5
Debo hacer una pausa en mi narración aquí, por un momento, querido lector, para explicar cómo y por qué, en tiempos anteriores a aquél, había decidido seguir a Charles Dickens en situaciones absurdas y peligrosas. Una vez, por ejemplo, le seguí al monte Vesubio. Y otra vez, ésta mucho más grave, en Cumberland, casi me mato en el Carrick Fell.
La del Vesubio fue una de las aventuras menos importantes en el viaje por Europa que Dickens y yo compartimos en 1853 con Augustus Egg. Hablando de una manera estricta, sólo había dos solteros en aquel grupo de tres hombres viajeros, y ambos éramos más jóvenes que el Inimitable, pero Dickens, ciertamente, actuaba de una manera tan despreocupada e infantil como cualquier soltero joven, con la mayor parte de su vida y su carrera por delante, mientras íbamos retozando por Europa, durante aquel otoño y aquel invierno. Visitamos la mayoría de los lugares adonde solía ir Dickens en el continente. Finalmente nos dirigimos a Lausana, donde el excéntrico antiguo amigo del autor, el reverendo Chauncey Haré Townshend, nos dio una conferencia sobre fantasmas, joyas y mesmerismo, uno de los temas favoritos de Dickens. Luego salimos hacia Chamonix y subimos al Mer de Glace. Al llegar allí miramos hacia abajo, a las grietas glaciales de mil pies de profundidad. En Nápoles, que yo esperaba que fuera un respiro de toda aventura, Dickens insistió en subir al Vesubio.
Se sintió decepcionado, muy decepcionado, diría yo, porque el volcán no escupía ni lanzaba fuego. Evidentemente, una gran erupción en 1850 se había llevado parte de la energía de la montaña; mientras estuvimos allí hubo mucho humo, pero no llamas. Si dijera que Dickens estaba alicaído me quedaría corto. Sin embargo, Dickens organizó rápidamente un grupo de excursión que incluía al arqueólogo y diplomático Austen Henry Layard. Enseguida nos dirigimos hacia la montaña humeante.
Ocho años antes de nuestra excursión, el 21 de enero de 1845, Dickens había encontrado todo el fuego y azufre del Vesubio que alguien tan indiferente al peligro como él pudiera desear.
Era el primer viaje del Inimitable a Nápoles, y el volcán estaba muy activo. Con su esposa Catherine y su cuñada Georgina tras él, Dickens partió con seis caballos ensillados, un soldado armado como guardia y (como el tiempo era malo y el volcán muy traicionero entonces) no menos de veintidós guías. Empezaron la ascensión en torno a las cuatro de la tarde. Las mujeres iban en literas. Dickens y los guías dirigían la marcha. El bastón que el autor llevaba aquella tarde era más alto y más grueso que el de pico de ave que iba resonando contra los adoquines aquella noche en los suburbios de Shadwell. Estoy seguro de que su paso entonces, aquella primera vez en el Vesubio, no era más lento de lo que era aquella noche, a nivel del mar. La respuesta de Dickens a una elevación intimidatoria (como yo mismo había presenciado para mi pena y mi fatiga innumerables veces) era redoblar su paso, ya rápido de por sí.
En la cima del cono de cenizas que es la cumbre del Vesubio, ya no seguía la marcha nadie más que Dickens y un guía. La montaña estaba en erupción. Las llamas se elevaban en el cielo cientos de pies por encima de ellos; el azufre, las cenizas y el humo surgían de todas las grietas en los campos de nieve y de rocas. El amigo del autor, Roche, que había subido hasta unos pocos cientos de pies del cráter, pero que no quiso seguir hacia la vorágine abrasadora, no paraba de chillar que Dickens y su guía morirían si se acercaban más.
