10

EL zumbido del aire acondicionado del edificio era un murmullo constante en los oídos de Artemas. Cada vez que pasaba varios días en la fábrica de Typlex, en las afueras de Chicago, sin interrupción, el ruido sordo se infiltraba en sus sueños, bajo la forma del aliento de un monstruo sin rostro o del zumbido de una avispa. Cosas que algunas personas interpretarían como símbolos de amenaza, desdicha o duda. Artemas prefería creer que los sueños nacían de su preocupación por el éxito del nuevo negocio de Colebrook.

 

Atravesó la planta de cerámica junto a James, quien no parecía perturbado por el zumbido ni por el rugido de las enormes moledoras que trituraban la arcilla y otros ingredientes hasta formar un polvo fino que se agregaría más tarde a las mezclas para cerámica. El calor que provenía de los hornos le arrugaba la ropa y hacia brotar gotas de sudor en los antebrazos de Artemas, quien se había arremangado la camisa.

 

Pasaron junto a unas grandes cubas para mezclar la lechada y a unas pilas de moldes, y se detuvieron ante un enorme estante lleno de objetos de cerámica cruda, listos para ser llevados a los hornos.

—Allí está… El primer envío —dijo Artemas, hablando alto para compensar el ruido. James se acercó, con las manos hundidas en los bolsillos delanteros de sus pantalones negros, y estudió el estante con expresión satisfecha. Estaba lleno de ojivas para misiles, huecas, de cerámica.

 

Artemas observó con atención el rostro de su hermano y se preguntó si James alguna vez meditaría acerca de la ética. Estaban ayudando a crear artefactos destructivos. Los misiles que estarían cubiertos por esas ojivas cobrarían vidas. Artemas los odiaba, pero no podía negar que eran necesarios.

—Diablos, son maravillosos —le gritó James con orgullo—. Ganaremos una fortuna.

Artemas no se sorprendió ante la actitud pragmática de su hermano. James veía el mundo en blanco y negro, como un lugar en el que los diplomáticos eran menos importantes que los generales. Artemas lo veía como un laberinto de contradicciones y concesiones, lleno de caminos paralelos y de callejones sin salida. En un mundo así, el orgullo y los principios siempre estaban en peligro de perderse, y el laberinto se convertía en prisión demasiado a menudo.

—No quiero que los otros tengan nada que ver con esto —aseveró Artemas abruptamente, y avanzo.

 

James lo alcanzó.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero que se asocie nuestro nombre con artefactos militares. Esta inversión es un medio para lograr un fin. Nos expandiremos y fabricaremos componentes de cerámica para circuitos electrónicos y equipos médicos. Nos concentraremos en construir una base financiera segura para Porcelanas Colebrook. Y en actividades filantrópicas. Quiero que el nombre de Colebrook sea conocido por la labor humanitaria que realicemos. Esa será el área en que trabajaran Michael y Elizabeth cuando se gradúen. Cass siempre se preocupara más por la empresa de porcelanas que por ninguna otra cosa. Pues bien. Allí es donde se destacara.

 

¿Y Julia?

Artemas casi sonrió.

—Julia es un tornado que busca un sitio donde aterrizar. Con su interés por la administración de empresas, es solo cuestión de orientarla en el sentido correcto. Dios ayude a cualquiera que se interponga en su camino.

 

James quedo en silencio, con la cabeza inclinada, pensando mientras caminaban.

—¿Y yo? ¿Dónde encajo?

—Aquí. —Subieron un tramo de escaleras de acero. Entraron en el complejo de oficinas del piso superior y se detuvieron en un vestíbulo vacío. James miraba a Artemas, quien le señaló la fábrica que se desplegaba a sus pies.

—Si deseas que este sea tu proyecto, lo será.

—Lo deseo. Pero tú eres el que tiene los contactos.

—Tú encárgate de los detalles. Yo me ocupare de la política. Tengo paciencia para las negociaciones. Tú no.

Los ojos de James chispearon.

—Si obtienes el apoyo de alguien influyente para conseguir contratos mayores, me aseguraré de que el resto sea un éxito. —Vacilo y escudriño el rostro de Artemas—. Ya lo tienes. El senador. Él tiene algo que ver con esto.

 

Artemas se acercó a una ventana que daba a las salas de máquinas y no pronunció palabra. Detrás de él, James interrogó con cautela:

—¿Vas a casarte con Glenda DeWitt?

Artemas se puso tenso.

—Es probable.

—¿Eres feliz con ella?

—Sí.

—¿Considerarías la posibilidad de casarte con ella si tuvieras alternativa?

 

Artemas golpeo la ventana con un puño, giró sobre sí y miró a James furioso. Jamás había revelado su conversación con el senador DeWitt a ninguno de sus hermanos y jamás lo haría.

—¿Qué quieres decir?

—Que estás dispuesto a sacrificar tu vida personal, si es necesario, por el futuro de nuestra familia.

