19

DOS de enero. Había pasado un día del nuevo año, que ya estaba oscurecido por el fantasma del aniversario de la semana siguiente.

 

Artemas arrojó una carpeta de notas sobre el escritorio y se volvió hacia la ventana de su oficina.

Había autorizado a sus abogados a vender el Edificio Colebrook a un grupo de inversores inmobiliarios. Renovarían el vestíbulo. No habría puente, ni un jardín magnífico alrededor de un sauce azul.

Artemas se levantó y caminó de un lado a otro de la habitación. Podría haber conservado el edificio y haberlo ocupado, como estaba previsto. Tal vez hubiera parecido un gesto de coraje. Él no lo habría visto así. Solo hubiera servido para perturbar a su familia y a las familias de los ejecutivos de Colebrook que habían muerto. Artemas sabía que hubiera revivido esa noche cada vez que atravesara el vestíbulo.

—¿Artemas? Necesito hablar contigo. Es urgente.

Artemas se dio la vuelta y vio a Tamberlaine en el vano de la puerta.

—Entra. Estaba distraído. Lo siento. ¿Qué ocurre? —preguntó.

Tamberlaine cerró la puerta.

—Los trabajadores de Sauce Azul me han dicho algo. —Tamberlaine vaciló y después agregó— Dicen que alguien ha estado arreglando la granja de los Mackenzie. Como si planeara vivir allí. Sospecho que se trata de Lily.

 

Los golpes airados de Hopewell agitaron la guirnalda de Navidad de la puerta de la casa de Maude. La forma menuda de Manita acudió corriendo, abrió la puerta y se quedó mirándolo.

—Feliz Año Nuevo, Hopewell —lo saludó con ojos exasperados pero seductores—. Si hubiera sabido que venías, habría preparado un poco de vino dulce y unas galletitas.

Él metió las manos en los bolsillos de su viejo abrigo.

—Lily no está aquí, ¿no? Apuesto a que todas vosotras sabéis dónde está. ¿Me tomáis por un tonto? ¿Creísteis que nunca me enteraría de lo que ella ha hecho durante todos estos meses? ¿Creísteis que podríais ocultármelo?

Manita lo miró con menos cordialidad.

—Si no fueras un viejo ermitaño y rezongón que se pasa el día mirando la televisión encerrado en su casa, te hubieras enterado hace rato.

—¡Lo que yo haga con mi vida no te incumbe, murciélago entrometido!

—¡Es que alguien debe preocuparse por ti! Durante años permitiste que tu negocio se arruinara, que tu casa se arruinara, y ahora tú mismo pareces un pobre diablo zarrapastroso. ¡Tu vida no terminó cuando tu esposa murió y Joe fue a prisión por cultivar marihuana!

—¡Quiero hablar acerca de Lily! —Hopewell golpeó con una bota gastada el suelo del pórtico. De la guirnalda cayó otro fruto. El rostro barbado de Hopewell se endureció y se inclinó hacia Manita en actitud amenazadora—. Ha estado apareciendo por la granja desde que se mudó aquí en mayo, ¿verdad? Herbert Beatty, de la Sociedad de Jardinería de Victoria, me lo dijo, porque Lily fue en primavera a comprar semillas y fertilizante. Yo sabía que no había plantado nada aquí…

—No hace ningún daño. —Manita le clavó un dedo en el pecho—. Fue un día a visitar su antiguo hogar y volvió con algo de brillo en los ojos, y nos dijo que lo único que la hacía sentir mejor era trabajar allí. Sabía que no estarías de acuerdo. De modo que guardamos silencio. Por amor de Dios, lo único que hace es ir todos los días con algunas herramientas y hacer ejercicio.

—¿Qué es lo que quiere? ¡No voy a venderle la granja!

—No podría comprarla aunque se la ofrecieras. El banco no le dejó mucho más que una camioneta y ese perro feo.

—¡Colebrook quiere que la recupere! ¡Jamás le daré el gusto a ese bastardo! ¡Él ordenó a su gente que alertara a las autoridades acerca de Joe!

Manita lo estudiaba con cautela.

—Si le dices que no puede ir más a la granja, juro que te enviaré tantas vibraciones negativas que te sentirás como un piano desafinado.

—No digas estupideces. Yo… Tal vez no me moleste que ande por la granja…, mientras no abrigue esperanzas de recuperarla.

El rostro de Manita se iluminó.

