que ser eso, porque de pronto era muy tierno. Su vago aroma masculino la invadía; de su interior irradiaba una especie de exquisito letargo.

Una de las manos de Artemas subió y le tomó un seno. Lily sintió el primer estremecimiento al percibir el contacto de otros dedos sobre la piel caliente, los movimientos pequeños y enloquecedores hacia el pezón, las caricias de los dedos ásperos de Artemas, y su respiración agitada al tocarla.

Era demasiado para pensar en todo al mismo tiempo. La pierna de Artemas, un peso delicioso sobre el muslo de Lily. La humedad en la piel. La mano de Artemas que avanzaba hacia su otro seno y luego hacia el centro de su vientre, a lo largo de la ligera curva de su cuerpo. Los dedos de Artemas bajaron más todavía, la recorrieron y se abrieron paso entre el vello ondulado y húmedo que tenía entre las piernas. Los pensamientos de Lily se concentraron en esos dedos como un haz de luz. Los placeres diseminados convergían en un único y pequeño destino.

 

Lily se impulsó contra la presión de los dedos de Artemas, mientras lo instaba a seguir y le mostraba, con la avaricia de sus besos, que quería más. Y que quería darle placer a cambio. Las manos de Lily le tocaron ligeramente el rostro, como un modo de decirle que jamás había dudado de que Artemas era todavía lo que siempre había sido para ella: alguien especial, alguien precioso.

 

Abruptamente, Artemas lo retiró todo: su boca, su mano, el peso de su pecho, de su vientre y de su pierna. Lily abrió los ojos de golpe y vio que Artemas se sentaba. La expresión del rostro de él era dura, y tenía los labios apretados.

Sin mirarla ni decir una palabra, Artemas tomó un paquete de la caja que había quedado aprisionada entre ellos, sobre el colchón. Lo abrió y cubrió su erección con la fina película de látex. Lily se estremeció; la confianza volvió a abandonarla y sus músculos se endurecieron como un escudo. La ternura de Artemas había sido una táctica, no una petición de perdón.

Artemas rodó hacia Lily y se inclinó sobre ella; los brazos largos y poderosos se clavaban a cada lado de los hombros de la muchacha, y sus rodillas separaban las de Lily. Se abalanzaba sobre ella con el gesto de un tirano; era un animal masculino poderoso, que ya no estaba envuelto en la fantasía.

 

—Di «basta» —ordenó Artemas, con la voz más baja que un susurro, apuntalada por sentimientos que Lily no era capaz de analizar.

—No. —Lily flexionó las piernas, ansiosa por presionar hacia dentro y mantenerlo alejado; con un esfuerzo de la voluntad las separó y alzó levemente las rodillas—. Maldición, no. Ven aquí. —Vaciló—. Por favor.

—No me quieres de esta manera. Ya no me deseas Admítelo.

—Te deseo —replicó Lily—. Me lo debes.

 

Artemas pronunció algo indescifrable y luego penetró con suavidad. La visión de Lily se nubló.

Artemas penetró más hondo, pero esta vez la presión se suavizaba, se deslizaba. La cabeza y los hombros de Artemas se desplomaron; su espalda, un pilar feroz e indoblegable, se relajó. La mente de Lily se aclaró y recobró la vista. Contempló los ojos torturados de Artemas. Artemas alzó un puño y lo hundió de un golpe en el colchón. Quedó de rodillas, con el pecho agitado, y el modo en que miró a Lily expresaba su cansancio y su sentimiento de derrota.

 

Se acostó junto a ella, de espaldas. Miraba fijo hacia arriba; su perfil reflejaba desdicha. Su respiración era agitada. Una intuición demasiado vaga como para poder definirla hizo que Lily se pusiera de costado y apoyara la mejilla contra el hombro de Artemas. La mano de él se corrió hacia la de Lily; los dedos de ambos se entrelazaron.

Lily tembló de compasión cuando Artemas llevó la mano de ella hacia su pecho y la sostuvo allí. Los músculos se convulsionaban bajo la punta de sus dedos.

