13

LILY estaba de pie junto a Artemas en el estacionamiento, frente a una hilera de comercios, y miraba con expresión sombría la tienda del señor Estes, un edificio antiguo, grande y elegante. Un antiguo cartel rojo y blanco rezaba:

 

ESTES. ARTÍCULOS PARA. GRANJAS Y FERRETERÍA. FUNDADO EN 1946.

 

Las puertas dobles de madera estaban cerradas. Frente a ellos, en la puerta de malla de alambre, había un cartel grande escrito a mano: CERRADO POR ENFERMEDAD.

Lily se sentía desilusionada. Artemas la había preparado mentalmente para la victoria, no para esto. Artemas contempló el cartel con el entrecejo fruncido y maldijo en voz baja, pero apretó el brazo de Lily para reanimarla.

—Volveremos a intentarlo mañana —dijo.

 

Lily vio a Manita que salía de una pequeña tienda vacía, en la misma calle. Tenía el cabello recogido en una trenza. Un broche ajustaba la chaqueta de terciopelo rojo en la cintura, y llevaba una larga falda estampada. Golpeteó con impaciencia un pie calzado con sandalias, mientras se detenía a hablar con su acompañante. El rollizo señor Lebetter, propietario del grupo de edificios, según recordaba Lily, le tendió la mano.

 

—Está haciendo una especie de trato —afirmó Lily.

—¿Cómo lo sabes?

—Así se viste para los asuntos serios.

—Dios mío.

—Vamos. Tal vez sepa qué le ocurre al señor Estes.

Cuando se acercaron, Manita miró primero a Lily y luego a Artemas, y despidió distraídamente al señor Lebetter, quien se alejó en un Cadillac amarillo.

—Alquilaré esta tienda —anunció—. Y me iré a vivir con Maude y Mana.

Lily le explicó a Artemas:

—Mana fue a vivir con tía Maude el invierno pasado. Tío Wesley murió, y Maude se sentía sola.

Manita echó atrás la cabeza y observó a Artemas.

—Buenos días —dijo Artemas, cortés.

—Que la Fuerza esté contigo —le espetó Manita.

Lily intervino deprisa.

—¿Qué harás con esta tienda?

—Venderé libros y cosas así. De la Nueva Era. Esta ciudad necesita una alternativa a la realidad. Ahora hay muchos turistas. Comprarán. —Manita agitó las manos, como si el tema no viniera a cuento—. ¿Han venido a la ciudad a ver al señor Estes?

—Sí. Pero la tienda está cerrada. ¿Sabes qué es lo que sucede?

Manita pareció abatida.

—Fue a llevar a su esposa al médico. Tenía dolores en el pecho. Estes es un viejo luchador… Me da pena. Su esposa es frágil. Su hijo es despreciable. —Puso una mano con dulzura sobre el brazo de Lily, y agregó— Maude habló con él esta mañana, cariño. Dijo que no venderá.

Lily no estaba preparada para este súbito derrumbe de sus esperanzas. Artemas le rodeó los hombros con un brazo y le habló con voz profunda al oído:

 

—Volveremos a hablar con él. No te atrevas a abandonar la lucha.

Lily alzó el mentón y lo miró con gratitud. No iba a abandonar la lucha. Tampoco la lucha por Artemas.

 

La mansión de Sauce Azul se hundía en un océano verde de pinos voraces y jóvenes árboles de madera dura, encerrados por una maraña de enredaderas espinosas. Las paredes estaban cubiertas de hiedra. El techo a dos aguas, de pizarra azul, se elevaba contra un cielo azul oscuro. Gótica y victoriana, la casa tenía la dignidad de una catedral.

Todas las ventanas y puertas inferiores estaban cubiertas por grandes planchas de estaño, sujetas por cerrojos oxidados hundidos en la piedra. Las ventanas superiores reflejaban la luz plateada del sol de la tarde. Algunos cristales estaban rotos.

Bajo la galería había, una terraza rodeada por una balaustrada de piedra. Las puntas de tres altas fuentes sobresalían por encima de los pinos, que se habían adueñado del terreno en el que el señor MacKenzie había mantenido un césped pulcro y macizos de flores.

Artemas se hallaba de pie junto a Lily, invadido por la desastrosa sensación de que compartía el paisaje con la única persona, además de sí mismo, que lo valoraba.

Tenían las ropas húmedas por el aire fragante y denso. Lily estaba lo bastante cerca como para chocar con él, algo que ambos evitaban avergonzados. De pie, con la cabeza echada atrás, Lily puso las manos en los bolsillos de sus vaqueros. Su actitud transmitía que era lo bastante fuerte como para soportar la compañía de Artemas sin decir nada más acerca del pasado ni del futuro, de las esperanzas ni de los desencantos.

