9

—Después de dejarte allí sentado en el muelle —empezó Dickens—, intenté prestar atención a aquella embarcación más bien absurda en la que viajaba. Me recordaba el barquichuelo miserable de mi personaje Hexam Gaffer, con el cual remolcaba cadáveres y otras cosas que encontraba en el Támesis; sin embargo, en este caso, parecía como si algún carpintero demente hubiese decidido convertirlo en una parodia de una góndola veneciana. A medida que estudiaba las dos altas y silenciosas figuras, uno con la caña del timón a popa, el otro empujando con la pértiga desde la alta proa, me parecían menos atractivas, Wilkie. Sus máscaras de dominó adornadas con polvo de oro disfrazaban poco más que sus ojos, de modo que podía asegurar que eran varones, pero sólo nominalmente. ¿Sabes esos ángeles representados en los frescos de las grandes catedrales papistas del continente, que son perturbadoramente andróginos, mi querido Wilkie? Bueno, pues mis compañeros en ese diminuto bote lo eran más aún, decididamente, y esa androginia se veía realzada más que disminuida por las absurdas calzas medievales y las túnicas que llevaban. Decidí pensar en el «castrato» de la proa como Venus y en el «eunuco» de la popa como Mercurio.

»Fuimos avanzando con la pértiga por la ancha corriente de aguas residuales durante cien yardas o más. Miré hacia atrás, pero creo que no miraste hacia nosotros antes de que nuestra falsa góndola doblase un recodo y nos perdiésemos de vista el uno al otro, tú y yo. Las pequeñas linternas que colgaban de unos vástagos de hierro junto a la proa y la popa iluminaban poco la corriente. La principal impresión que recibía era la de una luz de linterna reflejada en la húmeda y goteante arcada de ladrillos que teníamos por encima.

»Me atrevo a decir que no hay necesidad de que te recuerde, Wilkie, el terrible hedor de aquel afluente. No estaba seguro de poder tolerarlo durante mucho rato más sin ponerme enfermo físicamente. Pero, por suerte, al cabo de un centenar de yardas de aquella Estigia hedionda, la silueta enmascarada del timón nos condujo hasta un túnel lateral tan estrecho que yo estaba seguro de que se trataba de una tubería de una cloaca. Tanto Mercurio como Venus tuvieron que agacharse mucho (yo también lo hice) mientras íbamos avanzando, y apretaban sus manos enguantadas contra los ladrillos del bajo techo y los estrechos costados. Luego el paso se abrió a una corriente más ancha, y digo corriente con toda conciencia, Wilkie, ya que era menos una alcantarilla que un río rodeado de ladrillos y contenido bajo tierra, tan ancho como cualquier afluente del Támesis de la superficie. ¿Sabías que algunos ríos se han cubierto parcialmente o del todo en Londres…, el Fleet, por ejemplo? Por supuesto. Pero uno nunca piensa en esas partes subterráneas.

»Mis andróginas escoltas dirigieron nuestra pequeña embarcación corriente abajo durante largo rato. Aquí, debo advertírtelo, mi querido Wilkie, la narración se vuelve fantástica. Nuestra primera escolta de aquella noche, el detective Hatchery, había llamado a ese mundo subterráneo «Ciudad Subterránea», igual que la aparición china del opio, el Rey Lazaree, pero entonces vi que aquel laberinto conectado entre sí de bodegas, subbodegas, cloacas, cavernas, cavernas laterales, zanjas enterradas, minas abandonadas desde antes de que existiera nuestra ciudad, catacumbas olvidadas y túneles a medio construir «era», literalmente, una ciudad debajo de la propia ciudad, una especie de Londres terrible debajo de Londres. Una auténtica Ciudad Subterránea.

»Proseguimos navegando por la lenta corriente cierto tiempo. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad que invadía ambos lados de aquella amplia corriente, me di cuenta de que estaba viendo personas. «Personas», mi querido Wilkie. No simplemente más chicos salvajes que, como me iba dando cuenta poco a poco, eran como los perros salvajes o como los lobos auténticos que en tiempos merodeaban por las afueras de algunos pueblos medievales. Eran gente de verdad. Familias. Niños. Fuegos para cocinar. Chozas, lonas, colchones e incluso algunas estufas y muebles desechados y combados colocados entre los nichos, en los muros de ladrillo y en las cavernas laterales y en unas orillas amplias y fangosas a lo largo de aquella parte del túnel.

»Aquí y allá, unas llamas azules se alzaban desde el barro y la humedad, como las llamitas que parpadean en un pudin navideño, Wilkie. Algunas de aquellas desdichadas siluetas humanas se acurrucaban junto a aquellas erupciones gaseosas en busca de luz y calor.

»Y entonces, cuando pensaba que Venus y Mercurio iban a seguir conduciéndonos por aquellas avenidas oscuras y acuosas eternamente, el camino se ensanchó y llegamos a un embarcadero de verdad… Vi unos amplios escalones de piedra tallados en el muro de roca del túnel con unas antorchas que brillaban a cada lado. Mercurio ató la barca. Venus me ayudó a saltar del bote oscilante. Ambos se quedaron a bordo, inmóviles y silenciosos, mientras yo subía aquellos escalones hacia una puerta de latón.

»Había estatuas egipcias grandes talladas en la piedra a ambos lados de la escalinata, Wilkie, y más tallas también encima de la puerta, con las antiguas formas que se pueden ver en el Museo de Londres, esas que te hacen sentir un poco incómodo cuando te encuentras rodeado de ellas en una tarde de invierno, poco antes de que cierren. Había también cuerpos de bronce negro de hombres con cabeza de chacal o cabeza de ave. Y unas siluetas que sujetaban bastones, cetros y cayados curvos. El dintel de piedra por encima de la ancha entrada tenía tallada esa especie de escritura con dibujos, jeroglíficos se llaman, que se ven en las ilustraciones de los obeliscos en los libros sobre las aventuras de Napoleón a lo largo del Nilo. Era como una versión infantil de la escritura, tallada en forma de líneas onduladas con pájaros, ojos…, muchas formas de ave.

»Dos enormes y silenciosos hombres negros de carne y hueso, bien vivos (la palabra «nubios» acudió a mi mente al pasar junto a ellos), se encontraban de pie junto a las enormes puertas y las abrieron cuando me acerqué. Iban vestidos con unos ropajes negros que dejaban sus enormes brazos y su pecho al desnudo. Llevaban unos bastones extraños, con forma de gancho, que parecían de hierro.

