15

Decidí unirme a Dickens durante unos días en su gira.

El inspector Field estaba en lo cierto al decir que a Dickens le encantaría la idea de que me uniese a él durante un tiempo en el viaje. Le envié una nota a Wills, que, exhausto como debía de estar al tener que viajar cada día con el Inimitable, iba y venía a Londres cada pocos días desde la gira para ocuparse de sus asuntos y los de Dickens en la revista, junto con Forster (que desaprobaba la idea de la gira de lectura); al cabo de un día recibí algo muy raro para mí, un telegrama que decía:

Mi querido Wilkie. ¡La gira es muy divertida! Nuestro Dolby ha resultado un perfecto compañero de viaje y gerente. Disfrutarás de sus bromas. Yo lo hago. Ven con nosotros enseguida y viaja el tiempo que quieras, pagándote tú los gastos, claro. ¡Espero tu compañía!

C. Dickens

Me preguntaba cómo habría afectado el accidente de Staplehurst a los viajes casi diarios en ferrocarril del Inimitable, y lo descubrí pocos minutos después de salir de la estación de Bristol, de camino hacia Birmingham.

Estaba sentado justo enfrente de Dickens en el vagón. Él estaba solo. George Dolby y Wills ocupaban el asiento que yo tenía al lado, pero iban hablando, y quizá yo era el único que notaba que nuestro autor se estaba poniendo más tenso a medida que nuestro vagón cogía más velocidad. Las manos de Dickens se agarraron primero con fuerza al pomo de su bastón de paseo, y luego al alféizar de la ventanilla. Miraba por la ventanilla cuando aumentaban las vibraciones, luego apartaba la vista rápidamente y volvía a mirar fuera de nuevo. Su rostro, normalmente más oscuro que el de la mayoría de los ingleses debido a los efectos del sol durante sus paseos diarios, se puso más pálido y húmedo de sudor. Luego Dickens se sacó la petaca de viaje del bolsillo, dio un largo trago de brandy, respiró con más profundidad, dio un segundo trago y dejó la petaca. Entonces encendió un cigarrillo y se volvió a hablar con Dolby, Wills y conmigo.

El Inimitable había elegido un vestuario interesante, incluso excéntrico, deslumbrante diría yo, para aquel viaje: un chaquetón encima del cual se colocaba una elegante capa de Count D’Orsay; su rostro grisáceo y cansado, con la piel arrugada y bronceada por el sol (la palidez había menguado con el brandy y casi había desaparecido) asomaba debajo de un sombrero de fieltro ladeado con desenvoltura. Había oído comentar al osuno Dolby con el delgadísimo Wills en la estación de Bristol que «el sombrero hace que el jefe parezca un pirata caballeresco y modernizado con unos ojos en los que acecha la voluntad de acero de un demonio y la tierna compasión de un ángel».

Creo que Dolby también había probado un poco el brandy aquella mañana.

La conversación era muy animada. Nosotros éramos los únicos pasajeros en aquel vagón de primera clase, ya que el resto del pequeño séquito había partido a Birmingham antes que nosotros. Le había oído decir a Dickens que durante los primeros días de la gira, Wills había interrogado intensamente a Dolby para ver cómo manejaría aquel trabajo. Durante esas primeras lecturas de la ciudad, Dolby iba con los hombres del gas, y sólo Wills viajaba cada día con Dickens. Ahora, cuando tenían tras ellos Liverpool, Mánchester, Glasgow, Edimburgo y Bristol, y no se habían dado graves problemas en ninguna de esas ciudades, tan eficaz era el trabajo de Dolby, el enorme gerente viajaba con Dickens, para obvio deleite del Inimitable. El resto de la gira consistía en Birmingham, Aberdeen, Portsmouth y luego a casa, a realizar las últimas lecturas en Londres.

Dolby, a quien un cliente reciente (un escritor norteamericano llamado Mark Twain) describía como «un alegre gorila», cogió la enorme cesta de mimbre que había llevado consigo a bordo, colocó un mantel en la pequeña mesa plegable que había tenido la precaución de situar en el centro de nuestro vagón y procedió a presentar un almuerzo bufé consistente en bocadillos de huevo duro con anchoas, salmón con mayonesa, pollo y lengua fríos, buey en conserva, queso roquefort y tarta de cerezas para postre. También sacó un vino tinto bastante bueno, y un ponche de ginebra que había mantenido muy frío llenando de hielo el lavamanos del vagón. En cuanto los demás acabamos de comer, Dolby calentó café con una lamparilla de alcohol. Aparte de cualquier otra cosa, aquel hombre de largas patillas, risa contagiosa y simpático tartamudeo era eficiente de verdad.

Después de abrir una segunda botella de vino y acabarnos el ponche de ginebra helado, el grupo empezó a cantar canciones de viaje, algunas de las cuales yo mismo había cantado con Dickens cuando íbamos los dos solos por el país, o por Europa, la década anterior. Aquel día, a medida que nos acercábamos a Birmingham, Dickens se atrevió a bailar una danza marinera mientras nosotros le acompañábamos silbando. Cuando acabó, sin resuello, Dolby le dio un vaso enorme de ponche, y Dickens empezó a enseñarnos la canción de la bebida de Der Freischütz. De repente pasó un tren expreso rugiendo a nuestro lado, en dirección opuesta por la vía paralela, y el vacío arrancó el precioso sombrero de fieltro de Dickens de su cabeza ya medio calva. Wills, que parecía más bien un tipo tísico que un atleta, disparó su largo brazo fuera de la ventana y cogió el sombrero justo antes de que desapareciera para siempre en la campiña. Todos aplaudimos; Dickens dio unas fuertes palmadas en la espalda de aquel hombre tan frágil.

—Perdí una gorra de piel de foca en esta gira casi en las mismas circunstancias —me dijo Dickens, que cogió el sombrero de manos de Wills y se lo puso de nuevo—. Me habría disgustado mucho perder este tocado. Gracias a Dios, Wills es famoso por su juego defensivo en el cricket. Ya no recuerdo si era famoso por jugar como defensa medio externo o como defensa posterior, pero sus habilidades son legendarias. Sus aparadores relucen llenos de copas de plata.

—Pero si nunca he jugado al juego de… —empezó Wills.

—No importa, no importa —rió Dickens, dando palmadas en la espalda a su compañero de nuevo.

George Dolby estalló en risotadas que debieron de oírse desde un extremo del tren al otro.

En Birmingham entreví cómo sería la consistencia y el calendario de aquella gira.

Ciertamente, ya había estado en muchos hoteles, y aunque tales viajes solían ser muy divertidos, era muy consciente también de la mala salud de Dickens el invierno y la primavera anteriores; también sabía, por experiencia personal, que el viaje constante y los azares de la vida en un hotel no permiten recuperarse bien de una enfermedad. Él me había confiado que seguía viendo borroso con el ojo izquierdo y que le dolía muchísimo, que notaba el vientre siempre distendido y que sus flatulencias habían sido un problema durante toda la gira; además, la vibración del tren le producía una especie de náusea y de vértigo del cual no tenía tiempo de recuperarse durante sus cortas estancias en las ciudades en las que actuaba. El viaje movido, casi diario, y las noches agotadoras de lectura estaban llevando a Dickens más allá de los límites de su resistencia, eso estaba claro.