Dickens insistió en subir justo hasta el borde de aquel cráter, por el lado más ventoso y peligroso (se sabía que sólo los humos habían matado a gente, a millas por debajo de aquella altura). Como escribiría más tarde a sus amigos, quería mirar «hacia abajo, al cráter mismo…, a las llameantes entrañas de la montaña… Era la visión más bella imaginable, más terrible que el Niágara…». Las cataratas norteamericanas habían sido su ejemplo previo de trascendencia y sobrecogimiento ante la naturaleza de este mundo. Igual, escribió: «… como fuego y agua son».
Aquella noche, todos los demás miembros del grupo, incluidas las horrorizadas y exhaustas Catherine y Georgina (que habían subido a caballo por la ladera del monte), atestiguaban que Dickens bajó por el cono de cenizas «ardiendo por una docena de sitios y quemado de pies a cabeza». Los restos abrasados de su ropa se fueron deshaciendo durante el largo descenso nocturno, que fue también terrible. En una interminable y expuesta ladera helada, donde parte del grupo tuvo que atarse con cuerdas para su seguridad, y en donde los guías tuvieron que tallar escalones en el mismo hielo, un guía resbaló y cayó gritando en la oscuridad; un minuto después le siguió uno de los ingleses que se habían unido al grupo. Dickens y los demás descendieron por la noche, sin esperar a saber cuál fue el destino de aquellos hombres. El escritor me dijo más tarde que el inglés había sobrevivido, y que nunca supo qué había pasado con el guía.
Trece años antes de la búsqueda de Drood en Londres, Dickens nos había arrastrado a Egg y a mí al Vesubio, pero, gracias a Dios y a la relativa tranquilidad del volcán, fue una salida mucho menos difícil y peligrosa. Dickens y Layard iban delante, a gran velocidad, cosa que nos permitía a Egg y a mí descansar discretamente cuando sentíamos que lo necesitábamos. En realidad fue muy bonito: vimos cómo se ponía el sol hacia Sorrento y hacia Capri desde nuestra posición estratégica, junto a la boca del cráter, la esfera del sol cada vez más enorme y de un rojo sangriento entre la cortina de humo y vapor del Vesubio. Bajamos fácilmente mediante la luz de una antorcha, con la luna nueva sobre nosotros y cantando canciones inglesas e italianas.
Aquello no fue nada comparado con nuestra aventura, casi fatal (para mí), en Carrick Fell, poco tiempo después de la última representación en Mánchester de Profundidades heladas, en 1857.
Dickens estaba lleno entonces, como aquella noche en la barriada de Shadwell, de una energía terrible e insaciable, que surgía, al parecer, de una insatisfacción profunda del alma. Pocas semanas después de que la obra acabase, me contó que se estaba volviendo loco y que, si recuerdo correctamente sus palabras, «la escalada de todas las montañas de Suiza, o hacer algo muy loco hasta que caiga, representaría un ligero alivio». Tras una noche en la que estuvimos comiendo, bebiendo y discutiendo cosas con toda solemnidad y buen humor, me envió una nota: «Quiero escapar de mí mismo. Porque cuando me pongo en marcha y me miro a mí mismo a la cara, sórdido, como ocurre en mi situación actual, mi vacuidad me resulta insoportable…, indescriptible, y mi sufrimiento es sorprendente». Puedo asegurar que, además de sorprendente, su sufrimiento era muy real, muy hondo. En aquel momento, pensaba que tenía que ver solamente con su fallido matrimonio con Catherine; ahora sé que en realidad tenía que ver mucho más con su nuevo amor por esa niña-mujer de dieciocho años llamada Ellen Ternan.
En 1857, Dickens me anunció de repente que nos íbamos de inmediato a Cumberland para inspirarnos para la elaboración de unos artículos que íbamos a redactar en conjunto sobre el norte de Inglaterra y que publicaríamos en nuestra revista, Household Words. Iba a llamar a aquella pieza El viaje inútil de dos aprendices gandules. Aun siendo coautor (en realidad autor principal sería más adecuado, querido lector), tengo que decir que lo que resultó fue una serie de artículos de viajes poco original y poco inspirada. Sólo más tarde me di cuenta de que Dickens tenía poco interés en Cumberland, aparte de subir a aquel maldito Carrick Fell, y casi ningún interés en escribir artículos de viajes.
