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LOS SCHULHORN habían hecho su dinero gracias a los periódicos, pero la fortuna era tan antigua que el último Schulhorn que había trabajado en la empresa era una ramita olvidada del árbol de la familia. Ahora, los Schulhorn vivían de rentas. «Jamás toques tu capital», le decía el señor Schulhorn a papá.

El señor Schulhorn y mamá habían estudiado juntos en la universidad, aunque a mamá la habían expulsado por algún misterioso deshonor del que nadie hablaba. Los Schulhorn vivían en una de las propiedades de la familia, en las afueras de Filadelfia. Artemas detestaba pasar parte de las vacaciones de verano con ellos, pero era mejor que quedarse en casa, donde tío Charles siempre encontraba el modo de fastidiarlo y de humillar a sus hermanos. Tío Charles había estado husmeando en la escuela y se había enterado de que Artemas había huido el año anterior. «Nunca serás más que un perdedor —había dicho con tono petulante—. Como tu padre.»

Las paredes de la galería inferior de la casa de los Schulhorn estaban llenas de cabezas de animales y de pájaros embalsamados. Papá y el señor Schulhorn eran cazadores. A mamá también le gustaba cazar, pero prefería hacerlo a caballo y perseguir conejos y zorros con sus sabuesos. Decía que disparar no era ningún desafío. Le gustaban las peleas.

Del otro lado de la terraza que daba sobre el jardín, la señora Schulhorn reía a carcajadas. Artemas olvidó sus cavilaciones, en medio de una oleada de confusión y odio. La señora Schulhorn era la bella tercera esposa del señor Schulhorn, y era seguro que él no la había elegido por su personalidad. Papá y mamá siempre tenían las manos sobre ella: le frotaban los hombros, la palmeaban en la espalda.

En la larga galería de la parte posterior de la casa, los sirvientes habían preparado una mesa fría para la cena.

Mamá, papá y los Schulhorn habían estado jugando al tenis y al bridge todo el día, y ahora se dedicaban a holgazanear; en las manos sostenían sus cigarrillos y el primero de los tragos vespertinos. Los hijos de los dos primeros matrimonios del señor Schulhorn se encontraban en una escuela de equitación.

 

Artemas había pasado el día vigilando a sus hermanos. Los había llevado de picnic a la casa de té japonesa que se hallaba en el bosque, del otro lado del parque; los había supervisado mientras jugaban en la piscina gigante de los Schulhorn; los había obligado a dormir una siesta, se había interpuesto en sus peleas y había limpiado el rostro de Michael cuando las riñas lo hicieron vomitar.

Sus padres habían despedido a la gobernanta meses atrás. Siempre que se quedaban sin algún sirviente, era para cancelar una de las deudas de juego de papá, o porque había fallado otra de sus inversiones atolondradas, o simplemente porque papá había gastado demasiado dinero en alguien o en algo que se le había antojado.

Artemas estaba cansado de hacer de padre de sus hermanos. James, de doce años, ya tenía edad para ayudarlo, pero su carácter lo tornaba impredecible. Además, siempre se quedaba un paso atrás y esperaba a que Artemas le dijera qué hacer. James se había orinado en la cama hasta los ocho años, y en todo ese tiempo el desdén de su padre y la vergüenza de su madre habían minado su confianza.

El día largo y lleno de actividades había terminado por agotar a los más pequeños, y comían en silencio sentados a una mesa especial separada de la de los adultos. Artemas cortó la carne de Julia, persuadió a Elizabeth de dejar a un lado la muñeca que parecía estar soldada a su brazo, limpió el puré de patatas que había caído sobre la camiseta de Michael y mantuvo un ojo vigilante sobre el malicioso juego de Cassandra, quien robaba comida del plato de James. James masticaba su ensalada de frutas, satisfecho e ignorante de lo que sucedía.

Artemas no quería perturbar la paz temporal riñendo a Cass, quien ya recibía bastantes regaños de su madre. Cass, de diez años, debía de ser la niña más gorda de Estados Unidos, y llevaba su grasa como una armadura. Sus ojos de color avellana, brillantes y desconfiados, eran como faros llenos de desdicha sobre unos mofletes de ardilla. Cuanto más la humillaba mamá, que era delgada como un junco y una obsesa de la imagen, más comía.

