15
HABÍAN pasado casi doce años desde que Artemas Colebrook fue a Georgia a visitar a Lily. Casi doce años desde que la había dejado con el corazón destrozado. Maude no iba a perderse esta oportunidad de volver a estudiar a ese hombre con sus propios ojos. Desde la tragedia, era más peligroso que nunca para Lily.
Acurrucadas alrededor del televisor en la habitación a oscuras, Maude y sus hermanas estaban atentas a los movimientos de Lily, en el piso de arriba.
—Esto es pura basura —dijo Mana, mientras apuntaba al televisor con un dedo—. Si Lily supiese que lo estamos mirando, se sentiría asqueada.
—Lily ya está asqueada —replicó Maude—. Asqueada de dolor y temor, a punto de enloquecer, y es probable que ahora mismo esté en el piso de arriba conversando otra vez con uno de los ositos de Stephen y diciéndole cuánto extraña al pequeño Stevie y a Richard. Debemos seguir lo que se dice acerca de los Colebrook y ella, para poder ayudar a evitar más problemas.
Manita agitó el mando a distancia.
—Además, si baja, podemos cambiar de canal.
Maude asintió. Intercambiaron miradas estoicas, sabias y protectoras, y se inclinaron hacia el televisor.
La periodista sostenía un micrófono y miraba a sus televidentes como si lo que hacía fuese periodismo serio a pesar de lo que dijeran los críticos; después continuó, con tono sensacionalista:
—«El capítulo más reciente de la maldición que ha azotado a los Colebrook durante décadas.» Así es como algunos han dado en llamar a la tragedia que terminó con las vidas de unas doce personas en este magnífico complejo de oficinas en Atlanta. ¿Acaso fue el destino lo que condenó a una elegante multitud de varios cientos de invitados, en medio de una celebración de gala, durante la inauguración del edificio? —La periodista hizo una pausa, para lograr un mayor efecto, y volvió la vista hacia el césped amarronado y los jardines de invierno, frente a la majestuosa torre de piedra.
La nieve caía en copos ligeros y daba al edificio y a los terrenos una pátina melodramática.
—Numerosos expertos han dicho que el puente en voladizo que se erigía en el vestíbulo era una obra maestra de la arquitectura. Ahora es una tumba de acero y hormigón, una suerte de Frankenstein que destruyó hasta a los hombres que lo construyeron. Cubierto por los escombros, los equipos de rescate hallaron al arquitecto Richard Poner, con el cuerpo de su pequeño hijo en brazos. Entre los cadáveres aplastados estaba también el de la rubia y hermosa Julia Colebrook, hermana menor de esta familia poderosa y unida. Su hermano James está internado, con brutales heridas, en un hospital de Atlanta, donde los médicos intentan salvar su pierna, que ha sido despedazada.
La imagen pasó a mostrar el servicio religioso. Los Colebrook salían de una iglesia de Nueva York, rodeados por una multitud de empleados y por las familias de los ejecutivos que habían perdido la vida. A pesar de las gafas oscuras y de los guardaespaldas, parecían vulnerables ante la cámara, que husmeaba y se concentraba en el rostro endurecido de Artemas, quien conducía a sus hermanas y a su hermano menor, Michael, hacia una limusina negra.
La periodista continuó su narración:
—Artemas Colebrook…, un líder dinámico, un hombre muy reservado, con una dedicación feroz a su familia y a su imperio corporativo. Ahora debe hacer frente a la detestada notoriedad. ¿Podrá salvar a su familia de la maldición de los Colebrook?
—Vete al diablo, mujer —dijo Maude, y apagó el televisor. Las tres quedaron en silencio, pensativas. Manita suspiró.
—¿Cuánto hace que murió la esposa de Artemas? —Se golpeó la frente como para desatascar la información.
—Me parece que fue hace unos cinco años —respondió Maude—. Lo recuerdo porque Lily recibió la noticia en medio del festejo por el primer cumpleaños de Stephen.
Mana inclinó la cabeza, con los ojos brillantes como los de un cuervo.
—¿Quién la llamó? ¿Artemas?
—No, no, ese maldito Tamberlaine. Siempre la mantenía informada acerca de las cosas de Artemas, quisiera Lily o no. Ese día yo lo hubiera estrangulado.
—¿Qué hizo Lily?
—Pues, ¿qué podía hacer? Lloró y le dijo a Richard que había muerto la esposa de un amigo. Richard, bendito sea, jamás se dio cuenta de que entre Lily y Artemas había habido algo más que una amistad infantil. Nunca se le ocurrió. Lily jamás le dio ningún motivo para pensarlo, como vosotras sabéis.
Manita frunció la frente.
—¿Cuándo contrató Artemas a Richard y a Frank para diseñar el Edificio Colebrook?
Maude pensó un momento.
—Unos dos años después de la muerte de su esposa.
—¡Ahí! ¿Lo veis? Apenas hubo pasado un tiempo prudencial como para que la gente no anduviera con chismes, volvió a aparecer en la vida de Lily, aunque ella estaba casada y tenía un hijo.
—No le sirvió de nada —terció Mana, vehemente—. Lily nunca lo alentó, ¿no es así?