—Pues, Hopewell, si la dejas en paz podría enviarte vibraciones positivas. —Le echó una mirada sugestiva y agregó—: Me gustaría… ya sabes. Tú y yo no somos tan viejos…

—No tengo nada que hacer con una mujer que usa rocas de cuarzo como si fuesen una especie de talismán, que habla como una hippy y que tiene un negocio lleno de libros de Shirley MacLaine. ¿Vas a decirme dónde puedo encontrar a Lily o no?

Manita se irguió como un cohete.

—Eres una mula de mente cerrada. Ve. Lily salió pocos minutos antes de que llegaras. Iba hacia la granja.

—Gracias, mi señora —dijo Hopewell secamente. Giró sobre sus talones, bajó a paso firme los escalones del pórtico y se dirigió a su camión. Oyó que Manita cerraba la puerta de un golpe. Hopewell no necesitaba la compasión ni la tendencia a entrometerse ni las insinuaciones extravagantes y aniñadas de esa mujer. Lo que sí necesitaba era vengarse de Artemas Colebrook. Tal vez Lily fuera un medio para lograrlo.

 

Lily acababa de poner los adornos de Navidad en el pequeño cedro que había echado raíces en el límite del patio, cuando el señor Estes llegó por el viejo camino, ahora arruinado y rodeado de pinos jóvenes que se habían colado entre las pasturas.

Lily arrojó una caja de cartón a la parte trasera de su camioneta, se apoyó contra el vehículo y pasó un brazo cansado alrededor del cuello de Lupa.

Lily miraba el árbol con fijeza. Jamás se había sentido tan sola en toda su vida. Subió el cuello de su chaqueta acolchada y observó cómo Estes estacionaba frente a la vieja casa, que tenía las ventanas vacías y la pintura descascarillada. Estes se le acercó con expresión sombría.

Contempló boquiabierto el árbol. Lily, quien se sentía desenmascarada y tonta, dijo:

—Pongo los adornos cuando llego y los quito cuando me voy. Sé que la Navidad ya pasó, pero sólo quería verlos una vez más antes de guardarlos. —Lily luchó contra su rencor, pero dijo—: Lo menos que podía haber hecho era cerrar el paso para que la gente no pudiera arrojar basura aquí. —Señaló con la cabeza el campo descuidado del otro lado del arroyo y de los sauces, y la aldea de lápidas en la base de las colinas—. Jamás se ha apiadado de nadie más que de usted mismo. Yo también tuve un hijo, señor Estes. Quería lo mejor para él, como usted para Joe. Se ha ido, y jamás volveré a tenerlo conmigo. Joe saldrá de la cárcel algún día. Usted todavía tiene esperanzas. ¿No puede dejarme en paz? Aunque nunca recupere este lugar, necesito poner mis manos sobre él, limpiarlo, sentarme bajo los sauces, oír pasar el agua del arroyo. —Lily agitó un puño frente al rostro de Estes—. Trabajar aquí me ha brindado una pequeña satisfacción, un objetivo.

—Bien. ¡Bien! —Gritó Estes—. Entonces quédate y haz que Colebrook se vuelva loco de furia.

 

Lily lo miró fijo. Su corazón galopaba; la esperanza la obnubiló. La oferta era tan inesperada que Lily soltó abruptamente:

—¿Está a punto de sufrir un ataque de algo?

—¡No discutas conmigo! —Estes bajó la cabeza y rezongó—: Si deseas quedarte, quédate. Es decir…, pues…, te puedo alquilar la granja.

Lily dio un paso adelante, impaciente.

—No tengo dinero para pagar el alquiler. Pero podría trabajar para usted. Podría pagarle de ese modo.

Estes dio un paso atrás y la contempló atónito. Las ideas vagas y fragmentadas que Lily había estado rumiando durante tanto tiempo de pronto se cristalizaron. Lily se encontró contándoselas a la velocidad de la luz. Un invernadero. Un vivero. Para las plantas perennes y anticuadas que a la gente le estaban empezando a gustar otra vez: malvones, geranios, anémonas y docenas de otras plantas…

Estes agitó las manos.

—No me interesa nada de…

—Usted necesita algo por qué trabajar, señor Estes. También yo. Haga una inversión y yo me encargaré de dirigirlo todo. Podemos construir algo a partir de este desastre. Podemos probarle a la gente de por aquí que ninguno de los dos está dispuesto a echarse a morir.

