1
ATLANTA, 1993
Dinero, poder, respeto. Esa noche Artemas Colebrook contemplaba el testimonio de todo lo que había logrado en treinta y ocho años, pero sólo persistía el deseo de lo que nunca podría alcanzar.
La historia de seis generaciones de Colebrook había llegado a la cima. Los descendientes de un humilde inmigrante inglés, alfarero, habían sobrevivido a la ambición, el triunfo y el escándalo. A la pérdida y la recuperación de una fortuna. Todo había comenzado con un puñado de pura arcilla blanca, en las montañas de Georgia. Ahora, la ruina y el renacimiento se resumían en el centelleante esplendor neogótico de las nuevas oficinas centrales de Colebrook International, en los nuevos suburbios de Atlanta.
Estaba de pie, sólo e inmóvil, perdido en la escena que se desarrollaba ante él. Era un hombre alto, de hombros anchos. Vestía de etiqueta. El espeso cabello negro enmarcaba unas facciones duras, con pómulos marcados y cejas espesas, suavizadas por unos grandes ojos grises. La mirada revelaba preocupación y una fuerza interior poco común, pero decía poco de la innata bondad de su dueño.
Artemas observaba el patio interior de las nuevas oficinas desde una galería superior. Algunos pisos más abajo había una obra maestra de arquitectura. El sinuoso puente parecía flotar por encima del vestíbulo, colmado de hombres de esmoquin y mujeres con bellos trajes de noche, que miraban hacia abajo. Artemas veía más allá de ellos: otros invitados, camareros atildados con bandejas de plata llenas de canapés y copas de champán, una orquesta que tocaba música de Mozart, y, en el jardín central del vestíbulo, el magnífico sauce azul verdoso que lo presidía.
Artemas fijo la mirada en el árbol y asió con fuerza la barandilla. De niño había trepado a muchos árboles como ese, junto al arroyo de los MacKenzie. Un sauce azul. Un mutante. Un misterio de la botánica. Una maravilla.
Uno de los árboles de Lily.
Esperó. Sentía el pecho oprimido por la expectativa. Por fin, Lily apareció bajo las delicadas ramas del sauce. Refa, con la cabeza hacia atrás, como si le pesara la melena pelirroja, recogida en un suave chignon. Era tan alta que se destacaba aun entre la voluptuosa jungla que rodeaba al sauce. El vestido negro se enganchaba en las hojas y las ramas. Su cuerpo era esbelto y bien formado; su rostro era vibrante, fascinante, de rasgos fuertes. Los hombres la miraban con avidez, como si fuese una reina amazona.
Llevaba sobre un hombro a su hijo, un pelirrojo de seis años que reía con ganas. Uno de los fuertes brazos desnudos de Lily lo hacía por la espalda, mientras el brazalete de diamantes reflejaba la luz. Lo sostenía con la cuidadosa seguridad de una mujer que ha crecido cargando bolsas de forraje y abono. La gente que estaba de pie en el mármol reía, incomoda, y miraba.
Lily nunca se había preocupado por las apariencias.
Artemas la observaba con la certeza desesperada de que después de las ceremonias de inauguración de ese día no habría ningún motivo para que ella volviera a estar en su presencia, ni para qué soportara siquiera el más inocente contacto con él.
Ella no formaba parte de su familia, no era una de los cinco hermanos Colebrook que Artemas veía en el puente o en el vestíbulo. No trabajaba para él. Ya no, ahora que el jardín que Lily había diseñado estaba concluido. Ella nunca buscaría servilmente sus favores como los políticos y los empresarios, como los ejecutivos de las empresas que pertenecían a Colebrook International, ni siquiera como su propio esposo y el socio de su esposo, los arquitectos que habían diseñado el edificio.
Lily MacKenzie Porter. Su hijo no era de él. Su vida no era de él. Era la esposa de otro hombre.
Pero había pertenecido a Artemas desde el día de su nacimiento.
—¡Ayúdame! ¡Se me ha trabado la cremallera!