Al llegar a Birmingham, antes de descansar o deshacer el equipaje, Dickens corrió al teatro. Wills estaba preocupado con otras obligaciones, pero Dolby y yo seguimos al Inimitable.

Recorriendo la sala con el propietario del teatro, Dickens inmediatamente ordenó unos cambios. Siguiendo sus instrucciones, los asientos de ambos lados del escenario y algunos asientos de los palcos tuvieron que ser eliminados o acordonados, y luego él se puso de pie en su atril de lecturas hecho a medida y ordenó que se eliminaran más asientos aún de ambos lados del enorme teatro. Todo aquel que asistiera a su lectura debía estar en una línea de visión directa y sin nada en medio. No sólo para verle claramente, me pareció a mí, sino también para que él pudiera establecer contacto con ellos.

Sus operarios, que habían llegado antes, habían colocado una enorme pantalla color granate que se alzaría tras él cuando hablase; la pantalla tenía siete pies de alto y quince de ancho, y había también una alfombra del mismo color entre la pantalla y su atril. La luz de gas se encontraba asimismo en su lugar. Allí, el experto en gas y el de iluminación de Dickens habían montado dos tubos erectos que se alzaban a unos doce pies a cada lado del atril de lectura. Conectando los dos tubos, pero oculta a la vista del público por un tablero granate, se encontraba una hilera horizontal de luces de gas en unos reflectores de hojalata. Además de esta intensa iluminación, había también una luz de gas en cada tubo, protegida por una pantalla verde y apuntando directamente al rostro del lector.

Me quedé allí de pie con el resplandor de aquel hábil dispositivo de iluminación y las luces apuntándome durante un minuto nada más, pero encontré intimidatoria tanta luz. Me habría resultado difícil, si no imposible, leer de un libro cualquiera con toda aquella luz dándome en la cara, pero sabía que Dickens raramente «leía» los libros que llevaba al hacer aquellas supuestas lecturas. Había memorizado los cientos de páginas de texto que pensaba representar (leyendo, memorizando, alterando, mejorando y ensayando cada historia al menos doscientas veces) y podía cerrar el libro que llevaba en la mano después de empezar la representación o simplemente ir volviendo las páginas, con la mente ausente y de manera simbólica, mientras continuaba. La mayor parte del tiempo sus ojos mirarían desde el resplandeciente rectángulo de luz de gas hacia el público. Sin embargo, a pesar del desaforado resplandor de la luz de gas, Dickens podía ver los rostros de todos los que formaban su audiencia. Había dejado la iluminación de la sala lo bastante intensa para que se viera, lo había hecho a propósito.

Antes de abandonar mi puesto en el atril de lectura de Dickens, examiné el atril mismo. Elevada por cuatro esbeltas y elegantes patas, aquella especie de mesa se alzaba más o menos a la altura del ombligo del Inimitable. Con el tablero plano, la mesa estaba cubierta por un trozo de tela color carmesí aquella tarde. A cada lado de la mesa se encontraban unos pequeños aleros, el de la derecha estaba diseñado para contener una botella de agua, el de la izquierda para los caros guantes de cabritilla de Dickens y un pañuelo de bolsillo. También a la izquierda del tablero se encontraba un taco de madera rectangular en el cual Dickens podía descansar, o bien el codo izquierdo, o bien el derecho (cosa que hacía con frecuencia), cuando se inclinaba hacia delante. (A menudo leía desde la izquierda de la propia mesa y, lo sabía porque lo había visto en lecturas anteriores en Londres, podía inclinarse de repente hacia delante, juvenilmente, con el codo derecho apoyado en el taco de madera y moviendo sus manos expresivas. El efecto era que el público sentía un vínculo mucho más personal e íntimo con él).

Entonces Dickens se aclaró la garganta; yo me aparté de la mesa y bajé del escenario mientras el autor se acercaba a su atril de lectura y probaba la acústica de la sala pronunciando algunos fragmentos de la lectura que presentaría aquella noche. Me uní a George Dolby en la última fila de la platea.

—El Jefe empezó la gira leyendo su historia de Navidad, Doctor Marigold —susurraba Dolby, aunque estábamos muy lejos de Dickens—. Pero no funcionó, al menos no a su gusto (y no es necesario que le diga que es un perfeccionista exagerado), de modo que lo ha sustituido por algunos de los favoritos de siempre: la escena de la muerte de Paul de Dombey e hijo, la escena del señor, señora y señorita Squeers de Nicholas Nickleby, la escena del juicio de Pickwick, la escena de la tormenta de David Copperfield y, por supuesto, Cuento de Navidad. La gente nunca se cansa del Cuento de Navidad.

—Estoy seguro de que así es —dije, secamente.

Era algo conocido mi desdén por la «hipocresía navideña». También observé que el tartamudeo de Dolby desaparecía cuando susurraba. Qué extrañas son tales aflicciones. Recordando precisamente las mías, saqué la pequeña petaca que ahora contenía mi láudano y di varios tragos.

—Perdone que no le ofrezca un poco —le dije a Dolby con un tono coloquial, sin dejarme intimidar por Dickens que todavía iba recitando fragmentos de esto o de lo otro desde el escenario distante—. Es medicinal.

—Lo comprendo perfectamente —susurró Dolby.

—Me sorprende que Doctor Marigold no le haya gustado a la gente —dije—. Nuestro número navideño con esa historia ha vendido más de doscientos cincuenta mil ejemplares.

Dolby se encogió de hombros.

—El Jefe consiguió risas y lágrimas con él —dijo, bajito—. Pero no las suficientes risas y lágrimas, dijo. Y no precisamente en los momentos indicados. Así que la desechó.

—Qué lástima —exclamé, notando que la calidez despreocupada de la droga entraba en mi organismo—. Dickens lo ensayó durante más de tres meses.

—El Jefe lo ensaya «todo» —susurró Dolby.

No sabía qué pensar de ese absurdo apelativo de «Jefe» que Dolby había asignado a Dickens, pero el propio Inimitable parecía disfrutar de aquel título. Por lo que podía percibir, a Dickens le gustaba casi todo lo que provenía de aquel oso enorme, corpulento y tartamudo que era su gerente. No tenía duda alguna de que aquel comerciante del espectáculo común y corriente estaba usurpando la posición de amigo íntimo y ocasional confidente que yo ostentaba respecto a Dickens desde hacía ya más de una década. De nuevo (y no por primera vez bajo la clara lucidez del láudano) vi con toda exactitud que Forster, Wills, Macready, Dolby, Fitzgerald, todos nosotros no éramos más que simples planetas girando y compitiendo por ver quién se aproximaba más en sus revoluciones en torno al sol canoso, flatulento y arrugado que era Charles Dickens.