Manita apoyó con violencia el mando a distancia sobre una mesa de café. — ¡Por supuesto que no!
—¿Entonces qué estás tratando de decir?
—Digo que ahora nada se interpone entre ambos. Vosotras sabéis lo que tiene que ocurrir, ¿verdad? El destino tiene que cumplirse.
Maude la miró boquiabierta y dijo con sarcasmo: — ¿Nada se interpone entre ambos? —Se golpeó la rodilla con una mano—. Un montón de gente ha muerto, entre ellos Richard, Stephen y la hermana de Artemas, y su hermano está en un hospital con la pierna destrozada, y hay preguntas terribles acerca de por qué se hundió ese puente y quién es responsable… ¿Todo eso no es nada?
Con un gesto de astucia dirigido a sus dos hermanas poco intuitivas, y en un tono profundo como el de un pastor, Manita declaró:
—Ya veréis.
Una fría lluvia de febrero corría por las ventanas de la limusina. El paisaje del otro lado de los cristales estaba bañado por matices de gris: un cielo bajo y opaco y las colinas cubiertas por las plateadas arboledas invernales. De vez en cuando, un camino privado se internaba en el bosque, hacia alguna casa que ocupaba toda una colina, La casa de Lily era una de ellas. Tamberlaine lo recordaba, pues había venido a verla, sin que Lily lo supiese, no mucho después de que Lily y su esposo la hubieron terminado, para que Artemas pudiese saber cómo vivía.
Aquella casa constituía poco consuelo para Lily por no haber recobrado nunca el hogar de su familia de manos de Hopewell Estes… Tamberlaine sabía cuan a menudo Lily había tratado de persuadir a Estes, y con qué diligencia Artemas lo había intentado en su nombre. Los esfuerzos habían terminado mal, y era probable que Estes se quedara con la granja por el resto de su vida, aunque solo fuera por su encono con Artemas.
Tamberlaine se hundió en el asiento del automóvil e intentó apaciguarse. Observó a Artemas, que miraba sin ningún interés por la otra ventanilla; probablemente no viera nada del paisaje.
El abrigo hecho a medida, el traje negro de corte exquisito, los brillantes zapatos de vestir y el delgado reloj Cartier señalaban a un hombre de inmensa riqueza y poder. El gesto denotaba una sombría madurez; el cuerpo era más pesado pero todavía delgado: los hombros y el pecho eran más anchos que los de un joven. El cabello oscuro mostraba mechones grises en las sienes, pero habían aparecido hacía poco, casi de la mañana a la noche. El adolescente avergonzado e impotente que Tamberlaine había conocido veinte años atrás no era más que un pálido recuerdo.
Tamberlaine había estado tan cerca al producirse los cambios, que no se había percatado de su acumulación. Pero todos esos años se habían condensado en las últimas semanas, a partir de la tragedia ocurrida en el nuevo complejo de oficinas. A partir del choque entre el pasado y el presente.
No había nada juvenil ni espontáneo en ese hombre al que conocía tan bien…, como a un hijo, tal como Tamberlaine pensaba a menudo, con afecto. ¿Cuándo se había hecho visible el cambio por primera vez? Ah, era fácil de decir. Después del viaje a Georgia, doce años atrás. Y cada año, desde entonces, había agregado su propio matiz a la pátina oscura.
No había perdido la integridad ni la amabilidad. No, todavía conservaba esas cualidades. Pero la capacidad de reír, los súbitos destellos de entusiasmo, la inagotable paciencia para con sus propias flaquezas y las de los otros…, esos atributos habían menguado. La boda con Glenda, la de Lily con Richard Poner, la muerte de Glenda, hacía… ¿cuánto? ¿Cinco años? Y ciertas circunstancias a las que se habían enfrentado sus hermanos… Todo había dejado su huella.
Elizabeth se había divorciado. La esposa de Michael había muerto. El asma de Michael seguía tan encarnizada como en su infancia, y su pena era una herida profunda y perenne. Los hermanos se preocupaban de forma constante por él.
La obsesión de Cassandra con su peso había dado como resultado una alarmante anorexia unos años atrás, hasta que Artemas y los otros la forzaron a iniciar una terapia. Cassandra había cambiado una obsesión por otra: se había hecho proclive a acostarse con los hombres, maltratarlos y desecharlos. Artemas detestaba su conducta irresponsable, pero no tenía posibilidad de impedirla.
Tamberlaine bajó la cabeza y recordó la cuota de perezosa auto indulgencia de Julia y su voluntad de acero de recobrar el respeto hacia su familia. Después de graduarse en la universidad, había trabado relación con un grupo de miembros de la alta sociedad de Nueva York y de Europa, consentidos e inútiles, y había horrorizado a sus hermanos al evocar las vidas indolentes y corruptas de sus padres. Pero se había redimido con el proyecto de las nuevas oficinas de Colebrook. Dios, cuan duro había trabajado para probar su valor ante Artemas y los demás.
Tamberlaine suspiró. También había habido alegrías. Ojalá Artemas las recordara con tanta facilidad como él. Los hermanos habían trabajado juntos con tal orgullo y diligencia, al tiempo que cada uno se afirmaba y ganaba respeto en las diversas actividades comerciales de la familia, que no cesaban de expandirse.