»Basándome en la imponente escalinata de entrada desde el río subterráneo y a juzgar por las estatuas y los bajorrelieves del exterior y por los hombres que había junto a la puerta, yo esperaba entrar en un templo, pero aunque el interior retumbante e iluminado por linternas tenía algo de esa atmósfera silenciosa de un templo pagano, en realidad era más bien una biblioteca que un templo. Los estantes que se encontraban en la primera sala por la que pasamos, y a lo largo de los muros de las habitaciones que iba viendo, contenían pergaminos, tablillas y muchos libros corrientes. Vi títulos eruditos y de referencia, como los que se pueden encontrar en una buena biblioteca. Las habitaciones se hallaban someramente amuebladas con unas pocas mesas iluminadas por antorchas o lámparas colgantes, y ocasionalmente algún sofá bajo y sin brazos de los que los historiadores nos dicen que se hallaban presentes en los hogares patricios de las antiguas Roma, Grecia, o en Egipto. Vi varias figuras que se movían, sentadas o de pie en aquellas salas, y la mayoría de ellos parecían lascares, magiares, hindúes o chinos. Pero allí no había opiómanos ancianos, ni lechos, ni literas, ni pipas de opio, ni señal alguna del olor de aquella horrible droga. Observé que la mayoría de los hombres de las diversas habitaciones, ignoro por qué motivo, llevaban la cabeza afeitada.

»Drood me esperaba en la segunda sala, Wilkie. Se sentó a una mesita pequeña junto a una linterna que siseaba. Diversos libros y pergaminos cubrían la mesa. Observé que estaba bebiendo té de una taza de porcelana de Wedgwood. Iba vestido con una túnica de un marrón claro, que le daba un aspecto muy distinto al que recordaba de él: un enterrador mal vestido. Ahora se le veía mucho más digno. No obstante, sus deformidades eran más aparentes aún a la luz de la linterna: la cabeza llena de cicatrices, casi sin cabello; la ausencia de párpados; una nariz que parecía haber sido amputada con alguna cirugía espantosa; el labio algo leporino; las orejas que eran apenas unos muñones. Se levantó y me ofreció la mano cuando me acerqué.

»Con ese atisbo de ceceo y esas sibilantes prolongadas que yo había intentado reproducir para ti con tan poco éxito, me dijo: «Bienvenido, señor Dickensss. Sssabia que vendría». Dispuso el juego de té. Le pregunté, aceptando su apretón de manos y obligándome a no vacilar ante el contacto de su fría y blanca carne: «¿Cómo sabía que iba a venir, señor Drood?».

»Él sonrió, Wilkie, y recordé entonces que sus dientes eran pequeños, extrañamente espaciados y muy agudos, mientras que su lengua rosa parecía extraordinariamente rápida y ocupada entre ellos. «Es usted un hombre de gran curiosidad, señor Dickensss. Lo sssé por sus maravillosos librosss e historiasss. Todos los cuales admiro muchísimo, de verdad», me contestó. Le di las gracias: «Es usted muy amable». Te puedes imaginar la extrañeza que sentía, mi querido Wilkie, al oír que alababa mis libros, como si acabara de pronunciar una conferencia en Mánchester. Allí estaba yo, sentado en el templo-biblioteca de aquella Ciudad Subterránea, con aquel hombre tan extraño que ya desde el terror de Staplehurst se había convertido en parte integrante de mis sueños.

»Antes de decir algo más, Drood me sirvió té en el encantador juego de porcelana que tenía delante y me dijo: «Estoy seguro de que tiene unas preguntas para mí». Le contesté: «Pues sí, la verdad, señor Drood. Y espero que no lo considere impertinente o demasiado personal. Siento, lo confieso, una gran curiosidad por conocer su procedencia, cómo ha venido a parar usted a este… lugar, por qué se encontraba en el tren aquel terrible día en Staplehurst… Todo». Mi extraño interlocutor me contestó: «Entonces, se lo contaré todo, señor Dickensss».

»Pasé la media hora siguiente bebiendo té y escuchando su historia, mi querido Wilkie. ¿Quieres oír un resumen de la biografía de Drood ahora, o lo reservamos para otro día?

Miré a nuestro alrededor. Estábamos a una milla de Gad’s Hill Place. Me di cuenta de que yo jadeaba por la velocidad y la distancia de nuestro paseo, pero mi dolor de cabeza había quedado completamente olvidado al escuchar aquel relato fantástico.

—Por supuesto, Dickens. Quiero oír el final de esta historia.

—No es el final, mi querido Wilkie —dijo Dickens, que alzaba el bastón y lo dejaba caer cada dos pasos que daba—. Más bien el principio, a decir verdad. Pero debo contarte todo lo que me dijo Drood aquella noche, aunque sea resumido, ya que veo que nuestro destino está ante nosotros.

—El hombre llamado Drood es hijo de padre inglés y de madre egipcia. Su padre, un tal John Frederick Forsyte, nació en el siglo pasado, se graduó en Cambridge y se tituló como ingeniero civil, aunque la auténtica pasión del hombre era la exploración, la aventura y la literatura. Ya he comprobado todo esto, Wilkie. El mismo Forsyte era escritor tanto de ficción como de no ficción, pero hoy en día se le recuerda por sus relatos de viajes. Parte de su educación tuvo lugar en París (tras el fin de las guerras napoleónicas, cuando los ingleses se sintieron con libertad de volver a Francia, por supuesto). Allí Forsyte conoció a numerosos científicos que habían viajado a Egipto con la expedición napoleónica. Los relatos que oyó le dejaron ansioso por ver aquellos lugares tan exóticos: la Esfinge, que la artillería francesa había llenado de agujeros como de viruela y a la que habían arrancado la nariz, las pirámides, la gente, las ciudades y sí, las mujeres. Forsyte era joven y soltero, y algunos relatos de los franceses de seductoras mujeres mahometanas con sus velos y sus ojos perfilados con kohl inflamaron su deseo de algo más que de viajes.

»Al cabo de un año, Forsyte había conseguido viajar a Egipto con una empresa de ingeniería inglesa subcontratada por una empresa francesa que pertenecía a alguien a quien John Frederick Forsyte había conocido en la sociedad parisina, y contratada por el joven gobernante egipcio Mehemet Ali. Ese hombre fue el primero en intentar introducir el conocimiento y las mejoras occidentales en Egipto.

»Como ingeniero, Forsyte se quedó asombrado por la sabiduría de los antiguos egipcios, como evidenciaban sus pirámides, ruinas colosales y redes de canales a lo largo del Nilo. Como aventurero, el joven se sintió emocionado al visitar el Cairo y las demás ciudades egipcias, y mucho más por sus expediciones fuera de esas ciudades a ruinas y enclaves más remotos, subiendo por el Nilo. Como hombre, Forsyte encontró a las mujeres egipcias tan seductoras como prometían los relatos de los franceses.