—Nunca vuelvas a sacar este tema. Y será mejor que no oiga preguntas de los demás al respecto. Es asunto mío, y poner en duda mis intenciones no es justo para con Glenda. Ella merece el afecto y el apoyo de la familia. No tolerare que ninguno de vosotros tome a mal su presencia ni exprese dudas acerca de su lugar en mi vida.

James se le acercó y le puso una mano en el hombro. Sus ojos estaban llenos de admiración y aprobación.

—No comprendes. No estoy cuestionando tu integridad. Te estoy apoyando. Lo que sea mejor para el futuro de Colebrook International es lo único que cuenta. Jamás he dudado de que pones a la familia ante todo. De que nunca nos defraudaras y de que por lo tanto nunca te defraudaremos a ti.

—He dicho que basta con eso.

James asintió y se apartó con gracia bajo la quemante amenaza en la voz de Artemas, pero no dejó de mostrarse orgulloso.

 

—Fírmalo —susurro la voz de tía Maude, mientras palmeaba a Lily en la espalda en un gesto de muda comprensión.

 

Las manos de Lily temblaban. La oficina del abogado la hacía sentirse amenazada; era oscura, demasiado pequeña, la aprisionaba. Lily no podía respirar. La pila de contratos sobre la mesa de reuniones se hizo borrosa cuando Lily vio la página superior, con la línea en blanco que aguardaba su firma. Percibió como el señor Estes y el abogado la urgían en silencio y la observaban. Como si ciento cuarenta arios de la historia de los MacKenzie pudiesen venderse con un simple movimiento de la pluma que sostenía entre los dedos húmedos.

 

Lily cerró los ojos. En su mente se vio con claridad: rompía el contrato en dos, arrojaba la pluma y salía. En la acera, Artemas la esperaba y decía que no había venido antes debido a algún malentendido inocente, que había llegado para darle un préstamo y para compartir su dolor por la muerte de sus padres. Lily lo abrazaba y el la abrazaba a su vez.

Pero abrió los ojos y el contrato estaba aún frente a ella, sobre la mesa. Artemas la había olvidado… Peor aún, la había ignorado deliberadamente. No había esperanzas, no había motivos para hacer tiempo.

 

Apoyó con fuerza la pluma en el documento, firmo, volvió la página, firmo otra y otra vez hasta que todas las copias llevaron su nombre.

—No necesitas irte hasta dentro de un par de meses —dijo el señor Estes, aliviado—. Joe no regresara antes de mayo.

 

Tía Maude le dio una palmadita en la espalda.

—En mayo, Lily vendrá a pasar el verano conmigo. Y cuando llegue el otoño comenzara a asistir a la universidad en Atlanta. Piénsalo, Lily… Tendrás todo el dinero que necesites, después de pagar las deudas de la granja. Piensa en eso, cariño.

 

Lily salió de la oficina, bajo corriendo la escalera y salió como una tromba a la acera. Respiraba agitada; recorrió con la mirada el pueblo que sus ancestros habían fundado y al que habían dado su nombre.

 

Se sentó en un banco de madera frente a algunos comercios, absorta en el paisaje, desolada. «He vendido la historia de mi familia, y es culpa de Artemas Colebrook. Y algún día se lo haré pagar.»

 

 

 

Artemas bajó de la cama, camino desnudo hacia una de las grandes ventanas del apartamento y subió las persianas; los primeros rayos del sol de mayo invadieron el espacio oscuro y vasto. Las franjas de sol y sombra atravesaban su pecho y su rostro, mientras él contemplaba el río ancho, de color pizarra. Frente a su ojos se extendía un paisaje de barcos remolcadores, puentes curvos de acero y, del otro lado de la orilla, edificios y oficinas industriales que formaban un laberinto surcado por calles estrechas.

Elizabeth se mudaba ese día a un apartamento, con varias amigas. El médico había dicho que progresaba lo bastante como para separarse de Cass y Julia. Regresaría a la universidad en verano y terminaría su licenciatura.

Lo único que él podía hacer ahora era regresar a sus actividades normales en la oficina e intentar seguir los pasos de Elizabeth lo mejor que pudiese.

 

Oyó un sonido suave que provenía de la cama. Artemas se dio la vuelta y observó que Glenda se movía en sueños, murmuraba algo, cubría mejor sus hombros frágiles con el cubrecama negro y volvía a quedarse quieta.

Había poca excitación en sus actos sexuales, siempre cautelosos. Glenda adoraba que la abrazara y la mimara, amaba hablar y escuchar, y sostenían largas conversaciones en la cama, pero los apetitos de Glenda eran tan delicados como su salud. La vida de Artemas con ella tenía el encanto que puede brindar el coleccionar estatuillas de porcelana. Había un placer innegable, pero ninguna sorpresa, ningún desafío, nada de la exquisita obsesión que Artemas deseaba sentir por una mujer.

