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HABÍA extraños tocándolo, y eso le disgustaba. Una enfermera le pasó una solución antiséptica sobre los puntos del cuero cabelludo. El médico de la sala de emergencias canturreaba mientras examinaba una placa de rayos X y decía algo así como que Artemas había sido afortunado.

Afortunado, sí. Porque Lily estaba sentada sobre una banqueta junto a él y le sostenía una mano.

Artemas se sentía satisfecho solo con estar allí tendido, en íntima y amorosa comunicación con Lily, mientras dejaba que sus pensamientos cobraran un orden lógico. En el vestíbulo contiguo estaba James, con Tamberlaine. A salvo. Todos se hallaban a salvo. Artemas suspiró aliviado.

 

Estaban operando a Joe Estes, aunque los enfermeros que lo habían transportado desde Sauce Azul habían dicho a la familia que no podría sobrevivir. Artemas se sorprendió pensando, con amarga gratitud, que no había deseado que Joe muriera frente a los escalones de Sauce Azul. La majestuosa mansión había escapado a esa ignominia.

La perturbadora escena volvió a la mente de Artemas, en forma de fragmentos confusos. Su rabia impotente. El temor por Lily y por James. La decidida protección de Lily, con los brazos alrededor de él y la cabeza sobre la suya, formando un escudo con su cuerpo para amortiguar el ruido infernal del disparo y ocultar de su vista las consecuencias.

Después, el sonido sordo de un cuerpo al caer, y el grito conmovido de Lily al darse la vuelta para mirar. Artemas también había podido ver, entonces…, ver que James estaba ileso, y que Joe Estes había sido detenido por su propio padre.

Los hechos que siguieron permanecían borrosos, porque la adrenalina había dejado de anestesiarlo y ya no había podido superar el mareo ni la desorientación.

 

Al rato, Artemas se dio cuenta de que alguien se les acercaba y reconoció, con dolor y orgullo, el ritmo desparejo de los pasos. Lily también lo oyó y se incorporó. Miraron a James, quien se detuvo a cierta distancia de ambos. Parecía incómodo, atormentado.

—¿Molesto? —preguntó con voz ronca.

—En absoluto —respondió Lily. Le indicó que se acercara. Solo entonces James se aproximó y se detuvo junto a la camilla. Miró a Lily y después a Artemas—. Soy responsable por lo que Joe Estes hizo esta noche.

—No —replicó Artemas, mientras se pasaba una mano por la frente y se estremecía de dolor—. No puedes culparte por las intenciones de Joe. Él siempre fue un descarriado.

—Cuando salió de prisión, lo último que podía aceptar era que yo estuviera viviendo de nuevo en la granja. Quería que el señor Estes me echara. Como no quiso hacerlo, él reaccionó como lo había hecho siempre… —A Lily se le quebró la voz, y sus hombros se hundieron un poco—. Sólo que cometió un error atroz al pensar que podía lograr algo… con lo que hizo a mis animales. Joe pensó que su padre lo defendería sin importar lo que hiciera. Pero el señor Estes iba a entregarlo al alguacil. Aunque no hubiéramos podido probar que Joe había matado a los animales, ya había violado la libertad condicional al robar a su padre. Sabía que volvería a prisión. La idea lo volvía loco.

 

Lily había terminado. Clavó una mirada dura y significativa en James.

—Esa es la única verdad que importa, James. Es la verdad pura y simple. Aunque la adornes con más detalles, no mejorará.

James se pasó las manos por el cabello. Tenía lágrimas en los ojos.

—No me debes tanta lealtad.

—Cuando pienso en ti ahora, veo lo que hiciste esta noche por Artemas y por mí. No pienso en el resto. Y tampoco Artemas.

La mirada de James se dirigió de inmediato a su hermano. Se sentó junto a la camilla, con los ojos ansiosos y ensombrecidos. Artemas alzó despacio una mano y la apoyó en la nuca de James. Lily los observó en silencio, con un nudo en la garganta.

