30
ARTERNAS aguardaba junto a una entrada privada que había bajo sus habitaciones, y abrió las puertas con ímpetu antes de que Lily hubiera bajado del camión. Artemas bajó los escalones de piedra. Le bastó una mirada al rostro fatigado y acongojado de Lily; la rodeó con un brazo y la condujo escaleras arriba. Cuando se hallaron en la antesala de la suite principal, Artemas le acarició el cabello con la yema de los dedos y la besó con ternura.
—Descansa unos minutos. Te traeré algo para beber.
—No, solo quisiera sentarme un instante.
Tomados de la mano, entraron en una biblioteca, y Lily se sentó en un sofá frente al hogar, mientras se frotaba los brazos a través de las mangas largas del vestido. Artemas se sentó a su lado y asió sus manos frías.
—Ojalá pudiera hacerte sentir más cómoda…, ojalá esto pudiera ser más fácil.
Lily apoyó la frente contra la de Artemas.
—Acabo de perder toda inspiración.
La voz vencida de Lily hizo que Artemas la tomara del mentón y la estudiara con ojos perspicaces.
—Has tenido problemas con el señor Estes.
Lily asintió. Le contó lo que había sucedido. Artemas se apoyó en el respaldo del sofá, se llevó una mano a la frente y escuchó, al tiempo que sus ojos se ensombrecían. Cuando Lily hubo terminado, Artemas le dijo:
—No me pidas que no luche contra esto. Hablaré con él. Le ofreceré dinero. Cualquier cosa que desee para sí o para Joe…
—Es mi lucha, es mi hogar, es mi decisión —afirmó Lily, mientras sacudía la cabeza. Pasó una mano por el cabello de Artemas para suavizar sus palabras—. Quédate al margen.
—Esta vez no. No volverás a perderlo todo por mi culpa.
Lily lo asió por los hombros. Clavó la mirada en él y le dijo:
—Es solo un maldito trozo de tierra. Es sólo tierra, árboles e historias sentimentales. —Se le quebró la voz—. Y ya no quiero saber nada de todo eso. ¡Nada! Jamás será más importante para mí que tú.
Artemas se puso de pie de inmediato y la hizo levantarse. Puso la mano en el interior de su chaleco y sacó del bolsillo un anillo de diamantes y zafiros.
—Era el anillo de compromiso de mi abuela.
Cuando Lily dejó escapar un gemido, Artemas le apoyó los dedos sobre los labios, como una caricia que pedía silencio.
—No digas que es demasiado pronto… Es el camino que hemos recorrido desde el primer día en que me miraste con esos ojos azules. —Artemas observó intensamente las reacciones de Lily, midió cada matiz; por fin, seguro, tomó la mano izquierda de Lily y colocó el anillo—. Bienvenida a casa.
James y los demás aguardaban en una sala que irradiaba bienestar y el encanto de los tiempos de antes. Artemas entró en la habitación con Lily a su lado. James observó el modo en que se movían: estaban cerca sin tocarse; los movimientos eran sincronizados, revelaban intimidad y una fuerza que los envolvía con un lazo invisible. El dolor lo traspasó como un puñal. Él y Alise habían sido así, en otra época.
Lily se dirigió a Elizabeth, estrechó la mano que le tendía, y luego hizo lo mismo con Michael y Tamberlaine.
Tamberlaine le tendió ambas manos.
—Solo ruego que puedas perdonarme que haya revelado tu confidencia, pues lo hice con buenas intenciones. He esperado años para compensarte por haber dañado tu relación con Artemas —afirmó Tamberlaine—. ¿Lo he logrado?
Con un nudo en la garganta, Lily asintió.
—Gracias.
Cass se levantó del sofá, se dirigió a Lily con una mirada curiosa, casi simpática, y dijo:
—Supongo que Artemas le ha explicado lo que ocurrió entre el doctor Sikes y yo… Quiero agradecerle…
—Me hace feliz haber servido de algo.
El brillo de los ojos de Cass revelaba su beneplácito. Por primera vez en su vida no había nada que la lastimara.
Lily se volvió hacia James, sostuvo su mirada inquisidora sin la menor calidez. Lily se le acercó. Tenía la garganta seca.
—Quiero que sepa algo —le dijo Lily—. Antes de que se diga ninguna otra cosa. —Hizo una pausa, se estremeció, y continuó—: Mi esposo era una buena persona, con buenas intenciones, pero podría haber evitado lo que ocurrió en el Edificio Colebrook, y no lo hizo. Jamás le pediré que lo perdone.
