25
AQUEL fin de semana estaba lleno del calor soñoliento de fines del verano y del leve aroma a otoño que se colaba en el aire. La galería de la mansión y el jardín terraza se hallaban repletos de gente. Desde su lugar tranquilo, entre los árboles que había al otro lado del lago, Lily intentaba avistar a Artemas. Los invitados iban y venían sin cesar, entre las mesas cubiertas por manteles, llenas de bebida y comida; Artemas, en cambio, se mantenía cerca de la balaustrada de piedra de la terraza. La banda tocaba música sureña, que llegaba a los oídos de Lily cuando el viento soplaba en la dirección correcta.
Lily se sentía abandonada; tenía el rostro, los brazos y las piernas pegajosos, por el sudor y el repelente de insectos. Le dolía ser una paria, una testigo indeseada del placer de otros, en una casa que había amado y defendido durante toda su infancia.
Se sobresaltó cuando los dos pequeños de Elizabeth aparecieron caminando por la colina hacia el lago, acompañados por una mujer joven, corpulenta y de aspecto eficiente, vestida con falda blanca y una blusa. La mujer, que debía de ser la institutriz, cargaba en brazos al niño de tres años y llevaba al mayor de la mano. De su hombro colgaban una manta de colores y un bolso de tela.
Lily se levantó y observó cómo la institutriz extendía la manta en un lugar a la sombra, tras un grupo de laureles. El lago estaba rodeado por una pequeña playa blanca. La institutriz le quitó al mayor la camisa y las zapatillas. Con su traje de baño de colores vivos, el niño corrió y entró chapoteando en el agua. La institutriz ayudó al menor a desvestirse y lo llevó hasta la orilla. Se quitó las sandalias y se sentó, con el niño entre las piernas, en la parte poco profunda. El niño reía y chapoteaba.
Lily apoyó el mentón en una mano y contempló la escena con los ojos entrecerrados, paralizada por el sufrimiento. Jamás había ansiado tener hijos antes de Stephen, jamás había sido de esas mujeres a quienes les encantaba estar cerca de los niños en general, ni había pensado que necesitara tener un hijo para sentirse completa. Pero al mirar a los niños de Elizabeth, emergió la pena oculta bajo la superficie, y Lily hubiera dado cualquier cosa por acunarlos y fingir que volvía a tener a Stephen a su lado.
Pasaron varios minutos. La institutriz volvió a llevar a los niños hacia la manta y comenzó a secarlos con una toalla. El niño menor se acostó junto a la mujer y bostezó. La institutriz le quitó el traje de baño al mayor y comenzó a tocarle ligeramente el pene con la toalla. Luego puso una mano entre las piernas del niño y lo acarició, mientras sonreía.
Lily irguió la cabeza. Estaba paralizada por el shock y la incredulidad. El niño frunció la frente e intentó apartarse. La institutriz le dio una palmada en la espalda, lo atrajo hacia ella y le dio un largo beso en la boca, mientras sostenía el pequeño trasero desnudo en sus manos y retenía el cuerpo movedizo contra su costado. Por fin lo soltó, tomó un par de pantalones cortos de su bolso y lo ayudó a vestirse.
Lily se frotó los ojos. Hoy estoy extraña. ¿Acaso habré malinterpretado lo que acaba de hacer esa mujer?
Lupa le acarició la mejilla con el hocico húmedo, como si percibiera su aflicción. El contacto la sacó del sentimiento de irrealidad. Se sintió invadida primero por la certeza, después por la furia. No estoy loca. Estoy en lo cierto.
Lily se puso de pie. La institutriz no podía verla a través de los árboles. La mujer tomó al niño menor en brazos, juntó sus cosas y tendió la mano al mayor. Los tres regresaron por el sendero que llevaba a la casa.
Lily maldijo, desesperada. ¿La creería Elizabeth? ¿La creería cualquiera, a excepción de Artemas y tal vez Michael? ¿La acusaría James de entrometerse y de mentir, en un intento por causar problemas donde no los había? Había prometido mantenerse alejada de todos.
Por fin, un pensamiento avasallador la llevó a actuar. Si alguien hubiera tocado a Stephen de esa manera, nada hubiera podido detenerme. Tomó a toda prisa el camino del lago.
Artemas entró en la sala que daba a la galería. No podía ya quedarse junto a la balaustrada, utilizando cualquier excusa para mirar hacia el lago y el bosque que lo separaban de las tierras de Lily. Quería que finalizara ese ensayo de hospitalidad, para poder dejar de fingir que le agradaba. Irónicamente, uno de sus más caros sueños había sido ver la casa de ese modo, llena de música y de risas, admirada por todos. La ausencia de Lily, como siempre, reducía el conjunto a una cáscara.