Sin una palabra más, me levanté y dejé el teatro.

Había intentado volver al hotel (Dickens iría allí a descansar las pocas horas que quedaban antes de su actuación, lo sabía bien, pero se concentraría en sí mismo y no estaría dispuesto a entablar conversación hasta después de que acabase la larga noche de lecturas), pero me encontré deambulando por las calles oscuras y cubiertas de hollín de Birmingham y preguntándome por qué estaba allí.

Ocho años antes, en el otoño de 1858, después de acompañar a Dickens a aquel absurdo viaje al norte en pos de Ellen Ternan, tras haberme convencido él de que nuestro viaje era para documentar nuestra colaboración en El viaje inútil de dos aprendices gandules, y después de que casi me mato en el Carrick Fell, volví a Londres en otoño con los ojos puestos firmemente en el teatro. Justo después del éxito de Profundidades heladas del año anterior, el famoso actor Frank Robson había comprado mi antiguo melodrama El faro, protagonizado por Dickens, igual que Profundidades heladas, y el 10 de agosto de 1857 mi sueño de convertirme en dramaturgo profesional se hizo realidad. Dickens se sentó conmigo en el palco del autor y aplaudió igual que los demás —confieso que me puse de pie e hice una reverencia durante la ovación—, pero «ovación» sería una palabra demasiado fuerte; los aplausos sonaban más respetuosos que entusiastas.

Las críticas de El faro fueron igual de respetuosas y tibias. Hasta el amable John Oxenford, del Times, escribió: «No podemos evitar la conclusión de que El faro, con todos sus méritos, es más bien una anécdota dramática que un drama real».

A pesar de toda esa tibieza, durante algunos meses de 1858, me había estrujado el cerebro al servicio de una composición más teatral, por usar una frase que entonces compartía con Dickens.

Fue el hijo de Dickens, Charley, que acababa de volver de Alemania y nos transmitía las impresiones de un lugar muy truculento allí en Francfort llamado Casa de los Muertos, el que me había dado inspiración. Inmediatamente cogí papel y pluma y esbocé una obra titulada El frasco rojo. Mis dos personajes principales eran un lunático y una dama envenenadora. (Siempre he sentido fascinación por el veneno y los que envenenan). Situé la escena principal de El frasco rojo en la Casa de los Muertos. Confieso, querido lector, que consideraba ideal aquel escenario: una habitación llena de cadáveres, todos tendidos sobre unas losas frías y bajo unas sábanas, cada uno con el dedo sujeto a un cordón que conducía arriba a una campanilla de alarma, por si alguno de los «muertos» no estaba muerto del todo. Aquel truculento escenario tocaba las zonas más profundas de nuestros miedos al entierro prematuro y a los muertos vivientes.

El propio Dickens no dijo demasiado cuando le propuse la idea, ni tampoco después, cuando le leí algunos fragmentos de la obra al acabarlos, pero sí que visitó un manicomio de Londres en busca de unos pequeños detalles que podían añadir más verosimilitud a mi lunático protagonista. Robson, que había hecho un excelente trabajo en El faro, aceptó la obra para el teatro Olympic y se reservó el papel del lunático. Disfruté enormemente de los ensayos y todos los actores implicados me aseguraron que la obra era maravillosa. Todos estaban de acuerdo en mi suposición de que los aficionados al teatro de Londres se habían convertido en una pandilla de desgraciados con la mente embotada, así que una estimulación suficiente tal vez los despertara.

El 11 de octubre de 1858, Dickens me acompañó al estreno de El frasco rojo y preparó una cena de celebración después del teatro para mí y para mis amigos, en su nuevo hogar ya sin esposa de Tavistock House. Un grupo de unas veinte personas nos sentamos juntos durante la obra.

Fue un desastre. Mientras mis amigos temblaban en las partes más deliciosamente morbosas y melodramáticas, el resto del público se burlaba. Las burlas más intensas llegaron en el clímax de la escena de la Casa de los Muertos en la que, demasiado obviamente, según los críticos posteriores, uno de los cadáveres hacía sonar la campanilla.

No hubo segunda representación. Dickens intentó mostrarse optimista durante el resto de aquella noche interminable, contando chistes en contra del público de Londres, pero la cena en Tavistock House fue un verdadero suplicio para mí. Como más tarde oí decir sin querer a ese fanfarrón de Percy Fitzgerald, fue un auténtico banquete funerario.

Sin embargo, el desastre de El frasco rojo no consiguió disuadirme de mi decidida intención de inquietar, fascinar y repeler simultáneamente a mis compatriotas. Poco después del enorme éxito de La mujer de blanco, se me preguntó cuál era el secreto de mi éxito; yo, modestamente, le dije a mi interlocutor:

1. Busca una idea central.

2. Idea unos personajes.

3. Deja que los personajes desarrollen los incidentes.

4. Empieza la historia por el principio.

Comparen, si quieren, este principio artístico casi científico con la forma azarosa de componer sus novelas que Charles Dickens había usado a lo largo de décadas: sacando personajes de la nada (a menudo basados, quieras que no, en personas de su propia vida) sin pensar en cómo podían servir al propósito principal, mezclando una plétora de ideas al azar, haciendo que los personajes se perdiesen en sucesos incidentales y tramas accesorias que no tenían nada que ver con la idea central, y empezando a menudo sus historias a mitad del camino, es decir, violando el importante principio de Collins de «lo primero es lo primero».

Era un milagro que hubiésemos podido colaborar tantas veces como lo hicimos. Me enorgullecía bastante de aportar alguna coherencia a las obras teatrales, historias, relatos de viajes y obras largas que él había delineado o en los que habíamos trabajado juntos.

Así pues, ¿por qué, me preguntaba aquella tarde de mayo inusualmente fría y lluviosa en Birmingham, estaba allí viendo a Dickens mientras éste llegaba a las últimas etapas de lo que parecía ser una gira que tenía un éxito increíble por Inglaterra y Escocia? Los críticos censuraban incesantemente mi facilidad para lo que ellos llamaban «melodrama», pero ¿cómo demonios llamar a aquella nueva y estrafalaria combinación de literatura y desenfrenada teatralidad que Dickens estaba poniendo en escena cada noche? Nadie en nuestra profesión había hecho algo semejante antes. Nadie en el «mundo» había visto u oído nada semejante hasta aquel momento. Aquello degradaba el papel del autor y convertía la literatura en un carnaval de medio penique. Dickens estaba halagando a las masas como un payaso de circo con un perrito.

Ésos eran los pensamientos que tenía en la mente en el momento en que pasaba por una callecita lúgubre y sin ventanas, que resultó más bien un callejón que una calle en realidad, a decir verdad, de modo que di la vuelta y me encontré con dos hombres que me cerraban el paso.

—Perdónenme, por favor —dije bruscamente, agitando mi bastón con empuñadura de oro para que se apartasen del paso.

Pero ellos no se movieron.