—Eres lo mejor que hay —le susurró Artemas—. Eres lo más grande que hay. Te necesitábamos, y estuviste allí. Es lo único que importa.

James dejó escapar una exclamación trágica, de alivio y derrota, alegría y angustia.

—No estuve allí cuando Julia me necesitó. Por eso juré que no volvería a decepcionar a nadie.

—Entonces has cumplido tu promesa. —James alzó la cabeza. Artemas repitió con suavidad—: Has cumplido tu promesa.

Cass, Alise, Michael y Elizabeth entraron por las puertas dobles que conducían al sector donde se hallaba Artemas y se le acercaron.

—Ya no podíamos aguardar afuera —explicó Michael—. Debíamos ver cómo estaba Artemas.

—Nunca me he sentido mejor —respondió. Por el orgullo que se reflejaba en su rostro al contemplar a su familia, Lily supo que sus palabras eran sinceras.

 

Lily fue al piso de arriba, donde estaban operando a Joe Estes. Maude acudió a su encuentro cuando Lily salía del ascensor.

—¡Lily! Iba a buscarte. ¿Cómo está Artemas?

—Está bien.

—Él y James…

—Todo está bien.

Maude suspiró. Su rostro robusto tenía una expresión solemne.

—El cirujano acaba de salir a decírnoslo. Joe ha muerto.

Hopewell buscó dentro de su chaqueta y encontró la fotografía pequeña y ajada. Después la sostuvo en la palma de la mano.

—Mi pobre muchachito —susurró. El rostro de Joe tenía una mancha de sangre, y Hopewell la raspó con la uña del pulgar.

Cuando Manita vio lo que hacía y cuánto le temblaban las manos, le quitó la fotografía con ternura. Luego se mojó la punta de un dedo con la lengua y limpió la sangre. De inmediato le devolvió la fotografía. —Toma. Ya nada lo mancha —dijo con dulzura. Hopewell lloró en silencio.

—Joe arrancó una esperanza tras otra de mi corazón y del de Ducie, y Ducie murió de pena, y después Joe se llevó todos los sentimientos buenos que me quedaban, y entonces… estuvo a punto de arrancarte a ti de mi lado. Te arrancó, porque las cosas nunca volverán a ser iguales entre tú y yo.

Manita dejó escapar una exclamación de dolor y le aferró el brazo con ambas manos.

—¡No te rindas de este modo, Hopewell Estes!

Hopewell guardó la fotografía en el bolsillo con mucho cuidado y clavó la mirada en el suelo.

Cuando Maude y Lily llegaron a la puerta de la sala de espera, Manita les dirigió una mirada llena de gratitud, desde su lugar junto a Hopewell, en el sofá. Después vio con ellas a James Colebrook y se heló.

 

Pero James ahora no parecía demasiado duro ni malvado. No, Manita presentía a su alrededor un aura triste, de color azul oscuro. O tal vez era algo que veía en sus ojos… esos grandes ojos grises como los de su hermano, que estaban tan ensombrecidos como el cielo del día anterior.

Maude y Mana se marcharon. Manita acarició con el dorso de los dedos la mejilla amoratada de Hopewell y susurró:

—¿Deseas hablar con Lily a solas?

—No, puedes quedarte. Por favor, quédate. —Hopewell se irguió y miró a James—. Usted también.

James cerró la puerta y aguardó, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Lily se acercó al sofá y se arrodilló frente a Hopewell. Lo miró con expresión comprensiva y le tomó ambas manos con las suyas.

—Desearía que Joe le hubiera dejado otra alternativa —manifestó.

—No me la dejó. Nunca me la dejó. Lamento muchísimo lo que hizo, Lily.

James dijo:

—Usted quería dejar que Joe me matara. —Era una afirmación llana, sin tono acusador, casi como si James no pudiera desentrañar por qué Hopewell no había permitido que sucediera.

Hopewell se frotó los ojos hinchados con una mano.

—No me conoce muy bien si piensa eso.