»Durante su primer año en El Cairo, Forsyte conoció a la joven viuda egipcia que se convertiría más tarde en la madre de Drood. Ella vivía junto al barrio donde habitaban confinados los ingenieros ingleses y franceses, apartados de la buena sociedad (los alojamientos de Forsyte se encontraban en un almacén de alfombras reconvertido). Aquella mujer hablaba inglés, procedía de una rica y antigua familia de Alejandría (su difunto marido había sido mercader en El Cairo) y asistió a diversas cenas y reuniones organizadas por la empresa de ingeniería inglesa. Su nombre era Amisi, que significa «flor». Muchos hombres ingleses, franceses y egipcios le dijeron a Forsyte que su serena belleza le había ganado el derecho a aquel nombre.

»A pesar de los prejuicios de los mahometanos contra los francos y los cristianos, el cortejo de la joven viuda fue sencillo (varias veces Amisi había permitido «accidentalmente» a Forsyte ver su rostro sin velo junto a los baños donde se reunían las mujeres locales, cosa que significaba una tácita aceptación de compromiso por parte de una mujer egipcia). Se casaron por los ritos mahometanos, sin demasiada ceremonia. En realidad, la futura madre de Drood sólo tuvo que pronunciar una frase para sellar el matrimonio. El niño a quien ahora llamamos Drood nació diez meses después.

»Su padre llamó al niño Jasper, nombre que no significaba nada para su madre, ni para los vecinos ni para los futuros compañeros de juego del pobre muchacho, que tendían a apalear al mestizo como si se tratase de una mula alquilada. Durante casi cuatro años, Forsyte educó al niño como futuro caballero inglés, exigía que se hablase sólo inglés en casa, daba lecciones a su hijo en su tiempo libre y anunció que la futura educación del chico se llevaría a cabo en una de las mejores escuelas de Inglaterra. Amisi no tenía nada que decir sobre el asunto. Pero, afortunadamente para la supervivencia del joven Jasper John Forsyte-Drood, su padre estaba más tiempo fuera que en casa, trabajando en proyectos de ingeniería que le llevaban a enormes distancias de El Cairo, lejos de su mujer y de su hijo. En la calle, el joven Jasper John Forsyte iba vestido con los trapos que le ponía su madre (era importante, según sabía Amisi, que los demás adultos y niños no supieran lo rico que era realmente el joven Jasper). Sus compañeros de juego, o incluso los egipcios adultos, habrían asesinado a aquel muchacho de piel clara si hubiesen conocido la magnitud de la riqueza de su padre infiel.

»Entonces, tan repentinamente como se inició el capricho que le había llevado a Egipto, el trabajo de ingeniería egipcia de John Frederick Forsyte acabó. Así pues, regresó a Inglaterra a vivir una nueva vida. Dejó a su esposa mahometana y a su hijo mestizo sin una carta de despedida siquiera. Nunca volvieron a oír hablar de él.

»La madre de Drood había caído en desgracia doblemente: primero, por casarse con un cristiano; segundo, por haber sido abandonada por él. Sus amigos, vecinos y parientes la culparon de ambas tragedias. Un día, mientras se bañaba con las demás mujeres, Amisi fue arrastrada por varios hombres con los rostros ocultos tras unos pañuelos, se la sometió a juicio ante un tribunal de otros hombres sin rostro, fue sentenciada a recorrer las calles en procesión encima de un asno ensillado, rodeada por la Policía local y una muchedumbre de hombres aullantes. Fue lapidada hasta morir por otra multitud de hombres, mientras las mujeres, ululantes, con sus túnicas negras y sus velos contemplaban la escena con satisfacción desde los tejados y las puertas de las casas.

»Cuando la noticia llegó a la Policía, quisieron llevarse al niño de la mujer muerta y fueron al antiguo hogar de Forsyte en el Barrio Antiguo, junto a los almacenes del río; sin embargo, el chico había desaparecido. Sirvientes, vecinos y parientes se habían negado a acogerle. Se registraron las casas, pero no se encontró ni rastro del niño. Hasta sus ropas y sus juguetes habían quedado atrás, como si el niño sencillamente hubiese salido de aquel patio y hubiese ascendido al Cielo o bajado al río, llevado por los dioses. Supusieron que al conocer la ejecución de Amisi por el crimen de inmoralidad, algún vecino o sirviente bienintencionado le había dicho a Jasper, de cuatro años, que saliese huyendo, y éste se había adentrado en el desierto y había perecido.

—Pero, obviamente, ése no fue el caso —intervine.

—Verás, Wilkie: un tío de Amisi, un hombre adinerado e importante, un comerciante de alfombras llamado Amun y que vivía en Alejandría, un hombre que siempre había adorado a su sobrina y que se había entristecido mucho cuando el primer matrimonio de ella la alejó de El Cairo, y que se entristeció mucho más aún cuando supo que se había casado con un infiel, también había oído contar que el inglés la había abandonado. El hombre había viajado a El Cairo para pedir a Amisi que se llevara al niño con ella y que volviese con él a Alejandría. Amun, cuyo nombre significa «el oculto», era casi un anciano, pero tenía esposas jóvenes. Además de ser mercader de alfombras de día, por la noche era sacerdote de uno de los templos secretos que profesaban la antigua religión, la pagana, faraónica y premahometana religión de los egipcios, la que profesaban antes de que todos se convirtieran bajo la cimitarra al mahometanismo. El viejo estaba decidido a convencer a Amisi de que se llevase a su hijo y viviese con él en Alejandría.

»Llegó una hora tarde. Al llegar al barrio, justo a tiempo para contemplar la ejecución de su sobrina pero sin tener oportunidad alguna de detenerla, corrió a casa de Amisi. Los sirvientes estaban durmiendo, pues era la hora de más calor del día, y los vecinos disfrutaban de la lapidación. Amun secuestró al joven Jasper John Forsyte. Se lo llevó de su lecho e, inmediatamente, abandonó a lomos de un caballo El Cairo, con el diminuto niño agarrado frenéticamente a su cintura. El joven Jasper no sabía que Amun era su tío, ni que su madre estaba muerta, y con su mente de cuatro años se imaginó que era secuestrado por un bandido del desierto. Juntos, el anciano y el niño galoparon en el semental del tío Amun y salieron por las puertas de El Cairo hasta bajar por el camino del desierto hacia Alejandría.

»Allí, en su ciudad natal, dentro de los muros de su fortaleza, que era un recinto custodiado por el círculo de guardianes bien armados de su clan, por sus compañeros sacerdotes y por leales asesinos alejandrinos, Amun crió al niño como a uno más de los suyos, sin revelarle jamás a nadie su verdadera identidad.