—No me importa lo que el resto piense. ¿Estás diciendo que me avergüenzo de Joe?

—Sí, señor, y creo que está sufriendo amargamente.

—Lo que quieres no es un trabajo, sino darme órdenes. ¡Puf! No tengo ni tiempo ni paciencia. Eres del tipo de persona que tiene todas las respuestas, aunque nadie le haya preguntado nada. Igual que Manita.

—Podríamos llamarlo Vivero Sauce Azul.

Estes se detuvo en medio de una nueva protesta. Entrecerró los ojos. Se quitó el sombrero y se pasó una mano curtida por el espeso cabello blanco.

—Colebrook se enfurecería, ¿verdad? Toda su familia tendría un ataque.

—Los Colebrook no tienen ningún derecho legal sobre el nombre. Surgió de mi familia, del sauce que mi tatarabuelo regaló a los Colebrook cuando construyeron su propiedad. Es más mío que de ellos.

—Lo que quieres es demostrarles algo, ¿no es así?

—Quiero respeto y un tratamiento justo. —Lily se estremeció y se dirigió a la camioneta, con las manos sobre las caderas—. No me escaparé de ellos. No los olvidaré. No voy a permitir que lo que dijeron acerca de mi esposo me haga esconderme de la gente de mi propio pueblo. Si lo hiciera, sería igual que decir que me avergüenzo de Richard. No. He venido para quedarme.

Lily se apoyó contra la camioneta y se frotó la frente. Estes comenzó a caminar de un lado a otro; retorcía su sombrero, se lo ponía, se lo quitaba.

—¿Y quién va a comprar esas plantas anticuadas que quieres vender?

Lily esbozó una sonrisa.

—La nostalgia es un buen negocio, señor Estes. La gente vendrá de Atlanta por la misma razón por la que vienen a las montañas. No se preocupe. Puedo convertir el proyecto en un éxito.

 

Estes dejó de caminar y la miró.

—De acuerdo, trato hecho. Vivirás aquí y te ocuparás de todo. Prepara un plan. Te haré saber cuánto dinero puedo invertir. Tal vez diez mil dólares. Eso será todo.

—Se lo advierto, no recuperará su dinero de inmediato. Montarlo llevará más de un año y hará falta mucho más tiempo para lograr que sea reconocido.

Estes señaló con un gesto la vieja casa.

—Haré que devuelvan la electricidad, pero no invertiré dinero en arreglarla.

—Tengo algunos ahorros. Y también algo que puedo vender para conseguir un poco más. Me las arreglaré.

Pensó en la tetera Colebrook, alzó la cabeza y miró a su alrededor, con el corazón ardiente de esperanza.

—Tengo lo que necesito. Gracias.

 

Había una brillante reja nueva entre dos postes fuertes, en el extremo del camino. Artemas tocó el candado y contempló consternado todo lo que lo rodeaba. El bosque parecía oprimirlo y estaba lleno de los susurros y la fragilidad del invierno. Mientras recorría el camino de tierra desde la carretera, Artemas había sentido como si viajara hacia atrás en el tiempo.

 

Sin embargo, allí el tiempo no se había detenido.

 

Lo único que señalaba los antiguos límites de la pastura eran los cercados de alambre caídos, que parecían luchar con valentía por contener densos bosquecillos de pinos altos hasta la cintura. La casa y el granero, en la distancia, parecían abandonados y desiertos. Los sauces, sin hojas, se recortaban contra un cielo azul y frío. El gran camión rojo de Lily se hallaba estacionado en el patio.

Artemas pasó sobre el cercado caído y caminó deprisa. Vio el montón de basura en el patio lateral en el que habían florecido los parterres de la señora MacKenzie. No muy lejos había pilas de artefactos oxidados y de cubiertas de automóvil. La pintura blanca de la casa se estaba descascarillando. El granero era un caparazón hueco; faltaban trozos de estaño del techo y las paredes tenían agujeros. Dios, qué mal debía de haberse sentido Lily al ver el lugar así.

Sólo el bosquecillo de sauces seguía siendo hermoso y digno. Del otro lado del arroyo, Lily había abierto un pequeño claro entre los pinos. Habían quedado como cicatrices los troncos mutilados, las pilas de desechos que ya había quemado y los pinos que había preparado para quemar.