Me dirigí hacia la derecha en el estrecho callejón, pero ellos se desplazaron hacia su izquierda. Me detuve y empecé a caminar hacia mi izquierda, y ellos se movieron hacia su derecha.

—¿Qué es esto? —pregunté.

Su única respuesta fue seguir moviéndose hacia mí. Ambos se llevaron las manos a los bolsillos de sus harapientas chaquetas; cuando volvieron a emerger aquellos dedos callosos y sucios, llevaban en ellas unos cuchillos.

Me volví rápidamente y corrí a toda prisa hacia la avenida principal y vi entonces a un tercer hombre que entraba en el callejón y lo bloqueaba: su forma abultada era una silueta amenazadora que interceptaba la luz de la tarde que tenía detrás. También llevaba algo en la mano derecha. Algo que brillaba a la luz desfalleciente.

Confieso aquí, querido lector, que el corazón me empezó a latir salvajemente y que noté una liquidez urgente en la zona de los intestinos. No me gusta pensar en mí mismo como un cobarde, ¿a quién le gusta?, pero la verdad es que soy un hombre menudo, pacífico; además, aunque de vez en cuando puedo escribir obras de ficción sobre violencia, puñetazos, trifulcas y asesinatos, no son cosas que yo haya experimentado personalmente, ni quiero hacerlo.

En aquel momento quise salir corriendo. Tuve la compulsión absurda, pero real, de llamar a mi madre, aunque Harriet estaba a centenares de millas de allí.

Aunque ninguno de los tres hombres dijo una palabra, busqué en mi chaqueta y saqué la cartera. Muchos de mis amigos y conocidos (ciertamente, Dickens entre ellos) me consideraban un poco demasiado reacio a separarme de mi dinero. En realidad Dickens y sus amigos, que habían recibido la bendición del dinero desde hacía muchos años, ignoraban mi necesidad de disciplina pecuniaria y me consideraban un avaro cicatero y miserable, a la manera del Ebenezer Scrooge anterior a la revelación.

Pero en aquel momento habría dado hasta la última libra y chelín que poseía, e incluso mi reloj, que aunque no era de oro resultaba de bastante utilidad, a aquellos rufianes, sólo para que me dejaran pasar.

Tal como he dicho, no me pidieron dinero. Quizás eso fue lo que más me asustó. O quizá fuese el aspecto terriblemente serio e inhumano de sus rostros patilludos…, especialmente la mortal concentración combinada con una especie de alegría anticipada en los ojos grises del mayor de los hombres, que ahora se acercaba a mí con el cuchillo en ristre.

—¡Alto! —dije, débilmente. Y de nuevo—: Alto… Alto…

El hombre corpulento con la ropa desastrada levantó el cuchillo hasta que éste casi me tocó el pecho y el cuello.

—¡Alto! —gritó una voz mucho más potente y más autoritaria que venía de detrás de nosotros tres, desde la calle donde todavía había luz y esperanza.

Mis asaltantes y yo nos volvimos a mirar.

Un hombre bajo con traje marrón estaba allí de pie. A pesar de su voz autoritaria, no era más alto que yo. No llevaba sombrero y vi un cabello corto, gris y rizado, pegado a la cabeza por la lluvia ligera que estaba cayendo.

—Vete, amigo —gruñó el hombre que tenía el cuchillo empuñado en mi garganta—. Será mejor que no formes parte de esto.

—Sí que formo parte —dijo el hombre bajito, y corrió hacia nosotros.

Los tres asaltantes se volvieron en su dirección, pero mis piernas estaban demasiado inseguras para permitirme escapar corriendo. Estaba seguro de que tanto yo como mi posible rescatador yaceríamos muertos en los asquerosos adoquines de aquel callejón sin nombre y sin luz, al cabo de unos segundos.

El hombre del traje marrón, que primero había pensado que era igual de corpulento que yo, pero ahora veía que era muy compacto pero tan musculado como un diminuto acróbata, buscó en la chaqueta de tweed de su traje y sacó rápidamente un trozo de madera corto, obviamente bien sopesado, que parecía un cruce entre un bichero de marinero y la porra de un policía. Esa porra tenía la cabeza gruesa y pesada y parecía tener un núcleo de plomo o algo igual de pesado.

Dos de mis asaltantes saltaron hacia él. El extraño del traje marrón rompió la muñeca y las costillas del primer matón con dos golpes rápidos y luego atizó al otro en la cabeza, lo que produjo un sonido como no había oído otro semejante en mi vida. El más robusto de mis atacantes (el hombre de ojos asesinos y con patillas que sólo un segundo antes apoyaba un cuchillo en mi garganta) extendió la hoja con el pulgar por encima, hizo un amago, giró, embistió y lanzó estocadas hacia mi rescatador desde una postura agachada, como si fuera un gato, movimientos parecidos a una danza que seguramente había practicado y perfeccionado en mil peleas a cuchillo en los callejones.

El hombre del traje marrón saltó de espaldas mientras la hoja de su atacante pasaba primero a la derecha y luego a la izquierda formando un maligno arco que podía haberle destripado si no hubiese sido por su agilidad. Luego, mucho más rápido de lo que se podía imaginar a juzgar por su aspecto sólido, mi salvador dio un salto, rompió el antebrazo derecho de nuestro común asaltante mediante un golpe de arriba abajo de su pequeña porra, luego rompió la mandíbula del matón con el revés del mismo impulso y, mientras el hombretón caía, le golpeó una tercera vez en la entrepierna con tal velocidad que me doblé hacia delante y grité a mi vez; luego le golpeó por última vez en la nuca mientras el otro se ponía primero de rodillas y luego caía de cara en el barro.

Sólo el primer asaltante, el de las costillas y la muñeca rota, seguía consciente. Se tambaleaba dirigiéndose hacia la oscuridad más espesa del callejón.

El hombre del traje marrón corrió hacia él, le hizo girar, le golpeó dos veces en el rostro con el arma reducida pero mortal, le dio patadas en las piernas y luego le propinó un último y bestial golpe en la cabeza mientras yacía allí, quejándose. No hubo más quejidos.

Luego, el hombre compacto del traje marrón se volvió hacia mí.

Admito que había retrocedido con las manos levantadas y las palmas abiertas, implorantes, dirigidas hacia aquella figura baja y mortal que se aproximaba. Había estado a punto, muy a punto de ensuciar mi ropa interior. Sólo la increíble (e incluso diría que «imposible») velocidad de la violencia que acababa de presenciar había evitado mi plena y total reacción de terror.

Había escrito acerca de violentos altercados muchas veces, pero los acontecimientos físicos estaban registrados siempre como si fueran una coreografía, y se llevaban a cabo con movimientos lentos y deliberados. La violencia real que acababa de presenciar (ciertamente, la peor que jamás había visto, y la más salvaje) había ocurrido en siete u ocho segundos. Había, me di cuenta de ello, una posibilidad muy real de que vomitase si aquella terrorífica figura con el traje marrón no me mataba primero. Levanté las manos e intenté hablar.

