20

Fui a casa de mi madre junto a Tunbridge Wells a pasar casi todo el mes de diciembre de 1866. Decidí quedarme allí hasta celebrar mi cuadragésimo tercer cumpleaños, el 8 de enero. Está muy bien pasar el tiempo con las amantes, pero (confíe en este hecho, ya que casi todos los hombres piensan lo mismo, aunque no son lo bastante valientes como para admitirlo) en los tiempos muy difíciles o cuando llega el cumpleaños, no hay otro lugar más acogedor y reconfortante que al lado de la madre.

Reconozco que le había contado muy pocas cosas de mi madre en este documento, querido lector, y debo confesarle que ha sido una omisión deliberada. Ese invierno de 1866-67 y durante gran parte del año siguiente, mi querida madre estuvo bastante bien. En realidad, la mayoría de sus contemporáneos y la mayor parte de los míos la encontraban más activa, enérgica y comprometida con el mundo que a muchas de las mujeres de la mitad de su edad. Pero como pronto relataré en mi historia, su salud se deterioró rápidamente antes de que acabase 1867, y mi madre llegó a su fin en marzo de 1868, mi propio annus horribilis. Todavía me resulta difícil pensar en aquella época y mucho menos escribir sobre ella. La muerte de una madre debe de ser el día más terrible en la vida de cualquier hombre.

Pero, como ya he mencionado, su salud todavía era buena aquel invierno de 1866-67, de modo que puedo escribir sobre aquel periodo con algo menos de dolor.

Como he mencionado, el nombre de pila de mi madre era Harriet, y era muy querida, desde hacía mucho tiempo, en el círculo de mi padre, compuesto de famosos pintores, poetas y artistas emergentes. Después de la muerte de mi padre en febrero de 1847, mi madre destacó por méritos propios como una de las anfitrionas más sobresalientes entre los círculos más elevados de la sociedad artística y poética de Londres. En realidad, nuestra casa de Hanover Terrace (que daba a Regents Park) durante los años que mi madre la dirigió como anfitriona era uno de los centros reconocidos de lo que algunos llaman ahora el movimiento prerrafaelita.

En la época de mi extensa visita que tuvo su principio en diciembre de 1866, mi madre había colmado su antigua ambición de trasladarse al campo, y dividía su tiempo entre diversas casitas de campo alquiladas en Kent: el Bentham Hill Cottage, junto a Tunbridge Wells; Elm Lodge, en la propia ciudad, y su casita más reciente en Prospect Hill, Southborough. Yo iba a Tunbridge Wells a pasar algunas semanas con ella y volvía a Londres cada jueves para acudir a mi cita nocturna con el Rey Lazaree y mi pipa. Luego tomaba el tren de vuelta a Tunbridge Wells el viernes por la tarde, a tiempo para jugar a las cartas con mi madre y sus amigas.

Caroline no se mostró muy contenta de mi decisión de ausentarme durante lo que algunos llaman ahora «la época de vacaciones», pero le recordé que nosotros nunca habíamos celebrado demasiado la Navidad, de todos modos (un hombre y su amante, obviamente, no eran invitados a los hogares de los amigos casados de él en ninguna época del año, pero en Navidad esos amigos aceptaban menos invitaciones a nuestra casa que nunca, de modo que aquélla siempre era la época del año menos activa socialmente para nosotros); en cualquier caso, mostrando la resistencia propia de una mujer a la simple razón, Caroline seguía molesta por que me fuera durante diciembre y enero. Martha R., por otra parte, aceptando con gran gentileza mi explicación de que deseaba ausentarme de Londres para pasar un mes o más con mi madre, dejó temporalmente la habitación que tenía alquilada como «señora Dawson» y volvió a Yarmouth y Winterton con su propia familia.

La vida con Caroline G. se me hacía cada vez más tediosa y complicada; y mi tiempo con Martha R., más sencillo y satisfactorio.

Pero el tiempo pasado con mi madre aquella Navidad fue el más placentero de todos.

La cocinera de mi madre, que viajaba con ella a todas partes, conocía mis platos favoritos desde la niñez; a menudo, mi madre venía a mi habitación por la mañana o por la tarde, cuando me traían la bandeja, y yo disfrutaba de mi colación en el lecho mientras conversábamos.

Al dejar Londres estaba angustiado por una terrible sensación de culpabilidad y aprensión en relación con la presunta muerte de Gooseberry, pero al cabo de unos días en la casita de campo de mi madre aquella nube oscura se había esfumado. ¿Cuál era el nombre real de aquel chico? Guy Septimus Cecil. ¡Qué tontería pensar que el joven Guy Septimus Cecil había sido asesinado realmente por las oscuras fuerzas de la Ciudad Subterránea, encarnadas en el hechicero extranjero Drood!

Aquél era un juego muy rebuscado, recordé. Charles Dickens jugaba por su parte, y el viejo inspector Field jugaba también otro juego simétrico, pero no idéntico, por otro lado, y el pobre William Wilkie Collins estaba atrapado entre los dos.

¡Gooseberry asesinado, qué absurdo! El inspector me había enseñado unos cuantos harapos salpicados de sangre seca (la sangre de un perro, por ejemplo, o el fluido vital de alguno de los miles de gatos callejeros que vagaban por los suburbios de los cuales provenía el auténtico Gooseberry), y ahora se esperaba que yo lo hiciera estallar todo y me sometiese a la santa voluntad del inspector Field más asiduamente aún que hasta aquel momento.

Drood había pasado de ser un fantasma a convertirse más bien en la pelotita emplumada de aquel loco juego de bádminton entre un escritor trastornado y obsesionado con la actuación teatral y un viejo y malvado expolicía con incontables motivos secretos.