Elizabeth, en cambio, era delgada y larguirucha, como Michael, su mellizo. Elizabeth se inclinó hacia Artemas; cuando su hermano la miró, se apoyó contra él y suspiró como una anciana fatigada, no como una niña mimada de ocho años. Elizabeth vivía en un mundo secreto, habitado por amigos invisibles que nunca constituirían una amenaza para su naturaleza tímida.

—¿Estás bien, abejita? —preguntó Artemas.

Elizabeth se sonrojó y hundió la cabeza en el brazo de su hermano mayor. Artemas le palmeó la cabeza. No comprendía su timidez. Era la favorita de papá. Tenía el cabello del color de los rayos del sol y ojos profundos, con pestañas largas, recuerdo de los parientes Hughs de mamá. Artemas y Cassandra tenían el cabello negro, como su abuela española. El de James era castaño oscuro, como el de su padre. Michael era rubio pálido y el cabello de Julia era blanco amarillento y grueso. Como la manteca barata, decía mamá.

A papá se le caía la baba por Elizabeth. Todo el tiempo la abrazaba y le acariciaba el cabello. Jamás la sometía ni a burlas ni a su apatía imperturbable, que era casi peor.

 

Pero el año anterior Elizabeth había comenzado a colarse a hurtadillas en el lecho de Artemas; lloraba, temblaba y se aferraba a él en silencio. Al principio Artemas se había alarmado: ya era demasiado mayor para que su hermanita se metiera en su cama cuando tenía pesadillas.

A pesar de las palabras tranquilizadoras de Artemas y de las veces que la llevaba de regreso a su habitación, Elizabeth seguía acudiendo a él. Desesperado, Artemas habló con la gobernanta, quien interrogó rigurosamente a Elizabeth acerca de sus pesadillas. Pero la niña solo dijo que la perseguían unos monstruos, y que Artemas los mantenía alejados. La gobernanta encerró a Elizabeth en su dormitorio, pero ahora que ella ya no estaba, la niña había comenzado a aparecer regularmente en el cuarto de su hermano. Derrotado, Artemas le daba la espalda y la dejaba acurrucarse contra él.

 

Michael observaba todo, despreocupado. Pálido y delgado, siempre sufría de alguna alergia o de asma. Pero tenía una sonrisa de duendecillo y una imaginación vivida que hacía reír a todos.

Julia pateaba la silla, que quedaría marcada para siempre, y se balanceaba de un lado a otro mientras comía. Las niñeras decían que nunca habían visto a una niñita de cuatro años con tanta energía nerviosa. El pasatiempo favorito de Julia era correr en círculos pequeños hasta chocar contra el mueble más cercano y caer.

 

—¡Un ciervo! —chilló la señora Schulhorn, al tiempo que se erguía de un salto y se dirigía a la balaustrada de piedra que cercaba la terraza—. ¡Vengan a ver! ¡Está pastando en el otro extremo del parque!

—Hacía meses que no veíamos ciervos —comentó el señor Schulhorn.

—Tráiganme un arma —ordenó papá al mayordomo.

Todos fueron deprisa hacia la balaustrada. Artemas llevó a Michael y a Elizabeth de la mano. Tenía un sabor metálico en la boca, por la ansiedad. Conocía la avidez de sangre de su padre. Papá lo había llevado muchas veces a cazar y a pescar. Cuando era más niño, Artemas había querido complacer a su padre y había sentido un temor reverente ante su intrépido ataque a la vida… y a las cosas vivas.

Artemas retrocedió al ver que su padre llamaba a gritos al mayordomo. El rostro de Colebrook parecía carnoso y malvado bajo el sol poniente. Aunque sus antebrazos eran firmes y vigorosos, el vientre le colgaba por encima del cinturón. Sorprendió a Artemas mientras lo observaba, y su expresión se inundó de sarcasmo.

—Ven aquí, Art. Intenta matarlo limpiamente desde esta distancia.

Julia comenzó a embestir la balaustrada con la cabeza. Elizabeth gimoteó y se abrazó a su muñeca. Michael dijo con voz aguda y preocupada:

—Me gusta mucho el ciervo, papá. No lo lastimes.

James metió los puños en los bolsillos de sus pantalones cortos y clavó la mirada colérica en el suelo. Cassandra se dirigió a un plato de galletas que estaba sobre la mesa.