—Todo va bien, señor Collins —dijo el hombre, que se metió la porra en el bolsillo de la chaqueta y me cogió firmemente por el brazo.

Así me condujo hacia el lugar de donde venía, hacia la luz de la calle principal. Pasaban cupés y coches de caballos como si nada extraordinario acabase de ocurrir.

—Pero ¿quién…, quién es usted? —conseguí decir.

Su presa en mi brazo era tan implacable como uno se imagina que podrían ser las garras del torno de acero de un herrero.

—Barris, señor. A su servicio. Tenemos que volver al hotel, señor.

—¿Barris? —Me avergonzaba notar el temblor y el tartamudeo en mi voz. Siempre me había enorgullecido de mostrarme frío en cualquier situación difícil, en el mar o en la tierra, aunque en los últimos meses y años, lo admito, esa ecuanimidad se debía en cierta medida al láudano.

—Sí, señor. Reginald Barris. El detective Reginald Barris. Reggie para mis amigos, señor Collins.

—¿Es usted de la Policía de Birmingham? —dije, mientras nos dirigíamos al este caminando con rapidez, con su mano todavía en mi brazo.

Barris se echó a reír.

—Oh, no, señor. Yo trabajo para el inspector Field. He venido de Londres por Bristol, igual que usted, señor.

Uno usa la palabra «flojas» en relación con las «piernas» muy a menudo en la ficción, es un tópico. Pero «notar» de verdad las piernas tan inseguras y flojas que te resulte difícil caminar es una situación absurda, especialmente para alguien como yo, a quien le gusta navegar y que no tiene el menor problema a la hora de caminar por una cubierta oscilante en alta mar, en el Canal.

Conseguí decir:

—¿No deberíamos volver? Esos tres hombres podrían estar heridos.

Barris, si es que ése era su verdadero nombre, se echó a reír.

—Oh, le garantizo que están heridos, señor Collins. Uno está muerto, creo. Pero no vamos a volver. Dejémoslos allí.

—¿Muerto? —repetí, estúpidamente. No podía creerlo. No quería creerlo—. ¿Debemos informar a la Policía?

—¿A la Policía? —exclamó Barris—. Ah, no, señor. Creo que no. El inspector Field me despediría si mi nombre y el de nuestra empresa privada de investigación apareciera en los periódicos de Birmingham y Londres. Y usted podría quedarse retenido aquí durante días, señor Collins. Y podrían hacerle volver para testificar en una inacabable serie de interrogatorios y vistas. ¿Y todo por tres maleantes callejeros que estaban dispuestos a cortarle la garganta para robarle la cartera? Por favor, señor, quítese eso de la cabeza.

—No lo comprendo —dije, mientras girábamos hacia el este, hacia una calle más ancha aún. Reconocí entonces el camino de vuelta al hotel. Las farolas ya estaban encendidas a lo largo de aquel animado bulevar—. ¿Le envió a usted Field… para que me vigilara? ¿Para que me protegiera?

—Sí, señor —dijo Barris, soltando al fin mi brazo. Notaba el flujo de la sangre allí donde me había sujetado, cortando la circulación—. Es decir, señor, somos dos los que les…, bueno…, acompañamos a usted y al señor Dickens en su gira. Por si el señor Drood hacía su aparición, señor. O sus agentes.

—¿Drood? —dije—. ¿Agentes? ¿Cree usted que a esos hombres los envió Drood a matarme? —Por algún motivo, aquella idea hizo que mis intestinos se aflojaran de nuevo. Aquella fantasía de Drood había sido un juego ingenioso aunque algo agotador, hasta aquel momento.

—¿Ésos, señor? Oh, no, señor. Estoy seguro de que esos matones no tenían nada que ver con ese Drood a quien busca el inspector. Nada en absoluto, señor. Puede confiar en ello.

—¿Cómo? —dije, mientras aparecía el hotel a la vista—. ¿Por qué?

Barris sonrió levemente.

—Eran blancos, señor. Drood casi nunca usa hombres blancos para sus servicios, aunque se sabe que a veces emplea a algún alemán o irlandés. No, él habría enviado chinos, lascares o hindúes, o incluso algún negro recién salido de un barco, si hubiese querido matarle aquí o en Bristol, señor. Bueno, aquí está su hotel y el del señor Dickens, señor Collins. Uno de mis colegas está ahí y velará por su bienestar una vez entre en el vestíbulo. Me quedaré aquí y vigilaré hasta que alcance la puerta, señor.

—¿Colegas? —repetí.

Barris había retrocedido entre las sombras de un callejón y ahora se llevaba la mano a la frente como si me saludara tocando un sombrero invisible.

Me volví y me dirigí tambaleante hacia la iluminada entrada del hotel.

No tenía intención alguna de asistir a la actuación de Dickens después de tan terrible experiencia, pero después de un baño caliente y de al menos cuatro vasos de láudano (vacié mi petaca y la volví a rellenar con la botella cuidadosamente envuelta que llevaba en mi equipaje) decidí vestirme adecuadamente para la noche y asistir a la lectura. Después de todo, había acudido a Birmingham para eso.

Sabía por Wills y Dolby que no se podía acceder a Dickens en la última hora o dos antes de su actuación nocturna. Él y su gerente se fueron andando al teatro, y yo cogí un coche un rato después. No tenía intención alguna de caminar solo en la oscuridad por las calles de Birmingham de nuevo. (Si el detective Barris o sus colegas estaban allí fuera vigilándome, no los vi cuando el coche de caballos me dejó en la entrada lateral del teatro).

Eran las siete y cuarto; el público estaba llegando. Me quedé de pie en la parte posterior de la sala, y vi que aparecían los expertos en gas y luz de Dickens; comprobaron la estructura de los oscuros tubos y las lámparas ahora sin luz a ambos lados del teatro, luego se retiraron. Un momento después reapareció el hombre del gas solo, hizo algún ajuste a las lámparas superiores, ocultas bajo el tablero cubierto de tela granate, y se retiró otra vez. Varios minutos después, el hombre del gas reapareció por tercera vez y encendió el gas. El efecto de la iluminación con el fondo oscuro, muy leve por aquel entonces, pero iluminando claramente el atril de lectura de Dickens, era realmente sorprendente. Había cientos de personas en sus asientos por aquel entonces, y todos se quedaron muy callados y en tensión, contemplando con un interés concentrado que era casi palpable.

Momentos después, George Dolby entró en el escenario, miró la iluminación, ahora baja, luego la mesa, y luego al público congregado, con aire de presunción. Dolby recolocó ligeramente la botella de agua en la mesa de Dickens, asintió como si estuviera satisfecho con aquel ajuste importante y esencial, y desapareció lentamente detrás de la elevada pantalla que se extendía desde un lado de la cortina del escenario hasta la zona central de lectura. Mientras me dirigía por un lado del estrado para situarme también entre bambalinas y Dolby llegaba justo detrás de mí, pensé en las acotaciones escénicas más famosas de Shakespeare de Cuento de invierno: «Sale, seguido por un oso».