Bueno, pues que jugaran aquel juego sin mí, durante un tiempo. La hospitalidad de Tunbridge Wells y la casita campestre de mi madre me sirvieron bien durante diciembre y principios de enero. Además de recuperar un poco mi salud (mi gota reumatoide estaba mejor, curiosamente, allí en Kent, aunque continuaba administrándome dosis de láudano, en cantidades inferiores), mi sueño era más fácil, mis ensoñaciones se volvieron menos borrosas y empecé a pensar con mayor seriedad en la elegante trama y los fascinantes personajes de El ojo de la serpiente. Aunque la investigación seria tendría que esperar hasta que volviese a instalarme en Londres y en la biblioteca de mi club, podía esbozar (y así lo hice) unas notas preliminares y un primer borrador, escribiendo a menudo en la cama.

Ocasionalmente pensaba en mis deberes como detective a la hora de averiguar si el joven Edmond Dickenson había sido asesinado por Charles Dickens, pero mi entrevista con el abogado de Dickenson había sido curiosamente poco esclarecedora (excepto por la conmoción de averiguar que el propio Charles Dickens había sido nombrado tutor del joven en los últimos meses que éste necesitó tal cargo) y ni siquiera mi aguda mente de novelista pudo imaginar cuál sería el siguiente paso en la investigación. Decidí que cuando volviese a la vida londinense averiguaría con discreción en mi club si alguien conocía las idas y venidas de un caballero llamado Dickenson, pero aparte de aquello, no veía qué dirección tomar en la investigación.

En la segunda semana de diciembre, lo único que alteró mi paz mental fue que no recibí invitación navideña alguna para acudir a Gad’s Hill Place.

No estaba seguro de haber aceptado la invitación aquel año (hubo sutiles pero obvias tensiones entre el Inimitable y yo los meses anteriores, entre ellas, mi sospecha de que el autor podía ser un asesino), pero ciertamente esperaba «ser invitado». Después de todo, Dickens había dicho más o menos, la última vez que le vi, que yo recibiría la habitual invitación a su casa.

Sin embargo, no llegó ninguna invitación a la casa de mi madre. Cada jueves por la tarde o viernes al mediodía, después de mi visita al fumadero del Rey Lazaree, pasaba por donde Caroline a recoger el correo, y para asegurarme de que ella y Carrie tuviesen el dinero suficiente para pagar todas las cuentas, pero seguía sin llegar invitación alguna de Dickens. Luego, el 16 de diciembre, mi hermano menor Charles vino a Southborough a pasar el día y trajo consigo un sobre dirigido a mí con la letra de Georgina en el remite.

—¿Te ha dicho Dickens algo de Navidad? —le pregunté a mi hermano, mientras buscaba el abrecartas para abrir la invitación.

—Pues no me ha dicho nada —dijo Charley, agriamente. Se veía que su úlcera (o lo que entonces yo pensaba que era su úlcera) le dolía. Mi talentoso hermano estaba apático y abatido—. Dickens le ha dicho a Katey que estarían los huéspedes habituales de la casa… Sé que los Chappell van a Gad’s Hill a pasar unos días, y Percy Fitzgerald para el año nuevo.

—Hum, los Chappell… —dije, mientras abría la carta.

Aquella gente eran los nuevos socios de negocios de Dickens en las giras de lecturas, unos auténticos groseros. Decidí que definitivamente no me quedaría en Gad’s Hill toda la semana, como solía hacer, si los Chappell iban a estar allí durante un periodo de tiempo largo.

Imagine mi sorpresa cuando leí la carta, que reproduzco aquí completa:

Mi querido Wilkie:

¡Qué situación más extraña, que esté aquí con el ajetreo de la Navidad mientras tú andas por ahí de viaje por el mundo, un compendio de Hayward y capitán Cook! Pero sin duda soy tan Hijo del Duro Trabajo (y tan padre de mis hijos) que espero que al final me regalen un blusón de campesino, un par de pantalones de piel y un reloj de peltre por haber criado la mayor familia imaginable con la menor disposición del mundo a hacer las cosas por sí mismos.

Pero como algunos de nosotros debemos trabajar mientras otros se aventuran por el interior y el exterior, te hacemos extensivos los mejores deseos navideños, allá donde te alcancen durante tus distantes peregrinaciones, y te deseamos un próspero año nuevo.

Tu más obediente servidor y antiguo compañero de viajes,

Charles Dickens

Casi se me cae la carta debido al asombro. Se la tendí a Charley, que la leyó rápidamente, y balbucí:

—¿Qué significa esto? ¿Cree Dickens acaso que me he ido no sé adónde?

—Estuviste en Roma en otoño —dijo mi hermano—. Quizá Dickens cree que todavía estás allí.

—Volví enseguida para intentar salvar la maldita producción de Profundidades heladas en el teatro Olympic —dije, con cierta aspereza—. Y vi a Dickens después de volver. No existe posibilidad alguna de que ignore que volví a Inglaterra.

—Quizá piense que has vuelto a Roma o a París —dijo Charley—, porque se especuló un poco a ese respecto en los clubes, al decirles tú a algunos conocidos que tenías que arreglar unos negocios en París. O quizá Dickens esté preocupado, pensando sobre todo en sus hijos. Katey, como sabes, está abatida casi siempre. Mamie ha caído en desgracia en la sociedad de Londres. Y su hijo menor ha significado una enorme decepción. Dickens le dijo a Katey recientemente que ha decidido enviar a Plorn a Australia para que se convierta en granjero.

—Pero ¿qué demonios tiene que ver eso con mi invitación para Navidad? —exclamé.

Charley se limitó a sacudir la cabeza. Era obvio que me habían dejado deliberadamente fuera de la lista de invitados de Dickens para Navidad, aquel año.

—Espera aquí —le dije a mi hermano, que debía coger el primer tren de vuelta a Londres.

