28

ERA el día de Acción de Gracias. La mesa desbordaba de manjares, cristalería, plata y la más fina porcelana Colebrook. Artemas, sentado a la cabecera de la mesa, observaba, orgulloso, el ambiente y a su familia. Era maravilloso ver a Elizabeth con Leo, a Cass con John Lee. James y Alise estaban rígidos, siempre con la tensión a flor de piel, pero juntos. Al mirar a Michael, Artemas pensó que su hermano menor parecía más animado que lo habitual. Hasta Tamberlaine, quien a menudo se unía a ellos para las fiestas, mostraba una expresión apacible.

Pero siempre faltaría una persona, la que él más necesitaba, la que jamás aceptarían.

—Brindo por nuestro primer día de Acción de Gracias en Sauce Azul —anunció Artemas, mientras alzaba una copa de champán e intentaba dar a las palabras más serenidad que la que él sentía.

—Tengo… tenemos algo que anunciar —dijo de pronto Cassandra, mientras miraba a John Lee. Todos callaron, algo desconcertados. Cass se puso de pie. John Lee se colocó de pie detrás de ella. Cass golpeó la mesa con los nudillos y les soltó—: Estamos casados. Y esperamos un hijo. —Y volvió a sentarse. John Lee se quedó solo para recibir el golpe helado de la sorpresa.

 

Artemas se levantó y preguntó con tanta calma como pudo:

—¿Cuándo ocurrió?

Cass alzó una ceja negra. Estaba inquieta.

—¿La parte del bebé? Hace unos dos meses. ¿La parte de la boda? Un mes después. En Las Vegas.

Elizabeth dejó caer la servilleta sobre la mesa y se llevó ambas manos al pecho, herida y consternada.

—¿Por qué no nos lo dijiste, Cass? ¿Por qué no quisiste que estuviéramos en tu boda?

—Es la misma pregunta que hago yo —terció James, con el rostro triste y encolerizado—. ¿Acaso esta familia se ha degenerado tanto, hasta llegar al secreto absoluto y egoísta?

Alise se incorporó de un salto. Sus manos nerviosas volcaron la copa de champán.

—¡No te atrevas! —dijo a James con voz tensa—. No te atrevas a acusar a tu hermana de tus propios defectos.

—¡Siéntate! —le ordenó James, con una mirada de furia y zozobra.

Entonces se puso de pie Michael.

—No hemos oído siquiera la explicación de Cass. James, no es momento para comentarios estúpidos.

Artemas se dio cuenta de que estaba perdiendo el control sobre la lealtad que había dedicado toda su vida a afirmar. Frustrado y alarmado, hizo un gesto seco para indicar que hicieran silencio.

—No toleraré estos abominables altercados. —Volvió la mirada a Cass—. ¿Por qué no quisiste que lo supiéramos hasta este momento?

Cass apoyó las manos sobre la mesa.

—Porque temía que no lo entendierais.

Artemas exhaló con cansancio.

—Lo hubiéramos comprendido. Y nos hubiera gustado estar en tu boda.

—¿Cómo podía esperar que todos estuvierais de acuerdo? Nuestras peleas siempre parecen girar en torno a Lily, y Lily es la responsable de que conociera a John Lee.

—Se las arregla para infiltrarse en la familia y causar desgracias continuamente —afirmó James, con los ojos entrecerrados—. Parece que ha vuelto a atacar.

 

Alise corrió su silla y salió de la habitación. James dio un respingo, se levantó con dificultad y fue detrás de ella. Artemas contempló las ruinas de la cena familiar: los asientos vacíos; a Michael, de pie junto a su silla, que tosía y buscaba su inhalador en el bolsillo de su chaleco; a Elizabeth, que apoyaba la cabeza en el hombro de Leo, mientras él le acariciaba compasivamente el cabello. Tamberlaine también observaba la escena con tristeza, pero traslucía una angustia que insinuaba preocupaciones más profundas.

 

Artemas se incorporó.

—Eres bienvenido en esta familia —le dijo despacio a John Lee—. Si puedes tolerar el desastre en que se ha convertido.

Alise llamó unas horas más tarde a la oficina del señor LaMieux y pidió que le prepararan un automóvil de inmediato. Artemas, recluido en su estudio con el meditabundo Tamberlaine, se enteró de la solicitud de Alise de boca de LaMieux, que estaba alarmado. Artemas corrió escaleras abajo al tiempo que Alise llegaba al vestíbulo de entrada con sus maletas. Parecía que hubiera estado llorando desde la hora de la comida. James iba detrás de ella, cojeando.