Pero la tensión muda estaba allí, era una fuerza innegable.

 

—La casa siempre me parece acogedora —dijo Lily, mientras su voz se fundía con el suave ruido del lago.

Artemas deseaba decirle que restauraría el lugar algún día; que la recibiría con alegría si iba a visitarlo. Y que volvería a comprarle la granja, aunque llevara años de ataques a la tozudez del señor Estes. Pero en ese momento Lily no le hubiera creído.

Llegaron a los imponentes escalones de piedra que daban a la galería. Tenían varios metros de ancho, y a cada lado había jarrones altos, de piedra. Artemas se detuvo en el primer escalón, y Lily caminó hasta él. Su brazo rozó el de Artemas, húmedo y caliente, una caricia de piel contra piel. Lily pareció no prestar atención al contacto, o estaba decidida a ignorarlo.

Subió las escaleras deprisa y se dio la vuelta. Artemas observó cómo contemplaba los pinos, con la cabeza alta y orgullosa. Por un momento la pena que siempre acechaba en la expresión de Lily fue reemplazada por contento.

Artemas la siguió veloz y se paró junto a ella. Su vivido recuerdo del paisaje no había sido una fantasía infantil; el trasfondo de montañas y del cielo profundo quitaba el aliento. Artemas se sentía en un mundo perdido y extraño.

 

—Te envidio —dijo Artemas con ternura—. Has tenido tantos años para disfrutar esto… Yo solo tuve unos pocos.

—Pero tú tienes el resto de tu vida. Todo esto te pertenece. —El encantamiento temporal se desvaneció; el rostro de Lily se tornó sombrío y algo airado. Artemas le tomó una mano y la condujo hasta el escalón superior.

 

Atravesaron los suelos de mármol de la galería. Los pasos resonaban y dejaban huellas en la gruesa capa de polvo. En el extremo opuesto había unas escaleras de piedra angostas que bajaban hasta lo que había sido el jardín de las rosas, y era ahora una jungla de pinos coronados por glicinas. Se abrieron paso a través de la maleza.

Artemas avistó un mundo en sombras, de ruinas altivas, y su corazón se estremeció cuando un rayo de sol iluminó la fuente central. Apartaron el panel de madera. La sección de cristal que faltaba dejaba una entrada lo bastante grande como para que pudieran pasar sin agacharse.

—Está casi como lo recuerdo —dijo Lily, bañada en una tenue luz verdosa. Contempló los restos de troncos de palmeras desparramados por el suelo, la fuente con su estatua manchada por años de agua de lluvia, y los recipientes de cerámica enormes y rajados que se inclinaban caprichosamente hacia el suelo. Lily se sentó en cuclillas y apartó la tierra de los azulejos, decorados con los delicados sauces azules.

Artemas se arrodilló junto a ella y pasó los dedos por los azulejos. Uno de ellos se movió ante la presión; Artemas lo cogió.

—¿Quieres conservar esto?

Lily lo miró con ojos tiernos, tan azules como el color del azulejo. En ese segundo la invisible distancia que los separaba se desvaneció; estaban unidos como no lo habían estado nunca.

—No, este es su lugar —respondió Lily con suavidad.

«También es el tuyo», deseaba decir Artemas. Pero Lily tomó el azulejo de su mano y volvió a colocarlo con cuidado en su sitio.

 

—¿Recuerdas la historia que contó mi madre acerca de los sauces? ¿Acerca de cómo comenzó todo?

—Por supuesto.

—Siempre he deseado creer que el viejo Artemas se inspiró para crear el motivo Sauce Azul en mi tátaratatarabuela y en sus sauces. Pero tal vez solo buscaba una oportunidad para un negocio. Tal vez no era nada sentimental.

—No —afirmó Artemas, vehemente—. Se casaron. Ella murió al tener el hijo de los dos. Son hechos históricos. Si él la amaba, debió de haber deseado homenajearla. Mi abuela siempre decía que Porcelanas Colebrook debía sus inicios a la influencia de Elspeth MacKenzie.

—Pero es solo una leyenda.

—Prefiero la versión de tu madre de la historia.

—¿Por qué? Es demasiado cursi para un tipo recio como tú.

Artemas se puso de pie, enojado e inquieto, y le lanzó una mirada airada.