Colebrook International se había convertido en lo que era porque Artemas había comprendido las necesidades de un mundo industrializado. Componentes electrónicos y de automotores, instrumental quirúrgico, fundiciones para la elaboración de ladrillos y azulejos… todos formaban parte del imperio. La corona de ese imperio era su joya más pequeña, pero también la más bella: Porcelanas Colebrook. Artemas había garantizado la reputación y el futuro de esta empresa.
Lo que habían construido era poco frecuente en el mundo empresarial estadounidense: una red de compañías manejadas con destreza, con empleados a los que se les daba buen trato. El retiro de Colebrook International de la cerámica industrial para fines militares había sido motivo de celebración.
Aunque el matrimonio de Elizabeth había fracasado, tenía dos hermosos niñitos, uno de dos años y el otro de cuatro, que habían sido acogidos con beneplácito como parte de la familia. James y Alise se habían casado y se profesaban mutua devoción, aunque James jamás hubiera admitido tanto sentimentalismo. Había esperado varios años antes de proponerle matrimonio, pues se aferraba a su independencia, hasta que la paciencia herida de Alise lo forzó a tomar la decisión correcta.
Artemas y sus hermanos tenían en común una gran fortuna. Mantenían una docena de casas magníficas, ya fuera por separado o en conjunto, tanto en Estados Unidos como en Europa. Coleccionaban obras de arte y hacían donaciones a instituciones benéficas: Michael y Elizabeth supervisaban las iniciativas filantrópicas de la familia. La mayor parte de la gente consideraba que habían recuperado el respeto que sus padres y su tío habían aniquilado.
Sin embargo, lo que impulsaba a Artemas seguía siendo el trabajo. Tenía pocos intereses fuera de la familia y de sus empresas. No se permitía jugar ni darse gustos. Hubo unas pocas mujeres en su vida después de su esposa. Todas eran agradables, inteligentes, de éxito…, pero ninguna había sido capaz de retener su atención mucho tiempo.
Ahora, como si por fin se hubiesen cerrado unos portones enormes y pesados, no se atisbaba ni una pizca de luz. La ocultaban la muerte de Julia, la pierna destrozada de James, la pena desnuda de la familia, las horribles sospechas y las preguntas sin respuesta que emergían de la destrucción en las nuevas oficinas de Colebrook… La ocultaba, por encima de todo, la certeza de que Lily MacKenzie Porter estaba emparentada con el desastre de forma permanente e irreparable.
—Cuando lleguemos a su casa —dijo despacio Artemas, sin desviar la mirada—, quiero hablar con ella a solas. Te pedí que vinieras conmigo para cuidar las apariencias, y porque has sido el único vínculo entre nosotros durante tanto tiempo. Puede que el verte la haga sentirse más cómoda. Pero más que nada quiero que mantengas entretenido al trío.
Tamberlaine hizo un ligero gesto de asentimiento. —Creo que puedo cautivar… o por lo menos distraer a tres damas entradas en años, a quienes posiblemente perturbe más mi presencia que el motivo de tu visita.
—Maude y sus hermanas tal vez sean excéntricas, pero no prejuiciosas. Deberías saberlo: las viste una vez.
—No en circunstancias amigables. Tuve la nítida impresión de que me despreciaban.
—Sólo porque estabas allí como representante mío.
—En ese caso, ¿qué clase de recibimiento crees que nos darán hoy… aparte del natural porque nos esperan?
—El mismo que me brindaron a lo largo de este último mes. Algunas veces fueron cautelosas, otras amables.
—¿Y qué acogida esperas de parte de Lily? —Tamberlaine lo preguntó con delicadeza. Sin embargo, vio que los ojos de Artemas se entrecerraban por el dolor.
—Como siempre, contestará cuando se le haga una pregunta —respondió por fin Artemas—. Me mirará cuando deba hacerlo y se asegurará de decir algo amable acerca de Julia y de James. Si piensa que me cuesta demasiado controlarme, me rodeará con sus brazos. De otro modo, simplemente… no estará allí. Existirá, y su mirada revelará que conserva la cordura con el esfuerzo de todo su ser, y que apenas puede esperar a que tú y yo y el resto del mundo la dejemos en paz.
Artemas apoyó un brazo sobre el borde de la ventana y se llevó la cabeza a las manos, al tiempo que se frotaba la frente tensa.
—La persona a la que yo conocía está… Alguna parte de ella murió con su hijo y su esposo. Jamás volverá a ser la misma.
Ni lo serás tú, pensó Tamberlaine con tristeza. Pero tanto Artemas como Lily podían sanar, con el tiempo. Si curarse iba a acercarlos, ya era otro tema. Hasta la conmovedora, agitada amistad que los unía podría no sobrevivir a las investigaciones y acusaciones que les reservaba el porvenir. En cierto sentido, todavía faltaba lo peor.
Tamberlaine carraspeó. Había sido para ambos un embajador, un intermediario y un consejero durante muchos años. Rogaba que esa habilidad no le fallara ahora.
—Fue a Nueva York y se quedó en segundo plano durante el funeral de Julia, llorando por ti y por tu familia —le recordó a Artemas—. Igual que tú viniste aquí, a Atlanta, para el funeral de su hijo y de su esposo. La amistad que tú y ella habéis compartido siempre todavía existe.