»La mañana después de que el joven Jasper John Forsyte se despertara en aquel entorno nuevo y extraño, el tío Amun le llevó a un redil y le dijo que eligiese una cabra. El joven Drood se tomó su tiempo, como sólo puede hacer un niño de cuatro años. Finalmente eligió la cabra de mayor tamaño, blanca y sedosa, con los ojos verticales como una rendija del demonio. El tío Amun asintió, le dijo al niño que sacara la cabra del redil y condujo al animal, que balaba, y al niño, que sonreía, a un patio privado dentro del extenso recinto. Allí el tío Amun, sin sonreír ya, sacó una daga grande y curva de su cinturón, se la tendió al niño y le dijo: «Esta cabra es todo lo que queda ahora del niño que fue conocido como Jasper John Forsyte, hijo del inglés infiel John Forsyte y de la avergonzada mujer llamada Amisi. Jasper John Forsyte muere aquí, ahora, esta mañana, y ninguno de esos nombres se volverá a mencionar ya jamás, ni por ti, bajo pena de muerte, ni por nadie más, también bajo pena de muerte».

»Entonces el tío Amun puso su poderosa mano sobre la del pequeño Jasper John y sobre la empuñadura de la daga: rápidamente acuchilló la garganta de la cabra. El animal, todavía pataleando, se desangró en cuestión de segundos. Unas gotas de sangre salpicaron los pantalones blancos y la camisa del niño de cuatro años. En ese momento, Amun dijo: «A partir de este momento, tu nombre es Drood».

»Drood no era el apellido de Amun, Wilkie. Ni siquiera era un nombre egipcio habitual. Su significado, de hecho, se pierde en las nieblas del tiempo y de los ritos secretos religiosos.

»En los años que siguieron, el tío Amun introdujo al niño en el mundo secreto que habitaban él y algunos de su círculo. Mahometanos de día —el pequeño Drood aprendió a recitar el Corán y a pronunciar sus plegarias cinco veces al día, como debe hacer cualquier buen creyente en el islam—, Amun y los otros alejandrinos del círculo secreto, por la noche, seguían el Camino Antiguo, las antiguas ceremonias y los ritos religiosos. Drood seguía a su tío y a los otros sacerdotes al interior de unas pirámides a la luz de las antorchas, y a unas salas ocultas, situadas debajo de otros lugares sagrados como la Esfinge. Antes de llegar a la adolescencia, el joven Drood había viajado con su tío y otros sacerdotes secretos a El Cairo, a la isla llamada Philae y a las antiguas ruinas de las necrópolis mucho más arriba, en el Nilo, incluido un valle donde los reyes egipcios muertos mucho tiempo atrás (faraones se llaman, estoy seguro de que lo recordarás, Wilkie) yacen enterrados en historiadas tumbas talladas en las laderas de las montañas, y escondidas bajo las piedras del fondo del valle.

»En estos lugares ocultos florecieron la antigua religión egipcia y sus miles de años de conocimientos arcanos. Allí, el joven Drood fue iniciado en los misterios de aquella religión y se le enseñaron los mismos rituales secretos que había dominado Moisés.

»La especialidad del tío Amun resultó encontrarse en las ciencias curativas sagradas. Era —tal y como le enseñarían también a Drood— sumo sacerdote de los templos del sueño dedicados a Isis, a Osiris y a Serapis. Este llamado «sueño curativo», mi querido Wilkie, se remonta a la tradición y la práctica egipcia durante más de diez mil años. Los sacerdotes que tenían el poder de inducir tal sueño curativo también conseguían poder y control sobre sus pacientes. Hoy en día, por supuesto, a esa práctica la llamamos con su nombre científico de mesmerismo, y conocemos sus efectos mágicos como la inducción a un sueño magnético.

»Eres consciente de que yo mismo tengo una habilidad, algunos dirían incluso que un raro talento, en este arte, Wilkie. Ya te he contado mi aprendizaje con el profesor John Elliotson, del Hospital Universitario de Londres. Te he hablado de mis propias investigaciones privadas sobre ese poder y de mi propio uso del poder magnético para ayudar a la pobre madame De la Rué, afligida por los fantasmas (ante la insistencia de su marido) durante un periodo que quizá duró meses en Italia y Suiza, hace unos años. La habría curado por completo, estoy seguro de ello, si Catherine no hubiese intervenido por culpa de sus absurdos e infundados celos.

»Drood me dijo que reconoció mi control sobre ese poder magnético mesmérico en el momento en que me vio en la colina por encima del accidente de Staplehurst. Drood me dijo que reconoció al instante aquella habilidad que me habían concedido los dioses, de la misma manera que el tío Amun había reconocido las habilidades latentes en él cuando era un niño de cuatro años, décadas atrás.

»Pero me estoy desviando. El asunto es que durante el resto de su niñez y juventud en Egipto, Drood persiguió el dominio de esos poderes a través de los rituales y el conocimiento de los antiguos. ¿Sabías, por ejemplo, mi querido Wilkie, que nada menos que un historiador como Herodoto nos dice que el gran rey Ramsés, faraón de todo Egipto, una vez se puso tan enfermo que no había esperanzas para él, y que él, según las palabras de Herodoto, pero también en las palabras del tío y de los maestros de Drood: «bajó a la mansión de la muerte»? Pero Ramsés volvió a la luz, curado. Ese regreso del faraón se celebró durante miles de años, y continúa celebrándose en el Egipto de hoy en día, dominado por el islam. Y Wilkie, ¿sabes cuál fue el mecanismo del milagroso retorno de Ramsés de la oscura mansión de la muerte?

Aquí Dickens hizo una pausa para obtener un mayor efecto dramático, hasta que yo finalmente me vi obligado a preguntar:

—¿Cuál fue?

—Ese poder mágico era el magnetismo mesmérico —dijo—. Ramsés había sido mesmerizado, según el ritual y el método. En el templo de Seag, se le permitió morir como hombre, pero luego fue devuelto a la vida (curado de su enfermedad fatal) como algo más que un hombre.

»Tácito nos habla del celebrado Templo del Sueño en Alejandría. Allí fue donde el joven Drood realizó la mayor parte de sus estudios nocturnos, y donde se convirtió en practicante de ese antiguo arte de la influencia magnética.

»Aquella noche, en aquel templo-biblioteca de la Ciudad Subterránea, Drood me explicó (en realidad me enseñó los pergaminos y los libros) que Plutarco informaba de que tanto el sueño profético como el curativo inducidos en los templos de Isis y Osiris utilizaban un incienso mesmérico llamado Kyphi, que todavía se usa hoy en día (Drood me dejó olerlo en una ampolla, Wilkie), así como la música de la lira para atraer el sueño mesmérico. Los pitagóricos también usaban ese incienso Kyphi y la lira en sus ceremonias secretas en el templo y la caverna, ya que creían, como los antiguos egipcios, que tal influencia magnética, adecuadamente dirigida, puede liberar el alma del cuerpo y crear una relación plena con el mundo espiritual.