Artemas fue hacia la casa, abrió la puerta e hizo una mueca al sentir el olor a humedad de las habitaciones, oscuras y vacías. A pesar de la luz tenue, vio cómo Joe Estes había arruinado el interior. Gritó el nombre de Lily, con la voz llena de cólera: cólera por aquel espectáculo, por la compasión que le destrozaba las entrañas y que no se podía permitir, cólera hacia Lily por hacer que anhelara su presencia con tanta desesperación. Se oyó el eco de su grito. Artemas cerró la puerta de un golpe y atravesó el patio, buscándola.

 

Lily debía de estar en algún lugar del bosque. Estaría caminando, explorando, haciendo las cosas que siempre habían sido tan importantes para ella. ¿O estaría escondida? Oculta a los ojos de Artemas, observándolo desde algún lugar privilegiado, como lo había hecho el día de su partida, tantos años atrás. Si echaba la cabeza hacia atrás y gritaba que la amaba, no cambiaría nada, como no había cambiado nada entonces.

Artemas juró que esta vez la encontraría. Caminó a grandes pasos hacia el arroyo, lo cruzó por la parte baja y bordeó el claro. Rodeó algunas ramas quebradas y se detuvo por el shock.

 

Lily estaba sentada frente al paisaje de la montaña, con las largas piernas cruzadas. Su melena roja se agitaba sobre sus hombros y tenía toda la ropa hecha un ovillo, a su lado.

Artemas se sintió invadido por imágenes indelebles. Senos grandes y altos, una espalda larga y delgada, caderas voluptuosas. Un destello de rojo entre los muslos. Pero Artemas reaccionó más todavía al profundo golpe emocional de ver la soledad y el dolor en el rostro de Lily. No la había visto desde la primavera, desde el día en que ella se disponía a abandonar la casa que había construido con Richard. Lo atormentaba saber que desde entonces Lily había soportado sufrimientos tan crueles y que aún se encontraba desesperada.

 

Artemas quebró una rama al avanzar. Lily comenzó a moverse de forma frenética: se puso de rodillas, lo miró, su rostro cubierto de lágrimas se contrajo, subió raudamente un brazo para cubrirse los senos y llevó el otro a sus muslos. Luego se puso de costado. Tenía los ojos extraños, como desenfocados, pero llenos de ira.

—Mío. Esto es mío. No puedes arruinarlo. Me estás espiando. Vete.

 

Artemas vio la botella medio vacía de whisky recostada contra un montoncillo de pasto seco, y dejó escapar un sonido animal, de dolor e impotencia. La pena y la frustración no dieron lugar a la amabilidad. Dio un salto hacia Lily, se arrodilló, arrebató una camisa de franela de la pila de ropa y se la arrojó.

—No hace ni diez grados. Y cualquiera te podría haber encontrado así.

Lily apartó la camisa.

—Solo tú.

Lily se encorvó; sus brazos se aflojaron, pero luego rodearon con fuerza su cuerpo desnudo. Miró a Artemas con ojos torturados, que irradiaban furia y la sensación de verse violada en su intimidad.

—Vete. ¡Vete!

—Si no puedes tolerarme, ¿por qué estás aquí?

—Mi hogar. Es mi hogar. ¿Pensaste que huiría? ¿Pensaste que te permitiría que me hicieras sentir como una basura y que no me defendería? —Lily golpeó el suelo con la mano—. Este lugar es limpio. Yo estoy limpia. —Lily arrojó un puñado de tierra húmeda, que rozó la mejilla de Artemas.

Artemas perdió el control. Se abalanzó hacia Lily, le apartó los brazos y le puso la camisa sobre los hombros.

—Vístete.

 

Lily hizo un sonido rabioso y echó una mano hacia atrás, pero perdió el equilibrio. Artemas la empujó hacia delante y la sostuvo con las rodillas a los costados de las caderas de ella. Lily no lograba nada en sus intentos por resistirse, más que sacudir su vientre y sus pechos. Artemas metió una de las manos de Lily en la manga de la camisa. Lily le dio en la mandíbula con la mano libre. Él le sujetó el brazo.

Mientras se inclinaba hacia ella, Artemas clavó sus ojos en los de Lily. Algo en su expresión la atemorizó lo suficiente como para mitigar la furia. Antes de que el temor se desvaneciera, Artemas le puso de un golpe la otra manga y le tapó los pechos.

—Hola, vecina —dijo Artemas, sarcástico, y se sentó junto a ella.