Avanzó por la sala enorme, con la esperanza de escabullirse por un vestíbulo que había en el otro extremo, donde había una puerta con llave que conducía a su ala privada de la casa. Saldría al balcón de su habitación, y podría mirar en paz al otro lado del lago.
Justo cuando llegaba al otro extremo de la habitación, Michael entró por una de las enormes puertas de cristal y fue directamente a él. Artemas se detuvo al ver la expresión tensa en el rostro de su hermano.
—Lily está aquí —le dijo Michael, en voz baja y preocupada—. Hay un problema.
Cuando Artemas salió, Lily se hallaba en los escalones de piedra de la terraza, sosteniendo una conversación acalorada con James. Uno de los guardias de seguridad la tomaba de un brazo. Un grupo grande de invitados observaba la escena con avidez desde la terraza. Mientras Artemas bajaba la escalera, Lily lo miró, y él vio en sus ojos una total determinación y angustia. Artemas se interpuso entre los dos e hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza. El guardia de inmediato soltó a Lily y dio un paso atrás.
—Necesito hablar con Elizabeth —afirmó Lily con los dientes apretados.
—Váyase al diablo —replicó James—. No va a invadir esta casa en medio de una fiesta para hacer una escena ridícula.
—James —dijo Artemas. Su voz traslucía una amenaza mortífera.
James lo miró.
—No te vuelvas contra nosotros. Por amor de Dios, creí que habíamos llegado a un acuerdo.
—Acordé guardar compostura. Tú acordaste lo mismo. Pareces haber roto ya tu palabra.
Lily dejó escapar un sonido de hastío.
—Traigan a Elizabeth, por favor.
Artemas la miró con el entrecejo fruncido.
—¿Qué sucede?
—Es algo entre Elizabeth y yo. Ella podrá decíroslo más tarde, si lo desea.
—Si necesitas verla, lo harás. Conmigo.
—¡No!
La angustia y la frustración hicieron que la voz de Artemas sonara ronca.
—Me estás poniendo en una situación en la que me pregunto si James no tendrá razón en mantenerte alejada. Si tienes una queja con respecto a nuestra hermana, este no es momento ni lugar de manifestarla.
Lily lo miró como si él la hubiera desamparado. Sus ojos eran un témpano azul, que se derretía por la traición y volvía a endurecerse con la misma velocidad.
—No te preocupes por tu maldita fiesta —dijo Lily con voz suave y mordaz—. No voy a hacer nada escandaloso. Pero no me iré hasta que haya hablado con Elizabeth. A solas.
Artemas alzó una mano. Se sentía atrapado, furioso, abatido por la conducta irracional de Lily.
—Puedes decirme a mí para qué has venido, o te juro por Dios que te arrastraré yo mismo por la colina.
Lily pareció atónita, pero respondió:
—Regresaré. Y seguiré regresando hasta conseguir lo que quiero.
—Regresarás a tu casa —le dijo, tomándola del brazo.
—No lo intentes. —La voz de Lily era tan amenazadora como la suya.
Artemas apretó los dedos. Sintió que los músculos de Lily se contraían. Un segundo más y el primer acontecimiento social en Sauce Azul después de más de treinta años ganaría un lugar único y desagradable en la historia de la mansión.
Elizabeth, Alise y Michael bajaron deprisa las escaleras.
—Basta. Por favor, basta —suplicó Elizabeth—. ¿Qué ocurre?
—Necesito hablar con usted —dijo Lily de inmediato—. En privado.
—¿Conmigo? —Elizabeth parecía azorada y temerosa, como si Lily pudiera ocultar un arma. Lily se inclinó hacia ella, mientras ignoraba la mueca de James.
—Por favor. ¡Por favor!
—Pero… No le he hecho nada. —Elizabeth tenía las manos juntas y apretadas.
—No es nada con usted. Es acerca de sus hijos.
Elizabeth perdió el aliento.
—¡Pero ellos están bien! Su institutriz acaba de llevarlos a las habitaciones.
—¡No están bien!
Artemas aflojó la mano que sostenía el brazo de Lily. La observó, desconcertado, con la sensación de haberse equivocado al juzgarla, y de que Lily jamás lo perdonaría. Elizabeth empujó a su hermano.
—¡Suéltala! —Tomó la mano de Lily. Artemas se hizo a un lado. Lily lo miró con amargura y siguió a Elizabeth escalera arriba.