»No me mires de esa manera, mi querido Wilkie. Sabes que no creo en simples fantasmas ni en espíritus que dan golpes. ¿Cuántos habré desenmascarado en mis charlas y mis artículos? Pero sí que soy experto en la influencia magnética, y espero convertirme en mayor experto en esa ciencia, muy pronto.

»Según Herodoto y Clemente de Alejandría, esta plegaria y control mesmérico del hombre moribundo se ha usado desde hace diez mil años en todos los funerales egipcios importantes:

Dignaos, oh, dioses, vosotros que dais la vida a los hombres, emitir un juicio favorable del alma del difunto, para que pueda pasar a los dioses eternos.

—Pero ya ves que «algunas» almas no quedan liberadas, Wilkie. «Algunas» almas quedan sujetas bajo su «influencia magnética» y vuelven. Tal cosa ocurrió con el faraón Ramsés. Tal cosa ocurrió también con el hombre a quien tú y yo conocemos como Drood.

Dickens se detuvo y yo me detuve junto a él. Estábamos a menos de media milla de Gad’s Hill por entonces, aunque habíamos caminado a un paso mucho menos frenético que el habitual de Dickens. Confieso que me sentía medio mesmerizado por el sonido y el tono de la voz de Charles Dickens desde los últimos veinte minutos, aproximadamente, y no había observado nada de nuestros alrededores.

—¿Has encontrado aburrido todo esto, Wilkie? —preguntó, con los oscuros ojos alerta y desafiantes.

—No seas absurdo —dije—. Es fascinante. Y fantástico. No a todo el mundo se le permite, ni uno tiene a su alcance todos los días oír un cuento de Las mil y una noches de boca de Charles Dickens.

—Fantástico —repitió Dickens, sonriendo débilmente—. ¿Lo encuentras demasiado fantástico para ser cierto?

—Charles, ¿me estás preguntando si creo que Drood te estaba diciendo la verdad con esa historia, o si tú me estás diciendo la verdad a mí?

—Ambas cosas —dijo Dickens—. Ambas. —Su intensa mirada no abandonaba mi rostro.

—No tengo ni idea de si ese Drood decía la verdad —dije—. Pero confío en que tú me cuentes la verdad de lo que él dijo.

Yo mentía, querido lector. La historia era demasiado absurda para aceptarla o para creer que Dickens pudiera haberla aceptado. Recordé que Dickens me había dicho una vez que Las mil y una noches era su libro favorito cuando era niño. Me preguntaba ahora si el accidente de Staplehurst habría liberado algún impulso de su niñez en su carácter.

Dickens asintió como si yo hubiese contestado correctamente al maestro.

—No tengo que recordarte, querido amigo, que toda esta información te la doy en absoluta confianza.

—Claro que no.

Sonrió con una sonrisa casi infantil.

—¿Aunque nuestro inspector Field amenace con decir la verdad sobre el Casero y el Mayordomo?

Hice un gesto desdeñoso.

—No has llegado al meollo de la historia de Drood —dije.

—¿Ah, no?

—No —dije, cansino—. No lo has hecho. ¿Por qué estaba allí, en Staplehurst? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía con los heridos y los moribundos? Creo que dijiste en una ocasión que parecía como si esa persona, Drood, estuviera robándoles el alma a los moribundos. ¿Y qué demonios estaba haciendo en una cueva debajo de las catacumbas siguiendo un río por un túnel?

—En lugar de continuar la narración… —empezó Dickens, mientras echaba a andar de nuevo—, ya que estamos muy cerca de casa, simplemente responderé a tus preguntas, mi querido Wilkie. Pero antes que nada, Hatchery tenía razón en sus trabajos detectivescos y suposiciones sobre la presencia de Drood en Staplehurst. Ese hombre iba en un ataúd en el vagón de carga.

—¡Dios mío! —dije—. ¿Por qué?

—Precisamente por los motivos que habíamos supuesto, Wilkie. Drood tiene enemigos en Londres y en Inglaterra que intentan localizarle y hacerle daño. Nuestro inspector Field es uno de esos enemigos. Tampoco Drood es un ciudadano de nuestra nación, ni un visitante extranjero bienvenido. De hecho, a los ojos y archivos de todas las fuentes oficiales, lleva muerto más de veinte años. De modo que volvía en un ataúd de un viaje a Francia…, un viaje en el cual se reunió con otras personas de su religión y experiencia en las artes magnéticas.

—Extraordinario —dije—. Pero ¿y esa extraña conducta en el lugar del accidente, merodeando e inclinándose sobre las víctimas que ya estaban muertas cuando las visitabas después? «Robando sus almas», decías.

Dickens sonrió y descabezó un hierbajo, manejando su bastón de endrino como una amplia espada.

—Esto demuestra lo equivocado que puede estar un observador entrenado e inteligente cuando se le priva de todo contexto, mi querido Wilkie. Drood no robaba el alma de esos pobres moribundos. Por el contrario, los estaba mesmerizando para menguar el dolor de su tránsito; decía las palabras de la antigua ceremonia funeral egipcia para ayudarlos en su viaje; usaba algunas de las mismas palabras que te he citado hace unos minutos. Más bien como si fuera un católico dando la extremaunción a los moribundos. Sólo con sus ritos mesméricos del Templo del Sueño podía estar seguro de que enviaba sus almas de verdad a su juicio para cualesquiera que fuesen los dioses que ellos adoraban.

—Extraordinario —dije de nuevo.

—Y en cuanto a su historia aquí en Inglaterra y los motivos de su presencia en la Ciudad Subterránea —continuó Dickens—, la llegada de Drood a Inglaterra y su altercado con un marinero, con cuchillo y todo, son casi exactamente tal y como el inspector Field te relató. Pero «al revés». Drood fue enviado a Inglaterra hace más de veinte años en busca de dos primos suyos de Egipto, unos gemelos, un joven y una joven que dominaban otra antigua habilidad egipcia, la de leer las mentes el uno del otro. Drood llegó con miles de libras en efectivo y más riquezas en forma de oro en su equipaje.

»Le robaron la segunda noche que llegó aquí. Unos marineros británicos le robaron en los muelles y le hirieron brutalmente con un cuchillo (así fue como perdió los párpados, las orejas, la nariz y parte de la lengua). Le arrojaron al Támesis como si fuera un cadáver, casi lo era. Ciertos residentes de la Ciudad Subterránea lo encontraron flotando en el río y le llevaron abajo, a morir. Pero Drood no murió, Wilkie. O si murió, se resucitó a sí mismo. Mientras le robaban, le herían, le golpeaban y le acuchillaban unos matones ingleses sin nombre, en plena noche, Drood se mesmerizó profundamente: equilibró su alma (o al menos su mente) entre la vida y la muerte. Los carroñeros de la Ciudad Subterránea encontraron un cuerpo sin vida, pero su sueño inducido magnéticamente quedó roto por el sonido de las voces humanas, tal como se había ordenado a sí mismo bajo autocontrol mesmérico. Drood revivió de nuevo. Para recompensar a las almas desdichadas que le habían salvado, Drood construyó esa biblioteca-templo del sueño en su madriguera subterránea. Allí, hasta el día de hoy, cura a aquellos a los que puede curar, ayuda a los que puede ayudar mediante sus antiguos ritos, y alivia el dolor y el tránsito de aquellos a quienes no puede salvar.