—Aguarde, caballero, podría romper algo importante. Deberíamos llamarlo Stephanie en lugar de Stephen. —Arrodillada en la tierra, entre las plantas, mientras intentaba esquivar las manos diligentes de su hijo, Lily puso la camisa dentro del pantalón, subió la cremallera y acomodo el pequeño esmoquin—. La próxima vez que quieras ir al baño, avísame antes de estar desesperado.
—De acuerdo. Pero quiero ver a papi cuando hable.
—Lo único que papi hará será subir al puente y decir: «Sí, nosotros construimos toda esta basura. Muchas gracias».
—Él y Frank y el señor Grant y tú.
—Yo sólo hice el jardín.
—El jardín es lo que más me gusta.
—Es porque tienes sangre de granjero. —Lily alborotó el cabello rojo—. No puedo permitir que estés demasiado arreglado —le susurró, con una sonrisa—. Papi no te reconocería.
Salió con Stephen del jardín y se sentaron en el seto de mármol, mientras Lily se calzaba los zapatos negros, de tacón alto, que había dejado allí, A pesar de tenerla protegida por el canesú negro transparente del vestido, sentía la espalda expuesta y fría. Una gota de sudor le resbalo por la columna.
Se preguntó si Artemas seguiría arriba, mirándolos. Gracias a Dios, después de esa noche podría alejarse de los recuerdos y de la constante sensación de ser acusada.
Podían contarse con los dedos de una mano las veces que se habían visto y hablado a lo largo de los últimos años. En todas las oportunidades, Artemas se había mostrado cortes, hasta distante. No había dejado escapar ningún indicio de la historia que compartían, ninguna invitación poco galante a que Lily olvidara sus promesas matrimoniales, ningún intento de recordarle que él había dado ese proyecto a la firma de Richard porque pensaba que de ese modo cancelaba una antigua deuda de honor con ella.
No había hecho nada para hacer que pensara en él cuando hacía el amor con su esposo. Sin embargo, era probable que lo deseara. Lily nunca admitiría ese tormento ante nadie, y lo había combatido con cada fibra de su lealtad a su marido.
—¿Dónde habéis estado vosotros dos? —Preguntó Richard, al tiempo que emergía de la muchedumbre que los rodeaba y ponía la mano sobre el hombro de Stephen—. Me gusta saber dónde estáis.
Lily miro el rostro acalorado de su esposo. Era grande y robusto; podría haber jugado al fútbol en la universidad, si hubiese tenido algo de la brutalidad que requiere ese deporte. Pero Richard era tierno y sosegado como un oso manso. Lily lo amaba, a pesar de que a veces deseaba sacudirlo, aunque sólo fuese para oír un gruñido.
El cabello castaño le caía en desorden sobre la frente, y Lily pensó que otra vez se había estado pasando las manos por él. Por encima de la camisa de vestir se le veía el cuello con manchas rojizas; la pajarita negra estaba torcida. Richard se sentía cómodo con botas de campo llenas de barro, camisas gruesas, vaqueros desteñidos, con una calculadora en el bolsillo de la camisa y un rollo de pianos bajo uno de sus fuertes brazos. Siempre parecía incómodo de esmoquin, y sólo vestía uno cuando lo exigían las convenciones sociales.
Esa noche Richard parecía a punto de romper las costuras. Lily le puso una mano sobre el rostro y resistió el impulso de alborotarle el cabello como lo había hecho con Stephen.
—Respira hondo, cariño. Frank y tú habéis sufrido mucho para convertir este lugar en lo que es, y esta noche debes disfrutarlo. Piensa en el premio que te ha dado la Sociedad Estadounidense de Arquitectos. Relájate.
—Sólo quiero que todo termine. —Se inclinó hacia el oído de Lily y le susurró—: Como si no hubiera bastado con oír a Julia Colebrook desvariar y despotricar cada minuto de los últimos tres años, hoy tenemos aquí a toda esa maldita tribu Colebrook. No me sorprendería si Julia los llevara de excursión a los servicios de hombres para señalar que los mingitorios están dos centímetros más arriba de donde ella opina que deberían estar.