Artemas bajó la mano y continuó con la mirada fija en el paisaje.
—No después de hoy —afirmó—. No después de que se entere de por qué he venido a verla.
—¿Lily? Cariño, debes levantarte. Llegarán en cualquier momento. No querrás que te vean de esta manera. Levántate. Muévete. Finge que eres fuerte. Lily se estiró, movió vagamente una mano. Abrió los ojos y volvió a enfrentarse con el horror. Si no se obligaba a moverse, permanecería allí para siempre.
—Estoy lista —mintió, y se incorporó en la pequeña cama de Stephen. Cruzó los brazos y miró el alegre cuarto infantil; después aguardó el alivio que llegaba con la insensibilidad. Llegó. Lily no podía imaginarse que todo eso estaba ocurriendo, que Stephen y Richard habían muerto. Estaba atontada.
Tía Maude y sus hermanas se habían congregado a su alrededor. Se veían tan viejas, tan desgastadas… Sin decir palabra, habían aparecido con sus maletas unas horas después de las muertes. Hasta Manita, con su estrecho suéter rojo y sus vaqueros ajustados, con su cabello gris que pendía en una vistosa trenza, parecía haber envejecido. Mana se apoyaba pesadamente en el bastón elegante que Lily le había regalado unos años atrás por su cumpleaños, frágil como una sombra, con un traje azul demasiado grande y una blusa estampada. El cuerpo robusto de tía Maude se había encorvado ligeramente en los hombros, y Maude intentaba ocultarlo con las enormes hombreras de un vestido gris abotonado.
Sin embargo, Maude todavía dominaba a sus hermanas, y ahora a Lily. De pie junto a la cama, con las piernas separadas, sostenía una chaqueta de lana oscura con botones dorados en la parte delantera y una falda haciendo juego.
—Sácate esos viejos vaqueros desteñidos y esa camisa de franela arrugada —ordenó—. Y vamos a cepillarte y a recogerte el pelo.
—¿Dónde está Lupa? —Lily miró desesperada a su alrededor—. ¿Dónde está? Estaba justo aquí, junto a la cama, cuando me recosté.
—Oh, maldición, me olvidé de ella —dijo Manita—. La hice salir para que hiciera sus necesidades hace más o menos una hora.
Lily salió de la cama de un brinco y corrió escaleras abajo. Atravesó como un rayo el vestíbulo. Al llegar al amplio pórtico delantero, miró con desesperación a su alrededor. No había ningún perro amarillento, grandote y de aspecto cómico cerca de las mecedoras, ni huellas de barro en el felpudo.
Lily se lanzó de nuevo hacia el interior de la casa y corrió hacia las puertas corredizas de cristal que daban a una gran galería rodeada de jardines invernales. Lily lo había diseñado para que deleitara la vista en cualquier época del año.
Abrió una de las puertas y salió a la galería. Una lluvia helada la azotó.
—¡Lupa! —La perra enorme salió de debajo de la plataforma, subió despacio los escalones y agitó con melancolía la cola peluda y embarrada. Lily se sentó en los escalones y rodeó con sus brazos el cuello húmedo de la perra.
—Lupa, lo siento. Lo siento. ¿Por qué no entraste por el pórtico delantero?
Lupa agachó las orejas, abatida, y se acurrucó contra Lily, mientras ocultaba la cabeza bajo el mentón de su dueña. Nadie podía hacer creer a Lily que la perra de Stephen no sufría. Lily apoyó su mejilla contra la cabeza de Lupa y la protegió de la lluvia. Se quedaron allí, sentadas, mientras la lluvia las empapaba.
—Ha llegado —gritó tía Maude desde la puerta—.Lily, está entrando con el automóvil en este mismo momento. En una gran limusina negra. Por favor, ven. Lily alzó una mano en un gesto de rechazo y volvió a rodear el cuello de Lupa.
Después de unos momentos, en medio de su confusión, oyó ruidos detrás de sí…, pasos que avanzaban y luego se detenían. Lupa alzó la cabeza, la apoyó sobre el hombro de Lily y ladró suavemente. Lily la soltó y se dio la vuelta, mientras la lluvia inundaba sus ojos. Se los frotó con una mano.
Artemas la miraba. El único sentimiento que apareció en la mente de Lily fue la compasión. Los rasgos fuertes de Artemas estaban contraídos por la consternación y el dolor. Lily debía entrar, aunque solo fuera por él.
La expresión de Artemas cambió. Tendió una mano. Lily la tomó y Artemas la alzó. El dolor de Artemas era el de Lily, e irradiaba de la ternura de su mano y de la forma en que había apretado la de ella. Sus brazos la rodearon con fuerza. Se abrazaron sin hablar, y Lily apoyó la cabeza sobre el hombro masculino. La mandíbula de Artemas era dura y cálida contra su cuello. Por un breve instante, la sensación de bienestar borró todo lo demás.
—No hace falta que estemos los dos aquí, bajo la lluvia —dijo Lily con voz cansada, y dio un paso atrás—. Lupa, ven. —La perra los siguió.