—Lily, no —dijo Artemas, mientras se acercaba a ella. La tomó por un brazo y la miró, perturbado—. No lo hagas de esta manera.
James sintió que le habían clavado un puño en el estómago.
—¿A qué viene la confesión? —preguntó. A pesar de todo lo que Tamberlaine les había dicho acerca de Lily y Artemas, James había ido demasiado lejos como para batirse en retirada.
Artemas se interpuso entre ambos.
—Has estado caminando en la cornisa en lo que respecta a mí desde hace mucho tiempo —le dijo a James, con voz baja, controlada—. Te lo he consentido a causa de tu pierna. No es por lástima —agregó, pues James se había puesto tenso—. He sido indulgente con tu rencor y he intentado comprenderlo.
—No me hables con ese aire condescendiente —respondió James, con los dientes apretados—. Es despreciable.
—Entonces deja de actuar como si tu herida disculpara cada una de las palabras crueles que nos dices.
James quedó inmóvil como una estatua, inflexible. Su mirada pétrea se clavó en los ojos resignados de Lily. Sentía hasta los huesos que lo que decía Artemas era cierto, y el saberlo le quemaba. Artemas le volvió la espalda abruptamente y condujo a Lily hasta un sillón.
—Comienza, por favor —le indicó Artemas a Tamberlaine.
Tamberlaine se dirigió aun escritorio que había junto a las ventanas y abrió la cerradura del cajón central. Los hermanos cambiaron miradas azoradas al ver que Tamberlaine tomaba un contestador pequeño y delgado y lo conectaba a un enchufe que había en la pared.
Lily se aferró a los brazos del sillón. Tenía los nervios destrozados. Artemas se situó junto a ella y le apoyó una mano en el hombro.
Tamberlaine se colocó frente a James y a los otros. Luego, con una cadencia cautelosa en su voz de magistrado, les explicó cómo Lily había acudido a él con la cinta y qué voces aparecían en ella.
—¿Qué tipo de conversaciones? —quiso saber Elizabeth. Su expresión desconcertada era un espejo de las de Michael y Cassandra. Los ojos de James se habían tornado todavía más helados y alertas.
Michael tenía la mirada fija en el contestador.
—¿En esa cinta se oye la voz de Julia? ¿Por qué?
—Son conversaciones acerca de posibles riesgos relacionados con el puente —respondió Artemas.
Lily tuvo que forzarse a mirar a los demás, mientras se daban cuenta de lo que eso significaba. Horror. Rechazo. Dolor. Era como si Julia estuviera muriendo ante sus ojos, otra vez. James hizo un movimiento rígido hacia delante. Después se detuvo.
—¿Quieres decir… quieres decir que Julia sabía que tal vez no fuera seguro?
La mano de Artemas se aferró con más fuerza al hombro de Lily.
—Sí. Lo sabía. E insistió en seguir adelante con la inauguración del edificio.
Elizabeth soltó un grito. Cass se tambaleó y se sentó, desfallecida, en el sofá. Michael miraba con fijeza a Artemas, como en una súplica muda. James dirigió su agresividad hacia Lily.
—¿Piensa que vamos a creer esto? ¿Nos lanza una maquinación cualquiera acerca de Julia y espera que la aceptemos sin cuestionamientos?
—La verdad tiene significados mucho más profundos que la culpa o el descargo. No les pido que juzguen a su hermana.
—Lily no deseaba que ninguno de ustedes, ni yo, supiéramos de la existencia de esta cinta —afirmó Artemas.
Tamberlaine carraspeó.
—Es verdad. Yo insté a Lily a entregarle la cinta a Artemas, y ella se negó. Fui yo quien le reveló a él su existencia.
Cass se inclinó hacia delante, con las manos extendidas hacia Lily.
—¿Por qué no quería que la escucháramos?
—Cuando la oigan, espero que comprendan —repuso Lily—. Julia era una mujer complicada, y estaba demasiado comprometida emocionalmente como para ser objetiva. No vio el peligro. Despreciaba a Frank, pero deseaba creer en él. Frank la convenció de ignorar las advertencias de Richard.
La confusión se evaporó del rostro ceniciento de Elizabeth. El secreto tormento que Julia y ella habían soportado cuando eran niñas estaba presente en la mirada que intercambió con Lily. Elizabeth sabía por qué Lily protegía a Julia.
James soltó una exclamación de incredulidad.