—Dios mío, Lily. —Despacio, Artemas se volvió para mirarla. Agridulce. Perturbado. Resignado—. ¡Lily! —repitió, y esta vez fue una caricia. Quedaron inmóviles, mirándose por primera vez; ambos lados habían perdido la batalla.

—¿Podríamos volver a empezar? —Preguntó Lily—. ¿Podríamos fingir…, solo por esta noche…, que nada más importa y no hablar acerca de nada excepto de lo que ocurre ahora mismo?

—Sería mejor que te fueras.

Lily cerró los labios, mientras combatía el impulso de suplicarle; apretó ligeramente la mano de Artemas, la soltó y se sentó, mirando hacia delante. Sabía que los ojos de Artemas estaban sobre ella.

Lily se deslizó y comenzó a levantarse. Oyó que Artemas se incorporaba. La mano de él le asió el brazo desde atrás.

—No —le dijo con voz ronca—. No te vayas.

 

El tiempo perdió sentido. Los instantes podían haber sido horas, desdibujados por la lenta sucesión de caricias. Quedaron uno frente al otro sobre el colchón, mientras se besaban, se exploraban, sentían el aliento y los suspiros del otro, y dejaban escapar sonidos parecidos a un ronroneo o a una plegaría muda. El temor había desaparecido; el placer era ahora urgente y confiado. Artemas la tocaba con tanta ternura que todo lo anterior se borraba; Lily estaba bañada en el afecto de él.

Recostó a Lily sobre la espalda con rudeza exquisita y dejó besos rápidos en sus senos, alimentándose de ellos, mientras Lily perdía el aliento y arqueaba la espalda.

—Esta vez no dolerá —afirmó Lily.

—No lo permitiré —prometió Artemas, con la voz llena de ternura. Las manos de Artemas temblaban, y se preparó de nuevo; esta vez Lily lo cubría de besos en el pecho, lo atraía hacia ella, lo rodeaba con sus piernas.

Artemas pasó ambos brazos por debajo del cuerpo de Lily. Con los ojos fijos en los de ella, movió hacia delante la cadera. Fue una penetración suave, lenta, mientras buscaba en el rostro de Lily cualquier señal de dolor o de temor. No las había.

Al principio, el ritmo no los venció. Era medido, cauteloso. Artemas sabía lo que esperaba sentir, pero Lily no. Artemas parecía ser consciente de ello y experimentaba en beneficio de la curiosidad de ella…, con movimientos lentos, luego una explosión veloz, una pausa…

—Continúa —susurró Lily, satisfecha. Artemas la besó—. Continúa —volvió a decir, mientras lo abrazaba fuerte, con la cabeza, hacia atrás y los ojos casi cerrados.

 

Artemas estaba dividido entre la lujuria y la preocupación. Penetraba con ferocidad, pero siempre se contenía, pues temía agregar demasiado impacto a tantas sensaciones nuevas. Sin embargo, aún en la luz tenue percibía el éxtasis en las mejillas rojas de Lily, veía que su cabeza caía a un costado y notaba la turbación en los ojos ardientes y entrecerrados. Las manos de Lily asían con fuerza las caderas de Artemas y luego se aflojaban, mientras el cuerpo de la muchacha se ponía rígido y se estremecía alrededor del miembro masculino, enloqueciéndolo con la presión, la visión de su cuerpo, el aroma y por fin el gemido profundo que brotó de la garganta de Lily, Artemas jamás había deseado tanto a nadie, jamás había querido tanto dar placer y, por encima de todo, jamás había sentido que nadie se preocupara con tanta generosidad por el placer de él.

Artemas gritó algo… No supo bien qué, pero Lily dejó escapar un suave grito de felicidad y le tomó el rostro entre las manos… Después, Artemas solo pudo pensar en perderse en ella y en que no quería partir jamás.

 

Pasó mucho tiempo hasta que las palabras volvieran a tener sentido o a parecer necesarias.