Ellen Ternan, sus hermanas y su madre aparecían en escena en Doncaster; ése era, ahora lo sé, el auténtico objetivo de nuestros alocados viajes al norte.
Qué irónico habría sido que yo hubiese muerto en Carrick Fell a causa de la pasión encubierta de Charles Dickens por una actriz de dieciocho años que no tenía ni idea de los sentimientos que él experimentaba por ella.
Tomamos el tren desde Londres a Carlisle, y al día siguiente fuimos a caballo al pueblo de Heske, en la base de la montaña de «Carrock o Carrick Fell sobre la que he leído tanto, mi querido Wilkie. La ortografía no es fiable».
Así que fue en el Carrick Fell donde caí.
La ardiente frustración y la energía de Dickens exigían una montaña, y por algún motivo desconocido para todo el mundo (hasta para él mismo, de eso estoy seguro), el Carrock o Carrick Fell iba a ser la montaña a la que nos íbamos a arrojar.
No había guías en el diminuto Heske que nos condujeran hasta la cima de aquella montaña. El tiempo era terrible: frío, viento, lluvia. Dickens finalmente convenció al propietario de la posada donde nos alojábamos, pequeña y bastante tétrica, de que fuera nuestro guía, aunque el viejo confesaba que «nunca había subido a aquella montaña en particular, señor».
Conseguimos encontrar el Carrick Fell, con la cumbre oculta entre las bajas nubes de la tarde. Empezamos a subir. El posadero dudaba con frecuencia, pero normalmente era Dickens el que seguía adelante, improvisando el camino. Se levantó un viento que helaba los huesos al caer la noche, que fue más bien un simple debilitamiento de la penumbra hasta convertirse en una oscuridad más profunda, a medida que iban avanzando la neblina y la niebla, pero nosotros seguíamos subiendo. Pronto nos perdimos. El posadero confesó que no tenía ni idea de cuál era el lado de la montaña en el que nos encontrábamos. Con el mismo dramatismo que cuando representaba al errante Richard Wardour en escena, Dickens sacó una brújula de su bolsillo, señaló el camino y seguimos avanzando en la oscuridad.
Al cabo de treinta minutos, la brújula que llevaba Dickens y que se había comprado en la ciudad estaba rota. La lluvia caía cada vez más fuerte: pronto quedamos empapados y temblorosos. La noche norteña se tornaba más y más oscura, y nosotros íbamos dando vueltas y vueltas en torno al rocoso promontorio. Encontramos lo que nos pareció la cumbre, un risco resbaloso de roca situado en medio de un montón de riscos resbalosos idénticos, todos diseminados entre la niebla y la noche, y empezamos a bajar sin tener la menor idea de dónde se encontraba nuestro pueblo, nuestra posada, nuestra cena, nuestro fuego, nuestros lechos.
Durante dos horas fuimos vagando de esa manera, entre la lluvia terrorífica, la niebla espesa y la oscuridad que se aproximaba ahora al absoluto estigio. Cuando llegamos a un rugiente arroyo que bloqueaba nuestro camino, Dickens lo saludó como si fuese un amigo al que no veía hacia tiempo.
—Lo seguiremos hacia abajo hasta el río, en la base de la montaña —explicó al tembloroso y abatido posadero, y a su igualmente abatido coautor—. ¡El guía perfecto!
Ese guía quizá fuera perfecto, pero también era bastante traicionero. Los lados del barranco se volvían cada vez más empinados; las rocas de los lados, más traicioneras con la lluvia y el hielo incipiente; el torrente que iba junto a nosotros, más salvaje. Yo me caí dentro. Mi pie resbaló, caí pesadamente y noté que algo se retorcía de forma terrible en mi tobillo. Medio echado en la corriente, dolorido y tiritando, muerto de hambre y de debilidad, tuve que llamar en la oscuridad pidiendo ayuda, esperando que Dickens y el tembloroso posadero no hubiesen descendido tanto que no pudieran oírme. Si era así, yo sabía que era hombre muerto. Ni siquiera podía apoyar ningún peso en el tobillo, aunque usara el bastón. Habría tenido que arrastrarme por el lecho del arroyo yo solo unas cuantas millas hasta el río, y luego, si conseguía encontrar la dirección correcta hacia el pueblo, no sé cómo, arrastrarme varias millas más a lo largo de la orilla del río, aquella noche. Soy un hombre de ciudad, querido lector: tales esfuerzos no se encuentran en mi vocabulario físico.