 

Artemas se duchó y se puso un traje oscuro cruzado. Luego regresó a la cama, se sentó junto a Glenda y le apartó con suavidad el fino cabello de la frente. Glenda sonrió, abrió los ojos y llevó la mano de Artemas a su garganta.

 

—Bajo a la oficina —le dijo Artemas—. ¿Te molesta desayunar sola?

Glenda le besó la mano.

—Me las arreglaré.

 

Artemas volvió a besarla, la dejó dormitando y salió del apartamento por un ascensor que lo llevó a la planta baja. Tamberlaine lo aguardaba en las oficinas desiertas. Le hizo un gesto a Tamberlaine y se dirigieron a la oficina de Artemas, una habitación en la parte posterior del edificio, colmada de estantes con libros que desbordaban de manuales técnicos e informes de mercado; había también un escritorio antiguo y voluminoso y varios sillones de cuero. Una jarra de café, dos tazones y un plato de rosquillas esperaban sobre el escritorio. Tamberlaine siempre disponía ese rito matinal.

 

—Es bueno tenerte de nuevo a todo gas —comentó el empleado de confianza, mientras se acomodaba en un sillón del otro lado del escritorio, frente a Artemas. Sobre las rodillas tenía un grueso cuaderno de notas y una pluma, y una carpeta que rebosaba de informes. La expresión de Tamberlaine era intranquila, algo poco común.

—¿Qué ocurre? —preguntó Artemas.

—Tengo algo que comentarte. Algo que he diferido desde marzo, porque creí que tomaba la decisión correcta en un momento en que necesitabas estar al resguardo de preocupaciones triviales. Pero hace unos días… Antes de comenzar permíteme traer la caja que recibí con el correo del lunes.

Artemas frunció el entrecejo, desconcertado, mientras Tamberlaine arrojaba sus papeles sobre el escritorio, se incorporaba de un salto y salía de la oficina. Al regresar traía una abultada caja de cartón, de cuya tapa abierta pendían restos de cinta de embalar. Tamberlaine se sentó con la caja en la falda y miró a Artemas con ojos ensombrecidos.

—¿Has estado escribiéndole a alguien todos estos años…? ¿A una joven llamada Lily MacKenzie?

 

Artemas quedó inmóvil. Asió con más fuerza el tazón que estaba llenando. Después apartó el tazón y la jarra de café.

—Sí. Pero ¿cómo…?

—En los últimos meses, ¿has dejado de responder a sus cartas?

Después de un momento de desconcierto, Artemas asintió.

—Dejé de leerlas y de responderlas. —Se inclinó hacia delante, con los ojos clavados en la caja. Tamberlaine lo estudiaba con interés.

—¿Tuve razón, entonces, al dar por sentado que ya no quieres tener ningún contacto con ella?

Artemas alzó los ojos a los de Tamberlaine.

—Cielos, no me digas que Lily necesitaba hablarme pero no pudo llegar hasta mí.

 

Tamberlaine parecía desolado. La respuesta era obvia. En voz baja, con tono de disculpa, dijo:

—Si hubiese sabido…, si hubiese tenido la menor idea de que no tenías intención de evitarla…

—¿Qué has hecho? —Artemas oyó, con alarma creciente, que Lily había intentado numerosas veces ponerse en contacto con él, y que hasta había ido a Nueva York para verlo en persona. Y que había sido echada, humillada. Tamberlaine le contó lo que había dicho Lily, que sus padres habían muerto y que necesitaba un préstamo.

—Se ató con una cadena a una de las puertas de entrada —finalizó Tamberlaine, con el rostro oscuro contraído por el remordimiento—. Consideré que era una joven notable pero extravagante. Lo siento. Lo siento muchísimo.

—¿Necesitaba dinero? ¿Sus padres murieron? —Artemas se tomó la cabeza con las manos. Zea y Drew, muertos. Lily sola, en medio de su dolor, desesperada por la ayuda que él siempre le había prometido.

—Creo que dijo que murieron en un accidente de automóvil —agregó Tamberlaine con tono contrito—. Pensé que era una invención poco digna de crédito. —Apoyó la caja sobre el escritorio de Artemas—. Pero cuando llegó esto, sentí que tenía que decírtelo.

Tamberlaine abrió la caja, apartó varias capas de papel de diario y alzó la antigua tetera Colebrook. El delicado motivo oriental Sauce Azul, que había sido la base del éxito de Porcelanas Colebrook, se recortaba contra la porcelana blanca.

—No traía ningún mensaje —añadió Tamberlaine, y luego agregó—: Supongo que decidió que era mensaje suficiente. ¿Sabes lo que significa?

 

Artemas tomó con cuidado el antiguo recipiente.

—Significa… adiós.

—¿Hay algo que pueda hacer, algo en que pueda ayudar…?

—Consígueme un pasaje en el primer vuelo para Atlanta.