Lily frunció la frente. Los hermanos Colebrook constituyan una especie de clan. Eran un grupo cerrado y se profesaban infinita lealtad, pero en especial a Artemas, el mayor. A pesar de llevar un apellido famoso y de ser tan acaudalados, no tenían pretensiones, y todos trabajaban en las empresas de la familia. Entre todos poseían una abrumadora mayoría de las acciones. Entre todos habían salvado de la quiebra a una empresa arruinada y de la deshonra al nombre de la familia.
Cuando Artemas encargaba un proyecto a uno de ellos, impresionarle a el e impresionar al resto de la familia se convertía en una obsesión. Julia Colebrook tenía una de esas obsesiones. Mortificaría a Richard hasta el último momento. Todo el proyecto, desde sus comienzos, también había convulsionado los sentimientos de Lily.
Lily cedió a la tentación y alborotó el cabello de Richard. Después le dijo, con voz sombría:
—Julia Colebrook no puede vivir si no mete las narices en todo.
Richard logro esbozar una débil sonrisa. Lily percibió su aliento. La alarma y la sorpresa hicieron que se le pusiera la piel de gallina Con excepción de una cerveza de vez en cuando, Richard jamás bebía. Pensaba que la copa de vino con que Lily acompañaba cada cena la llevaba a un paso del infierno.
—Se diría que has estado en una feria con catas gratuitas de vino —dijo mientras echaba un vistazo a Stephen, quien, para su alivio, contemplaba el puente, distraído y maravillado.
—Estoy nervioso —contesto Richard, al tiempo que se pasaba las manos por el cabello. Lily lo miró con fijeza. Richard siempre había irradiado la serenidad inconmovible de un hombre que, a pesar de no ser tonto ni ignorante, tenía una visión sencilla de la vida. Se guiaba por objetivos simples: su amor por ella y por Stephen, una estricta honestidad y el trabajo arduo—. Debo irme —agregó. Tomó el rostro de Lily en sus manos, la miró con una ansiedad que ella nunca había visto antes y la besó en la frente—. Quédate aquí, ¿de acuerdo? Regresaré apenas acabe la ceremonia. Quiero terminar e ir a casa. Te amo, pelirroja.
—Yo también te amo. Y vas a estar magnífico allí arriba.
Richard trago con fuerza.
—Tu confianza es una de las mejores cosas que me han sucedido en la vida.
Se arrodilló frente a Stephen y lo abrazó. El niño echo los brazos al cuello de su padre y le sonrió.
—Te quiero, papi.
—Yo también te quiero, rabanito. —Richard lo estrechó contra su cuerpo y cerró los ojos mientras abrazaba a su hijo. Lily, que observaba el rostro contraído de Richard, le puso una mano en el hombro. Al abrirlos, los ojos de Richard estaban llenos de lágrimas.
Lily, asombrada, logró decir:
—Vuelve aquí apenas termines. Quiero hablarte cuando lleguemos a casa. Necesitas unas vacaciones.
Richard asintió, se irguió y aparto a Stephen. Luego desapareció entre la multitud. Lily lo siguió con la mirada, preocupada y confundida.
Sentía en su mano la de Stephen, quien interrumpió la cadena de sus pensamientos.
—A papi no le gusta hablar en público, ¿verdad, mami?
—Es verdad. Y este es el proyecto más importante en el que haya trabajado en su vida. Pero lo hará bien.
La llegada de Frank truncó las cavilaciones de Lily. Se acercaba por entre la gente, con su andar elegante y atildado, sin rozar ni una lentejuela ni una manga de esmoquin. El socio de Richard tenía los modales refinados de un príncipe y la ambición de un mafioso. Lily se preguntó dónde había estado toda la velada. En general, Frank y Richard eran inseparables.
—Dice que quiere que la ceremonia comience en cinco minutos —anuncio, mientras alzaba las manos en señal de derrota. No había dudas de que se refería a Julia Colebrook—. Le recordé que estaba programada para las ocho y media, no para las ocho y cuarto. Cambió el programa. Maldita sea. No puedo encontrar a Oliver, ¿Y dónde está Richard?
—Richard acaba de ir hacia el puente. Oliver ha de estar escondido. Oí a Julia cuando se lo presentaba a sus hermanas como «el contratista enviado por el demonio. Lo miraron como si hubiera escondido cadáveres en las paredes. Fui testigo de cómo uno de los más respetados contratistas de la construcción del Oeste de Estados Unidos se transformaba en un tonto, sonrojado y tartamudo.