Fui al salón de mi madre, encontré su papel de cartas con la dirección de la casita de Tunbridge Wells, y empecé a redactar una rápida misiva:

Mi querido Charles:

Ni estoy dando la vuelta al mundo como el capitán Cook ni estoy visitando Roma ni París. Como ya sabrás, estoy visitando a mi madre en Southborough Cottage, Tunbridge Wells, y estaría disponible para…

Me detuve, arrugué la hoja, la arrojé al fuego y busqué una hoja en blanco en el secreter de mi madre:

Mi querido Dickens:

Te devuelvo a mi vez la felicitación navideña. En mi ausencia estas vacaciones, por favor, haz una reverencia a las damas de mi parte y dales dulces a los niños, también de mi parte. Lamento no poder verte hasta dentro de algún tiempo, ya entrado el año nuevo. En lugar de viajar por el mundo a lo capitán Cook o dar la vuelta a Escocia o a Irlanda como un saltimbanqui itinerante, me hallo, como quizá sepas ya, profundamente implicado en la investigación para encontrar a una «persona» o «personas» desaparecidas que quizá tenga las más hondas consecuencias. Espero sorprenderte pronto con los inminentes resultados de esta investigación.

Todo mi cariño y felicitaciones navideñas para Mamie, Georgina, Katey, Plorn, la familia y tus invitados de Navidad.

Tu seguro servidor y detective,

Wm. Wilkie Collins

Sellé y puse dirección a la nota, y, al entregársela a Charley, que se estaba poniendo el capote de viaje, dije con la mayor seriedad:

—Esto debe ser entregado en mano a Dickens, y sólo a él.

Navidad y mi cumpleaños fueron ocasiones de lo más feliz para mí, en presencia de mi madre, y en la cómoda calidez de la casita de Tunbridge Wells con sus constantes olores a buena cocina y una compañía femenina nada exigente, pero como ambas fechas cayeron en martes, no vi a Caroline hasta el jueves de cada una de aquellas semanas. (Fue el jueves 10 de enero cuando volví a Londres con todo mi equipaje, mi trabajo y mi material de investigación, pero como aquélla era mi noche para el Rey Lazaree y mi pipa, no me volví a trasladar a la casa de Dorset Square hasta la tarde del viernes, 11 de enero).

Caroline no estaba muy contenta conmigo y encontró innumerables y pequeñas formas de mostrarme su disgusto, pero durante el tiempo que había pasado fuera, en Tunbridge Wells, yo había aprendido a dar menos crédito al agrado o desagrado de la señora G.

Durante las semanas que siguieron, a principios de 1867, pasaba cada vez más tiempo en mi club, usando la maravillosa biblioteca del Ateneo como centro de investigación primario, comía allí, dormía allí con frecuencia y normalmente pasaba cada vez menos tiempo en mi dirección de Melcombe Place, donde Caroline y Carrie seguían viviendo. (Martha R. seguía en Yarmouth durante aquel periodo, aunque nos escribíamos cada día).

Como mis asuntos me llevaban a menudo a las oficinas de All the Year Round, donde yo tenía despacho propio, aunque lo compartía con otros miembros de la dirección y los colaboradores regulares de vez en cuando, oía hablar mucho a Wills y a los demás de la nueva gira de Dickens. Se enviaban constantemente gruesos sobres con galeradas y otros materiales para la revista; perseguían a Dickens desde Leicester a Mánchester, de Glasgow a Leeds, de Dublín a Preston. Sorprendentemente, Dickens se las arreglaba para volver a Londres al menos una vez a la semana para ofrecer una lectura en Saint James Hall en Piccadilly, y para venir a las oficinas a entregar sus propios manuscritos, comprobar los libros y trabajar y editar el trabajo de otros. Raramente volvía a Gad’s Hill después de esas visitas relámpago, sino que dormía en las habitaciones que tenía encima de la oficina o con mayor frecuencia en su dirección privada en Slough (junto a Ellen Ternan).

Durante aquel tiempo, el camino de Dickens y el mío no se cruzaron.

Diversas historias de las tribulaciones, penalidades y el sorprendente valor (o buena suerte) de Dickens llegaban a la oficina y me las repetían Wills, Percy Fitzgerald u otros.

Parece ser que Dickens todavía se estaba recuperando del descubrimiento que hizo en otoño —mientras yo estuve brevemente en Roma—. Su ayuda de cámara personal durante los últimos veinticuatro años, un hombre adusto y borrachín (me parecía a mí), pero discreto, llamado John Thompson, había estado robando habitualmente a su señor. Ocho soberanos habían desaparecido de aquellas mismas oficinas de Wellington Street North, y cuando se descubrió el robo, los soberanos reaparecieron enseguida. Pero demasiado tarde para Thompson, cuyos años de pequeños robos a su señor habían salido a la luz. Dickens despidió al hombre, por supuesto, pero no pudo dar «malas referencias» del ladrón. Lo envió a su futuro empleo con una carta vaga, pero no claramente negativa. Según Percy Fitzgerald, Dickens se había sentido muy afectado por aquella traición, aunque lo único que le había contado a Percy respecto a sus emociones fue: «Tuve que andar más de lo habitual antes de recuperar la compostura».

Esa compostura parecía cada vez más rara, a juzgar por los recientes informes de Dolby a Wills. Dickens sufría más que nunca de «agotamiento nervioso», provocado, sin duda alguna, por el viaje en tren (su reacción al accidente de Staplehurst parecía aumentar, en lugar de disminuir, a medida que pasaban los meses) y al principio de la gira, en su segunda noche en Liverpool, Dickens se sintió tan débil al final de la primera parte de su actuación que tuvieron que ayudarle físicamente a echarse en un sofá entre bambalinas, donde se quedó postrado hasta que llegó el momento de colocarse una flor nueva en el ojal y salir a interpretar la parte final de la agotadora lectura.