Tamberlaine se encontraba de pie en el centro de la habitación. Maude y Mana aguardaban junto a él. Los tres parecían incómodos y apenados. Manita irrumpió con dos grandes toallas.
—Aquí tienen. —Colocó una sobre el cabello de Lily y entregó la otra a Artemas. Artemas se secó el rostro y las manos, y luego apoyó la toalla sobre la chimenea. Manita señaló con un gesto el abrigo húmedo. Artemas se lo quitó y lo dobló en dos antes de dárselo, con movimientos precisos y concentrados.
Tamberlaine tomó entre las suyas la mano que Lily le tendía, y su rostro se suavizó. Detrás de Lily, Artemas dijo con brusquedad:
—Esperaré aquí mientras Lily se pone ropa seca.
—No necesito hacerlo —afirmó Lily. Se secó el rostro y dejó caer la toalla sobre sus hombros. Después fue hacia un mullido sofá azul y se sentó. Lupa se tendió, sobre una alfombra, junto a ella.
Como si hubiese recibido alguna señal, Tamberlaine se volvió hacia Maude y sus hermanas.
—Aceptaría con mucho gusto una taza de té caliente.
—Podemos hacer más que eso —respondió Maude. Lanzó una mirada cautelosa a Artemas—. Sospechábamos que estaríamos de más.
Manita pasó un brazo por el de Tamberlaine. —Venga con nosotros. Lo habíamos tomado por un amante del coñac.
—Qué damas tan sagaces. Muchas gracias. —Tamberlaine y el trío dejaron la habitación. Artemas los siguió y cerró las altas puertas dobles. El único sonido era el de la lluvia, que caía suavemente sobre una de las amplias claraboyas. La habitación, con sus altos techos con vigas y sus enormes divanes, parecía de pronto demasiado pequeña para contener a Artemas.
Lily lo contempló, embotada y apática. Artemas estaba de pie, con la espalda vuelta hacia ella y sus grandes manos sobre los picaportes de madera tallada.
—Siempre me he preguntado cómo sería tu casa —dijo—. Es tal como la imaginaba: cálida, llena de detalles originales.
Lily recuperó la voz a duras penas.
—Richard amaba tallar madera. Tiene… tenía… hay un taller maravilloso en el fondo. Él talló esas puertas.
Artemas retiró las manos. Se volvió y permaneció de pie, inmóvil, con la mirada afligida. Lily desvió la mirada. Sentía en la garganta un dolor apagado.
—Ojalá pudiese postergar esta conversación —le dijo Artemas—. Ojalá nunca hiciera falta hablar de esto.
—¿Qué? —Lily se sentía aturullada. Su mente recorrió toda la casa en unos pocos segundos. Estaba vacía. Lily estaba vacía, era una madre sin un hijo a quien abrazar. La hermana de Artemas estaba muerta, su hermano tal vez lisiado para toda la vida. Y había preguntas acerca del edificio Colebrook. Lily sabía que iban a surgir.
Artemas parecía derrotado por el silencio inexpresivo de Lily.
—Debemos hablar acerca de lo que ocurrió y por qué ocurrió. —La voz de Artemas era cansina, y su expresión, una máscara de angustia contenida.
—Un accidente de algún tipo. No lo sé. Me he hecho preguntas. Cada día, cada noche. Las he gritado a las paredes de la ducha, para que tía Maude y sus hermanas no pudiesen oírlas. No lo sé.
—Entonces tú y yo hemos estado haciendo lo mismo.
—Los abogados, los de Richard y Frank, trataron de preguntarme. Abandonaron el intento. Tengo que llamarlos cuando pueda hablar de forma coherente. Y hay investigadores. Gente del estado. Debo hablar con todos ellos.
—Primero debes hablar conmigo.
Lily levantó la cabeza, sobresaltada por el autoritarismo de la voz de Artemas. Le quedaba bastante de su antigua personalidad como para ponerse a la defensiva.; Pero Artemas también estaba deshecho. Lily debía; ayudarlo a averiguar quién había cometido esa atrocidad, si alguien tenía la culpa.
—¿Cómo está James? —preguntó por fin Lily. —Volverán a operar su pierna mañana, para reparar el daño muscular y nervioso. Seguirá en el hospital varias semanas.
—¿Y el resto de tu familia?
—Hacen lo que pueden. No van a regresar a Nueva York. Hemos tomado dos pisos en un hotel como oficinas centrales, por ahora, hasta que encontremos un edificio de oficinas para alquilar. La mayor parte de nuestra gente ya se había mudado aquí. Debemos ubicarlos tan pronto como sea posible.
—¿Estás viviendo en el hotel?
—Sí.
—¿Por qué no en Sauce Azul?
—Todavía planeo restaurarla. Más adelante. Lily se echó hacia atrás en el sofá y apoyó la cabeza sobre el borde duro.