—Julia nos ha reducido a eso —dijo Frank, mientras pasaba una mano, que ostentaba un anillo de diamantes en el meñique, por su frente alta y elegante—. No puedo creer que siga hundiendo el cuchillo en la herida hasta el último momento.
—Sí, es difícil imaginar porque te odia tanto. Lo único que has hecho ha sido romper la relación que os unía pegando una nota en un piano de la obra.
—Gracias. Eso fue hace un año.
—Si yo fuera Julia, no lo olvidaría en un año. Frank suspiró.
—Iré a buscar a Oliver. Nos encontraremos con Richard en el puente.
Stephen asió la cola del esmoquin de Frank. —¿Puedo ir contigo? Creo que papi necesita que lo tome de la mano.
—Debes preguntárselo a tu madre. —Frank examinaba la multitud. Su frente brillaba por la transpiración. Frank, sereno, indiferente y lúcido, estaba esa noche tan inquieto como Richard.
Stephen tiró de la mano de Lily, quien bajo la vista hacia los solemnes ojos azules de su hijo. —¿Por favor? Quiero estar con papi cuando hable.
—Está bien. Pero compórtate como un caballerito, ¿de acuerdo? Y si debes ir de nuevo al baño, díselo a papi apenas tengas ganas. —Lily se puso en cuclillas, al tiempo que subía un poco su ajustado vestido. Con las largas unas rojas peino el cabello desgreñado de Stephen—. Sabía que estas uñas postizas servirían para algo más que para rascarme —bromeo—. Así está bien. Estás guapísimo. Ve y dile a papi que lo amamos.
—Lo haré. —Se abrazaron. Luego Frank alzó al niño y se marchó en silencio abriéndose paso entre la gente. Lily agito una mano, mientras Stephen se volvía por encima del hombro de Frank y le enviaba un beso. Cuando el niño dejo de saludarla, Lily se quedó pensativa e inmóvil, con la mano todavía en el aire. Un movimiento le llamo la atención. Sin pensar, miró hacia arriba, más allá del sauce, del puente, de la colmena de oficinas que rodeaba al patio interior. Richard se quejaba de que Colebrook hubiera solicitado un diseño que se pareciera más al de un hotel que al de un edificio de oficinas. No era práctico.
No, no lo era. Era magnífico e imponente, una declaración, parte de una visión. Lily alzo la mirada de forma compulsiva, cada vez más arriba, hasta que llego a él.
Artemas todavía estaba en la galería, observándola. Inclinó levemente la cabeza. Lily bajo la mano, pues se dio cuenta de que parecía que le estuviera rindiendo homenaje.
Michael tosía, con el inhalador en una mano, cuando Artemas llego al vestíbulo y se le acercó.
—¿Estás bien? —pregunto Artemas, mientras ponía una mano entre los omoplatos de Michael y percibía las vértebras a través de la ropa. Michael asintió con cansancio.
—Debo de ser alérgico a alguna de las plantas del jardín. El asma ha comenzado a fastidiarme. Nada grave. —Sacudió apenas la cabeza, para advertir a Artemas de que no magnificara el episodio. Sus alergias y su asma no eran nada nuevo, y desde la muerte de su esposa, desgracia que lo había destrozado, era todavía más consciente de que la familia lo consideraba un ser frágil. Odiaba esa certeza. Sin embargo, como siempre, suavizaba la irritación con una sonrisa.
—Está bien —dijo Artemas. Le dio una palmada y se alejó. Cassandra, cerca de allí, echaba las cenizas de su largo y delgado cigarrillo en la copa de champán vacía, a la vez que observaba con envidia a Elizabeth, quien comía otro pastelillo más que había tomado de una bandeja.
—¿Dónde está James? —preguntó Artemas, y se colocó en el lugar central que le hicieron sus tres hermanos.
—Allí, cerca de la escalera del puente, hablando de deportes con un idiota pomposo del directorio de Atlanta Braves —respondió Cassandra—. En tanto, Alise intenta evitar que bostece.