La familia aguardó tensa tras la puerta cerrada de un cuarto de servicio. Artemas tenía los nervios destrozados. Entró Cassandra, con el doctor Sikes un paso atrás.
—¿Qué diablos sucede? —Cassandra señaló la puerta con la mano—. ¿Por qué está Lily allí dentro con Lizbeth?
Cualquier intento de respuesta fue interrumpido por un alarido. La pesada puerta del cuarto de servicio se abrió, y Elizabeth salió corriendo, con los puños apretados, desenfrenada. Intentó abrirse paso entre sus hermanos. Michael y Artemas la retuvieron.
—Lizbeth —dijo Artemas, horrorizado.
Elizabeth parecía incontrolable, enajenada. Miró a su hermano.
—¡Ellen abusó de él! ¡De Jonathan! Lily la vio. ¡Manoseó a mi hijo! La mataré. ¡La mataré!
Se desató el caos. Gritos de alarma, maldiciones.
Todos rodearon a Elizabeth, quien luchó frenéticamente por liberarse.
—Voy al cuarto de los niños. Estrangularé a esa perra. Nadie puede hacerle eso a mi hijo. ¡Oh, Dios mío! —No subirás sola —afirmó Artemas. Lily se encontraba en la entrada del cuarto de servicio. Los ojos perturbados y penetrantes de Artemas se cruzaron con los suyos. Lily parecía exhausta. Artemas la amó más en ese momento de lo que hubiera podido expresar, aun si hubiera tenido la posibilidad.
—Debes venir con nosotros. Por favor. Lily asintió.
Rodeada por la pura fuerza emocional de los airados Colebrook, la institutriz confesó. Lily no sentía lástima por ella, pero se estremeció al pensar en la maquinaria legal que la familia haría recaer sobre la mujer. Conocía demasiado bien su venganza.
Elizabeth estaba demasiado atribulada como para interrogar a su hijo, y los demás la convencieron de que solo lograría asustarlo. Artemas, con ternura, llevó al niño a un cuarto de juegos lleno de muñecos, y logró que riera y se relajara.
Después de hablar a solas con Jonathan, Artemas regresó junto al grupo. Su voz era calma, pero tenía el rostro contraído por la furia. El niño había descrito el tipo de manoseos que Lily había visto. La institutriz lo había forzado a jugar a ese juego varias veces antes. Elizabeth estaba destrozada. Michael se sentó e intentó hablar con ella. Elizabeth hundió el rostro entre las manos y sacudió la cabeza. James estaba de pie detrás de ambos, con las manos sobre los hombros de su hermana, en actitud protectora. Cass le acariciaba el cabello.
Los ojos de Lily se llenaron de lágrimas al verlos cerrar filas alrededor de Elizabeth. Artemas se acercó a Lily y la tomó del brazo. Lily cedió a la presión suave de los dedos y salieron juntos de la habitación. Cuando estuvieron solos en un corredor, Artemas la miró de frente.
—Podrías haberme dicho por qué querías ver a Elizabeth —le dijo Artemas, sin tono de reproche.
—Podrías haber confiado en mí.
—Hubo mala comunicación, no falta de confianza.
—No, tú creíste que James tenía razón.
—Había estado pensando en ti todo el día. Había estado deseando que estuvieras aquí. Apareciste, como si lo supieras…, como si necesitaras estar conmigo tanto como yo… —Hizo una pausa—. Después todo se fue al infierno. —Su tono era crudo e intenso—. Como siempre, porque nos es imposible quebrar la pared del orgullo, a ti o a mí o a ambos.
—Por lo menos el esfuerzo valió la pena. Elizabeth creyó en lo que le decía, y sus hijos ahora están seguros.
—Nadie dudó de lo que decías. Ni siquiera James. Gracias por proteger a los niños de Elizabeth. Siento habértelo hecho tan difícil.
Lily desvió la mirada. Sentía que la mano de Artemas le acariciaba el cabello, y no podía obligarse a decirle que se detuviera. Durante esa breve tregua Lily celebraba estar apretada contra su cuerpo, disfrutando de la calidez y la intimidad que compartían.
—Discúlpenme —dijo Michael con suavidad.
—¿Qué sucede? —preguntó Artemas.
—¿Podrías hablar con Elizabeth? Nosotros no estamos surtiendo mucho efecto. Tal vez tú logres calmarla.
—Por supuesto. Iré de inmediato.
Artemas y Lily se separaron; el hechizo se había roto.