En su camerino, Dickens se encontraba vestido con traje formal de noche. Me alegré de haber decidido ponerme también el mío, aunque todo el mundo que me conocía sabía lo poco que me preocupaba por la ropa formal o por tener el aspecto adecuado. Pero aquella noche, la corbata blanca y el frac parecían apropiados…, quizás incluso necesarios.

—Ah, mi querido Wilkie —dijo el Inimitable, cuando entré—. Qué amable has sido al asistir a la función de esta noche. —Parecía completamente tranquilo, pero se le había olvidado que yo había pasado todo el día viajando con él hacia Birmingham.

Había un ramito de geranios rojos en su tocador, y cortó uno para ponérselo en el ojal, lo arregló, luego cortó otro y me lo puso a mí en la solapa.

—Vamos —dijo, mientras se colocaba bien la cadena de oro del reloj y comprobaba por última vez los botones, la barba y los aceitados rizos en el espejo—. Debemos echar un vistazo a los nativos, porque seguro que se están impacientando.

Salimos al escenario, detrás de la pantalla protectora, donde seguía todavía Dolby. Dickens me enseñó una pequeña grieta de la pantalla, por donde —una vez se hubiese corrido a un lado un faldón de tela— podíamos mirar a la audiencia, ya completa y algo inquieta. Me dejó mirar a mí también. En aquel momento, me sentí ansioso y me pregunté, a pesar de toda mi experiencia como actor teatral, si sería capaz alguna vez de llevar a cabo una lectura sin sucumbir al nerviosismo, pero el propio Dickens no mostraba ansiedad alguna. El hombre del gas se acercó a él, Dickens asintió, se inclinó más hacia el agujero en la pantalla y, mientras el hombre del gas salía tranquilamente al escenario y hacía los últimos ajustes a las lámparas, el Inimitable me susurró:

—Ésta es mi parte favorita de la velada, Wilkie.

Me incliné tanto hacia él que podía oler la pomada que llevaba en los rizos; ambos miramos por la grieta. De pronto, las luces subieron de intensidad de manera espectacular y dos mil rostros se iluminaron con una luz intensa, mientras de la audiencia surgía un «aaaahh…» de expectación.

—Será mejor que tomes asiento, amigo mío —susurró Dickens—. Esperaré otro minuto, más o menos, para estimular su curiosidad, y luego empezaremos.

Había empezado a apartarme cuando me hizo señas de que volviera. Poniendo la boca muy cerca de mi oído, susurró:

—Vigila por si aparece Drood. Podría estar en cualquier parte.

No sabía si lo decía en serio, de modo que asentí y me alejé en la oscuridad y luego salí, me dirigí hacia las escaleras laterales, luego subí en dirección contraria a los asistentes que llegaban tarde hacia la parte trasera del vestíbulo, y luego volví a bajar hacia el escenario de nuevo hacia mi asiento reservado, situado junto al pasillo, a unos dos tercios hacia atrás. Le había pedido a Will que me preparase ese asiento para poder escabullirme y reunirme con Dickens en el camerino más fácilmente en la pausa que había a los noventa minutos de la lectura, que duraba dos horas. La alfombra granate del escenario, la mesa-atril e incluso la botella de agua, iluminadas como estaban con aquellas luces intensas, parecían preñadas de posibilidades en aquel minuto antes de que apareciese Dickens.

De pronto, estalló una salva de aplausos cuando la esbelta figura de Dickens se dirigió hacia su atril. El aplauso arreció y continuó hasta un nivel ensordecedor, pero él lo ignoró completamente y se sirvió algo de agua de la botella; esperó silenciosamente que amainara la ovación, como podría esperar uno a que pase un carruaje antes de cruzar una calle. Luego, cuando finalmente se hizo el silencio, Dickens… no hizo nada. Sencillamente se quedó allí mirando al público, volviendo la cabeza ligeramente de vez en cuando, como para ver a todo el mundo. Parecía que buscara la mirada de cada uno de los hombres y mujeres que estaban allí aquella noche…, y debía de haber más de dos mil apiñados en aquella sala.

Uno o dos rezagados encontraron sus asientos al fin al fondo del teatro, y Dickens esperó con aquella calma total y algo inquietante hasta que lo consiguieron. Luego pareció situarlos durante unos segundos con su mirada fría, seria, intensa y, sin embargo, levemente interrogante.

Y por fin empezó.

Varios años después de aquella noche en Birmingham, Dolby me dijo: «Ver leer al Jefe durante aquellos últimos años no era como asistir a una actuación; era más bien como formar parte de un “espectáculo”. No era un entretenimiento absoluto; más bien era un “hechizo”».

Hechizados. Sí, quizás. O poseídos, como los espiritistas tan de moda en mi época, querido lector, estaban poseídos supuestamente por sus espíritus guía hacia el Otro Lado. Pero no era sólo Charles Dickens el que parecía poseído durante aquellas lecturas; todo el público se unía a él. Como verá, resultaba difícil no unirse a él.

Me entristece mucho, querido lector, que nadie de su futura generación haya oído o visto leer a Charles Dickens. En mi época, mientras escribo esto, se están haciendo experimentos para grabar las voces en diversos cilindros, igual que los fotógrafos capturan las imágenes de una persona en unas placas de película. Pero todo esto ha llegado después de la muerte de Charles Dickens. Nadie en nuestros días volverá a oír su voz aguda, ligeramente ceceante. Dado que ninguna de sus charlas fue capturada jamás en daguerrotipo o en cualquier otro dispositivo fotográfico, que yo sepa, y como tales formas de fotografía disponibles en tiempos de Dickens eran demasiado lentas para captar a cualquier persona con el más ligero movimiento (de todos modos Dickens «siempre» estaba en movimiento), tampoco nadie verá el extraño cambio que se producía en el Inimitable y en su público durante esas actuaciones. Sus lecturas eran únicas en nuestra época y, aventuro la opinión, nunca igualadas ni adecuadamente imitadas en la suya (si los autores todavía escriben libros en ese futuro en el que habita).

Aun con el resplandor de esas brillantes luces de gas, una nube extraña e iridiscente parecía flotar en torno a Charles Dickens mientras leía su cuento de Navidad más reciente. Aquella nube, creo, era la manifestación ectoplásmica de los muchos personajes que Dickens había creado y a los cuales ahora convocaba (uno a uno) para que hablasen y actuasen ante nosotros.

A medida que esos fantasmas entraban en él, la postura de Dickens iba cambiando. Podía agitarse, alerta, o bien desmadejarse lleno de abatimiento o de pereza, como dictaba el espíritu de cada personaje. El rostro del autor cambiaba inmediata y totalmente: algunos músculos faciales usados con frecuencia por Charles Dickens se relajaban, otros se ponían en movimiento. Sonrisas, miraditas lascivas, ceños, miradas de complicidad que nunca usaba el hombre que vivía en Gad’s Hill pasaban por el rostro de aquel receptáculo poseído por los espíritus que se encontraba frente a nosotros. Su voz cambiaba de un segundo a otro, e incluso en los rápidos intercambios de los diálogos Dickens parecía poseído simultáneamente por dos o más demonios.