Artemas miró hacia una de las escaleras de mármol que bajaban de los lados del puente, como alas plegadas. Satisfecho al localizar a James y a su esposa, alzó los ojos hacia el puente, donde Julia había hecho ubicar el pequeño estrado, como si fuera una elegante y rubia generala. Julia golpeaba el micrófono. No se le escapaba ningún detalle, ni el más insignificante. Artemas le había pedido que se hiciera cargo plenamente del nuevo edificio, poco después de que la familia hubo coincidido en que los costos y la calidad de vida hacían que la mudanza desde Nueva York a Atlanta fuera una inteligente decisión empresarial. Deseosa de impresionarlos con su golpe maestro, Julia puso en claro que nadie la supervisaría, ni siquiera su hermano mayor.
Artemas sonrió sin alegría. Se había distanciado del proyecto de manera admirable.
Lily tenía razón al acusarlo de meterse en su vida sin que ella lo buscara, mediante la maniobra de contratar a Richard y a su socio para diseñar las nuevas oficinas centrales de Colebrook International, y al hacerle difícil rehusar el pedido de que la pequeña empresa de paisajismo de Lily creara los jardines internos. Pero nunca podría acusarlo de tener ninguna otra intención más que la de volver a ganar su respeto.
Julia se volvió y comenzó a hablar con Richard Porter. Artemas contempló al fornido arquitecto y pensó en lo sólido, inteligente y laborioso que era, según los informes de Julia. Igual que una mula.
Frank Stockman logró atravesar la muchedumbre que colmaba el puente, con el hijo de Lily a cuestas. Artemas tenía sentimientos encontrados con respecto al niño: resentimiento porque llevaba la sangre de Richard, pero a la vez afecto porque era de Lily. Con su cabello rojo rizado, igual que el de Lily, caído sobre la frente, era dulce y alegre como un muñeco.
Artemas vio, sorprendido, que Richard miraba a su socio con el entrecejo fruncido. Richard pasó junto a Julia y tomó a Stephen de los brazos de Stockman.
La voz suave y sobresaltada de Elizabeth quebró la concentración de Artemas.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó su hermana. Artemas se volvió y vio que Elizabeth miraba el suelo de mármol blanco del vestíbulo.
—Yo también lo he notado —dijo Michael, mientras guardaba el inhalador en un bolsillo de su traje, con expresión preocupada.
—¿El qué? —inquirió Cassandra.
Elizabeth miró a Artemas con inquietud.
—Un temblor.
Alerta, consciente en todo momento de sus responsabilidades, Artemas echó un vistazo al vestíbulo atestado. Con excepción de algunos pocos comentarios y miradas inquisidoras, la gente no parecía inquieta. Se relajó.
—Es probable que haya sido una explosión sónica. Están haciendo algo en los campos de aterrizaje de Dobbins. Una prueba de Lockheed.
Al ver que no ocurría nada más, Artemas volvió su atención al puente, donde Julia comenzaba a dar la bienvenida. De pronto sintió que una mano lo tomaba desde atrás. Los dedos se hundían en su brazo con brusquedad, y eso lo irritó. La sorpresa y la cólera se adueñaron de él. Se volvió y asió la mano culpable por la muñeca.
Encontró los ojos helados de Lily. —¿Lily? —dijo, con la mente en blanco por el desconcierto. La piel de la mujer estaba de color tiza, y su mirada, clavada más allá de él. En voz tan baja que sólo Artemas pudo oírla, le ordenó:
—Mira el tapiz que cuelga de la pared, a tu izquierda. En el segundo piso. Cerca del punto en que el puente se une con la galería. No digas nada. Sólo mira.
Artemas giró sobre sí y siguió la mirada de Lily. Un terror gélido invadió su mente e hizo desaparecer cualquier otro pensamiento o emoción. En la pared, junto al tapiz, se había abierto una grieta de unos tres metros de largo.
Alzó una mano e hizo una señal a Michael, Cass y Elizabeth con un suave chasquido de los dedos. Lo miraron extrañados.
—Buscad a los guardias de seguridad —les indicó con tono sereno y controlado—. Decidles que con mucha calma hagan que la gente se aleje del puente y que baje de él. No queremos que cunda el pánico ni que haya estampidas. Alguien podría lastimarse.