—No te atrevas, sapo gordo —la conminó su madre, con los ojos en blanco. Cassandra se deslizó hasta donde se encontraba Artemas.

El mayordomo llegó con un poderoso rifle en las manos.

—Déselo a mi hijo —le ordenó el señor Colebrook.

Artemas sacudió la cabeza.

—¿Por qué hemos de matar al ciervo? No vale nada como trofeo, y no lo vamos a comer.

—No me cuestiones. Ven aquí.

Artemas tomó las manos de Michael y Elizabeth y las unió a las de Julia.

—Vosotros tres quedaos juntos. Id adentro con James y Cass.

—No, no —replicó su madre, mientras atraía a los menores hacia sí y les desordenaba los cabellos—. No les hará daño mirar. El maestro cazador me daba colas de zorro ensangrentadas para jugar cuando tenía la edad de ellos.

Artemas tomó el rifle y se colocó junto a su padre. El ciervo, una hembra pequeña, pastaba en el otro extremo del parque, a unos cien metros. Artemas apuntó al césped, detrás del animal, y disparó.

—¡Maldición! —gritó Colebrook, mientras el ciervo huía hacia el bosque. Arrebató el rifle a Artemas y se lo echó al hombro. Después tiró varias veces seguidas. La sangre brotó como una explosión de diversos puntos del costado del ciervo, que cayó. Pero el animal consiguió ponerse de pie otra vez, y se perdió en el bosque antes de que Colebrook pudiera liquidarlo.

—¡Artie! ¿Cómo pudiste hacer eso? —dijo su madre irritada—. ¡Qué poco espíritu deportivo!

Artemas se encogió de hombros, tan enojado que no podía hablar sin iniciar una pelea. Su padre tenía un temperamento peligroso y cualquier mínima provocación podía dar como resultado una bofetada. Colebrook maldijo, mientras le arrojaba el rifle de nuevo al mayordomo. Los Schulhorn reían.

—Es solo un ciervo, Creighton. ¿A quién le importa si tu hijo tiene un lado blando? —dijo la señora Schulhorn.

—Si me descuido saldrá afeminado —respondió Colebrook.

—Oh, no será maricón —lo tranquilizó la señora Schulhorn—. Es hijo de su padre, no cabe duda.

Artemas tenía los puños apretados.

—No podemos dejar que el ciervo se desangre hasta morir.

—No seas mariquita —replicó papá. Se puso otro cigarrillo en la boca y regresó con aire majestuoso a su silla.

Artemas se volvió hacia el mayordomo y tomó el rifle.

—Voy a buscarlo.

Su madre suspiró.

—Si quieres hacer una tontería, ve. Pero llévate a los otros contigo. Deben aprender cómo es la vida.

—Son demasiado pequeños, madre.

—Yo tenía solo cinco años cuando participé por primera vez en una cacería de zorros. O te llevas a tus hermanos, o no vas.

 

Artemas puso la traba de seguridad del rifle y lo entregó a James.

—Vamos. —Dejaron la terraza. Bajaron las escaleras de mármol, atravesaron un jardín demasiado formal y bordearon el parque bajo las largas sombras de los árboles. Artemas cargaba a Julia sobre sus espaldas, y llevaba de la mano a Michael, quien a su vez sostenía la mano de Elizabeth. Cass marchaba detrás de todos, contoneándose.

Cuando llegaron al límite del parque y se internaron en el bosque, donde sus padres y los Schulhorn no podían verlos, Artemas bajó a Julia y reunió a los demás a su alrededor.

—Quedaos aquí.

—Rayos, no —soltó abruptamente Cassandra. Artemas se volvió hacia ella con severidad y conjuró todo el aspecto de hermano mayor que le fue posible. Una mirada así bastaba para que Cassandra se largara a llorar—. No mates al ciervo, Artie. No seas como mamá y papá.

—No soy como ellos. —Se puso en cuclillas y le pidió perdón con la mirada—. Está herido, tal vez agonizante. Sería cruel dejarlo sufrir.

Cassandra sollozaba. Julia saltaba de un pie al otro, en una pequeña danza maníaca. Michael y Elizabeth también comenzaron a llorar. James estaba de pie junto a ellos, abrumado por el peso del arma. Su boca cerrada era una línea dura, pero le temblaba la barbilla.

—Mátalo —le dijo a Artemas—. Somos nosotros contra ellos.