Afortunadamente, Dickens oyó mis gritos. Volvió y me encontró tirado en la corriente, con el tobillo ya tan hinchado que tenía dos veces su volumen normal.
Al principio se limitó a ayudarme mientras yo iba saltando por la traicionera pendiente, bajando con él, pero al final tuvo que llevarme en brazos. Supe sin ningún lugar a dudas que Dickens se imaginaba a sí mismo como el héroe Richard Wardour llevando a su rival, Frank Aldersley, a través de las inmensidades del Ártico hasta un lugar seguro. Mientras no me dejara caer, no me importaban las fantasías que podía alimentar.
Al final encontramos la posada. El posadero (temblando, murmurando y lanzando imprecaciones por lo bajo) despertó a su esposa para que nos preparase una cena tardía, o bien un desayuno madrugador. Los criados atizaron el fuego de la sala pública y de nuestras habitaciones. No había médico en Heske (en realidad, no había ni Heske en Heske), de modo que Dickens puso hielo en mi tobillo hinchado y me lo vendó lo mejor que pudo, a la espera de que alcanzáramos de nuevo la civilización.
Fuimos a Wigton y luego a Allonby. De allí nos dirigimos a Lancaster, y luego a Leeds, continuando con la farsa de que recogíamos material para un relato de viajes, aunque yo no podía andar sin la ayuda de dos bastones y me pasaba todo el tiempo en los hoteles. Finalmente llegamos a Doncaster, que era nuestro verdadero y secreto destino (o más bien el destino secreto de Charles Dickens) desde el principio.
Allí vimos varias obras, incluida aquella en la cual tenía una breve aparición Ellen Ternan. Al día siguiente, Dickens se fue de picnic con la familia y (ahora estoy seguro de ello) también dio un largo paseo privado con Ellen Ternan. Qué fue lo que resultó de ese paseo, qué pensamientos o sentimientos se expresaron o se rechazaron, todo eso sigue siendo un misterio hasta el día de hoy, pero sé de buena tinta que el Inimitable volvió de Doncaster de un humor de mil demonios, infernal. Cuando intenté acordar los plazos para que pudiésemos acabar y editar los flojos artículos de El viaje inútil de dos aprendices gandules en la redacción del Household Words, Dickens me envió una respuesta inusualmente personal en la que me decía: «la infelicidad de Doncaster sigue invadiéndome con tanta intensidad que no puedo ni escribir, y estando despierto, no puedo descansar ni un solo minuto».
Como he dicho, entonces no sabía y sigo sin saber la naturaleza exacta de la infelicidad que procedía de Doncaster, pero el caso es que pronto cambiaría todas nuestras vidas.
Comparto esto con usted, querido lector, porque sospechaba, aquella noche de julio de 1865, y sigo sospechando ahora con mucha más firmeza aún, mientras escribo esto, años después, que nuestra búsqueda del misterioso Drood aquella noche cálida y maloliente de julio no era tanto la del fantasma resucitado de Drood como de lo que fuera que Charles Dickens buscaba en Ellen Ternan en Doncaster en 1857…, y en los ocho años llenos de misterio transcurridos desde entonces hasta Staplehurst.
Como ocurría con Carrick o Carrock Fell, tales obsesiones pueden llevar consigo un precio terrible para otras personas, sin mediación alguna del obseso. Pero las otras personas pueden acabar igual de heridas o muertas que si todo hubiese sido premeditado.