Alarmados, miraron hacia donde Artemas tenía fija la mirada. Elizabeth se quedó sin aliento. Cassandra entregó su copa a un camarero que pasaba. Michael observó, sombrío, a la gente que se hallaba de pie cerca de las escaleras colgantes, y dijo:
—James. Alise.
Michael y sus hermanas se abrieron paso entre la multitud, no desesperados, sino serenos y decididos. Artemas asió el brazo de Lily cuando ella pasaba a su lado. Lily se dio la vuelta y dijo en voz apenas audible pero firme:
—No sé si esa grieta significa algo grave o no, pero debo hacer bajar a Richard y a Stephen.
—Iré contigo. Le diré a Julia que baje y ocuparé su lugar, como si nada pasara.
Se acercaron a la escalera. Artemas aún sostenía a Lily del brazo. Ella miró por encima de su hombro el estrado que estaba sobre el puente. Stephen la vio y la saludó desde la seguridad de los brazos de su padre. Richard tenía la mirada fija delante de él, como si se encontrara perdido en sus pensamientos.
—Quédate aquí-le ordenó Artemas a Lily, mientras la encaraba hacia él—. Los haré bajar. Lo juro.
—No me digas lo que debo hacer. No soy uno de los tuyos.
El suelo volvió a temblar, esta vez con más intensidad. La adrenalina invadió el cuerpo de Artemas. La gente que los rodeaba se tambaleó. Algunos gritaron, alarmados. Lily liberó su brazo y avanzó con dificultad hacia el puente, al tiempo que se ponía las manos alrededor de la boca y gritaba:
—¡Bajen del…!
Su voz se perdió en el crujido ensordecedor del hormigón y el acero que se desgarraban. El suelo de mármol se estremeció, y el hotel emitió un sonido gutural, como sí se quejara. Julia Colebrook apartó el micrófono y asió con ambas manos la barandilla. Sus ojos brillaban de espanto.
La voz de Lily murió en su garganta. Su atención estaba fija en Richard y Stephen. Richard tropezó mientras el puente se inclinaba. La expresión de Stephen era una máscara helada de terror que la traspasó de pena, pues deseaba inútilmente llegar a él. Richard tomó la cabeza de Stephen, la refugió en el hueco de uno de sus hombros y la cubrió con una mano. El rostro de Richard denotaba concentración salvaje mientras intentaba conservar el equilibrio. La gente daba alaridos y se empujaba sobre el puente y la galería, que empezó a hundirse por ambos lados. Frank cayó de rodillas, al tiempo que agitaba las manos en busca de un asidero firme.
—¡Richard! ¡Stephen! —Lily gritó sus nombres varias veces, mientras subía tambaleándose los primeros escalones, caía, perdía un zapato; la gente que bajaba del puente la empujaba hacia atrás. Un par de manos la sujetó con violencia y la alzó. Artemas.
Rodeó la cintura de Lily con un brazo, la levantó a medias del suelo y la arrastró de regreso al vestíbulo.
—¡No podremos llegar a tiempo! ¡Vamos! —Tomó la parte de atrás del vestido de Lily con una mano y tiró de ella. Lily se vio arrastrada a su pesar. Llegaron frente al centro del puente, que se derrumbaba.
—¡Julia, salta! —gritó Artemas.
Lily tenía los brazos en alto.
—¡Richard! ¡Arroja a Stephen! ¡Arroja!
Pero el puente se plegó en el centro como un plato de papel, y formó una terrible pila de cuerpos que forcejeaban. Una mujer, vestida con un rutilante vestido plateado, cayó por encima de la balaustrada y se precipitó al vestíbulo, metros y metros más abajo, donde aterrizó con un ruido sordo y estremecedor. Richard y Stephen eran apretados contra la balaustrada que se hundía, en la parte frontal del puente. La muchedumbre los aplastaba. Los pequeños brazos de Stephen estrechaban con más fuerza el cuello de su padre, y el niño llamaba a gritos a Lily.
—¡Arrójalo! —gritó Lily, mientras intentaba ubicarse debajo de la baranda del puente. Sólo la detenía Artemas, quien la sujetaba del vestido.