Artemas tomó el rifle.

—Ocúpate de que los demás se queden aquí.

—Lo haré. —James se volvió hacia los otros y les espetó—: Callaos, llorones.

 

Con la garganta ardiente, Artemas se internó en el bosque. Encontró con facilidad la huella de sangre. Cuando había avanzado cien metros descubrió al ciervo, tumbado en la hierba, que perdía sangre a borbotones por la boca y la nariz. Se arrodilló junto a él y con cuidado acarició el cuello, delicado y caliente.

—Lo siento —murmuró, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Se puso de pie, seguro de que el sentimentalismo no resolvería nada. Puso la boca del rifle en el suave hueco que se formaba detrás de la oreja del animal. Le temblaba la mano.

Puedo hacer cosas mejores. Mi familia puede hacer cosas mejores, pensó. Sentía el gatillo contra el dedo transpirado. Tenía un regusto amargo en la boca. Presionó el gatillo.

Cuando regresó con los otros, intentó mantenerse tranquilo por ellos. Luchaba con todas sus fuerzas por contener las lágrimas. Pero Michael dio un alarido cuando vio la sangre que había salpicado las piernas desnudas de Artemas.

—¡Mataste a la mamá de Bambi!

—Cállate, enano —gruñó James—. Papá lo obligó a hacerlo.

Artemas devolvió el rifle a James, carraspeó y se sentó en el centro de sus hermanos, que lloraban acurrucados unos contra otros.

—No puedo hacer lo que quiero. Ninguno de nosotros puede, ¿de acuerdo? Pero debemos mantenernos unidos, pase lo que pase. Debemos cuidarnos entre nosotros. ¿Está bien? Calmaos. No dejaremos que nadie nos vea llorar. Seremos mejores que ellos.

Elizabeth, Cassandra y Michael sofocaron los sollozos y asintieron. Julia tiró de un mechón de su áspero cabello rubio. James hizo un saludo militar. Artemas los condujo de regreso a la casa. Se prometió solemnemente ser el mejor, el más fuerte, el más poderoso y el más noble. Eclipsaría el oscuro legado de sus padres, hasta que quedara solo un leve trazo de su fealdad alrededor de él y de sus hermanos.

 

Mamá y papá ahora tenían más dinero; en la pared de la cocina había un teléfono negro, brillante, y habían comprado un armario de cristal para lucir la tetera de Artemas. La abuela había muerto un año atrás, y la habitación que ella y Lily habían compartido ahora era solo de Lily. La cama era blanca y hacía juego con el tocador y el escritorio. En una pared había estantes llenos de libros. Las otras estaban cubiertas con un papel estampado, con árboles y flores. Lily lo había escogido porque la hacía pensar que estaba al aire libre.

Pero extrañaba muchísimo a su abuela. Y extrañaba ser granjera. Mamá y papá tenían más dinero, pero ya no eran libres, y Lily lo sabía.

Los granjeros eran libres. Solo debían responder a la tierra, decía papá, y la tierra era un socio, no un jefe. Pero un granjero con una sola mano no podía con la tierra, de modo que mamá y papá se habían empleado en una fábrica de comida para animales domésticos. Llegaban a casa por las noches con aspecto cansado y olor a cereal. Algunas veces, el capataz les permitía llevarse a casa bolsas de pienso rotas, para Sassy y los cuatro gatos. A Lily todo eso le parecía desagradable y le sonaba a gesto de caridad, pero nunca lo había dicho, para no herirlos.

 

Las tardes que Lily había pasado vagando por los bosques con Sassy eran cosa del pasado. Todos los días, después del colegio, bajaba con tristeza del autobús en la casa blanca y llena de adornos de tía Maude, y lo único que podía recorrer eran los patios y el jardín de rosas de la parte de atrás. Y su tía no la dejaba recorrer mucho.

Tía Maude decía que la mente de Lily podía errar como un indio si quería, pero que su trasero debía permanecer junto a la mesa de la cocina, frente a los deberes. Y cuando estaban listos, Maude le leía a Lily textos de enciclopedias o del último número de Newsweek, o la obligaba a leer en voz alta los libros de su biblioteca. Leer era divertido, porque Lily amaba los libros, y tía Maude estaba contenta por eso.