—Todo aquello por lo que has trabajado, tu sueño…
—Mi familia está destrozada. Esa es mi principal preocupación. —Artemas hizo una pausa; su rostro se contrajo y los grandes ojos grises estudiaron a Lily—. Jamás dejaré de extrañar a mi hermana, pero tú, Lily, tu hijo…
—Me siento como si hubieran extraído todo lo que había en mi interior y lo hubieran quemado. —Lily oía su propia voz en la distancia. Era desapasionada. Tenía el tono sosegado de un observador—. Y como si todo lo que quedara fuera este caparazón. —Señaló su cuerpo con un gesto y apoyó las manos sobre los brazos del sillón—. Este caparazón que camina y finge estar vivo. Si no necesitara averiguar qué pasó esa noche, no tendría ninguna razón para fingir. Me pondría en la boca la vieja pistola calibre cuarenta y cinco de mi padre y apretaría el gatillo.
Artemas explotó, con un sonido furioso y gutural, y corrió hacia ella. La tomó por los hombros y la alzó. Los pies desnudos de Lily buscaron un punto de apoyo. Asió el chaleco de Artemas y lo miró fijo, en precario equilibrio. Los ojos de él lanzaban destellos salvajes.
—Jamás, jamás pienses en hacer eso —dijo con los dientes apretados—. Maldición, júrame que no lo harás. ¡Júralo!
—Dije que lo haría si no tuviera un motivo para continuar. Pero lo tengo. No soy una cobarde…
—Te he dicho que lo jures. Júralo por el alma de Stephen. —Lily perdió el aliento—. Jura que no te harás daño —repitió Artemas, al tiempo que casi la sacudía—. Si yo puedo sobrevivir, por Dios, tú también puedes.
—Lo juro. Lo prometo. ¡Suéltame! Con la respiración agitada, Artemas la apoyó en el suelo y la soltó.
—Te daré muchísimas razones para querer vivir y luchar —dijo, con voz grave y ardiente. Se alejó y se pasó las manos por el cabello. Respiró profunda y ásperamente, y dejó caer las manos. Lily lo contemplaba, horrorizada. Lo que Artemas estaba sufriendo era igual a todo lo que sentía ella. Había entre ambos tantos lazos antiguos, tanto que no podía describirse ni analizarse. Ni negarse. Tanto amor…
Lily gimió y se cubrió el rostro. Richard, Richard, no quise pensar eso. Jamás volveré a pensarlo. Todo había terminado antes de que te conociera. Perdóname. Lily se dio la vuelta a ciegas y se dirigió a las puertas de cristal. Rodeó su cuerpo con sus propios brazos y se obligó a concentrarse en el futuro. Debía comenzar a manejar su pena, a transformarla, aunque solo fuera para hacer lo que debía hacerse. De pronto, las palabras de Artemas aparecieron con claridad. «Te daré muchísimas razones para querer vivir y luchar.» Lily se estremeció. ¿Luchar?
Se volvió hacia Artemas. Clavó los dedos en sus brazos. Quería escudarse contra los crudos pensamientos que emergían en su mente.
—¿Has venido a decirme que mi esposo y su socio están acusados de hacer algo mal?
La mirada de Artemas le heló la sangre. —Eran los arquitectos. Ellos diseñaron el edificio. Ellos diseñaron el puente. Trabajaron en estrecha colaboración con el contratista. Están investigando a todas las personas que tuvieron algo que ver con el diseño y la construcción.
La furia desgarró a Lily. Mantén la calma. No reacciones de forma desmesurada. Artemas no hace más que afirmar lo evidente. Tiene que hacerlo.
—No soy tonta —dijo con lentitud—. Sé que los investigadores deben estudiar el diseño que Richard y Frank hicieron del puente…, que no cumplirían con su deber si no verificaran todos los detalles. —Sostuvo la mirada inflexible de Artemas—. Pero también sé que no hallarán ningún error.
La voz de Artemas sonó grave, angustiada. — ¿Cómo puedes estar tan segura, Lily?
—Porque hay una sola cosa que Richard amaba tanto como a Stephen y a mí: su trabajo. Vivía para él. Su orgullo por su trabajo lo era todo. —Sentía que un pánico helado comenzaba a invadirle el pecho. ¿Cómo podía Artemas sugerir que la empresa de Richard podría tener alguna culpa?—. ¿Crees que él hubiera permitido que Stephen subiera al puente si pensaba que era peligroso? ¿Crees que hubiera permitido que nadie subiera? ¿Que él mismo hubiera subido?
—Sí, si pensaba que el riesgo era insignificante. Si él y Frank Stockman calcularon mal.
—No. ¡No! Estás afirmando que ellos sabían que el puente podría no ser ciento por ciento seguro. —Temblorosa por el sentimiento de traición, se llevó las manos a la garganta. Sentía el pulso violento contra sus dedos—. No lo hagas. No formules acusaciones absurdas. Comprendo tu necesidad de culpar a alguien. La venganza es… —Sus manos se transformaron en puños—. Es también lo que yo deseo. Pero Richard no es responsable. No lo es.
Artemas cerró los ojos. Cuando volvió a mirarla, había en sus ojos desesperanza, pero también un impulso mortífero.
—Quiero que mis propios expertos estudien todos los documentos. Todos los planos. Todas las especificaciones de material. Puede que lleve meses, pero con el tiempo sabremos qué ha ocurrido. Sin embargo, lo más importante es el porqué. —Hizo una pausa. Después dijo con suavidad—: Richard era quien estaba a cargo de la parte estructural… Calculó las cargas de tensión, diseñó la estructura de acero…
—Sé en qué consistía el trabajo de mi esposo. Y sé cuan meticuloso era al respecto.