Durante su lectura en Wolverhampton (los primeros informes decían que ese incidente ocurrió en Birmingham, más que en la vecina localidad más pequeña, de modo que al principio me imaginé el antiguo teatro de allí tal y como lo había visto la noche que me acosó la ilusión de Drood), un cable que sujetaba uno de los reflectores que estaba encima de la cabeza de Dickens empezó a arder y se puso al rojo vivo. El pesado reflector se proyectaba por encima de los palcos y quedaba suspendido por un único cable de cobre bastante fuerte, pero el nuevo hombre del gas, que se había unido a la gira recientemente, había colocado equivocadamente un chorro de gas abierto debajo de aquel alambre de sujeción.

Dolby había visto que el cable primero se ponía rojo y luego blanco y, saltando de un pie a otro, lleno de ansiedad, susurró hacia el escenario, a Dickens, que estaba en plena lectura: «¿Cuánto tiempo te falta?», mientras hacía señas frenéticas hacia el alambre caliente. Dickens debió de notar el peligro: cuando el alambre se hubiese quemado del todo, el macizo reflector caería pesadamente en el escenario, pero primero pasaría a toda velocidad a través de las pantallas de color granate erigidas en torno al Inimitable. El resultado sería un estallido inmediato. Las pantallas inflamables llegaban casi hasta las antiguas cortinas, que estaban encima. Una vez se partiese en dos el alambre recalentado, quedaban pocas dudas de que el escenario (y casi con toda seguridad el teatro) estallaría en llamas al cabo de unos minutos, segundos incluso.

Dickens, leyendo todavía sin vacilar en una sola palabra o gesto, con toda calma le mostró a Dolby dos dedos por detrás de la espalda.

El alterado director de escena no sabía qué significaba aquello. ¿Le estaba diciendo el Jefe que acabaría al cabo de dos minutos, o que el alambre se partiría en dos segundos? Dolby y Barton, el hombre del gas, no podían hacer otra cosa que caminar arriba y abajo entre bambalinas, llevando arena y cubos de agua y preparándose para lo peor.

Resultó que Dickens, al ver el alambre calentándose en medio de su lectura, había calculado con toda frialdad el tiempo que tardaría el cobre en arder. Trabajando con esos rápidos cálculos mentales, el Inimitable había improvisado alteraciones instantáneas para el resto de su lectura (improvisando y resumiendo mientras continuaba) y llegó al final sólo unos segundos antes de que el alambre se fundiese y se partiese. (Como se había imaginado cuando Dolby le había hecho la señal, le quedaban dos minutos antes de que el reflector cayese estruendosamente). Con el telón cerrado, Barton salió corriendo y apagó la llama mal situada; Dolby (según su posterior testimonio a Wills) casi se desmaya mientras Dickens le daba unas palmaditas en la amplia espalda, susurrando: «Nunca hubo peligro real»; después, tranquilamente, volvió a salir a saludar ante el telón.

Todas esas noticias emocionantes sobre la gira de Dickens no me interesaban nada. Ninguna mencionaba a Drood y yo ya tenía mi propio trabajo literario (más importante, según mi humilde opinión, que leer aquellos antiguos trabajos ante un público de paletos, en provincias).

Tal y como ya he mencionado, estaba haciendo mis lecturas particulares y mis investigaciones en mi club, el Ateneo. El club me resultaba muy útil: trasladando mi sillón de orejas favorito a un lugar junto a la ventana, donde podía aprovechar mejor la débil luz de invierno y de primavera, me proporcionaba una mesa para mi material y diversos sirvientes que iban a buscar los volúmenes que necesitaba de la excelente biblioteca del club. También tenía material de escribir adecuado, del propio Ateneo, para mis notas, y las guardaba en una serie grandes sobres de cartas blancos.

Mi primera ocupación era reunir información, y ahí mis años como periodista me fueron de gran ayuda (igualmente le habrían servido a Dickens, aunque debería recordarle, querido lector, que yo había sido «periodista» de verdad, y Dickens en cambio se limitó a escribir como simple reportero de la corte).

Durante semanas copié las entradas pertinentes de la India, de los diversos cultos hindúes y de las gemas de la Enciclopedia Británica, 8.a edición, copyright 1855. También encontré un libro nuevo, de un tal C. W. King, La historia natural de las gemas, publicado en 1865, muy útil. Para la ambientación inicial de la India —pensaba que podría comenzar El ojo de la serpiente de ese modo—, consulté la recién publicada Historia de la India desde la época temprana, de J. Talboys Wheeler, y los dos volúmenes de 1832 de Vida del General sir David Baird, de Theodore Hook. Los diligentes ayudantes del club también buscaron y me proporcionaron los artículos pertinentes de los números más recientes de Notes and Queries.

Y así, el primer esbozo de mi gran obra empezó a tomar forma.

Sabía desde hacía algún tiempo que la trama giraría en torno a la desaparición misteriosa, en Inglaterra, de un diamante muy bello pero maldito traído desde la India (un diamante sagrado para una especie de culto hindú) y que el misterio se desarrollaría según una serie de relatos desde diversos puntos de vista (como había hecho Dickens en Casa desolada, pero más pertinentemente, como había hecho yo en La mujer de blanco). Debido a mi preocupación, o mejor diríamos «distracción» con el asunto de Drood de aquella época, la historia hablaría también de misticismo oriental, mesmerismo, el poder de la sugestión mesmérica y la adicción al opio. La solución al robo (como sabía desde un momento temprano de mi visión del relato) sería tan asombrosa, tan inesperada, tan astuta y tan carente de precedentes en el campo naciente de la ficción detectivesca que asombraría a todos los lectores ingleses y norteamericanos, incluyendo aquellos que se suponían diestros en la autoría sensacionalista por entregas, como el mismísimo Charles Dickens.