—Usted parece haber desarrollado una intuición sumamente misteriosa con respecto a nuestra hermana.
—¡Cállate! —ordenó Elizabeth, con voz tensa. Se sentó en el borde del sillón, trémula, con los ojos inundados de lágrimas—. Pongan la cinta. Debo escuchar lo que dijo Julia.
—Adelante.
La cinta giró. Lily cerró los ojos. Las respuestas a casi dos años de dudas y recriminaciones terribles comenzaron a desplegarse. Se oyó la voz colérica y decidida de Frank: «Bastardo estúpido, ¿por qué le dijiste a Julia lo del puente?».
Media hora más tarde, cuando el silencio reemplazó a las voces espectrales, Tamberlaine apagó el contestador y se sentó, al tiempo que masajeaba los profundos surcos que la tensión había marcado en su frente.
Como nadie parecía capaz de hablar, Cass hundió la cabeza entre las manos y preguntó, con voz hueca:
—¿Y ahora qué?
Artemas los contempló con tristeza.
—Ahora hablemos. Lloremos. Perdonemos.
Michael se reclinó en su sillón y exhaló.
—Me alegra que lo sepamos.
—¿Qué es lo que sabemos? —replicó James. Miró a Lily—. Sabemos que su esposo y los demás la convencieron de que el puente era seguro.
Artemas entrecerró los ojos.
—Sabemos que Julia ignoró las advertencias de Richard y lo presionó para que aceptara la opinión de Stockman y Grant.
James maldijo.
—¿Acaso puedes condenarla por aceptar las recomendaciones sobre asuntos técnicos que ningún lego podría evaluar?
—No la condeno. Cometió un error. Un error que resultó ser desastroso. Creo que Julia actuaba movida por un orgullo desmedido. No le importaba nada más que ver el edificio inaugurado en la fecha prevista. Ojalá pudiese comprender cómo lo justificaba. Ojalá supiera por qué no acudió a nosotros y no nos explicó que debía haber un aplazamiento. Nadie la hubiera acusado de manejar mal el proyecto.
Elizabeth dejó escapar un gemido.
—Es tan difícil… Una se acostumbra tanto a pensar que es imposible que nadie comprenda los propios sentimientos… acerca de nada. Una tiene tanto miedo de admitir cualquier duda. La imagen de una misma es tan frágil y confusa. Una piensa: Debo evitar que todos sepan que soy tan mala. No queda espacio para pedir ayuda.
La miraron con ojos inquietos.
—Tranquila, Lizbeth —dijo James con cautela—. ¿Qué es lo que intentas decir?
—No estoy volviéndome loca —respondió Elizabeth con convicción, apesadumbrada—. Lo que intento deciros… Oh, Dios, intento… —Volvió la mirada hacia Lily—. Creo que sé por qué Julia no podía confiar en nadie en medio de una crisis. Lily, tú sabes a qué me refiero. Debe ser por eso que no la odias. Lo comprendiste.
—Lizbeth, ¿de qué hablas? —preguntó Cass con voz quebrada.
Elizabeth se puso de pie. Lily se sentía ahogada por el terror. No podía respirar.
Las defensas de Elizabeth se derrumbaron y habló con voz áspera. Algunas de las palabras tenían un poder enfermo que anulaba al resto. «Papá.» «Por las noches.» «A Julia y a mí.» «Mamá permitía que ocurriera.» Aunque Lily ya sabía lo sucedido, cada palabra la traspasaba. ¿Cuánto peor sería para Artemas, que lo oía por primera vez? Lily observó su rostro y lo tomó con ternura de las manos.
Cuando Elizabeth hubo terminado, el peso de la conmoción descendió como un manto. La mirada desolada de Artemas se cruzó con la de Lily. Estaba perdido, necesitaba alguna prueba de cordura en el mundo, alguna guía.
—Ve y abrázala —le dijo Lily—. No necesitas decir nada ahora mismo. Solo ve y abraza a tu hermana.
Elizabeth se cubrió el rostro y lloró cuando Artemas llegó a su lado.
—¿Me creéis? —preguntó.
—Por Dios, claro que te creemos, Lizbeth.
—Oh, Liz —susurró Cass y se acercó a ella.
Michael, abrumado, caminó pesadamente hasta su hermana melliza y lloró junto a ella.
James estaba aturdido, perdido en su propio shock y en su zozobra. Artemas lo observó con tristeza por encima de las cabezas de los otros. Se apartó de Elizabeth y miró a Lily.