—¡Julia! —volvió a llamar él; en su voz resonaban la autoridad y la frustración.
El puente se desplomó. Arrastró consigo las galerías del piso superior y las hizo caer hacia adentro, sobre sí, a la vez que tragaba a la gente que estaba atrapada en su superficie.
Artemas tiró a Lily con fuerza hacia atrás, mientras unos grandes trozos de mármol caían frente a ambos. Lily cayó con él al suelo, aferrada a su camisa. Juntos se dieron la vuelta y volvieron a mirar hacia el puente.
Artemas vio que su hermana intentaba cubrirse la cabeza, envuelta en fragmentos punzantes de hormigón, mármol y acero. Oyó el grito de horror de Lily, que le heló la sangre, y sintió que las manos de ella golpeaban compulsivamente su pecho, mientras Richard y Stephen desaparecían en el mismo infierno.
El estrépito de las perforadoras. El rugido del motor de una grúa. Gritos. Sirenas. Polvo. Sangre. Los enfermeros corrían de los muertos a los heridos. En una esquina del vestíbulo había una docena de cadáveres, cubiertos con sábanas. Entre ellos se encontraba el de Frank Stockman.
El cuerpo de Julia yacía en brazos de una de sus hermanas.
Artemas estaba de pie junto a ellas, sin esperanzas, sucio, con los dedos despellejados y ensangrentados de tanto cavar en los escombros punzantes. Julia era un extraño y penoso vestigio de sí misma. En la comisura de sus labios había un hilo de sangre seco. Su torso estaba deforme, como el de una muñeca aplastada por un pie descuidado.
Su hermanita. La pérdida era tan impactante que no tenía palabras ni lágrimas. Sólo un sentimiento letal de furia y determinación. Se quebraría después de haber examinado el horror y hallado la causa. Los rostros de Cassandra y Michael reflejaban su desolación. Elizabeth estaba sentada junto a la cabeza de Julia; sollozaba y acariciaba suavemente con ambas manos el cabello rubio de su hermana.
Artemas se movió con la pesadez del plomo. Había dado tantas órdenes, dirigido a tanta gente aterrada, intentando organizar el caos… Debía regresar con Lily, quien aún buscaba entre las ruinas.
Lily. Julia. James. El resto de su familia. Todos los demás que necesitaban su atención, que habían asistido porque él los había invitado. Se sentía desgarrado. Solo lograba ir de una escena a otra, como si de algún modo pudiese dedicar a todos su tiempo y condolencia por igual. Caminó un par de metros, hacia donde se hallaba James, tendido en una camilla. Alise estaba acurrucada junto a él, con una mano sobre la frente de James; tenía la mirada llena de terror, fija en los ojos atontados y en la máscara de oxígeno que cubría la boca de su esposo. Los enfermeros lo arroparon con mantas y sujetaron con fuerza su cuerpo a la camilla. La pierna derecha de James estaba desnuda hasta el muslo. La parte inferior del pantalón había desaparecido. De la masa informe manaba sangre. James había salvado a Alise con un empujón, antes de que el puente se desplomara sobre ellos. El ver a su altivo y vigoroso hermano menor mutilado e indefenso llenó de amargura la garganta de Artemas. Miró a James a los ojos. James levantó una mano y, tanteando, hizo a un lado la máscara de oxígeno. Sus labios se movieron débilmente.
—¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quién nos hizo… esto?
Artemas rozó la mejilla de James, en la que dejó una mancha de sangre.
—Lo averiguaré. Y los destruiré.
—Haz que paguen… por siempre… —La voz de James se apagó. Un enfermero volvió a colocarle la máscara.
Artemas se encontró una vez más junto a sus otros hermanos, aturdido, sin saber bien cómo había regresado. Sus músculos estaban laxos. Las palabras le llegaban como pensamientos inducidos por un sueño.
—Debo quedarme aquí —dijo—. Uno de vosotros debería ir al hospital con Alise y James.