Como ocurría con todos los escritores con el nivel de competencia de Dickens o mío, nunca pude proseguir un solo proyecto de escritura a la vez. Dickens, mientras se preparaba y luego se iba de gira, había escrito su habitual cuento de Navidad, estaba editando All the Year Round, completaba unos elaborados prólogos para la edición especial de sus obras y generaba ideas para novelas mientras escribía historias como su extraña La explicación de George Silverman, alentado, según me confesó más tarde, por el paseo que dieron Dolby y él por las ruinas de Hoghton Towers, entre Preston y Balckburn. Esa antigua casa parroquial en ruinas acabó por cristalizar las ideas dispersas y los fragmentos sueltos a los que Dickens llevaba dando vueltas cierto tiempo, pero más que apoyar una novela (que era lo que necesitaba para ofrecer algo que dar por entregas en All the Year Round), generó esa extraña historia de una niñez desatendida muy similar a la suya. (O al menos a lo que él «pensaba» que fue la desatención y carencia de su niñez).

También pasaba lo mismo con mis múltiples y solapados esfuerzos dramáticos y literarios aquella primavera de 1867. Mi Profundidades heladas reescrito había fracasado el otoño anterior en el teatro Olympic, a pesar de que mi versión revisada era, creo, mucho mejor, después de haber reformulado el personaje y la pasión de Richard Wardour, el personaje a quien Dickens había…, iba a escribir «representado», pero en realidad debería decir «había ocupado», sería una expresión más precisa; yo había conseguido convertir al hombre en algo más adulto y creíble, había liberado al personaje del patetismo de Dickens y de sus gestos sentimentaloides. Pero mis esperanzas de obtener un gran éxito teatral seguían siendo grandes, y aquella primavera (cuando mi salud y mis investigaciones me lo permitieron), viajé a París varias veces a consultar con François-Joseph Régnier (a quien había conocido a través de Dickens, más de una década antes), de la Comedie Française, que estaba ansioso por adaptar La mujer de blanco a la escena, allí en Francia. (Ya causaba sensación en Berlín).

Mi propio objetivo era vender a Régnier y a los demás aficionados al teatro franceses (y por tanto, a los aficionados ingleses) una adaptación de Armadale que estaba seguro de que sería cálida y entusiásticamente recibida, a pesar de que Dickens la había considerado controvertida.

Caroline, que adoraba París más de lo que podía expresar con sus medios limitados, me suplicó que la dejase venir conmigo, pero me mostré firme: era un viaje de negocios y no habría tiempo para compras, ni exploraciones, ni compromisos sociales, aparte del estricto régimen del negocio teatral.

Aquel mes escribía a mi madre desde mi hotel de París: «He desayunado esta mañana huevos y mantequilla negra, ¡y manitas de cerdo a la Sainte-Menebould! Digestión perfecta. Este san Menebould vivió hasta una edad extremadamente anciana alimentándose sólo de esas manitas».

Asistí con Régnier a una nueva ópera. El teatro estaba lleno, la intensidad era asombrosa; la experiencia fue electrizante. También electrizantes eran aquellas «hierbas doncellas» especiales, como Dickens y yo solíamos llamar a las jóvenes actrices atractivas y mundanas tan disponibles en una cultura donde la vida nocturna era tan rica y variada como la comida… Con un poco de orientación por parte de Régnier y sus amigos, me sonrojo al decir que no tuve que pasar ni una sola velada ni noche solo (o incluso con la misma hierba doncella) en todo el tiempo que pasé en París. Antes de volver a Londres recordé comprar una postal pintada a mano de la ciudad para Martha (le encantaban esas baratijas) y un precioso salto de cama de chiffon para Carrie. También compré algunas especias y salsas para la cocina de Caroline.

Mi segunda noche de vuelta a Melcombe Place después de volver de París quizá hubiese tomado demasiado láudano (o demasiado poco), porque me resultaba difícil dormir. Me sentí tentado de bajar a mi estudio a trabajar, pero el inevitable enfrentamiento con el Otro Wilkie (aunque no había mostrado recientes signos de violencia en sus intentos de quitarme papel o plumas) me disuadió. Por el contrario, me quedé de pie junto a la ventana de mi dormitorio (Caroline había encontrado algún motivo para dormir en su propio cuarto) cuando vi una sombra familiar junto a la farola y al final de la calle, junto a la plaza.

Inmediatamente me puse un largo abrigo de lana encima de la bata (era una noche fría) y corrí a aquella esquina.

El chico salió de las sombras y se acercó a mí en la oscuridad sin que tuviera que hacer gesto alguno para llamarlo.

—¿Gooseberry? —dije. Me complacía que mis especulaciones sobre las artimañas del inspector Field hubiesen resultado correctas.

—No, señor —dijo el chico.

Al acercarse a la luz, comprobé mi error. Este chico era más bajo, más joven, algo menos desharrapado, y sus ojos (aunque pequeños y demasiado juntos en su rostro estrecho para resultar guapo, incluso para alguien pobre) no eran tan abultados, agitados y desastrosos como los de Gooseberry, que le habían valido su sobrenombre.

—¿Eres del inspector? —dije ásperamente.

—Sí, señor.

Suspiré y me froté las mejillas por encima de la barba.

—¿Recuerdas un mensaje lo bastante bien para entregarlo de viva voz, chico?

—Sí, señor.

—Muy bien. Dile al inspector que el señor Collins desea reunirse con él mañana a mediodía… No, digamos a las dos de la tarde, en el puente de Waterloo. ¿Lo recordarás? A las dos de la tarde en el puente de Waterloo.

—Sí, señor.

—Entrega el mensaje esta noche. Ahora mismo.