—Después de que Elizabeth te confió lo que le había ocurrido, ¿te pidió que no me lo dijeras?
Lily cerró los ojos un instante y asintió. —Lo siento.
—Está bien. Lo comprendo.
—Me hubiera muerto de vergüenza —gimió Elizabeth—. Pero Lily me convenció de decírselo a Leo, por lo menos. Leo ha sido maravilloso. Ahora sabe por qué yo estaba tan paranoica con respecto a nuestra relación. Él me ha ayudado a sentirme íntegra otra vez. Me convenció de volver a iniciar una terapia. Por eso es que tuve coraje para decíroslo a vosotros.
Artemas dijo despacio:
—¿Cómo pudimos no sospechar nada? Y con respecto a Julia… —Hizo una pausa; su control se desvanecía.
Elizabeth lo asió de un brazo.
—Estoy segura de que Julia tampoco quería que lo supierais. ¿Cómo podríais haberos dado cuenta vosotros, si pasaron años antes de que yo me percatara de que papá estaba abusando también de ella?
James dejó escapar un sonido torturado… Su rostro transmitía angustia y desolación. Se apoyó ciegamente contra el respaldo de un sillón. Luego miró a Artemas.
—Yo sabía lo que le estaba sucediendo a Julia.
—Oh, Dios mío —gimió Elizabeth.
—Y no hice nada.
Los demás enmudecieron.
—¿Sabías lo que papá le estaba haciendo, y nunca dijiste nada? —preguntó Artemas.
James parecía vencido.
—Os contaré cómo se reacciona cuando se entra en una habitación y se encuentra a la hermanita menor sobre una cama, casi desnuda, sollozando, y al propio padre, que le está haciendo algo que a uno le resulta instintivamente repulsivo. Se finge que no ha sucedido.
—¿Qué edad tenías cuando lo viste?
—Unos catorce años.
—Entonces Julia tenía solo seis.
James se apoyó contra el sillón, como si fuera a derrumbarse si no se sostenía.
—Cuando se es algo mayor, uno se da cuenta de que ha visto cómo su hermana ha sido violada y de que uno tenía demasiado miedo de su padre para decírselo a nadie. Uno sabe que todavía siente demasiado miedo como para ayudarla. Y uno se odia a sí mismo. Uno se odia tanto que el odio tiñe todo lo demás de su vida, desde ese día en adelante. —La mirada destrozada de James se volvió hacia Lily—. Uno defiende a su hermana de todas las maneras posibles, para compensarla por la traición que ya no puede modificar.
Elizabeth corrió hacia James y lo rodeó con sus brazos.
—No te culpes, Jimmy. Yo no pude ayudar a Julia, ni ayudarme a mí misma. Fingí que podíamos olvidar. Es lo que todos los niños hacen cuando algo es demasiado horrible como para poder soportarlo. He aprendido esa lección.
James alzó la cabeza y miró con remordimiento a Artemas.
—Quería ser como tú. Todos queríamos ser como tú. Tú no hubieras dejado que Julia ni Elizabeth sufrieran a solas.
Artemas levantó una mano y la dejó caer.
—James —dijo Elizabeth con ternura—. Hiciste lo mejor que pudiste. —Fue hacia su hermano, con las manos extendidas y los brazos abiertos.
James dio un paso atrás.
—No pido compasión. —Su voz era entrecortada—. Liz, lamento lo que tuviste que soportar… Pero no quiero compasión. —Volvió la mirada hacia cada uno de los otros, y por fin miró a Artemas y a Lily—. De nadie. —Salió de la habitación.
Había dejado de nevar y el cielo comenzaba a despejarse. El atardecer formaba una leve neblina de color púrpura tras las nubes bajas que se veían sobre las montañas.
Lily estaba sentada sobre un balde volcado, junto al corral de Harlette. La cerda gruñía alegremente y pasaba su hocico rosado por el alambre, reclamando más galletas de canela. Lily se envolvió mejor con una de las viejas mantas que había hecho su madre. Después de las revelaciones del día, necesitaba toda la tranquilidad que pudieran brindarle las pequeñas cosas de la vida cotidiana.
Artemas atravesó la loma hasta encontrar a Lily. Tenía el rostro demacrado por el agotamiento, y ella se sintió conmovida. Artemas esbozó una sonrisa leve.
—¿Por qué no me dijiste que venías aquí? Pensé que irías a mi suite. Después LaMieux me transmitió el mensaje de que habías decidido partir.