En otras lecturas, había oído que su tono cambiaba instantáneamente del graznido áspero, ronco, ceceante, apresurado y susurrado de Fagin («¡Ah! Me guzta cómo actúa ese muchacho. Nos zerá muy útil; él zabe ya cómo entrenar a la chica. tan zilenziozo como un ratón, querido mío, y déjame oírlez hablar…, déjame oírloz)», hasta la hosca voz de tenor del señor Domby o la voz boba y afectada de la señorita Squeers, y luego un cockney tan perfecto que ningún actor de la escena inglesa podía rivalizar con su acento.

De todos modos, era algo más que la voz y el lenguaje lo que nos atraía a todos allí, aquella noche. Todo Dickens cambiaba en el instante en que pasaba de un personaje al siguiente (o en el instante en que uno de los personajes salía de su cuerpo y entraba otro). Cuando se convertía en el judío Fagin, la postura de Dickens, siempre muy erguida, casi marcial, se transformaba en la postura encorvada, con los hombros caídos, de ese hombre malvado. La frente del autor parecía crecer y alargarse, sus cejas se volvían más pobladas, y sus ojos iban hundiéndose en dos pozos oscuros y parecían brillar con una luz propia, al resplandor de la luz de gas. Las manos de Dickens, tan seguras y firmes cuando leía los pasajes descriptivos, temblaban, se agarraban la una a la otra, se frotaban espasmódicamente, se retorcían por el deseo del dinero, e intentaban ocultarse en las mangas. Mientras leía, Dickens daba varios pasos a un lado de su mesa adaptada, y luego varios pasos en la dirección opuesta; cuando era Dickens el que estaba allí de pie, el movimiento era suave y confiado; sin embargo, se volvía más ligero, más movible y casi como de serpiente cuando se hallaba poseído por el espíritu de Fagin.

—Estos personajes y cambios son tan reales para mí como son para el público —me había contado Dickens antes de que empezase aquella gira de lectura en particular—. Tan reales son mis ficciones para mí mismo que no las recuerdo, sino que las veo representadas de nuevo ante mis propios ojos, porque todo eso ocurre ante mí. Y el público ve esa realidad.

Ciertamente, lo vio aquella noche. Ya fuera debido al consumo del oxígeno por las llamas del gas, ya fuera por la cualidad literalmente mesmérica del rostro y de las manos de Dickens iluminados de una forma tan descarnada contra el fondo de un granate oscuro, debido a la especial iluminación, yo notaba constantemente los ojos del autor clavados en mí (aun cuando aquellos ojos pertenecían a uno de sus personajes), y, con ese público, entraba en una especie de trance.

Cuando era Dickens de nuevo, leyendo narraciones y descripciones más que diálogos con personajes, yo oía la certeza absoluta en su voz, notaba el regocijo en el brillo de sus ojos y percibía un atisbo real de agresividad (enmascarada como confianza ante la mayoría de la gente, de eso estaba seguro) que procedía de su propio conocimiento de que podía mesmerizar a muchos durante mucho tiempo.

Entonces acabó el cuento de Navidad y el fragmento de Oliver Twist, con lo que concluyó la parte más larga de la velada, de noventa minutos de duración. Llegamos a la pausa; Dickens se volvió y abandonó la plataforma, ajeno, por lo que parecía, al aplauso fervoroso de la multitud, igual al que le recibió cuando llegó al escenario.

Sacudí la cabeza como si me despertara de un sueño y me dirigía entre bastidores.

Dickens estaba echado en un sofá, al parecer demasiado cansado para levantarse o moverse. Dolby trajinaba de aquí para allá, supervisando a un camarero que traía una copa de champán helado y una bandeja con una docena de ostras. Dickens se movió lo suficiente para beber un poco de champán y comerse las otras.

—Es lo único que puede tomar el Jefe para cenar —me susurró Dolby.

Al oír aquel susurro, Dickens levantó la vista y dijo:

—Mi querido Wilkie… Qué espléndido que hayas podido venir durante el intermedio. ¿Te ha gustado la primera parte del menú de la noche?

—Mucho —dije—. Ha sido… extraordinario, como siempre.

—Creo que ya te dije que reemplazaremos los fragmentos del Doctor Marigold si acepto más compromisos en otoño o invierno —dijo Dickens.

—Pero al público le ha encantado.

Dickens se encogió de hombros.

—No tanto como les gustan Domby, Scrooge o Nickleby, que, quizá, interpretaré dentro de pocos minutos.

Estaba seguro de que el programa incluía la escena del juicio de Los papeles póstumos del Club Pickwick, la lectura de treinta minutos prevista para después del intervalo (Dickens siempre prefería acabar las veladas con sentimentalismo y risas), pero no pensaba corregirle.

Los diez minutos casi habían concluido. Dickens se levantó con algo de esfuerzo, echó su geranio rojo ya marchito a la basura, y se colocó uno nuevo en el ojal de la solapa.

—Te veré después de la lectura —dije, y volví a salir para unirme a las multitudes ansiosas.

A medida que se apagaban los aplausos, Dickens volvió a coger el libro y fingió que leía en voz alta:

—Nicholas Nickleby en la escuela del señor Squeers… Capítulo primero.

Así que iba a ser Nickleby.

El cansancio que había observado entre bambalinas ya no se percibía. Dickens parecía incluso más enérgico y animado de lo que lo había estado durante los primeros noventa minutos. El poder de su lectura, una vez más, surgía como una corriente magnética que inmovilizaba y atraía la atención del público como si fueran otras tantas agujas magnéticas en una brújula. Una vez más, la mirada del Inimitable parecía fijarse en todos y cada uno de nosotros.

A pesar de la potente atracción magnética, mi mente empezó a vagar. Empecé a pensar en otras cosas (la publicación de mi novela Armadale en dos volúmenes sería un hecho aquella misma semana) y se me ocurrió que tenía que imaginar un argumento y un tema para mi siguiente libro, quizás algo más corto, más sensacionalista, aunque con una trama más sencilla que la laberíntica de Armadale

De repente, volví a concentrarme.

Todo había cambiado en la enorme sala. La luz parecía más espesa, más lenta, más oscura, casi gelatinosa.

Había un silencio total. No el silencio atento de más de dos mil personas que había existido un instante antes (con toses ahogadas, risas puntuando el silencio, movimientos de tantas personas después de más de dos horas escuchando), sino que ahora el silencio era «absoluto». Era como si dos mil cien personas hubiesen muerto de repente. No se oía ni el menor suspiro ni movimiento. Me di cuenta de que no oía ni notaba siquiera mi propia respiración; tampoco los latidos de mi corazón. La sala de Birmingham se había convertido en una cripta gigantesca, así de silenciosa estaba.