—Tengo mis fantasías. —Se dirigió a grandes pasos hacia la fuente, subió al ancho borde y se volvió despacio, contemplándolo todo; por fin miró de nuevo a Lily. La muchacha se había incorporado y lo observaba con admiración, incertidumbre y melancolía—. Este sitio necesita un cuidador —afirmó Artemas con lentitud—. Alguien que mantenga a raya a los fantasmas… Lily, podría dártelo a ti. Podrías vivir aquí. Sería tuyo. Te lo cedería por medio de una escritura. Con algo de tierra…

—¡No! —Lily corrió hacia él y se detuvo en la base de la fuente, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía las mejillas enrojecidas y sus ojos brillaban por las lágrimas que luchaba por contener—. Me haría sentir como una sirvienta. Mis padres eran sirvientes de los Colebrook, pero yo no lo seré jamás.

—Juro que no lo decía en ese sentido.

—Lo sé. —Se sentó en el borde de la fuente y miró fijamente al vacío, con la espalda rígida por el orgullo. Artemas se sentó junto a ella.

—Lo único que quiero es arreglar tus cosas —le dijo—. Por todo lo que nuestras familias han compartido, por lo que has perdido, por lo que nuestra amistad significa para mí.

Lily lo miró.

—Tal vez ya lo hayas arreglado todo, solo por haber regresado.

Artemas se aclaró la garganta.

—Quiero que estés aquí… Quiero que vivas aquí. Tiene que haber alguna manera.

—Aunque deba irme, volveré algún día, para siempre. A mi lugar. Y tú también. Al tuyo.

 

Siempre separados. Con otra gente en sus vidas. Lily hallaría a alguien, el amor, se casaría. No había nada que Artemas pudiera hacer para modificar eso. Las palabras que deseaba pronunciar estaban encerradas bajo un candado en su interior. Se masajeó las sienes, en un intento por alejar la frustración que latía en ellas. Se imaginó a sí mismo tomando a Lily en brazos. «Quédate aquí por mí. Ocultaré lo nuestro. Vendré a verte siempre que pueda. Nadie debe saberlo.»

Excepto Lily. Lily lo sabría. Él le diría por qué no era libre, y ella podría llegar a comprender, pero también lo despreciaría por ello.

—¿Te encuentras bien? — Preguntó Lily, mientras le tocaba el brazo—. Parece que te sintieras horriblemente mal.

Artemas se levantó y dejó caer las manos a un costado, con los puños apretados.

—Recuperaré tu maldita granja. Lo haré aunque me lleve el resto de mi vida. Jamás me perdonarás si no lo hago.

 

Para cuando emergieron del bosque, en el extremo del camino de los MacKenzie, el sol de la tarde formaba sombras largas. Lily miró con tristeza la huella del jeep, que se perdía en el antiguo bosque. El camino tenía unos tres kilómetros, a lo largo de los cuales pasaba junto a enormes robles, nogales y arces, y siempre había conectado Sauce Azul con la tierra de su familia. Antes de que llegaran los MacKenzie y los Colebrook, había sido parte de una ruta de caza cheroqui.

—Dime en qué piensas —dijo Artemas, y Lily se dio cuenta de que había estado observando su rostro.

—En la historia —respondió, con un nudo en la garganta. Sentía el dolor en carne viva, y no pudo decir más. Se detuvo en medio del camino de grava, mientras prestaba atención a todo de manera frenética, bombardeada por vividos detalles: las diminutas violetas que crecían junto a las zanjas, las cercas de alambre y las pasturas que se abrían hacia el otro lado del camino, el sendero de arcilla roja que serpenteaba entre los pastos y, más lejos, los sauces y huertos que se agrupaban alrededor de la casa.

Moriré sin todo esto. Moriré sin Artemas, pensó. Eran ideas cobardes, y las desechó. Su gente tenía resistencia, coraje y fe… Artemas partiría pronto. Ella misma empacaría sus cosas y se iría en pocos días. Sobreviviría, aprendería, prosperaría. Y conservaría la esperanza de un futuro en que él no fuera a elegir su otra vida antes que esta, antes que a ella.

 

Permanecieron despiertos la mayor parte de la noche, conversando. Hablaron de cosas sencillas, inocentes, que tejían una trama más apacible entre ambos: música, libros, cine, comida. Hablaron de cómo era contemplar una puesta de sol, del aroma del aire después de la lluvia. Artemas tocó el viejo piano vertical desafinado que había en la sala. Lily no sabía que la abuela de Artemas le había enseñado.

Poco antes del amanecer, Lily se quedó dormida sobre el sofá, mientras Artemas tocaba una melodía inquietante y agridulce. Lo último que percibió fue que él la cubría con una manta y le acariciaba suavemente el pelo.

Tal vez la predicción de Manita fuera correcta. Sería solo cuestión de tiempo.