—¿Qué dije? —preguntó por fin Artemas. Tenía la cabeza recostada sobre los senos de Lily, y un brazo, en actitud posesiva, sobre sus muslos. Lily recorrió la línea de su mandíbula y retiró el húmedo cabello de la sien de Artemas.

—Dijiste: «Deseo, por Dios, deseo…». Y después mi nombre.

La mano de Lily quedó inmóvil sobre la mejilla masculina. Artemas percibió el espasmo en la respiración de Lily. Se movió y la tomó en sus brazos. Los ojos de Lily traspasaron los de él, acusadores, para luego llenarse de lágrimas. Apoyó la cabeza contra la de Artemas.

—Hay cosas de ti que odio —dijo con tono áspero—. Y siempre lo haré.

Artemas cerró los ojos.

—Lo sé.

 

Lily, de pie junto a la puerta, lo miraba dormir. La habitación se estaba llenando de la neblina plateada que precedía al alba. Lily apretó su camiseta y su ropa interior contra su vientre. Si se permitía una esperanza, perdería la cabeza. No quería que desperdiciaran sus últimas horas juntos peleando.

Trémula, tendió una mano, con la palma hacia abajo, como si pudiera tocarlo. Debía darse prisa y no hacer ningún ruido, o Artemas se despertaría. La palabra «adiós» resonaba en su mente.

Lily salió de la habitación, encogida, como si tratase de retener el dolor. En el pasillo, se apoyó contra el viejo empapelado y lloró en silencio. El instinto de conservación la salvó, la forzó a moverse. Se alejó.

 

Artemas se despertó y vio la luz brillante del sol que atravesaba las delgadas cortinas blancas, del otro lado de la cama. Lily se había marchado.

 

Se incorporó y contempló desesperado el espacio vacío junto a él. Rogó oír algún sonido hecho por Lily. El silencio se burló de él.

Se puso los vaqueros y las zapatillas deportivas; salió como un rayo y se dirigió deprisa hacia el granero. Lily no estaba en el desván. Artemas había sospechado que no estaría allí, pero no había querido creerlo.

Con los pies pesados, volvió a bajar y se quedó de pie en el pasto, mientras miraba con ojos opacos la mañana húmeda y pacífica. Los pájaros trinaban. Se oía el coro de cigarras. No buscarla era imposible. Tenía que decirle… ¿qué? ¿Que él podía cambiar su propia vida? ¿O que podía, por lo menos, visitarla en la universidad y acostarse con ella…, en secreto…, siempre que le fuera posible? Dios.

 

Artemas hundió la cabeza entre las manos. La furia y la frustración que Lily había destrozado la noche anterior regresaron con un bramido, envueltos en mayor pesadumbre que antes.

Caminó despacio hacia la casa. Al pasar por la cocina vio la hoja de papel en el centro de la mesa y su camisa doblada junto a la nota. Las manos de Artemas, heladas por el miedo, levantaron el papel.

 

«No regresaré hasta que te hayas ido. No puedes encontrarme. Si nos despidiéramos, no lograríamos más que lastimarnos.»

Artemas salió tambaleándose, con la nota arrugada en un puño. Dio media vuelta y recorrió el bosque con la mirada. Lily estaba allí, lo observaba. Artemas lo sentía.

 

—Te amo, Lily —gritó, con la cabeza echada hacia atrás; las palabras desgarraron su garganta.

Nada se movió, nadie respondió.

 

Lily se hallaba de pie en un bosquecillo de laureles, sobre la colina. Su cuerpo se estremeció. Soltó un sonido grave, similar a un gemido. La cortina de hojas de color verde oscuro solo le permitía verlo fugazmente, mientras Artemas abandonaba la casa por última vez. Artemas, de pie junto al automóvil alquilado, examinaba el bosque. Parecía derrotado.

Cuando subió al automóvil, Lily sintió que sus rodillas se aflojaban y se sentó, abrazada a sus piernas, con la cabeza alta y los ojos cerrados. El rugido del motor la abrumó. Cuando por fin se desvaneció, Lily dijo en voz alta:

 

—Yo también te amo.