Al día siguiente, al caer la tarde, Lily salió de la casa, ansiosa, pues había oído ladrar a Lupa. Elizabeth se encontraba de pie en los escalones del pórtico. Tenía el cabello rubio desgreñado y el rostro sudoroso por el calor de la tarde.
—Dije a todos que salía a caminar —explicó. Se ceñía el torso con los brazos; parecía atribulada—. Me miran como gallinas que protegen a sus pollitos. Creen que estoy a punto de sufrir un colapso nervioso. Tal vez sea así. Tal vez sea irresponsable aparecer aquí sin avisar.
—No —dijo despacio Lily—. Usted ama a sus hijos y le tomará algún tiempo aceptar lo que ha sucedido a Jonathan. No me molesta que venga… según para qué haya venido.
—No le di las gracias. Lo que usted hizo requirió mucho coraje. Si en verdad nos odiara, hubiera ignorado lo que vio.
Lily se estremeció.
—No los odio. Y aunque fuera así, no me vengaría en sus niños. —Le tembló la voz. Tenía muy pocas cosas en claro, pero sí lo que había dicho. Levantó el mentón y agregó—: Me gustaría creer que cualquiera de ustedes hubiera hecho lo mismo por mi hijo.
—Oh, sí. ¡Sí!
Sin saber qué hacer, y apenada por Elizabeth, Lily señaló la puerta.
—Entre. Prometo no tentarla con licor de melocotón, como a Cassandra.
Elizabeth tambaleó.
—Hay tantas cosas que no puedo decirle a mi familia… No debería estar aquí, intentando contárselas a usted.
—Creí que podía decir cualquier cosa a sus hermanos. Están muy unidos.
—Por eso no puedo decirles que… —Elizabeth calló. Se aclaró la garganta y dio unos pasos vacilantes hacia la puerta, mientras estudiaba la mirada de Lily—. Si no desea que la moleste, lo comprenderé.
—No. Entre. —Elizabeth la miró aliviada. Lily percibía que se desesperaba por hablar—. Todo lo que me diga quedará entre nosotras.
Elizabeth comenzó a llorar. Lily la condujo al interior de la casa, y Elizabeth se derrumbó en el sofá.
—Pensé que estaba a salvo. Pero ahora sé que nunca ha sido así. Me he estado mintiendo a mí misma. Todos estos años. Me he mentido. Soy tan cobarde…
Lily se sentó en el hogar, frente a Elizabeth. —¿A qué se refiere? —La pregunta arrancó a Elizabeth un gemido angustiado.
—Por culpa de eso hice que mi esposo se alejara. Ahora me doy cuenta. Lo dejé afuera, una y otra vez, hasta que se sintió tan confundido y herido que me abandonó. —Elizabeth sollozaba—. No pude dejarlo acercarse demasiado. Me escondí. Lo amaba y no quería ahuyentarlo, pero no lo pude evitar.
Lily se acercó y la tomó de un hombro.
—Pero si todavía ama a su ex esposo…
—Lo amo. Pero no podía evitar tratarlo mal… y sigo sin poder hacerlo. —Elizabeth se volvió hacia Lily y le aferró las manos—. Debe jurarme que no repetirá lo que le diga. No me importa que piense que estoy equivocada o que estoy en lo cierto, pero moriría si mi familia se enterara alguna vez. Pasamos tantos momentos malos mientras crecíamos…
—Tiene mi palabra.
Elizabeth cerró los ojos. Después, con un hilo de voz cargado de congoja, susurró:
—Lo que ocurrió ayer removió demasiados horrores. Ya no puedo ignorarlos.
—¿Qué horrores, Elizabeth?
Elizabeth abrió los ojos, desolados, torturados.
—Mi padre. Él me usaba. Él abusaba de mí, cuando era una niña. —Elizabeth tuvo una arcada.
Lily la tomó por los hombros.
—Está bien. Continúe.
—Lo dije. Por primera vez en mi vida, se lo he dicho a alguien. —Parecía azorada.
Lily tenía la piel de gallina.
—¿Cuándo comenzó?
—Yo tenía unos siete años.
—Elizabeth, lo siento. Lo siento mucho.
—Pobre Artemas… Solía ir a su cama por las noches, para dormir con él, para que me protegiera. Él se sentía incómodo de que su hermanita se metiera en su cama. Me obligó a que no lo hiciera más. Moriría si supiera lo que me había hecho papá.
Elizabeth se desmoronó. Lily la abrazó como si se tratara de una niña desconsolada. En muchos sentidos, Elizabeth lo era.
—¿Cuánto tiempo se prolongó?