—Debía alimentar a mis bichos. Además sabía que necesitabas quedarte con tu familia.
—También necesito estar contigo. Lily lo rodeó con la manta y apoyó la cabeza sobre su hombro. Artemas la atrajo contra sí.
—¿James ha dicho algo más? —preguntó ella.
—No. Se mantiene alejado. Como siempre.
—¿Y el resto?
—Creo que todavía se encuentran en estado de shock. —La voz de Artemas era ronca, cansada.
Lily se estiró y acarició el cuerpo de Artemas con el suyo. Sin decir nada, bajaron la loma.
La cama de Lily era su refugio, un lugar cálido y seguro donde el acto sexual traía consigo bienestar y liberación. Se tomaron el uno al otro, una y otra vez, perdidos en una obsesión salvaje, llena de todos los matices de la lujuria y el afecto; en los tranquilos intervalos hablaron de nada y de todo, seguros en la confianza que compartían.
Después, Lily quedó quieta y adormecida en brazos de Artemas, pero cuando se durmió sintió que un espectro siniestro los merodeaba.
Joe estaba de pie en el bosque, frustrado, con frío, y observaba la casa.
Se alejó, con una sonrisa desdeñosa. Había cazado en esos bosques durante años, había cultivado droga en los valles… Llegar a la granja sin que lo vieran era fácil. Si Artemas Colebrook no lo hubiera delatado, todavía estaría allí haciendo dinero.
Al día siguiente regresaría, cuando no hubiera nadie, y dejaría un pequeño mensaje. Lily sospecharía que era de parte de él, pero no podría probarlo. Sin embargo, su padre sabría quién lo había hecho. El viejo comprendería que Joe hablaba en serio. Eso era lo que importaba, porque Joe no iba a permitirle que se echara atrás en el acuerdo que había hecho con Artemas Colebrook. Colebrook debía pagar. De un modo u otro, ese bastardo debía pagar.
James se hallaba sentado frente a un escritorio en la biblioteca de la planta baja, rodeado por sombras. Sus manos, fuertes y seguras, descansaban sobre el teléfono que tenía enfrente.
Llamó a Beitner. El abogado recibía una paga demasiado buena como para que le fastidiara que su cliente más poderoso lo llamara a su casa.
—Quiero que se reúna con Hopewell Estes y con su hijo, lo antes posible. Dígales que está preparado para firmar el acuerdo y darles todo lo que les ofreció. Es urgente.
Después de un instante de silencio sorprendido, Beitner preguntó:
—¿Y quiere que sea con la misma condición que había puesto antes, que pidan a la señora Porter que se marche de la propiedad de Estes cuando termine su contrato?
—No. Ella se quedará. Para siempre. Con el abierto entendimiento de que podrá volver a comprar la granja si lo desea.
—Permítame asegurarme de que lo comprendo. Ya no desea impedir que la señora Porter se relacione con su hermano. Quiere exactamente lo opuesto.
—Así es. Ocúpese de inmediato.
—De acuerdo.
James colgó el teléfono. Le temblaban las manos. Volvió a levantar el auricular y llamó a Londres.
—Hola. —La voz suave y fría de Alise lo traspasó.
James había ensayado un discurso elocuente y lógico, pero no pudo repetirlo. Apoyó la cabeza contra la palma de una mano, se inclinó sobre el escritorio y le contó todo lo que había ocurrido ese día. Las palabras salían a borbotones.
Le contó acerca de Julia, acerca de su propia cobardía, del demonio que siempre lo había perseguido, poniéndole un obstáculo a cada paso. Le explicó el repugnante plan que había maquinado contra Lily y que ya había dado los pasos necesarios para detenerlo.
Cuando terminó, se sentía aturdido. Lo único que oía era el sonido amortiguado de los sollozos de Alise.
—¡Alise! —Pronunció el nombre de su esposa como una plegaria—. Te amo. Sé que jamás te lo dije lo suficiente. No tienes ningún motivo para pensar que cambiaré, pero… Iré a Londres. Partiré esta noche. Haremos las cosas despacio, y tal vez con el tiempo pueda probarte que…
—¡No! —gritó Alise.
James se sumergía hasta lo más profundo del infierno. Con su último aliento suplicó:
—Alise, no…
—Regresaré a casa.
James se apoyó contra el respaldo de su sillón, cerró los ojos para contener las lágrimas y después las dejó caer libremente. La paz más profunda llegaba después de una pesadilla.