—Supongo que Tamberlaine te dijo lo que el señor Estes y yo…

—Oh, sí, claro que me lo dijo.

—No puedes hacer nada al respecto. —Lily intentó tomar la botella. Artemas se le adelantó y la vació.

—No hay nada peor que un borracho malhumorado. No podemos hablar a menos que estés sobria. —Artemas se incorporó de un salto, la arrastró detrás de sí y se dirigió al arroyo. Lily clavó los talones desnudos y tropezó cuando Artemas continuó avanzando a pesar de la resistencia.

 

Artemas la remolcó hasta la parte poco profunda del arroyo. Giró y la tomó en brazos. Después la sentó en el lecho arenoso. De inmediato estuvo junto a ella, arrodillado en unos treinta centímetros de agua helada.

Lily sintió que se le cortaba la respiración. El frío calaba hasta los huesos. No podía creer que Artemas estuviera haciendo eso. Intentó alejarse de él. Artemas la aferró del cabello, la inmovilizó y le lavó la cara, con energía.

—Basta —ordenó Lily, con la voz débil y fatigada.

—Maldita seas, Lily —dijo él, con la voz suave y ronca—. Esto me está matando.

Lily lloró.

—Lo sé. Ojalá nunca tuvieras que volver a verme. Pero no puedo irme de aquí.

—Oh, Dios. —Fue un quejido desesperado—. No quiero que te vayas, pero no puedo hacer nada para ayudarte. —Artemas le rodeó la cintura con ambos brazos y, casi alzada, la llevó hasta la orilla. Se apoyaron uno contra el otro, con la cabeza de Lily junto al hombro de Artemas; ambos temblaban.

—Mañana se cumplirá un año —dijo Lily; las palabras salían con esfuerzo de su garganta—. Parece una eternidad. Parece ayer. ¡Los echo tanto de menos! La soledad… Dios, la soledad. Me hace sentir cosas absurdas. Pero este es mi hogar. Aquí es donde debo quedarme… y luchar por mi honor.

 

Artemas apoyó la cabeza contra el cabello de Lily.

—Tu honor jamás ha sido puesto en duda.

—Oh, sí. El de Richard era el mío. Y nuestro hijo… nuestro niño merece un recuerdo mejor que estos chismes y acusaciones acerca de su padre.

Artemas le rodeaba la espalda con un brazo, fuerte como una prensa, y la sostenía contra él.

—Debes tener algo que esperes con alegría. Tiene que haber algo.

—El trabajo. Construir algo de la nada. Y olvidar. Siento que se alejan, un poco. Me duele. Me duele sentir que se desvanecen. No quiero que se vayan.

—Debemos dejarlos ir.

—No puedo. No con todas las dudas, con todo lo que jamás sabremos. ¿No piensas en eso? ¿En no saber con exactitud qué sucedió?

—Todos los días. Y pienso en no saber qué pasará contigo. Después, al encontrarte aquí sola y atormentada… —La voz de Artemas se apagó. La rodeó con ambos brazos y le dio un beso brusco en la frente. Artemas era lo único cálido en todo el mundo, y Lily no podía soportar alejarse de él.

Lily gimió y alzó el rostro; anhelaba ciegamente devolverle el bienestar que Artemas le brindaba, sacrificar el rencor aunque solo fuera por un momento. Artemas le besó los ojos; fue una caricia ferviente y fugaz, y Lily se aflojó contra el cuerpo de él. El rostro de Artemas estaba húmedo y frío; su boca, en cambio, era un fuego suave.

 

«Unirnos. Sobrevivir. Perdonar.» Lily comenzó a llorar de nuevo y lo besó en los labios. Artemas respondió. Por una breve eternidad no hubo necesidad de pensar en nada más que en él. Después se sintió inundada por el remordimiento. Miró hacia delante. Apretó los dientes y pronunció como un gemido el nombre de Richard.

Artemas quedó sin aliento; luego soltó un suspiro, largo y exhausto.

—Te llevaré a casa de tu tía. —Su voz era opaca, muerta.

—No.

Lily se pasó una mano por el rostro desolado, clavó la mirada en el vacío e intentó reprimir la idea de que había traicionado a Richard y a Stephen. Y a sí misma. —No vuelvas aquí. El señor Estes no quiere que pises este lugar. Y yo tampoco.