—Tal y como lo describes parece un santo —dije.

—En algunos aspectos, creo que lo es.

—¿Y por qué no se limitó a volver a Egipto? —pregunté.

—Ah, sí, lo hace, Wilkie. Lo hace. De vez en cuando. Para visitar a sus alumnos y colegas de allí. Para ayudar con determinadas ceremonias antiguas.

—Pero ¿sigue volviendo a Inglaterra? ¿Después de todos estos años?

—Todavía no ha encontrado a sus primos —dijo Dickens—. Y sí, siente ahora que Inglaterra es su hogar tanto como lo fue Egipto. Después de todo, es medio inglés.

—¿Aun después de matar a la cabra que llevaba su nombre inglés? —dije.

Dickens no respondió.

—El inspector Field me ha dicho que tu señor Drood (el curandero, el maestro de la ciencia magnética, esa figura de Cristo y de místico secreto) ha matado a más de trescientas personas en los últimos veinte años.

Esperé la risa.

Dickens no cambió de expresión. Todavía seguía observándome.

—¿Crees que el hombre del que te he hablado ha matado a trescientas personas, Wilkie? —me preguntó.

Mantuve su mirada y se la devolví con una inexpresividad que no comprometía a nada.

—Quizá mesmerice a sus subalternos y los envíe a hacer el trabajo sucio, Charles.

Entonces sonrió.

—Estoy seguro de que sabes, mi querido amigo, por las enseñanzas del profesor John Elliotson, si es que no a través de mis ocasionales escritos sobre el tema, que un sujeto bajo la influencia del sueño mesmérico o del trance mesmérico no puede hacer «nada» que viole su moral o sus principios.

—Entonces quizá Drood mesmerice a asesinos y bandidos para que salgan y cometan los crímenes que me describió el inspector Field —dije.

—Si ya eran asesinos y bandidos, mi querido Wilkie, no habría tenido que mesmerizarlos, ¿no te parece? Sencillamente, podría haberles pagado con oro.

—Quizá lo haya hecho —dije.

El absurdo de nuestra conversación había alcanzado un punto tal que era insostenible. Miré a mi alrededor, los campos verdes que brillaban bajo la luz de la tarde otoñal. En realidad se veía el chalé de Dickens y el tejado abuhardillado de su hogar de Gad’s Hill Place a través de los árboles.

Puse mi mano en el hombro del Inimitable antes de que se echara a andar de nuevo.

—¿Ha sido aumentar tus conocimientos y tu habilidad en el mesmerismo la razón de que desaparecieras en Londres al menos una noche a la semana? —le pregunté.

—Ah, así que hay un espía en mi círculo familiar. Uno que tiene frecuentes problemas de digestión, supongo, ¿no?

—No, no es mi hermano Charles —dije, un poco picado—. Charles Collins es un hombre que guarda los secretos y que te es orgullosamente leal, Dickens. Y algún día será el padre de tus nietos. Deberías tenerle en mayor estima.

Entonces, algo pasó por el rostro del escritor. No llegaba a ser una sombra, quizás un instante de revulsión, aunque si era debido a la idea de que mi hermano estuviese casado con su hija (una unión que nunca aprobó), o la imagen del mismo Dickens lo bastante viejo para ser abuelo, eso nunca lo sabré.

—Tienes razón, Wilkie. Me disculpo por mis bromas, aunque éstas iban siempre cargadas de afecto familiar. Pero una vocecita me dice que no habrá ningún nieto procedente de la unión entre Katey Dickens y Charles Collins.

¿Qué demonios quería decir aquel hombre con aquello? Antes de que llegáramos a las manos o reemprendiéramos el camino de nuevo en silencio, dije:

—Ha sido Katey la que me ha hablado de tus viajes semanales a la ciudad. Ella, Georgina y tu hijo Charles están preocupados por ti. Saben que el accidente todavía te preocupa y te aflige. Ahora temen que te hayas introducido en algún espantoso ritual abominable en los antros de perdición de Londres; algo hacia lo cual, si me permites la expresión, te sintieras atraído magnéticamente al menos una noche por semana.

Dickens echó la cabeza atrás y se rió con ganas.

—Vamos, Wilkie. Si no puedes quedarte para la deliciosa cena que ha planeado Georgina, al menos quédate el tiempo suficiente para disfrutar de un cigarro conmigo mientras visitamos los establos y vemos jugar a los niños y a John Forster en el césped. Luego le diré al pequeño Plorn que te lleve en coche a la estación, para que tomes el expreso de la tarde.

Los perros corrieron hacia nosotros en cuanto llegamos al camino.

Dickens casi siempre tenía unos perros encadenados junto a la cancela, ya que muchos vagabundos hoscos y descuidados tenían el hábito de acudir por la carretera de Dover a pedir dádivas inmerecidas ante la puerta trasera o delantera de Gad’s Hill Place. La primera en darnos la bienvenida aquella tarde fue la Señora Saltarina, la diminuta pomerania de Mary, ante la cual Dickens adoptaba una voz especial, infantil y casi chillona para todas sus comunicaciones. Un segundo después apareció Linda, la tranquila y bamboleante San Bernardo que siempre parecía estar compitiendo en volteretas con el gran mastín que se llamaba Turk. Entonces los tres se entregaron a un frenesí de saltos, lametones y meneos de rabo para saludar a su amo, que, lo admito con total libertad, tenía una mano extraordinaria con los animales. Como muchas personas, perros y caballos parecían comprender que Charles Dickens era el Inimitable, y que había que reverenciarle como a tal.

Mientras intentaba dar unas palmaditas a la San Bernardo y acariciar al juguetón mastín y evitar a la vivaracha y pequeña pomerania, y los tres me abandonaban para volver a Dickens en sus transportes de alegría, un nuevo perro, desconocido para mí, un sabueso irlandés grande, vino tumultuosamente dando la vuelta a la curva del seto y corrió hacia mí gruñendo y enseñando los dientes como si quisiera desgarrarme la garganta. Confieso que levanté el bastón y di varios pasos hacia atrás por el camino.