Caminamos durante unos veinte minutos a través de unos barrios cada vez más oscuros y hediondos. A veces se veían señales de que había seres humanos apiñados en los deformados edificios, susurros y silbidos se desprendían de la espesa oscuridad a ambos lados de los estrechos callejones, y otras veces el único sonido que se oía era el de nuestras botas y del bastón de Dickens que iba golpeando los adoquines de las pocas calles que estaban empedradas. Me acordé aquella noche de un fragmento de la obra más reciente de Dickens, todavía inacabada, Nuestro común amigo, una de las primeras que se había publicado por entregas el año anterior. En ella, nuestro autor hace que dos jóvenes bajen en un carruaje al Támesis para identificar un cuerpo que se había hallado ahogado, extraído del río por un padre y una hija que hacían aquello cada día como medio de vida:
Las ruedas rodaban y rodaban y pasaban junto al Monumento, y la Torre, y los Muelles, y bajaban por Ratcliffe, y por Rotherhithe, y bajaban por donde la hez de la humanidad acumulada parecía haberse despejado para acudir a terrenos más elevados, como los residuos morales, y estar en espera hasta que su propio peso los obligase a caer desde la orilla y hundirse en el río.
En realidad, como los jóvenes personajes disolutos del coche en el relato de Dickens, yo había prestado poca atención a la dirección en la que íbamos. Me limitaba a seguir la amplia sombra del detective Hatchery y la sombra esbelta de Dickens. Posteriormente lamentaría mi falta de atención.
De pronto, el constante hedor de fondo cambió: aumentó en intensidad.
—¡Puaj! —exclamé a mis compañeros en las sombras, que iban delante—. ¿Nos acercamos otra vez al río?
—Peor, señor —dijo Hatchery por encima de su amplio hombro—. Es un cementerio, señor.
Miré a mi alrededor. Durante cierto tiempo había estado bajo la general pero contradictoria impresión de que nos acercábamos, o bien a Church Street, o bien a la zona de London Hospital; sin embargo, esta oscura avenida se había abierto a nuestra derecha a una especie de campo rodeado por unos muros y una verja y una puerta de hierro. No vi ninguna iglesia cerca, de modo que no se trataba de un camposanto junto a una iglesia, sino más bien de un cementerio municipal, de los que se habían hecho tan comunes los últimos quince años.
Ya ve, querido lector, en nuestro tiempo, los casi tres millones de habitantes de Londres vivíamos y caminábamos por encima de los cadáveres de otros tantos muertos corrientes (casi con toda seguridad, más). Londres crecía y devoraba los barrios y pueblos de sus alrededores, y hacía lo propio con esos cementerios; también a ellos se entregaban los cientos de miles de cuerpos putrefactos de nuestros queridos muertos. La iglesia de Saint Martin-in-the-Fields, por ejemplo, tenía sólo doscientos pies por cada lado, pero hacia 1840, unos veinticinco años antes de aquella significativa noche, se estimaba que contenía los restos de entre 60 000 y 70 000 de nuestros difuntos londinenses. Ahora hay muchos más.
En la década de los cincuenta, más o menos por la época del Gran Hedor y en el peor momento de la terrible epidemia de cólera, se hizo obvio para todos nosotros que esos atestados camposantos de las iglesias representaban un riesgo sanitario para los desgraciados que vivían cerca. Todos los lugares de enterramiento de la ciudad estaban (y permanecían) superpoblados, hasta el punto del colapso. Miles de cuerpos acababan enterrados en fosas poco hondas, debajo de capillas, escuelas y lugares de trabajo, en los solares vacíos e incluso debajo de los hogares privados. De modo que el Acta de Enterramiento de 1852 (una obra legislativa a favor de la cual se había expresado Dickens) exigía que el Consejo General de la Salud estableciese varios cementerios abiertos para todos los muertos, sin tener en cuenta su religión.