Mientras el chico se alejaba corriendo, con la suela suelta de una bota medio rota golpeando los adoquines, me di cuenta de que no había pensado o no había querido pensar en preguntarle su nombre.

El inspector iba andando deprisa hacia el centro del puente de Waterloo justamente a las dos de la tarde. Era un día frío, desapacible y ventoso, y ninguno de nosotros quería llevar la conversación fuera del tema.

—No he tenido tiempo para comer —protestó el inspector Field—. Conozco una taberna cerca en la que sirven toda la tarde un rosbif excelente. ¿Quiere unirse a mí, señor Collins?

—Excelente idea, inspector —dije. Ya había comido en mi club dos horas antes, pero todavía tenía bastante hambre.

Sentado a una mesa frente al inspector en nuestro reservado, mirándole a la tenue luz mientras bebía ansiosamente su primera jarra de cerveza, le encontré más envejecido y más tosco de lo que recordaba por nuestra última entrevista. Sus ojos parecían cansados. Llevaba la ropa algo desordenada. Sus mejillas mostraban más manchitas rojas de venas rotas y llevaba una raya de barba grisácea a lo largo de sus silvestres patillas, cosa que señalaba a un hombre de peor situación o de menos importancia que un antiguo jefe de la Oficina de Detectives de Scotland Yard.

—¿Hay alguna noticia? —le pregunté cuando llegó la comida y después de un intervalo de intensa atención a nuestro buey con su salsa y sus verduras.

—¿Noticia? —dijo el inspector, dando un bocado a su pan y un sorbo al vino que había pedido después de la cerveza—. ¿Qué noticias espera, señor Collins?

—Pues del chico llamado Gooseberry, por supuesto. ¿Ha vuelto a ponerse en contacto con usted?

El inspector Field se me quedó mirando con los ojos grises y fríos dentro de un nido de arrugas. Finalmente dijo, en tono bajo:

—No volveremos a tener noticias de nuestro joven amigo Gooseberry. Su cuerpo despellejado estará en el Támesis… o algo peor.

Hice una pausa.

—Parece usted muy seguro de eso, inspector.

—Lo estoy, señor Collins.

Suspiré, no creyéndome ni por un segundo aquella fantasía de que el joven Guy Septimus Cecil había sido asesinado, y me dediqué al buey asado y las verduras.

El inspector Field pareció percibir mi silenciosa incredulidad. Dejó su tenedor y bebió un poco más de vino. Luego, con un tono áspero, susurró:

—Señor Collins, recordará la conexión de la que le hablé concerniente a la relación entre nuestro amigo subterráneo egipcio Drood y el difunto lord Lucan, ¿verdad?

—Por supuesto, inspector. Usted decía que lord Lucan era el padre inglés ausente del muchacho mahometano que más tarde se convirtió en nuestro Drood.

El inspector Field se llevó uno de sus gruesos dedos a los labios.

—No tan alto, señor Collins. Nuestro «amigo subterráneo», como usted lo llama tan despreocupadamente, tiene oídos por todas partes. ¿Recuerda los detalles de la muerte de Forsyte, es decir, de lord Lucan?

Admito que me eché a temblar.

—¿Cómo iba a olvidarme? El pecho desgarrado. Faltaba el corazón…

El inspector asintió, haciéndome una señal de que me tranquilizase.

—En aquellos días, señor Collins, en 1846, hasta el jefe de detectives podía, e incluso lo hacía regularmente, aceptar puestos de «agente confidencial» para personas importantes. Tal era mi situación a finales de 1845, y durante gran parte de 1846. Pasé mucho tiempo en la propiedad de lord Lucan de Wiseton, en Hertfordshire.

Yo intentaba comprender.

—La familia de lord Lucan le llamó a usted para resolver el crimen. Pero usted ya se ocupaba del caso en su función de jefe de…

El inspector Field estaba observando mi rostro y entonces asintió.

—Veo que lo va comprendiendo, señor Collins. Lord Lucan (John Frederick Forsyte, padre del bastardo que se convertiría en el chamán ocultista Drood) me había contratado nueve meses antes de su muerte. Necesitaba seguridad. A través de agentes privados que tenía contratados en aquel momento, intenté proporcionársela. Como la propiedad de Wiseton ya tenía los muros adecuados, verjas, perros, puertas, cerrojos, sirvientes y guardianes expertos y conocedores de las mañas de los cazadores furtivos y posibles intrusos, pensé que la seguridad era la adecuada.

—Pero no lo fue —dije.

—Obviamente —gruñó el inspector Field—. Tres de mis mejores hombres estaban «dentro» de Wiseton Hall en el momento de… la atrocidad. Yo mismo estuve allí hasta las nueve, aquella noche, momento en el cual mis deberes me trajeron de nuevo a Londres.

—Increíble —dije. No tenía ni idea de adonde quería ir a parar el antiguo inspector.

—Obviamente, no di publicidad a que había estado trabajando en un puesto privado y confidencial para lord Lucan en el momento de su asesinato —susurró el inspector Field—, pero el campo de la investigación privada es pequeño, y se filtró la noticia tanto a mis superiores como a los detectives que servían bajo mis órdenes o en las fuerzas de seguridad. Fue un periodo muy desagradable para mí…, en un momento que se podría haber convertido en la cima de mi carrera profesional.

—Ya veo —dije, aunque en realidad no veía nada más que a un hombre que admitía su propia incompetencia.

—No del todo —susurró el inspector—. Un mes después de la muerte de lord Lucan y mientras la investigación oficial todavía seguía en marcha, por supuesto (Su Majestad en persona había expresado gran interés en el resultado), recibí un paquetito en mi despacho de la Oficina de Detectives de la Policía Metropolitana de Scotland Yard.

Asentí y corté una gran tajada de buey. Estaba un poco correoso, pero aparte de eso, muy bueno.