—Muchos años. Hasta que mi padre murió. —El cuerpo de Elizabeth se convulsionó—. Entonces pensé que estaba libre. Pensé que olvidaría lo que él había hecho y que sería libre como las otras muchachas. Cuando entré en la universidad, reprimí tanto los recuerdos que me convencí de que no tenían importancia. Pero la primera vez que me acosté con un hombre, me di cuenta de que nunca sería normal. El sexo me resultaba terrorífico y repulsivo. Fingía encontrarlo placentero, pero me daba náuseas. Decidí que jamás podría escapar a esos sentimientos. Tomé un puñado de pastillas e intenté suicidarme.
Lily la acunó.
—¿Y aun después de eso prefirió sufrir a solas, en lugar de hablar con sus hermanos?
—Sí.
—Es una de las personas más valientes que haya conocido en mi vida.
Elizabeth se apartó y clavó la mirada en Lily. Sus ojos brillaron por la sorpresa.
—¿Cómo puede decir eso?
—Ha guardado todos estos años un secreto terrible. Y ha sobrevivido. Es una buena persona, una persona bondadosa. Toda su carrera está concentrada en ayudar a los otros, a través de los proyectos de Colebrook. Se ocupa de sus hijos con gran dedicación. E intentó ahorrar a su familia mucho dolor, a costa de usted misma. Todo eso requiere un enorme coraje.
—Pero… debería haber hecho algo para detener a mi padre. Le permití que me usara. Era tan estúpida… Lo único que hacía para defenderme era comer. Quería engordar para que me dejara en paz. Quería ser gorda, como Cass. Él pensaba que Cass era repulsiva. —En su voz resonaban el odio y la furia—. Él decía que yo era su hija «especial».
Lily estaba congelada, pensativa.
—¿Y Julia?
Elizabeth se estremeció, se cubrió el rostro con las manos.
—Julia una vez me preguntó, cuando éramos mayores, si papá me había visitado alguna vez, por la noche. Yo sabía a qué se refería. Me di cuenta de que también debía de hacérselo a ella. Pero le respondí que no. —Elizabeth gimió—. La dejé pensar que era la única, porque me avergonzaba demasiado admitir que me hacía cosas.
Lily se sintió morir por dentro. ¿Qué cicatrices emocionales habría sufrido Julia? De pronto, la relación con Frank cobraba un significado más nítido. ¿Qué había esperado Julia de los hombres? Lily no dudaba de que Julia había amado a Frank, ni de que había creído que él también la amaba.
Al enfriarse el interés de Frank, Julia debía de haberlo tomado como una violación insoportable. Tal vez a sus ojos pareció razonable, y un gesto de autodefensa, el reaccionar con una venganza ciega y cruel.
Lily se percató de que Elizabeth la observaba. Con esfuerzo, dejó de reflexionar y preguntó con toda la calma que pudo reunir:
—¿Dónde está ahora su ex esposo?
—En Oregón. Produce documentales. Tiene su propia empresa de cine. —Elizabeth se estremeció—. Pasará por Atlanta dentro de algunas semanas, para ver a los niños. Nunca los ha ignorado. Los ama muchísimo. Dios mío, ¿qué puedo decirle?
—¿Cree que él todavía la ama?
—No lo sé. Siempre es amable conmigo. Pero jamás permito que aliente esperanzas.
—Entonces dele una oportunidad. No espere. Tome a sus hijos y vaya a verlo. Cuéntele lo que le ocurrió a Jonathan. Y lo que le ocurrió a usted. Si merece su amor, la respetará. Comprenderá muchas cosas acerca de su comportamiento.
Elizabeth se quedó dos horas más, hablando, elaborando todo en su mente.
—Regresaré caminando. Me siento más fuerte, como nunca lo había esperado. Gracias. Muchísimas gracias. No sé por qué hizo esto por mí. Pero, de alguna manera, no es sorprendente.
—Solo dije lo que usted necesitaba oír. El resto depende de usted. Sé que puede hacerlo.
Salieron al pórtico. Lily se sentó en un escalón y observó a Elizabeth mientras se alejaba a grandes pasos por el patio. Elizabeth se detuvo, se volvió para mirar a Lily una vez más y le gritó:
—Quiero que se arreglen las cosas entre usted y mi familia. Me esforzaré para que así sea.
Lily inclinó ligeramente la cabeza, en un gesto de reconocimiento que no revelaba el dolor que sentía. Se había entreabierto una puerta, lo suficiente como para permitirle vislumbrar posibilidades, pero no para alcanzarlas.