—No lo culparía si fuese así —replicó James, mientras sus ojos revelaban cada vez mayor asombro—. Asumo la plena responsabilidad por los errores que cometí y que condujeron a la muerte de su hijo.

—Las confesiones no son buenas para el alma y no hacen más que herir a las personas. —Hopewell miró a Manita—. Más que nada, yo deseaba evitar que tú supieras cuan débil era, cómo había planeado, al principio, echar a Lily para beneficiar a Joe. Después traté de arreglar las cosas y no quise que nadie supiera la verdad. —Volvió la mirada de nuevo hacia James—. Pero usted quiere desparramarla por todo el mundo.

James lo observaba con ojos cansados.

—Hay algo más que debe saber. Ayer llamé a Beitner y le dije que cerrara el trato. Que pagara a Joe a cambio de que usted permitiera a Lily quedarse en su tierra. Si lo hubiera hecho antes, tal vez Joe estaría vivo.

El dolor de Hopewell se vio matizado por el estupor.

—De modo que es por eso que Beitner iba a mi casa.

—¿Lo vio? —preguntó James.

—Lo ignoré. Pasé de largo. Iba a buscar a Joe. Para llevarlo al alguacil. —Hopewell miró a Lily, apesadumbrado—. No podía permitir que otro hiciera lo que debía hacer yo por ser el padre de Joe.

 

Se abrió la puerta. Artemas se hallaba allí, de pie, aferrado con fuerza a la pared. La venda blanca contrastaba con su cabello oscuro. Los demás, Michael, Elizabeth, Alise, hasta Tamberlaine, quien había permanecido en el vestíbulo del hospital hablando con el alguacil, estaban detrás de él.

Lily se puso de pie de un salto, fue hacia Artemas y le rodeó la cintura con un brazo. Artemas se apoyó en ella y entró en la habitación. El resto también entró.

Alise tomó la mano extendida de James, que en ningún momento apartó los ojos de su hermano mayor.

El silencio era aplastante.

Artemas caminó hasta James. Hizo un gesto que abarcó a todos los que estaban en la habitación, incluso a Hopewell y a Manita, y por fin a Lily y a sí mismo.

—Esta es tu familia. Has arriesgado tu vida para protegerla. En última instancia, es lo único que importa.

James aceptó el abrazo de su hermano.

 

Hopewell se vio tironeado por Manita, quien lo hizo levantar del sofá, y después, ante su asombro, se vio rodeado, aceptado y consolado por los Colebrook.

Lily cerró los ojos y exhaló con gratitud. Muchos dolores y temores antiguos se desvanecían.

 

Artemas se despertó e hizo una mueca; le dolía la cabeza, pues todos los hechos del día y la noche anterior emergían en sueños desagradables. Pero después se dio cuenta de dónde estaba, y con quién, y las sombras desaparecieron.

Lily se hallaba junto a él. En su cama. En la cama de los dos, en Sauce Azul. Ella se incorporó y lo besó cuando Artemas abrió los ojos. Lo tapó mejor con las mantas y le acarició el cabello. Examinó el vendaje, lo acomodó un poco y volvió a besarlo.

La luz dorada de la mañana se filtraba a través de las puertas del balcón. Lily era tan cálida y suave como esa luz.

 

El sol de la media mañana suavizaba los tonos descoloridos de la habitación. Hopewell había abierto las pesadas cortinas. No podía soportar la luz sombría de los candelabros de pared que caían sobre el ataúd de Joe.

 

—¿Hopewell?

Manita entró en la habitación, se sentó junto a él, casi sin tocarlo, y con la vista fija delante de sí.

—Anoche no pude dormir —afirmó—. Te fuiste del hospital sin decirme ni una palabra acerca de adonde te dirigías. Por fin me enteré de que habías venido directamente aquí.

—No podía hablar contigo. Todavía no puedo. No hay palabras para expresar cómo me siento. —Las tenía todas atrapadas en la garganta y le hacían arder los ojos.