—¡Alto, Sultán! —gritó Dickens, y el perro atacante se detuvo en seco sólo a seis pasos de distancia de mí; luego se agachó, lleno de auténtica culpabilidad y sumisión caninas, mientras su amo le reprendía con su voz perfecta para reprender a los perros. Luego Dickens rascó al bellaco detrás de las orejas.

Me acerqué unos pasos y el sabueso gruñó de nuevo y enseñó los colmillos. Dickens dejó de rascarle. Sultán se mostró culpable, se agachó mucho en la grava del camino y pegó su hocico a las botas de Dickens.

—No conocía a este perro —dije.

Dickens meneó la cabeza.

—Percy Fitzgerald me regaló a Sultán hace sólo unas semanas. Confieso que a veces este perro me recuerda a ti, Wilkie.

—¿Y eso?

—En primer lugar, carece totalmente de miedo —me explicó Dickens—. En segundo lugar, es absolutamente leal…, me obedece sólo a mí, pero me obedece por completo. En tercer lugar, desdeña toda opinión pública por lo que respecta a su conducta; odia a los soldados y los ataca nada más verlos; odia a los policías y se sabe que los ha perseguido por la carretera; y odia a todos los demás de su especie.

—No odio a todos los demás de mi especie —dije, bajito—. Y jamás he atacado a un soldado ni he perseguido a un policía.

Dickens no parecía escucharme. Se arrodilló para dar unas palmaditas en el cuello a Sultán; los otros tres perros saltaban e incordiaban a su alrededor frenéticos de celos.

Sultán se tragó a la Señora Saltarina, la pomerania de Mary, sólo una vez, y tuvo el detalle de escupirla cuando se le ordenó, pero todos los gatitos del vecindario (especialmente la nueva carnada que tuvo la gata que vive en el cobertizo detrás de la Falstaff Inn) han desaparecido misteriosamente desde que llegó Sultán.

El perro me miró mostrando claramente en sus ojos su disposición a comerme si se le presentaba la oportunidad.

—Y a pesar de su lealtad, compañerismo, valor y rasgos divertidos —concluyó Dickens—, temo que a nuestro amigo Sultán habrá que sacrificarlo algún día, y tendré que ser yo quien lo haga.

Tomé el tren de vuelta a Londres, pero en lugar de ir andando hasta casa, en Melcombe Place, tomé un coche hacia el 33 de la calle Bolsover. Allí la señorita Martha R., que se había inscrito ante la propietaria con el nombre de señora Martha Dawson, me recibió por la puerta trasera y separada en su pequeño apartamento que consistía en un diminuto dormitorio y un salón un poco mayor, con una rudimentaria cocina. Yo llegaba horas después de lo que había prometido, pero ella estaba esperando oír mis pasos en la escalera.

—He hecho chuletas y he mantenido la cena caliente —dijo, cuando yo cerraba la puerta—. Si es que quieres comer ahora. O bien lo puedo recalentar más tarde.

—Sí —dije—. Recaliéntalo más tarde.

Y ahora, querido lector de mi futuro distante, casi (no del todo, pero casi) puedo imaginar una época como la suya en la cual los memorialistas o incluso los novelistas no corran una discreta cortina sobre los acontecimientos personales que puedan seguir aquí, esos momentos digamos íntimos entre un hombre y una mujer. Espero que su época no sea tan libertina que se pueda hablar y escribir sin restricción alguna de unos momentos tan privados, pero si busca unas explicaciones tan desvergonzadas aquí, se verá desilusionado.

Puedo decir que si de alguna manera consigue ver una fotografía de la señorita Martha R., quizá no tenga la amabilidad suficiente para ver la belleza que encuentro en ella cuando la tengo cerca. Ante los ojos o la lente de la cámara (y Martha me dijo que le habían tomado una fotografía, pagada por sus padres, cuando cumplió los diecinueve, hacía más de un año), Martha R. es una mujer baja, de mirada bastante adusta, con la cara estrecha, labios casi negroides, el pelo liso y severamente partido por la raya (hasta el punto de que parece calva en la parte superior de la cabeza). Tiene los ojos muy hundidos, y una nariz y un tono de piel que podrían haberla enviado a los campos a recoger algodón en el sur estadounidense.

No hay nada en una fotografía de Martha R. que pueda mostrar su energía, su entusiasmo y sensualidad, su generosidad física y su audacia. Muchas mujeres (y vivo con una gran parte del tiempo) pueden disimular e interpretar la sensualidad física para los nombres en público, pueden vestirse con ese fin, y pintarse para ese fin, y agitar las pestañas con ese fin, aunque no la sientan en absoluto. Creo que lo hacen por puro hábito. Pocas mujeres, como la joven Martha R., encarnan con toda sinceridad una naturaleza apasionada. Encontrar a una mujer así entre el rebaño de hembras que sólo sienten, se preocupan y responden a medias, en nuestra sociedad inglesa de 1860, no es tanto encontrar un diamante en bruto como encontrar un cuerpo cálido y receptivo entre las formas frías y muertas que yacen en las losas de la morgue de París, a la que Dickens tanto disfrutaba llevándome.

Unas horas más tarde, en la mesita que ella había preparado para la cena y a la luz de unas velas nos comimos las chuletas resecas (Martha no era todavía buena cocinera, y nunca llegaría a serlo) y fuimos moviendo con el tenedor las verduras frías y resecas. Martha había elegido y comprado una botella de vino. Era tan malo como la comida.

La cogí de la mano.

—Querida mía —dije—, mañana por la mañana debes hacer la maleta por la mañana temprano y coger el tren de las 11.15 hacia Yarmouth. Allí debes recuperar tu antiguo trabajo en el hotel; de no poder ser, debes conseguir uno parecido. No más tarde de mañana por la noche debes visitar a tus padres y a tu hermano en Winterton y decirles que estás bien y eres feliz…, que con tus propios ahorros te tomaste unas pequeñas vacaciones en Brighton.

Para su honra, Martha no gimoteó ni dijo tonterías. Se mordió los labios y dijo:

—Señor Collins, amor mío, ¿he hecho algo que te ofenda? ¿Es por la cena?

Me reí a pesar de la fatiga y del dolor de la gota reumatoide, que iba en aumento en mis ojos y miembros.

—No, no, querida mía. Sencillamente, es que hay un detective husmeando por ahí y no debemos darle motivo alguno para que me chantajee…, ni a ti ni a tu familia, querida. Debemos separarnos un tiempo hasta que se canse de este jueguecito.

—¡Un policía! —dijo Martha. Se mostraba imperturbable, pero seguía siendo todavía una provinciana de clase humilde. La Policía, especialmente la Policía de Londres, producía gran terror en los de su clase.

Sonreí de nuevo para acallar sus temores.