Aunque no fuera entretenido estar atrapada en la ciudad, Lily comenzó a tomarse a pecho la frase preferida de su tía, después de haber descubierto su significado: «La única mujer indefensa es la mujer ignorante».

 

Maude Johnson MacKenzie Butler era un general con corsé, según decía papá. Era dueña de la mitad de los edificios que rodeaban la plaza de la ciudad, y cada dos años se postulaba para alcalde. La mayor parte de las veces ganaba. No era parienta sanguínea de Lily, pues era MacKenzie por haberse casado con el hermano de papá, Lawrence, que era mucho mayor que él. Papá decía que una mina había hecho saltar a tío Lawrence por los aires en Corea, antes de que él y tía Maude hubieran tenido hijos.

Tía Maude se había casado con el señor Wesley Butler no mucho después, y habían tenido dos varones mellizos, quienes ahora estaban en primer año en la Universidad de Georgia. Wesley debía de ser muchísimo mayor que tía Maude, pues tenía el cabello fino y gris, mientras que el de ella era un gran casco castaño con pequeñas salpicaduras de gris a los costados. Tío Wesley era propietario de diversas tiendas de comestibles, pero ahora se pasaba el tiempo yendo a pescar y a cazar, de modo que Lily no lo veía casi nunca.

Algunas veces, las dos hermanas de tía Maude venían de visita desde Atlanta, y la cosa se animaba. Una de ellas era mayor que Maude y la otra era menor, y hacía años que Lily las había bautizado, en su media lengua, Mana y Manita. Manita, quien estaba casada con un hombre importante que trabajaba en un banco, tenía dos hijas en la universidad, usaba collares de cuentas y leía las manos. Mana era viuda; tenía nietos de la edad de Lily, mascaba tabaco y trabajaba como voluntaria para una cosa llamada Partido Republicano.

De modo que cuando tía Maude y sus hermanas se reunían, abundaban la lectura de palmas, las escupidas de tabaco y las peleas acerca de si el país se estaba yendo al garete o no. Lily adoraba esas visitas.

 

Lily estaba pasando el sábado en casa de tía Maude. Sus padres habían sido convocados a trabajar horas extra en la fábrica. La primavera estaba en todo su esplendor. Tía Maude y sus hermanas se hallaban en la sala, mientras bebían whisky y se ocupaban generosamente unas de otras.

Lily estaba sentada en los escalones del frente, junto a la acera, y dejaba que Sassy lamiera los restos de un pastel de chocolate que ella sostenía en las rodillas.

Lily se limpió los dedos en la camiseta y tomó un puñado de comida para perros del bolsillo delantero de sus pantalones cortos. Oyó en la distancia que se acercaba un automóvil por la calle que terminaba en la de tía Maude. Hizo caso omiso, pues la gente andaba despacio por los barrios. En las calles principales cada vez había más automóviles, e iban demasiado rápido, pero mamá decía que los conducían los tontos, no los habitantes de MacKenzie.

—Aquí tienes —le dijo a Sassy, mientras desparramaba los trozos de comida sobre la acera. Sassy se acercó y comió uno por uno. Algunos habían caído del bordillo. La perrita bajó tranquila a la calle y comenzó a levantarlos de la cuneta, con expresión satisfecha.

El motor del automóvil se transformó en un rugido poderoso. Había tomado la calle de tía Maude.

Lily apoyó los codos en las rodillas y miró ociosamente cómo Sassy hacía rodar con la nariz el último trozo y lo atrapaba con la lengua. De pronto pasó el automóvil, como una avalancha. El parachoques delantero golpeó el costado de Sassy y la lanzó por el aire. Sassy soltó un aullido agudo, similar a un grito.

Lily se puso de pie de un salto y contempló boquiabierta por el horror cómo Sassy aterrizaba, como un fardo, en el camino. El automóvil la esquivó y se detuvo. Era grande y rojo, con las ventanas oscuras y brillante como un espejo. Lily corrió junto a Sassy, que levantó la cabeza e intentó arrastrarse con las patas delanteras.

 

De rodillas, Lily le acarició el hocico y pronunció su nombre. Oyó que la puerta del automóvil se abría.

—¡Debes mantener a tu perro alejado del camino! —gritó el hombre. Lily lo miró. Tenía puesto un abrigo rojo, con un parche sobre el bolsillo superior. Lily supo entonces lo que era, pues papá había señalado muchas veces a personas como él. Pertenecía a una de las grandes empresas de bienes raíces de Atlanta. Era de los que tía Maude y papá culpaban por venir y hacer que la tierra costara más y vendérsela a los ricos, y de los que iban a las tiendas de comestibles a pedir agua francesa embotellada.