Alise se volvió al verlos y se dirigió a Artemas, con la voz quebrada:

 

—Ya no puedo soportar más. James no se detendrá hasta destruirse, y destruirme, y destruir todo lo que amas. Lo abandono. Iré a nuestro apartamento de Londres. No regresaré.

—Alise, ¿podrías sentarte un momento conmigo, sólo conmigo, y hablar de esto? —dijo Artemas.

—Es inútil. —Alise lo miró con dolor frenético—. Lo he intentado. He intentado con toda mi alma creer que cambiaría. Pero no lo ha hecho. No puedo tolerar verlo hundirse más todavía en su autocompasión. —Alise se tambaleó. Tamberlaine y Artemas la sostuvieron. Alise los apartó y dijo a James con amargura—: Tú piensas que estoy perturbada porque Cass está embarazada, y que siento envidia. Pues sí, estoy celosa. Yo también deseo tener un bebé, y tú no consientes. Y estoy dolida porque lo único que fuiste capaz de hacer hoy fue arruinar la noticia. No querías que nadie fuera feliz. Tú culpas de todo a Lily, como si ella controlara nuestras vidas. ¡No es así! ¡Tú eres el que las controla! Pero ya no. Por lo menos, no controlarás mi vida.

—Tal vez seas más feliz en Londres. —La voz de James era baja, helada; era igual que si la hubiera echado. Se dirigió a Artemas—: No me avergüenzo de nada de lo que he hecho.

Artemas tomó a James del pecho de la camisa y clavó los ojos feroces en su hermano.

—Tu esposa te abandona. ¿Vas a dejarla ir?

—No soy como tú. No sé transigir. Y no puedo inventar un perdón a costa de todo aquello en lo que creo.

Alise puso fin a la tensa confrontación al darles la espalda y encaminarse hacia la puerta. El señor Upton, el mayordomo, abrió una de ellas a su pesar y tomó el bolso de Alise.

La mirada atormentada de James siguió cada paso de su esposa. Artemas lo soltó y se hizo a un lado, mientras rogaba que James la siguiera. Al ver que no lo hacía, le dijo:

—Nada que yo pueda decir o hacer te condenaría más que lo que acabas de hacerte a ti mismo.

James se volvió y salió del vestíbulo, con la espalda rígida.

 

Tamberlaine halló a Artemas en la galería, solo, de pie, en la oscuridad. El frío cielo de noviembre era una bóveda estrellada.

 

—Lily tal vez nunca me perdone por lo que voy a decirte —dijo Tamberlaine con voz fatigada—. Pero esta locura continuará en escalada si no corro ese riesgo. James no puede seguir así. Ahora me doy cuenta de que jamás dejará de luchar por sus desvaríos.

—¿A qué te refieres?

Tamberlaine inspiró el aire frío. Después narró a Artemas, con tanta precisión como su memoria se lo permitía, las conversaciones grabadas que Lily había querido no revelar jamás.

 

Las manos de Lily temblaban sobre el volante del camión cuando el guardia la hizo pasar a través de los enormes portones de Sauce Azul. Tomó una curva y entró en el parque amplio, con el sendero en círculo que rodeaba al enorme sauce.

Artemas estaba de pie, junto al viejo árbol donde se habían conocido de manera tan tempestuosa cuando eran niños.

Lily se bajó y cerró de un golpe la puerta del camión. ¿Acaso era esto lo mejor a lo que podían aspirar? ¿Estos encuentros furtivos y misteriosos?

Lily extendió una mano, airada.

—Estaba en plena tarea de abonar un parterre de tulipanes. Tía Maude apareció con el aspecto de un general que marcha hacia el frente y me dijo que debía venir ahora mismo a verte. ¿Quieres explicarme cómo convenciste a tía Maude de que te hiciera de mensajero?

 

Artemas se detuvo frente a ella. Con una ceja arqueada, explicó:

—He planeado hacer una donación a la biblioteca. Supongo que eso ablandó su corazoncito de alcaldesa.

—Qué oportuno.

—Por favor —agregó Artemas—. Ven conmigo y escucha. —Se puso frente a Lily y la tomó por los hombros—. Ya no puedes protegerme ni proteger a mi familia. Dios, cómo te amo por lo que has tratado de hacer. Pero es hora de hacer frente a la verdad, Lily.

—¿Qué…?

—Sé lo de Julia. Sé lo que intentaste hacer, por mí.

Lily dejó escapar un grito penetrante, derrotada.