No sabía si lo oían. Se apartó, se quitó el chaleco, manchado de sangre y polvo, y lo arrojó al suelo. Continuó avanzando, a la vez que se limpiaba distraídamente las yemas de los dedos, ensangrentadas, en las mangas de la camisa. Un policía se le acercó y le hizo una pregunta acerca de las salidas del edificio. La mirada de Artemas se detuvo en Oliver Grant. El contratista estaba sentado, fláccido, en una silla cercana a una pared, con la cabeza entre ambas manos.
Artemas fue a grandes zancadas hacia él, lo levantó tomándolo por las solapas del esmoquin y lo lanzó contra el muro.
—¿Por qué ha sucedido esto? Quiero respuestas.
Grant lloraba. Miró a Artemas sin verlo, al tiempo que sacudía la cabeza. El policía se interpuso entre Artemas y el contratista.
—Está en estado de shock, señor Colebrook.
Artemas sacudió a Grant y luego lo soltó. Grant se deslizó por la pared y se sentó débilmente en el suelo. Artemas se inclinó, llevó con fuerza la barbilla de Grant hacia arriba y lo miró a los ojos. La expresión de Grant se volvió lúcida por el horror. Miró con temor el gesto letal de Artemas, quien le dijo:
—Ayude a este oficial. Tiene preguntas que hacer acerca del edificio. Ayúdelo, o le juro por Dios que lo lamentará.
Grant por fin asintió.
Artemas se alejó. ¿Puede Grant decirte por qué sucedió esto? ¿Quién es responsable? ¿Es él? O, Dios mío, ¿son Stockman y… Porter, el esposo de Lily?
Tendría que enfrentarse más tarde a la terrible idea. Artemas rodeó la montaña de acero y hormigón del vestíbulo, mientras esquivaba gente que lloraba, policías y enfermeros, así como obreros que guiaban el gancho de la grúa hacia otra gran piedra inclinada.
Se sobresaltó al ver a Lily y a varios hombres en medio de la ladera de la montaña de escombros, apartando frenéticamente las planchas más pequeñas de hormigón. Descalza, con las medias hechas jirones, Lily se mantenía en precario equilibrio sobre la despareja superficie, con los pies separados. Había abierto la parte delantera de su vestido hasta las rodillas, para tener más libertad de movimientos. La falda, destrozada y desflecada, se arrastraba por las ruinas. Sobre el cuello y los ojos de Lily caían largos mechones de cabello.
En sus manos y brazos se veían regueros de sudor y polvo. Arañaba los escombros como lo había hecho Artemas, sin preocuparse por el efecto sobre sus dedos desnudos. Se abrió paso entre los hombres y puso las manos bajo una plancha llena de punzantes cables de acero retorcidos.
Artemas trepó a la montaña de ruinas y llegó, empujando a los otros, al lado de Lily.
—Hay un hueco aquí debajo —le informó alguien—. Pudimos verlo.
La plancha se movió. Con un empujón más, la quitaron. Lily se abalanzó, en cuclillas, hacia el borde del espacio oscuro. Su rostro estaba rígido por el temor y la determinación.
—Están aquí, están aquí —repitió, acostada sobre el vientre y estirada hacia el interior de la abertura.
—Traigan una linterna —ordenó Artemas.
Se colocó junto a Lily y la tomó de los hombros.
—No mires. —Lily siguió asida al borde del hueco y se negó a que Artemas la alejara.
—Están vivos. —Su voz era áspera—. Suéltame.
—Lily, debes apartarte. —Pasó un brazo debajo de ella y tironeó con suavidad. El brazo de Lily aún continuaba tendido hacia el pozo.
Alguien se arrodilló en el borde y dirigió el haz de luz de la linterna hacia abajo.
Richard todavía sostenía a Stephen en brazos, y no estaban vivos. Bastó una mirada para que Artemas lo supiera.
Y para que lo supiera Lily. Su mano cayó sin fuerzas. Artemas la soltó, y Lily se acercó de nuevo al borde, donde quedó absolutamente inmóvil, mirando hacia abajo. Luego dobló el brazo y apoyó en él su rostro, con los ojos cerrados. Su cuerpo se agitó con sollozos mudos.
Artemas inclinó su cabeza hacia la de Lily y lloró con ella. El amor que Artemas había alimentado la esperanza de recuperar, desde hacía tanto tiempo, estaba condenado.