 

Se incorporó y se alejó en silencio, apesadumbrado. Cruzó el arroyo y se detuvo con la espalda vuelta hacia Lily; sus anchos hombros estaban encogidos. Pasaron varios minutos, interminables, hasta que oyó movimientos en el agua. Artemas se dio la vuelta; observó a Lily mientras se arrodillaba en la orilla cercana a él y se vestía.

—Este lugar no puede ser lo que fue —afirmó Artemas con lentitud—. En estas circunstancias, nada puede volver a ser maravilloso. Lo único que podemos hacer es resignarnos.

—¿Tampoco Sauce Azul?

—Me conformaré con creer que hay lugares y recuerdos que vale la pena preservar, y que tiene algún sentido rescatarlos… —Artemas se estremeció y dijo desesperado, mientras se inclinaba hacia ella—: ¡Lily! Déjame hacer que las cosas te sean más fáciles. Puedo darte el dinero para que vuelvas a comprar este lugar. Puedo…

—Oh, Dios mío. —Los hombros de Lily se sacudían. Huyó del roce de los dedos de Artemas y clavó los ojos en él—. ¿Piensas que alguna vez aceptaré alguna ayuda de ti? ¿Todavía crees que puedes manejar mi vida y conseguir cualquier cosa que desees?

Artemas dejó caer las manos.

—Sí.

Lily inspiró profundamente.

—Maldito seas.

Artemas se alejó por el camino. Los futuros de ambos estaban tan atados como el día en que Lily había nacido.

 

—Ella es un veneno-afirmó James—. Y Artemas no parece dispuesto a reconocerlo.

 

Tamberlaine se recostó en el lujoso sillón de su oficina, con una mano en el mentón; estudiaba a James y a los demás con una calma engañosa. La agitación y el desconcierto que veía en los hermanos de Artemas lo atemorizaban. Era una fuerza divisora, algo a lo que jamás habían tenido que enfrentarse.

—¿Qué querríais que Artemas hiciera? —Preguntó Tamberlaine—. ¿Que abandonara una propiedad que tiene gran importancia para esta familia, solo porque la señora Porter ha elegido vivir en un hogar que tiene para ella la misma trascendencia?

—Artemas podría presionarla para que se marchara —terció Cass—, en lugar de decirnos que ha aceptado la situación.

Tamberlaine se encogió de hombros con elegancia.

—Eso no implica que Artemas tenga la intención de tender un felpudo de bienvenida a los pies de Lily.

Elizabeth frunció el entrecejo.

—Tammy, esta amistad que los une desde hace tantos años… ¿Hay algún motivo para pensar que alguna vez hubo algo más?

—No. Como he dicho antes, Artemas pasaba algún tiempo con la familia de ella cuando era niño. Se escribieron a lo largo de muchos años. Era una cosa bastante inocente y sentimental. —Tamberlaine puso mucho cuidado en ocultar su remordimiento por engañarlos. Artemas siempre le había confiado la verdad. Era una confidencia que no iba a traicionar. Elizabeth suspiró.

—¿Crees que ella intenta hacernos daño de manera deliberada?

—No. Creo que la señora Porter es una persona muy noble, que siente que tiene tanto derecho sobre su patrimonio como Artemas sobre el suyo.

Michael se inclinó hacia delante.

—Sin embargo, tiene que darse cuenta de que está agravando una situación dolorosa.

Tamberlaine lo miró ceñudo.

—Se ha divulgado ampliamente que tanto los arquitectos como el contratista fueron responsables del derrumbe del puente, y que Artemas ha llevado las demandas hasta las últimas consecuencias. Nadie puede afirmar que haya permitido que su amistad con la señora Porter fuera un obstáculo para sus deberes hacia Colebrook International… ni hacia su familia.

James maldijo.

—No tendremos paz mientras esa mujer viva cerca de nuestra propiedad. Y es por ese mismo motivo que está allí: para demostrarnos que puede hacer lo que le venga en gana.

 

La paciencia de Tamberlaine para con James se había desvanecido meses atrás. James, con su rencor, parecía empeñado en destruir el futuro, no en reconstruirlo. Tamberlaine recorrió con la mirada al grupo, en medio de una profunda pena.

Eran seres humanos decentes, y verlos rebajarse al deseo de venganza y a la sospecha repelía a Tamberlaine, quien sacudió la cabeza.

—James, pareces olvidar… todos vosotros parecéis olvidar que la señora Porter no ha hecho nada terrible, salvo amar a su esposo y confiar en él.