—En el paquetito iba el corazón de lord Lucan —dijo el inspector Field, con voz ronca—. Conservado de alguna forma, mediante algún arte egipcio, para que no se pudriera, pero desde luego era un corazón humano, y según diversos físicos forenses a los que consulté, casi con toda seguridad el de John Frederick Forsyte, lord Lucan.

Dejé el cuchillo y el tenedor y me quedé mirándole. Al final conseguí tragar el bocado de buey, que de repente no tenía sabor alguno.

El viejo inspector se inclinó sobre la mesa. Su aliento olía mucho a cerveza y a buey.

—No le conté, señor Collins, lo que me llegó con la camisa ensangrentada de Gooseberry y la nota de Drood. No quería herir su sensibilidad.

—¿Sus… ojos? —susurré.

El inspector Field asintió y se arrellanó en su asiento.

Aquello eliminó tanto el apetito como las ganas de conversación, al menos por mi parte. El inspector Field tomó café y postre. Me bebí el vino que me quedaba y esperé, sumido en mis pensamientos.

Salir al frío viento me supuso cierto alivio. Di la bienvenida al aire fresco. No acababa de creer del todo la historia de terror del inspector Field sobre el corazón viajero de lord Lucan o los ojos empaquetados de Gooseberry, ya que un escritor de ficción reconoce otro posible elemento de ficción sensacionalista cuando lo oye, pero el tema me había preocupado y me había desencadenado un dolor de cabeza producido por la gota reumatoide detrás de los ojos.

No nos separamos nada más salir de la taberna, sino que fuimos andando juntos hacia el puente de Waterloo.

—Señor Collins —dijo el inspector, después de sonarse en un pañuelo—, supongo que quería verme por algún motivo más, aparte de preguntar por el destino de mi desafortunado y joven socio. ¿Cuál es, señor?

Me aclaré la garganta.

—Inspector, usted sabe que estoy embarcado en una nueva novela que requiere una investigación del tipo más inusual…

—Por supuesto —interrumpió el detective privado—. Por eso pago a uno de mis mejores agentes, el estimado detective Hatchery, para que pase cada jueves por la noche en una cripta esperando su regreso en algún momento de la mañana siguiente. Usted me aseguró que sus viajes al fumadero de opio del Rey Lazaree eran para la investigación, y no estoy en posición de sugerir ningún otro motivo. Pero debo decir, señor Collins, que mi pago del salario por hora al detective Hatchery por ese servicio, para no mencionar que no se halle disponible durante una noche entera y un día (porque hasta los detectives tienen que dormir, señor), no ha sido… correspondido, digamos, en relación con su promesa de informar sobre el paradero y las actividades del señor Charles Dickens.

Me detuve y cogí mi bastón con ambas manos.

—Inspector Field, ciertamente, no puede usted sugerir que sea culpa mía que Dickens se haya embarcado en otra gira de lecturas por provincias y por tanto esté fuera de mi radio de investigación efectivo…

—No sugiero nada —dijo el inspector—. Pero lo cierto del caso es que el estimado autor regresa a Londres al menos un día y una noche cada semana.

—¡Para leer en Saint James Hall! —exclamé, algo acalorado—. Y ocasionalmente trabaja algo en su oficina de Wellington Street North.

—Y también visita a su amante en Slough —dijo el inspector Field secamente—, aunque mis agentes me dicen que ahora está buscando otra casa para la señorita Ternan y quizá también su madre, a las afueras de Peckham.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —respondí fríamente—. Ni soy un chismoso ni soy el guardián de las aventuras de mi amigo, que es un caballero. —Lamenté haber elegido la palabra «aventuras» en cuanto salió de mi boca. Los peatones empezaban a mirarnos cuando pasaban, de modo que me puse a caminar de nuevo y el inspector Field se unió rápidamente a mí.

—Nuestro acuerdo era que usted viera a Dickens con la mayor frecuencia posible, señor Collins, y, por tanto, que acumulase (y nos transmitiese) toda la información que recibiese sobre el asesino que se hace llamar Drood.

—Y eso he hecho, inspector.

—Y eso ha hecho, señor Collins…, pero en un grado demasiado escaso. Ni siquiera pasó la Navidad con el señor Dickens, aunque él estuvo en su casa, en Gad’s Hill, durante casi dos semanas, y vino a la ciudad repetidamente.

—No fui invitado —dije. Quería que mi tono sonase helado, pero sonó casi quejoso.

—Cosa que no es culpa suya —dijo el inspector Field con un tono de simpatía que me hizo desear romperle el bastón en la coronilla de su vieja y calva cabeza—. Pero tampoco ha aprovechado usted oportunidades obvias de unirse al señor Dickens, ya fuera en su gira, ya fuera durante sus estancias en Londres. Quizá le interese saber, señor, que Dickens sigue eludiendo a mis agentes al menos una vez cada dos semanas y desaparece en los sótanos de los barrios bajos y en antiguas criptas de iglesias, y no reaparece hasta que vuelve a tomar el tren a Gad’s Hill al día siguiente.

—Necesita usted mejores agentes, inspector —le dije.

El viejo rió al oír aquello y se sonó de nuevo la prodigiosa nariz.

—Quizá —afirmó—. Quizá. Pero mientras tanto no deseo reprenderle, señor Collins, ni tampoco quejarme del… desequilibrio en la realización de nuestros acuerdos contractuales, sino simplemente recordarle que nuestro interés común reside en meter bajo tierra a ese monstruo de Drood (o más bien sacarlo a la superficie) antes de que mueran más inocentes a manos de esa criatura.

Habíamos llegado al puente. Me detuve junto a la barandilla y miré hacia la fila de embarcaderos, cubículos, grúas y embarcaciones fluviales de palos cortos que corrían en ambas direcciones. Ráfagas de lluvia azotaban la superficie del Támesis y formaban hileras de espuma blanca.