Quizá también sepa, querido lector, que hasta hace bien poco en mi vida, todos aquellos que eran enterrados en Inglaterra debían recibir sepultura cristiana en cementerios parroquiales. Había pocas excepciones. Hasta 1832 no se firmó un acta del Parlamento que ponía fin a la práctica común de mis compatriotas ingleses de enterrar a los suicidas en lugares de paso, con una estaca clavada en el corazón del pecador. El Acta, un modelo de pensamiento moderno y de filantropía, permitía que los cadáveres de los suicidas fuesen enterrados en los cementerios junto con los cristianos; eso sí, sólo si el muerto era enterrado entre las nueve de la noche y la medianoche, y siempre sin los ritos de la Iglesia. Y debo mencionar que la disección obligatoria de los cadáveres de los asesinos fue abolida en 1832 (¡qué año más ilustrado!). Incluso en esa época tan liberal se podía encontrar a asesinos enterrados en cementerios cristianos.
Muchas (yo diría que «la mayoría») de esas tumbas siguen sin marcar. Pero no son necesariamente desconocidas. Los hombres que cavan nuevas tumbas cada día o cada noche, aquí, en Londres, invariablemente hunden sus palas en carne podrida…, capas y capas, según me han dicho, y luego en los esqueletos sin nombre que yacen debajo. Algunos camposantos contratan a hombres para que examinen el terreno cada mañana en busca de fragmentos de parroquianos putrefactos que han salido a la superficie, especialmente después de lluvias algo fuertes; parecen anticiparse un poco al Juicio Final. He visto a esos trabajadores acarreando brazos y manos y otras partes del cuerpo menos discernibles en unas carretillas, mientras proseguían sus rondas como diligentes jardineros de una finca que se llevasen ramas y ramajes caídos después de una tormenta.
Esas nuevas zonas se llamaban «zonas de enterramiento», para distinguirlas de los «cementerios» parroquiales, y se habían hecho muy populares. Las primeras zonas de enterramiento eran empresas comerciales (y tal como era todavía la costumbre en muchos lugares del continente, si la familia no pagaba las tumbas de sus seres queridos, se desenterraban los cuerpos y se arrojaban a un lado, y las hermosas losas funerarias se usaban para pavimentar muros de contención o caminos, y el espacio se vendía a un cliente más fiable), pero desde las actas de 1850 que obligaron al cierre de muchos de los atestados camposantos de Londres, la mayoría de nuestros nuevos cementerios eran de tipo municipal, con un lugar separado para los conformistas religiosos (con capillas y terreno consagrado y todo) y una zona diferente para los disidentes. Uno se pregunta si estarían incómodos pasando la eternidad a una distancia de un campo de cricket unos de otros.
El cementerio al que nos aproximábamos ahora en la oscuridad parecía haber sido un antiguo camposanto, en algún momento, hasta que la iglesia quedó abandonada a medida que aquellos barrios se volvieron demasiado peligrosos para la gente decente; y luego su estructura se quemó para dejar espacio a más edificios, de modo que los propietarios pudieran sacar más dinero de los ocupantes inmigrantes, pero el camposanto mismo había quedado intacto, y se fue usando, y usando, y usando… Quizá fue tomado por los disidentes hacía un siglo o dos; luego se convirtió en un cementerio de pago durante un tiempo, en los últimos veinte años.
A medida que nos aproximábamos a los muros rezumantes y a la negra verja de hierro de aquel lugar, me preguntaba quién pagaría un solo penique por ser enterrado allí. En tiempos hubo grandes árboles en el camposanto, pero ahora sólo eran esqueletos calcificados, muertos desde hacía generaciones, con las ramas amputadas elevadas hacia los edificios negros que se alzaban sobre aquel lugar, a ambos lados. El hedor que procedía del interior de su espacio amurallado y vallado era tan terrible que busqué mi pañuelo; luego recordé que Dickens lo había cogido antes, aquella misma noche, para envolver los cuerpos muertos de los bebés. Casi esperaba ver una nube de miasmas verdes suspendida sobre aquel lugar; en realidad, había un resplandor enfermizo en la niebla que había servido como presagio de la siguiente sábana de lluvia caliente.