—No, en absoluto. Ya no es policía, Martha, querida mía. Es un detective privado de lo más sórdido, contratado por señores ancianos para que siga a sus jóvenes esposas cuando salen a hacer obras de caridad. No hay que preocuparse por eso.

—Pero ¿debemos separarnos?

Ella miró la habitación y aseguraría que estaba observando el soso mobiliario y las aburridas estampas de las paredes para memorizarlas como lo observaría todo un miembro de la familia real a punto de ser desterrado de su castillo ancestral.

—Será por poco tiempo —le dije de nuevo, dándole unas palmaditas en la mano—. Me encargaré de ese detective y luego haremos planes otra vez. De hecho, continuaré alquilando estas mismas habitaciones a nombre de la señora Dawson, con la certeza de que volverás pronto. ¿Te gustaría?

—Sí, me gustaría mucho, señor… Dawson. ¿Puedes pasar la noche conmigo hoy? ¿Esta última noche, al menos?

—Esta noche no, queridísima. La gota me ataca con fuerza hoy. Necesito ir a casa a tomar mi medicina.

—Ah, ojalá hubieras dejado una botellita de tu medicina aquí, amor mío, así podría aliviarte el dolor mientras alivio todas tus demás tensiones y ansiedades. —Me estrechó la mano con tanta fuerza que el dolor me recorrió el brazo. Había lágrimas en sus ojos, y supe que eran por mí y no por su exilio. Martha R. tenía un alma compasiva.

—El tren de las 11.15 —le dije, y dejé monedas y billetes, un total de seis libras, encima del tocador. Me levanté y me puse el abrigo—. Procura no dejarte nada aquí, querida. Viaja con toda tranquilidad. Me pondré en contacto contigo muy pronto.

Harriet, de catorce años, estaba dormida en su habitación, pero Caroline todavía estaba despierta cuando llegué a casa, al número 9 de Melcombe Place.

—¿Tienes hambre? —me preguntó—. Tengo ternera y te he guardado un poco.

—No, sólo un poco de vino, quizá —dije—. Hoy estoy fatal de la gota.

Me fui a la cocina, abrí mi armario privado con la llave que llevaba en el chaleco, me bebí tres vasos de láudano y volví con Caroline al comedor, donde ella llenó dos vasos de un buen madeira. Todavía notaba en la boca el sabor del horroroso vino de Martha y quería eliminarlo.

—¿Qué tal te ha ido el día con Dickens? —me preguntó—. No esperaba que te quedaras hasta tan tarde.

—Ya sabes lo pesado que se pone cuando te invita a cenar. No acepta un no como respuesta.

—Pues en realidad no lo sé —dijo Caroline—. Todas mis comidas con el señor Dickens han sido contigo, o bien aquí en casa o en una sala privada de algún restaurante. Nunca me ha insistido «a mí» para que me quedara hasta tarde en su mesa.

No le discutí tal cosa. Notaba que el láudano empezaba a actuar contra mi terrible y vibrante dolor de cabeza. La medicina me daba la sensación extraña de inclinarme hacia arriba y hacia abajo, como si la mesa y la silla del comedor fuesen un barco pequeño atrapado en la estela de un barco mayor.

—¿Has tenido una agradable conversación con él? —insistió Caroline.

Llevaba una bata de casa de seda roja un poco demasiado llamativa para que resultase del mejor gusto. Las flores doradas bordadas que tenía parecían latir y vibrar ante mi vista.

—Creo que Dickens ha amenazado con matarme esta tarde si no seguía sus órdenes —le contesté—. Sacrificarme como a un perro desobediente.

—¡Wilkie! —Su horror era real; su rostro se volvió blanco a la luz de la lámpara.

Reí forzadamente.

—No te preocupes, querida. No va a ocurrir nada semejante, por supuesto. Es sólo un ejemplo más de la inclinación de Wilkie Collins por la hipérbole. Dimos un delicioso paseo. Charlamos esta tarde y tuvimos una conversación más agradable aún durante la cena, y después: brandy y cigarros. John Forster y su nueva esposa también estaban allí.

—Ah, ese pesado.

—Sí. —Me quité las gafas y me froté las sienes—. Debería irme a la cama.

—Pobrecillo —dijo Caroline—. ¿Te ayudaría que te frotara un poco los músculos?

—Sí, creo que sí.

No sé dónde aprendió Caroline G. el arte del masaje muscular. Nunca se lo he preguntado. Como gran parte de su vida antes de que yo la conociese, doce años antes, seguía siendo un misterio.

Pero el placer y la relajación que me procuraban sus manos no eran ningún misterio.

Media hora después, en mi dormitorio, cuando ella acabó, susurró:

—¿Quieres que me quede esta noche, cariño?

—No, esta noche no, amor mío. La gota todavía me hace sufrir mucho (a medida que baja el placer, el dolor vuelve a resurgir, como sabes) y mañana por la mañana tengo mucho trabajo que hacer.

Caroline asintió, me besó en la mejilla, se llevó la vela del tocador y se fue escaleras abajo.

Pensé en escribir entonces, trabajar por la noche, como había hecho a menudo con La mujer de blanco y con libros anteriores, pero un ruido sutil en el descansillo del primer piso, junto a la puerta de mi dormitorio, me convenció de que me quedara donde estaba. La mujer de la piel verde y los dientes como colmillos se volvía más atrevida cada vez. Unos meses después de que nos trasladásemos allí empezó a merodear por la escalera de servicio, oscura y empinada, y seguía haciéndolo, pero ahora oía con frecuencia sus pies desnudos en la alfombra y en la madera del rellano, después de medianoche.

Aunque tal vez el ruido procediera de mi estudio. Eso sería peor, llegar allí en la oscuridad y verlo a «él» escribiendo en mi lugar a la luz de la luna.

Me quedé en el dormitorio y me dirigí hacia la ventana, separando las cortinas con precaución.

Junto a la farola de la esquina se encontraba un chico harapiento. Estaba sentado con la espalda apoyada en un cubo de basura, posiblemente dormido. Quizás estaba mirando hacia arriba, a mi ventana. Sus ojos quedaban en la sombra.

Cerré las cortinas y volví a la cama. A veces el láudano me mantenía despierto toda la noche; otras veces me hacía dormir y me provocaba unos sueños muy intensos.

Iba derivando hacia el sueño, desterrando a Charles Dickens y a su fantasma Drood de mis pensamientos cuando mi nariz se llenó de un aroma asfixiante, casi enfermizo; aparecieron imágenes de los geranios rojos, montañas y montañas y pilas funerarias de geranios escarlata que palpitaban bajo mis párpados como chorros de sangre.

—Dios mío —exclamé en voz alta, sentado en la oscuridad, imbuido de una certeza tan absoluta que casi parecía una forma de clarividencia—. Charles Dickens va a asesinar a Edmond Dickenson.