El inspector se subió el cuello de terciopelo de su chaqueta, pasada de moda, por la parte de atrás.

—Por favor, dígame ahora cuál es el motivo de esta reunión, señor Collins, y haré todo lo posible para acceder a sus peticiones de…, bueno, de… apoyo a la investigación.

—Mi propuesta no era solamente pedir un mayor apoyo para la investigación —dije—, sino ofrecerle una sugerencia que podría ser de inestimable ayuda en sus esfuerzos por encontrar a ese tal Drood.

—¿Ah, sí? —dijo el inspector Field. Sus pobladas cejas se alzaron bajo la copa de su chistera—. Por favor, continúe, señor Collins.

—En la novela que casi he acabado de esbozar hay una parte que requerirá que un detective (de gran inteligencia y experiencia, debo añadir) siga la pista de una persona desaparecida.

—¿Ah, sí? Es un procedimiento muy común tanto en el antiguo como en el nuevo aspecto de mi trabajo policial, señor Collins, y estaré encantado de ofrecerle consejo profesional.

—Pero no deseo que esa ayuda me beneficie a mí solo —dije, mirando las grises olas en lugar de mirar al gris inspector—. Se me ocurrió que un hombre de Londres que ha desaparecido podría ser su vínculo perdido a la hora de recomponer la cadena de contactos y circunstancias que le lleven a los contactos de Dickens y Drood desde el accidente de Staplehurst…, si ese contacto existe en realidad.

—¿De verdad? ¿Y quién podría ser ese hombre que ha desaparecido, señor Collins?

—Edmond Dickenson.

El viejo se rascó las mejillas, se tiró de las patillas e inevitablemente colocó su índice robusto junto al oído, como si esperase más información. Finalmente, dijo:

—Ése es el joven caballero a quien el señor Dickens ayudó a salvar en Staplehurst. Y el mismo joven que, según informó usted, andaba sonámbulo en Gad’s Hill Place hace un año, la Navidad pasada.

—Exactamente, ese hombre —dije.

—¿Y cómo ha desaparecido?

—Eso es precisamente lo que me gustaría saber —exclamé—. Y podría ser, precisamente, lo que usted necesita saber para cerrar la conexión con Drood.

Le tendí un grueso fajo de notas que había tomado en mi conversación con el abogado señor Matthew B. Roffe de Gray’s Inn Square; le proporcioné la dirección del último alojamiento conocido de Dickenson en Londres y la fecha aproximada en que el joven había ordenado al señor Roffe que transfiriese sus deberes de tutor, durante los últimos meses que se requería ejercer tal papel, nada menos que a Charles Dickens.

—Fascinante —dijo al fin el inspector Field—. ¿Puedo quedármelos, señor?

—Puede. Son copias.

—Esto sí que puede resultar de alguna utilidad para nuestra causa común, señor Collins, y le agradezco que atraiga mi atención hacia ese hombre, desaparecido o no. Pero ¿por qué cree usted que el señor Dickenson podría ser importante en esta investigación?

Abrí mis manos enguantadas por encima de la barandilla.

—¿No resulta obvio, hasta para alguien que no es detective, como yo? El joven Dickenson quizás era la única persona viva a quien nosotros conocemos (a través del propio testimonio de Dickens) que estuvo cerca de Drood en Staplehurst. En realidad fue Drood, según Dickens, quien condujo a mi amigo hasta el joven, que se encontraba atrapado entre los escombros y que habría muerto de no haber sido por la intervención de Dickens… ¡y de Drood! También tenemos, sugiero, el inexplicable interés que Dickens se tomó en ese huérfano en los meses posteriores al accidente.

El inspector Field se volvió a rascar las mejillas.

—El señor Dickens es conocido públicamente como una persona altruista.

No pude evitar sonreír al oír aquella afirmación.

—Por supuesto. Pero su interés por el joven Dickenson bordeaba lo…, ¿cómo diríamos…?, obsesivo.

—¿O interesado? —preguntó Field. El viento había llegado del oeste, y ambos nos sujetábamos los sombreros con la mano libre.

—¿Qué quiere decir, señor?

—¿Cuánto dinero —preguntó el hombre— se hallaba bajo tutela de quienquiera que fuese el guardián de Edmond Dickenson hasta que el joven alcanzara su mayoría de edad, el año pasado? ¿Acaso sus investigaciones, señor Collins, se extendieron hasta el punto de visitar el banco del joven Dickenson y tener una conversación con su director?

—¡Por supuesto que no! —dije, con la voz fría de nuevo. Tal idea era totalmente ajena a la conducta de un caballero. Era como abrir el correo de otro caballero.

—Bueno, eso será bastante fácil de averiguar —murmuró el inspector Field mientras se metía mis documentos en la chaqueta—. ¿Qué desea usted a cambio de esa posible ayuda en nuestra búsqueda de Drood, señor Collins?

—No deseo nada a cambio —dije—. No soy ni un comerciante ni un mercachifle. Después de que compruebe la desaparición de ese hombre, que quizá viese a Drood en Staplehurst (en realidad, que viese a Drood quizá fuese el «motivo» de su desaparición, ¿quién sabe?), lo único que quiero es conocer los detalles de su investigación…, para dar más verosimilitud a mis propios escritos sobre la investigación de una persona que ha desaparecido, ya me comprende.

—Le comprendo perfectamente. —El viejo inspector retrocedió y me tendió la mano—. Me siento muy complacido al ver que estamos trabajando de nuevo en el mismo lado, señor Collins.

Miré la mano extendida durante largos segundos antes de estrecharla, finalmente. Que ambos llevásemos guantes implicaba una gran diferencia.