—Su sello profesional está en todos los planos, en todas las especificaciones de material. Lily, si descubrimos que el fallo provino de los cálculos de Richard, debo averiguar si fue un error genuino… o deliberado. Existe la posibilidad de que Richard y su socio hayan colaborado con el contratista para ahorrar dinero o tiempo.
—¡No tiene sentido! El proyecto Colebrook fue para Richard un regalo del cielo. ¡Su reputación y la de Frank estaban en juego! ¡Trabajaron como esclavos los últimos tres años! —Se inclinó hacia Artemas y lo aferró con violencia de un hombro—. Richard y Frank no hubieran arriesgado la vida de nadie para ahorrarse un poco de dinero en un proyecto que representaba más de cien millones de dólares.
—A menos que creyeran que el puente sería seguro, a pesar de ello. A menos que hayan apostado… y perdido.
Lily sintió que le zumbaban los oídos. Tenía en las mejillas el ardor helado del shock, y su vista se nubló. Pero no mostraría debilidad ante ese hombre. Recordaba demasiado bien el precio de ser vulnerable a él. Se dirigió a un diván con tanta calma como pudo y se sentó. Debía haber otras respuestas a este horror. Respuestas que Lily no había tenido tiempo ni presencia de ánimo para analizar. En ese momento solo importaba una cosa: Artemas afirmaba que Richard podría ser responsable de una tragedia que había arrebatado las vidas de unas doce personas, entre ellas la de su hijo. Una tragedia que dañaba el nombre de los Colebrook. Lo principal para Artemas había sido siempre reconstruir ese nombre. Ahora, lo único que le preocupaba era encontrar algún modo de proteger el apellido y a su familia, aunque implicara destruir todo aquello en lo que Lily creía.
—Quiero que me digas si sabías o sospechabas que estaba sucediendo algo extraño —continuó Artemas en el mismo tono opaco—. Cualquier cosa que puedas recordar…, comentarios de Richard, algún comportamiento raro…, cualquier cosa.
Lily por fin recuperó la voz. Un nudo de desesperación le oprimía el pecho.
—No voy a contribuir a que utilices a mi esposo como chivo expiatorio. Si piensas que alguna vez voy a ayudarte a hacerlo, no me conoces en absoluto.
El rostro de Artemas revelaba extrema tensión.
—Mi hermana ha muerto. Mi hermano cojeará el resto de su vida. Varios ejecutivos de empresas que pertenecen a Colebrook International han fallecido. Por amor de Dios, Lily, se perdieron tantas vidas… y tanta gente deberá vivir con ese dolor… Merecen justicia. Mi familia y yo la merecemos. Estás atrapada en esta situación y debes pensar en lo que es justo… sin importar cuan duro sea aceptar la verdad. No hay nada que yo pueda hacer para protegerte.
—Jamás he necesitado tu protección. Ya lo he probado.
—Lily, tu empresa de paisajismo está ligada a esto. Has trabajado en el proyecto desde el comienzo.
—¿Olvidas por qué? ¿Que no quería tener nada que ver? ¿Que no quería que Richard participara en el proyecto? ¿Qué me forzaste?
—¿Forzarte? —El rostro de Artemas, surcado por la tensión, se contrajo aún más—. Brindé a un par de arquitectos jóvenes y luchadores una oportunidad que nadie más les hubiera brindado, y a una talentosa diseñadora de jardines la oportunidad de demostrar su capacidad.
—Te inmiscuiste en nuestras vidas, y yo ni siquiera pude explicarle a Richard por qué. No podía herir su orgullo. Tú lo sabías.
Los hombros de Artemas se habían hundido ligeramente.
—No tiene sentido analizar mis intenciones en este momento.
—Tienes razón —afirmó Lily con tono acusador—. Porque las comprendí hace mucho tiempo. Eres capaz de ser despiadado para conseguir lo que quieres.
—He venido a pedirte acceso a los archivos personales de Richard. Me han dicho que hacía la mayor parte de sus bosquejos en su casa. Quiero que dejes que mi gente examine sus papeles.
Lily lo miró fijamente. Tenía la mente hueca, excepto por un pensamiento. Quiere castigarme por casarme con Richard. Quiere avergonzarme por tener un hijo con Richard. Quiere que le suplique perdón.
—Hace mucho tiempo elegí a quién ser leal —dijo con serenidad—, y no voy a modificar mi elección ahora.
—Te arruinarán. Y si no cooperas conmigo, no habrá nada en el mundo que yo pueda hacer para evitarlo.
—¿Acaso afirmas que tienes poder para salvarme? —Lily se cubrió la cabeza con las manos—. Si te hubieras mantenido alejado de mi vida, mi hijo estaría vivo. Mi hijo está muerto por tu culpa.
Fue como si toda la luz de la habitación se concentrara en el silencio de Artemas. Cuando por fin habló, su voz fue apenas un susurro azorado.
—Tu hijo está muerto por culpa de Richard. Mi hermana está muerta por su culpa. Mi hermano está lisiado. Voy a probártelo, aunque me odies el resto de tu vida.