—Tu perro no debería haber estado en medio de la calle —dijo de nuevo el hombre, con expresión molesta—. No es culpa mía haber golpeado a esa cosa.

—¡No es una cosa! ¡Es Sassy! —gritó Lily—. ¡Y usted es un maldito agente de raíces!

El hombre soltó una risotada, subió a su automóvil y cerró la puerta de un golpe. Lily dio media vuelta furiosa, tomó una piedra de la cuneta, se puso de pie de un salto y la arrojó con una puntería muy respetable.

La piedra dio contra la puerta del pasajero, del lado de Lily. El hombre salió como un rayo y comenzó a gritarle. Sassy, sobre el pavimento, gemía y se retorcía de dolor. Lily tomó otra piedra y la lanzó. Dio en la mejilla del hombre.

 

Tía Maude y sus hermanas salieron corriendo de la casa.

—¡Esta mocosa condenada casi me saca el ojo! —bramó el hombre. Lily, sentada en el camino, abrazaba a Sassy con las manos temblorosas. La cabeza de la perrita estaba pesada y floja. Los ojos de Sassy parecían vacíos. Mirarlos era como mirar una ventana y ver solo el propio rostro. Ya no se movía.

Tía Maude sujetó a Lily de un hombro.

—¿Qué sucedió?

—Atropelló a Sassy. Y después dijo que era culpa de ella, por estar en la calle. Dijo que era una cosa.

—¡Esta salvaje debería estar en una jaula! —dijo el hombre, señalando a Lily.

 

Mana carraspeó y escupió un chorro de jugo de tabaco sobre el capó del automóvil. Manita fue hacia el automóvil como un rayo y dobló en dos la antena de la radio. Tía Maude avanzó con expresión letal.

—Meta su trasero gordo, rojo e inservible en el automóvil, antes de que llame al alguacil —dijo—. Porque es primo mío, y no es muy afecto a los pajarracos como usted.

—¡Están todas locas!

Manita levantó un pie, calzado con duros zapatos de plataforma, y comenzó a hundir a puntapiés el brillante guardabarro frontal.

—Tienes mal karma —dijo, y siguió pateando. Mana abrió la puerta del lado del pasajero y escupió sobre el asiento.

—Cuanto más tiempo se quede —dijo con serenidad tía Maude—, peor le irá.

El hombre cerró la boca de un golpe, se subió al automóvil y se alejó en medio del rugido del motor.

 

La calle quedó de pronto silenciosa; se oían solo los sollozos quedos de Lily. Las tres hermanas se pusieron en cuclillas alrededor de ella y de Sassy. Tía Maude apoyó una mano bajo el pecho de la perrita y otra sobre su nariz. Después de un momento dijo con suavidad:

—Sassy se ha dormido, querida.

Lily inspiró.

—No —respondió tan calma como pudo—. Está muerta. Está muerta, y no es justo. Ese hombre se la llevó, y no hay nada que yo pueda hacer.

Manita tomó un largo collar de cuentas de madera que llevaba como adorno y lo puso alrededor del cuello de Lily.

—La defendiste, pequeña guerrera. Eso es lo que has hecho.

Mana palmeó la mejilla de Lily con una mano fresca, llena de venas azules.

—Algunas veces la victoria consiste solo en eso: en saber que te has defendido.

Tía Maude agregó:

—Pero es una gran victoria.

Lily inclinó la cabeza hacia Sassy y echó los brazos alrededor de su cuerpo suave y quieto.

—Entonces siempre pelearé para defenderme —susurró.

 

Cuando sus padres fueron a buscarla y se enteraron de lo que había ocurrido, lloraron por Sassy. Lily los había visto llorar también por la muerte del abuelo MacKenzie, y era la cosa más aterradora que hubiera presenciado en su vida. Las personas grandes que más amaba y en quienes confiaba más que en nadie eran tan indefensos como ella. Tendría que defenderlos a ellos también.