—¡No! ¿Por qué? Pensé que Tamberlaine comprendía que…

—Julia no era inocente. Tenías razón. ¿Pensaste que yo no podría aceptarlo? ¿Qué te odiaría por forzarme a enfrentarme a la verdad?

—¿Qué bien puede hacerte el saberlo? No me da ninguna satisfacción. Rogué que Richard fuera inocente. No lo era. Herirte a ti y a tu familia no cambiará ese hecho.

—Estabas dispuesta a vivir con lo que habías averiguado acerca de Julia, a dejar que mis hermanos continuaran rechazándote por pensar que la acusabas injustamente…, a permitir que yo siguiera creyendo que estabas equivocada al defender a Richard.

—He aceptado lo que hizo Richard. Cometió un terrible error. Comprendo el porqué, y aunque no pueda perdonarlo por ello, puedo vivir con lo que sé. Pero no puedo pedirte que lo perdones.

Era doloroso ver cómo Artemas luchaba por mantener la serenidad. Por fin, con voz baja y llena de dolor, dijo:

—Del mismo modo que yo no te pediré que perdones a Julia. Pero ¿acaso esto debe hacer imposible que nos amemos?

 

Sus palabras inflamaron a Lily como un fuego purificador. Alzó la cabeza y lo miró desesperada a los ojos. Lo que vio la destruyó. Lily debía romper las barreras, quemar el pasado, para que ninguna otra tragedia se interpusiera entre ambos.

 

—Te he amado toda mi vida —le respondió, con la voz quebrada—. Y a pesar de cualquier cosa que pudiera ocurrir de ahora en adelante, te amaré hasta morir.

Artemas la besó. Lily dejó escapar un suspiro de felicidad y alivio. Las manos de Artemas le acariciaron el cabello y los lados del rostro. El amor que transmitían sus labios hipnotizaba a Lily.

En el encuentro de los cuerpos había dolor y placer. Artemas la alzó contra su pecho y Lily le acarició la nuca con fervor. Lily lanzó un suspiro anhelante.

—Estaremos juntos —afirmó Artemas, con voz desesperada—. No en secreto, ni a escondidas, ni con remordimientos. Juntos, como deberíamos haber estado desde hace años.

Lily le sonrió, tranquila pero desgarrada, temblando por dentro. Comenzaban desde un lugar nuevo, conducidos por los dones instintivos de la infancia y todo lo que representaba este viejo sauce.

Por Dios, pensó María desesperada, mientras cerraba la puerta que conducía a su taller, en el laberinto de áreas de servicio que había bajo la planta principal de la mansión.

Lamentaba lo que había visto esa mañana en el patio de las palmeras, mientras quitaba una canasta de flores de la mesa de desayuno que había preparado cerca de la fuente.

Se había sobresaltado al oír risas, que provenían de algún lugar de la vasta habitación bañada por el sol, llena de arbustos y plantas, como si algún espíritu alegre hubiera anidado allí. Se había alarmado al ver al señor Colebrook y a la señora Porter, que habían emergido súbitamente de uno de los estrechos senderos, abrazados, sin saber que María los observaba. El señor Colebrook había quitado hojas del cabello de la señora Porter, y ella había subido el cierre de sus pantalones, mientras le sonreía; y había dejado que sus manos hicieran algo más que arreglarle la ropa.

 

María había deseado huir sin que ellos se dieran cuenta, pero ambos caminaban demasiado rápido y la habían sorprendido.

—Lo lamento —se había disculpado María—. No quise interrumpir…

—No, está bien —le había asegurado el señor Colebrook, aunque ceñudo. La señora Porter parecía tan sobresaltada como María, pero el señor Colebrook se había vuelto hacia ella y le había tomado las manos.

María había salido deprisa del patio de las palmeras.

 

Ahora, después de correr el cerrojo de su taller, María revolvía entre los floreros. Apartó un revoltijo de accesorios para floristería y por fin encontró el teléfono.

No quería tomar parte en este horrible espionaje al señor Colebrook, que había sido tan amable con ella y con su niñita. Pero el otro, el demonio, James, se había enterado de lo de sus primos, que vivían con ella y su esposo en su casa de Victoria. James sabía que sus primos eran residentes ilegales. Había dicho que si ella lo ayudaba les conseguiría papeles en regla. No había aclarado qué les ocurriría si ella no lo ayudaba, pero se lo imaginaba.

Se persignó y se prometió hablar de eso en su confesión. Pero después lo llamó, al demonio, y le contó lo que había visto.