En aquel mismo momento me di cuenta también de que entre la oscuridad se alzaban cientos de esbeltos cordones blancos, apenas perceptibles, y sus extremos estaban atados al dedo medio de la mano derecha de todos los miembros del público. El aire era tan oscuro que no conseguía distinguir el punto donde esos dos mil cien cordones convergían por encima de nosotros, pero sabía que debían de estar conectados a una enorme campana que estaba allá arriba. Todos nosotros estábamos en la Sala de la Muerte. Los cordones (que eran en realidad cuerdas de seda) estaban atados a nosotros, por si alguno todavía seguía vivo. La campana, cuyo tono y tañido —como sabía instintivamente— sería terrible de oír, estaba allí para alertar a alguien o a algo si alguno de nosotros se movía.

Sabiendo que yo y sólo yo estaba todavía vivo entre aquellos dos mil cien muertos, intenté no moverme y concentré toda mi atención en no tirar del cordón atado al dedo medio de mi mano derecha.

Mirando hacia arriba me di cuenta de que ya no eran el rostro, las manos y los dedos de Charles Dickens los que brillaban en la espesa y lenta luz de las lámparas de gas, en la oscuridad del escenario.

Era Drood quien miraba hacia nosotros.

Reconocí de inmediato la piel pálida y blanca, los erizados mechones de pelo sobre las orejas destrozadas, los ojos sin párpados; la nariz, que no era más que dos membranas nictitantes encima de un agujero en la calavera; los dedos largos que se retorcían y los ojos claros que se movían sin cesar.

Me temblaron las manos. A cien pies por encima de las cabezas de todos los cadáveres del público, la campana vibró audiblemente.

La cabeza de Drood giró al instante. Sus ojos claros se clavaron en los míos.

Todo mi cuerpo empezó a temblar. La campana se agitó y luego resonó con intensidad. Ningún otro cadáver respiró ni se movió.

Drood salió de detrás del atril de lectura de Dickens y luego del rectángulo de luz ampulosa. Saltó del escenario y empezó a caminar por el pasillo. Ahora me temblaban los brazos y las piernas como si tuviera paludismo, pero no podía mover ninguna otra parte de mi cuerpo…, ni siquiera la cabeza.

Sí que pude «oler» a Drood cuando se aproximó. Olía como el Támesis junto a Tiger Bay, donde el fumadero de opio de Sal se pudría entre los efluvios generales, cuando la marea había bajado y las aguas residuales habían subido.

Drood llevaba algo en la mano. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia de mí en el empinado corredor, vi que se trataba de un cuchillo, pero distinto de cualquiera que yo hubiese podido coger o usar alguna vez. La hoja era una media luna oscura de acero en la cual se veían unos jeroglíficos. El mango quedaba oculto bajo los nudillos pálidos y huesudos del egipcio; el delgado mango de la cuchilla en forma de media luna desaparecía entre los dedos de Drood, de modo que la hoja curvada, al menos de ocho pulgadas de grueso en su arco brillante y en disminución, sobresalía de su puño como el abanico de una dama.

«¡Corre! ¡Huye! ¡Grita!», me ordené a mí mismo.

No podía mover un solo músculo.

Drood hizo una pausa ante mí, en el límite más alejado de mi visión periférica, y cuando abrió la boca, me envolvió un miasma de hedor a limo del Támesis. Veía su lengua de un rosa pálido bailoteando entre los diminutos dientes.

—¿Ve usssted —susurró, alzando el brazo derecho y la hoja y preparándose para el golpe decapitador— lo fácil que esss?

Movió con rapidez la hoja en un golpe horizontal, fuerte. El afilado borde de la media luna se deslizó a través de mi barba y me cortó la corbata, el cuello, la piel, la garganta, la tráquea y la médula espinal como si estuvieran hechas de mantequilla.

El público aplaudió a rabiar. El aire espeso como la gelatina había vuelto a su consistencia normal. Desaparecieron los cordones de seda.

Dickens se volvió para abandonar el escenario sin hacer caso de los aplausos. George Dolby estaba de pie al borde de la cortina. Un momento después, con los aplausos todavía resonando, Dickens retrocedió a la luz de las lámparas de gas.

—Mis queridos amigos —dijo, después de levantar las manos y silenciar a la enorme sala—, creo que ha habido un error. En realidad, parece que he sido yo el que lo ha cometido. Nuestro programa aseguraba que después del intervalo leería el juicio de Pickwick, pero he sacado por error Nickleby al podio y he seguido leyéndolo. Son ustedes muy amables al aceptar este error y mucho más que generosos en sus aplausos. La hora es tardía, veo en mi reloj que son las diez, el momento preciso para la conclusión de nuestra noche juntos, pero les había prometido el «juicio», y si la mayoría quiere, y lo demuestra levantando las manos o mediante aplausos o como quieran, quiere oír la lectura del juicio, con mucho gusto lo añadiré a la lectura no programada que acaban de oír ustedes.

El público sí que lo deseaba. Aplaudieron, gritaron y lanzaron vítores de ánimo. No faltó nadie.

—¡Llamen a Sam Weller! —aulló Dickens con su voz judicial.

La multitud rugió aún más alto, aplaudió y vitoreó. A medida que aparecía cada personaje clásico —la señorita Gamp, la señorita Squeers, Boots—, el público rugía más fuerte aún. Me llevé la mano a la sien y noté la frente fría y cubierta de sudor. Mientras Dickens empezaba a leer salí, dando traspiés.

Me fui solo al hotel y me bebí otro vaso de láudano mientras esperaba que llegasen el Inimitable y su séquito. El corazón me latía con violencia. Me sentía hambriento y tembloroso, y me habría apetecido mucho una comida abundante en la privacidad de mi propia habitación, pero aunque Dickens no comiera nada más aquella noche, nos invitó a Wills, a Dolby y a mí a cenar en su suite mientras él se relajaba. Allí empezó a andar arriba y abajo y habló de los próximos días de la gira y de la oferta que había recibido de iniciar otra gira por Navidad.

Pedí faisán, pescado, caviar, paté, espárragos, huevos y champán seco, pero justo antes de que llegase el camarero para traer todo aquello y la discreta cena de Wills, y el buey y cordero de Dolby, Dickens se volvió desde la chimenea donde había estado de pie y dijo:

—¡Mi querido Wilkie! ¿Qué es eso que llevas en el cuello?

—¿El qué? —Confieso que me sonrojé. Yo había hecho mis abluciones rápidamente antes de beberme el láudano y volver corriendo a la suite de Dickens—. ¿Qué? —Mis manos se alzaron hasta debajo de la barba y toqué algo grueso y duro por encima de la seda de mi corbata.

—A ver, quite las manos… —dijo Wills, que acercó más la lámpara.

—Dios mío —exclamó Dolby.

—Cielo santo, Wilkie —dijo Dickens, con una voz que parecía más divertida que alarmada—. Tienes sangre seca en torno al cuello de la camisa y tu cuello. Pareces Nancy después de que Bill Sikes hubiese acabado con ella.