Lily lo siguió con la mirada, mientras Artemas se dirigía velozmente hacia las puertas que Richard había construido con tanto amor.
Se reunieron frente a la habitación de James. El pasillo del hospital estaba tranquilo y vacío, como siempre por las noches, y los tubos fluorescentes arrojaban una luz cruel sobre las paredes blancas. Pronto terminaría el horario de visitas.
Michael dejó casi cerrada la puerta del cuarto de James. Cass estaba apoyada contra una pared, con el rostro sombrío. Elizabeth rodeó con un brazo los hombros de Alise, quien apoyó la cabeza con cansancio contra la de su cuñada.
—No comprendo por qué Artemas no está aquí todavía —dijo Elizabeth—. Si no llega pronto, no podrá volver a hablar con James hasta mañana, después de la operación.
Cass afirmó con voz ronca:
—Recuerdo que Tamberlaine dijo que podrían llegar tarde. Creo que tenían casi una hora de viaje. Iban a los alrededores de la ciudad, hacia el norte. Alise suspiró.
—¿Por qué sentía Artemas que tenía que verla justamente hoy?
—Es una antigua amiga —dijo Michael—. No quería que se enterara por uno de sus abogados. Cass frunció los labios, descorazonada. —Una antigua amiga —repitió, con tono ácido—. Que probablemente sabía que su esposo y sus compinches nos estaban embaucando. Maldición, hasta estaba a cargo del diseño del jardín. Debía de saber qué se proponían.
—No necesariamente —afirmó Michael—. Artemas no lo cree.
—¿Acaso tiene alguna importancia? —Disparó Cass—. Cualquiera que esté relacionado con esos bastardos merece sufrir. Para mí, ella es culpable por asociación. Estaba casada con Porter. Sabía de qué era capaz su esposo.
—Todavía no sabemos quién hizo qué —le recordó Elizabeth.
—Sí, pero apenas Oliver Grant ceda y hable, lo sabremos.
Alise se llevó una mano al rostro. Estaba tan blanca como las paredes.
—No sé a quién odiar.
—Lo sabrás. Todos lo sabremos —prometió Cass.
—Ya sea que Grant hable o no, los hechos saldrán a la luz. Si él y los arquitectos estaban dispuestos a bajar los estándares de construcción para ahorrar dinero, lo sabremos, apenas los investigadores examinen todas las facturas y los programas de trabajo —dijo Michael.
—Pero ¿por qué estarían tan desesperados? —Preguntó Elizabeth—. ¿No podrían haberle dicho a Julia que el proyecto superaría el presupuesto? No hay pruebas de que hayan malversado fondos. No desviaron dinero de las cuentas de la construcción. Tal vez solo calcularon mal el coste para finalizar el edificio.
—O tal vez administraron el presupuesto de manera desordenada y desmedida, y después tuvieron que ocultarlo —respondió Cass.
—No, Julia seguía con obsesión cada uno de los gastos. Lo hubiera sabido si estaban excediéndose del presupuesto en cualquier área.
Michael intentó sonreír, pero hizo una mueca. —Siempre se jactaba de eso. Podía recitar el coste unitario de todo, y conocía al dedillo los costes de mano de obra.
Cass se irguió, con expresión ominosa. —Era maravillosa, y la han asesinado. Y esa perra que Artemas dice que es su amiga es parte de ello. Se hizo un silencio. Por fin, Michael afirmó: —Nuestro hermano no condenará a un inocente. Pero si Lily Porter no es inocente, Artemas no vacilará en hacer que se arrepienta.
—Lo sé —dijo Cass, al tiempo que la furia se desvanecía de sus ojos. Michael la rodeó con uno de sus brazos. Elizabeth y Alise se acercaron al círculo. Los cuatro permanecieron juntos, unidos por la fe.
Se abrió la puerta de un ascensor, en el extremo del pasillo. Observaron con gratitud que Artemas se acercaba a ellos. Frunció el entrecejo al verlos así. —¿Le ha ocurrido algo a…?
—No, está bien —lo interrumpió Elizabeth—. Solo lo estábamos dejando descansar un momento mientras te aguardábamos.
Artemas estudió al grupo, en actitud protectora. A veces debía recordarse a sí mismo que ya no eran niños, ni él su padre sustituto. Michael, Elizabeth y Alise tenían treinta y un años; Cass, treinta y tres. Artemas deseaba decirles que se sentía quebrado por dentro, que ese día había perdido más de lo que podían imaginar. Pero ¿cómo podrían comprenderlo? Solo conocían fragmentos de la historia de los MacKenzie y los Colebrook, solo sabían que había estado planeando comenzar a restaurar la vieja propiedad de Sauce Azul como parte de la mudanza de la empresa a Atlanta, solo que Lily y él habían sido amigos lejanos, todos esos años.
—¿Cómo marchó tu reunión con Lily Porter? —quiso saber Michael.
Artemas sacudió la cabeza.
—Mal. —Más tarde debería transmitirles los puntos importantes. Por Dios, tal vez no habría ninguna posibilidad de evitar que odiaran a Lily y que quisieran castigarla. Pero debía cumplir con su papel, y no los defraudaría. Jamás lo había hecho. Carraspeó y dijo bruscamente—: Voy a ver a James.