—Ella dijo que Julia sabía que el puente era defectuoso y que lo ignoró —replicó James—. Dijo que Julia intimidó a su esposo hasta lograr que transigiera en sus normas. Ese tipo de acusaciones no tiene disculpa, y jamás la tendrá.

Alise movió una mano, cansada.

—Creo que deberíamos intentar comprender el punto de vista de Lily, aunque no estemos de acuerdo. ¡Ha perdido tanto! Puede que su encono esté mal encauzado, pero no debe sorprendernos. —Alise miró a James. La mirada feroz de su esposo la llevó a apretar las manos que tenía apoyadas en su regazo—. Debemos continuar con nuestras vidas.

James señaló con violencia su pierna herida. —Sí. Sé que te mueres de ganas por alentarme cuando me prueben para las olimpíadas esta primavera. Alise dio un respingo y le volvió la espalda. Se hizo un silencio incómodo. Cassandra dejó de caminar y miró furiosa a su hermano. Elizabeth y Michael parecían tan consternados como Cass. Tamberlaine se puso de pie.

—James. —Su voz era como un trueno suave—. Alise te respeta mucho más que yo en este momento. —Salió de la oficina y golpeó la puerta tras de sí.

 

El silencio se hizo opresivo. James se acercó cojeando a Alise; vaciló y luego le puso una mano en el hombro. Alise la cubrió con la suya, pero su rostro seguía contraído. Por fin, Cassandra resumió de forma contundente lo que todos sentían:

—Debemos vigilar de cerca a Lily. Eso significa pasar un tiempo en Sauce Azul. Artemas dice que considera que esa propiedad es el hogar de la familia. Con esa excusa, podemos asegurarnos, de forma discreta, de que ella no logre entrar en la vida de Artemas.

Casi todos asintieron. James les volvió la espalda. Él haría sus propios planes.

 

Michael le pidió al taxista que lo llevara a Brooklyn, a una manzana de su destino: prefería no dar lugar a habladurías. Los edificios oscuros y silenciosos y los negocios pequeños no daban ningún indicio de que, cien años atrás, había habido allí un bulevar lleno de árboles, frente a las mansiones de las familias más ricas. Pero la imponente pared de piedra en el extremo de la manzana insinuaba un resto de esplendor. Dentro de esas paredes había cuatro mil metros cuadrados de tierras que valían una fortuna.

Michael tomó una llave del bolsillo de sus vaqueros y abrió una reja alta y angosta, de hierro negro. Entró, cerró la reja tras de sí y se detuvo, mientras contemplaba la plomiza realidad del lugar. Diseminados entre los árboles, como morbosas casas de muñecas, se hallaban los mausoleos de los Colebrook.

La luna, en cuarto creciente, había salido de detrás de algunas nubes altas, que se deslizaban impulsadas por el viento. Michael no necesitaba la luna; había encontrado la cripta muchas veces en total oscuridad. Avanzó hasta el mausoleo más reciente, un monumento amplio y majestuoso, de mármol blanco, cuya reja de acero formaba varias letras «C» entrelazadas.

Otra llave abrió esa puerta; y Michael entró, se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo frío, junto al féretro de Kathy, y siguió con dedos trémulos el nombre grabado en la pared. Los dos años que habían pasado desaparecieron; ella estaba viva de nuevo. Michael apoyó la mejilla contra su nombre.

Trataba de no pensar nunca en la imagen de Kathy dentro del ataúd, de la misma manera que luchaba cada día por no pensar en ella acurrucada en sus brazos, cálida y tierna, pronunciando su nombre.

—Hola —susurró—. Sé que no quieres que venga aquí de este modo. Pero debo hacerlo. —Michael se acercó tanto como pudo y cerró los ojos y pensó en los problemas de su familia. Reconocía que James tenía motivos para odiar a Lily Porter y desconfiar de ella. James buscaba alguien a quien echarle la culpa de cada paso, difícil y doloroso, que daría durante el resto de su vida. Michael dudaba de que a James ni a nadie más de su familia, ni siquiera a Elizabeth, con quien tenía el lazo intuitivo de los mellizos, les pareciera bien si supieran que él siempre había admirado a Lily y siempre la había comprendido.

Jamás podría culparla por amar tanto a su esposo que nada más le importara. Comprendía demasiado bien ese dolor. Toco una vez más el nombre de Kathy y lloro contra la piedra fría.