 

Pusieron a Sassy en la parte posterior del camión y la llevaron a la casa. Cuando papá se detuvo en el patio, bajo la sombra de los sauces, que se alargaba con el atardecer, Lily preguntó con un hilo de voz:

—¿Podemos enterrarla junto a nuestra familia? Siempre le gustó más la gente que los otros perros.

Estaba estupefacta por su coraje. El cementerio familiar era sagrado. Allí estaban enterrados Elspeth, la primera MacKenzie; el bebé que había tenido con el viejo Artemas; los hijos de Elspeth, sus mujeres y muchos MacKenzies más: era imposible recordarlos a todos. Sin embargo, ya no se enterraba allí a los MacKenzie. Su madre le había explicado una vez que en los tiempos modernos eso ya no se hacía. Los últimos, entre ellos el abuelo y la abuela, estaban en el cementerio de la iglesia metodista, en el pueblo.

—Creo que la vieja Sassy era especial —dijo Zea, mientras echaba a su esposo una de las miradas anhelantes que utilizaba cuando quería que él le diera la razón. Drew pensó un instante y asintió.

 

Pusieron a Sassy sobre un trozo de madera y la llevaron al otro lado el arroyo. Lily arrastraba una pala en cada mano. Había un pequeño sendero de tierra alrededor de un maizal. Del otro lado del arroyo, donde terminaba el maizal, se erguían dos colinas que se elevaban hacia el distante pico azul del monte Victory. El cementerio de los MacKenzie se encontraba en un pequeño valle en la base de una colina.

Abrieron la cerca de hierro negro y llevaron a Sassy a una esquina. Las lápidas, viejas y desteñidas, parecían montar guardia. Algunas eran altas y grandiosas; otras parecían poco más que rocas, que se deshacían y formaban siluetas extrañas.

Drew atrajo a Lily contra su pecho, cálido y ancho, y le habló durante largo tiempo. Le explicó que Dios quería que los heridos descansaran, y que había que ser fuerte para hacer lo correcto, no simplemente lo más fácil. Lily escuchaba a través de su congoja, mientras un pensamiento se consolidaba en su mente. «Hacer lo correcto, no simplemente lo más fácil.»

Cuando su padre terminó de hablar, Lily se inclinó hacia el suelo y besó la nariz de Sassy. Sollozando, corrió hacia su madre, se aferró a ella y hundió la cabeza en su vientre, rodeada por las manos cariñosas de Zea. Se sentaron alrededor de Sassy mientras Lily le acariciaba el costado. La señora MacKenzie rezó una pequeña plegaria y ayudó a Drew a cavar una fosa. Cuando el cuerpo fláccido y quebrado de Sassy estuvo en el fondo, Lily se tendió sobre el vientre y puso algunas hojas sobre la cara de la perrita.

Sus mejillas se inundaron de lágrimas silenciosas mientras contemplaba cómo la amada silueta amarilla desaparecía bajo la tierra.

 

Esa noche se acostó, abatida, en su cama, y pensó en la abuela y en Sassy, y en qué extraña y solitaria se tornaba la vida a medida que las personas crecían.

—Mira lo que vino con el correo —dijo su madre desde el vano de la puerta. Llevó hasta donde estaba Lily un pequeño paquete marrón y lo apoyó junto al cuerpito acurrucado—. Es de Artemas.

Lily se irguió de un salto. ¿Cómo había sabido que lo necesitaba? Debía de ser magia, como la de los sauces azules.

La señora MacKenzie abrió el paquete.

—«Querida Lily —leyó—. Tengo un trabajo de medio día en un depósito que está cerca de la academia. Vi esto en un comercio y recordé la historia del oso. Con amor, Artemas.»

 

Era la carta más larga que Artemas hubiera escrito en su vida. Lily contempló el pequeño oso de peluche, lo asió con una explosión de alegría y lo abrazó contra su pecho.

—¿Ves cómo las cosas buenas aparecen justo cuando te sientes muy mal? —dijo su madre con ternura.

 

Lily le contestó a Artemas esa noche, con el oso en su regazo. «Ojalá pudieras regresar. Todavía te extraño.» Rompió la carta, mientras pensaba: Haz lo correcto, no lo más fácil. En cambio, escribió: «Ahora soy grande. Estoy aprendiendo a pelear. Tú también debes aprender. Nadie puede hacernos daño ni a mí ni a ti, ¿de acuerdo? Gracias por el Oso. Lily. P.D.: Me dijo que te dijera que te ama mucho».