—Entiendo —dijo Manita, con voz tensa—. ¿No podrías haber ido a tu casa, o haberme llamado, para que no me preocupara?

—No podía soportar volver a mi casa. Veo a Joe y a Ducie en cada habitación. Pienso que me mudaré a una caravana. Tal vez me asiente en Victoria…

—¡No, no te irás! Vendrás a casa de Maude. Tenemos lugar de sobra.

Mientras se balanceaba, Hopewell la miró fijo.

—¡No viviré en pecado contigo!

—Entonces cásate conmigo. ¡Cásate conmigo!

 

Hopewell miró el ataúd de Joe. Tal vez no fuera correcto hablar de tales cosas en la misma habitación en la que se encontraba el cadáver de su hijo. Pero Manita nunca había hecho las cosas bien. Solo había hecho lo que era mejor para él, y Hopewell por fin lo comprendió.

Se puso de pie, avergonzado, apenado y feliz; la tomó de la mano y la condujo fuera de la habitación, fuera del pequeño edificio, hacia la nieve que se derretía y el sol resplandeciente.

—Te amo —le dijo entonces.

Manita lloró con más ganas y le echó los brazos al cuello.

—Yo también te amo.

Se besaron y lloraron juntos. Después de un rato, fueron hasta un banco del parque y se sentaron abrazados, con las cabezas muy juntas.

—Mi ave fénix que renace de las cenizas —lo llamó Manita.

Era exactamente como él se sentía.

 

Artemas y Lily se encontraban de pie en el patio de la casa, con la mirada puesta en el granero. Él había enviado unos obreros a retirar los animales muertos, pero no era tan fácil eliminar el terrible recuerdo.

Artemas se sintió aliviado al oír el ruido de un motor, Lily se dio la vuelta, intrigada, y observó cómo el coche rojo de Manita llegaba por el camino de tierra y se detenía frente a la granja.

—¿Qué pasa? —Preguntó Lily—. ¿Qué es esto?

—Una sorpresa —dijo Artemas con voz tierna.

Manita estacionó bajo los sauces y bajó con el señor Estes, y Manita lo tomó de la mano mientras se acercaban a Lily y a Artemas.

—Gracias por venir al funeral de Joe —les dijo Estes a ambos, al tiempo que se detenía frente a ellos. Miró a Artemas—. Gracias por hacer que toda tu familia asistiera.

—Fue decisión de ellos. No me hizo falta insistir.

El señor Estes buscó en un bolsillo de su chaleco y sacó un documento doblado.

—Lily. —Lily contempló el papel y dejó escapar una suave exclamación de sorpresa. Estes se lo extendió con una mano trémula—. La escritura está a tu nombre. Es un regalo de boda.

Lily tomó la escritura como si fuese algo frágil.

—Gracias.

—Tú y yo podemos seguir con esto. Si es que necesitas un viejo gruñón como socio.

—Oh, sí, ¡sí! —Lily lo abrazó.

Estes resopló, avergonzado, pero también la abrazó.

—Sé que no vas a seguir viviendo aquí…

—Estaré en Sauce Azul. —Lily miró a Artemas—. Pero las dos propiedades ya no están separadas.

Manita carraspeó.

—¿Qué diríais si Hopewell y yo nos casáramos y quisiéramos cuidar este lugar?

—¿Vivir aquí? —Preguntó Lily—. ¿Les gustaría?

Estes la observó con tristeza.

—¿Querrías que un Estes viviera en tu hogar?

—Me gustaría que aquí viviera alguien de mi familia. Que vivieran aquí usted y Manita.

—Entonces… está decidido. —Cuando Lily fue a abrazarlo otra vez, Estes la ahuyentó con un gesto—. Debo irme. Debo irme.

—Es tímido —explicó Manita, como si fuese necesario.

Partieron tan rápido como habían llegado. Lily guardó la escritura en el bolsillo del abrigo de Artemas.

—Es mi regalo de boda para ti —le dijo con dulzura.