Dickens alcanzó en primer lugar la alta, cerrada y negra puerta de hierro. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con un candado enorme.
«Gracias a Dios», pensé.
El detective Hatchery buscó bajo su abrigo y sacó un pesado aro con llaves de su cinturón exageradamente cargado. Hizo que Dickens le sujetara la linterna y trasteó entre las llaves tintineantes hasta encontrar la que quería. Ésta encajaba en la cerradura. La enorme puerta, toda arcos y festones negros, se abrió lentamente con un chirrido tal que parecía que hacía décadas que nadie pagaba para abrirla y librarse del cadáver de algún ser querido.
Fuimos andando entre las oscuras lápidas y los abombados sepulcros, pasamos bajo los árboles muertos y caminamos sobre unos adoquines desiguales que pavimentaban los estrechos caminos entre unas bóvedas muy antiguas. Por los saltitos que acompañaban a sus pasos y el ruido de su bastón sabía que Dickens disfrutaba cada segundo de aquel recorrido. Yo, por mi parte, estaba concentrado en contener las arcadas por el hedor y en evitar pisar, en la oscuridad, nada blando.
—Conozco este lugar —dijo de pronto Dickens. Su voz sonó tan fuerte en la oscuridad que di un pequeño salto en el aire—. Lo he visto a la luz del día. He escrito sobre él en El viajero no comercial. Pero no había traspasado estas puertas antes de esta noche. Yo la llamaba la «Ciudad del Ausente», y a este lugar en particular: «Santa Fúnebre Fosa».
—Sí, señor —dijo Hatchery—. En tiempos fue exactamente eso.
—No veo las calaveras y las tibias decorando las picas de hierro de la puerta —dijo Dickens, con la voz demasiado fuerte todavía, teniendo en cuenta las circunstancias.
—Siguen ahí, señor Dickens —aseguró Hatchery—. No me pareció correcto enfocarles la linterna. Aquí estamos, señores. Nuestra entrada a la Ciudad Subterránea.
Nos habíamos detenido ante una cripta estrecha y sellada.
—¿Es una broma? —pregunté.
Mi voz quizá sonase un poco brusca a mis compañeros. Había pasado ya el momento de aplicarme una dosis de mi láudano medicinal; la gota estaba haciendo que me doliesen diversas partes del cuerpo y notaba un terrible dolor de cabeza que me apretaba como una tira de metal en torno a las sienes.
—No, señor Collins, no es ninguna broma, señor —dijo Hatchery.
El hombre trasteaba de nuevo con su llavero e introdujo una maciza llave en una antigua cerradura, en la puerta metálica de la cripta. La alta puerta chirrió al abrirse hacia dentro cuando el hombre apoyó su peso en ella. El detective iluminó el interior y esperó a que entrásemos alguno de los dos.
—Esto es absurdo —dije—. No puede haber Ciudad Subterránea ni nada subterráneo aquí. Nuestras botas llevan horas hundiéndose en el barro apestoso del Támesis. El agua debe estar menos honda aún que todas estas tumbas que tenemos a nuestro alrededor.
—Ése no es el caso, señor —susurró Hatchery.
—Esta parte del East End yace encima de la roca, mi querido Wilkie —dijo Dickens—. Diez pies más de profundidad y es roca sólida. Ciertamente, ya conoces la geología de nuestra ciudad… Por eso decidieron construirlas aquí.
—¿Construir el qué? —pregunté, intentando, sin conseguirlo del todo, que no se transparentase en mi voz la aspereza que me invadía.
—Las catacumbas —dijo Dickens—. Los antiguos espacios subterráneos de la cripta de un monasterio. Y antes los loculi romanos, incluso más profundos, casi con toda seguridad bajo las catacumbas cristianas.
Preferí no preguntar qué eran los loculi. Tenía la sensación de que aprendería su oscura etimología bastante pronto.
Dickens entró en la cripta, seguido del detective. Finalmente yo también me decidí. El cono de luz de la linterna se movía por el diminuto interior. El pedestal funerario situado en el centro del pequeño mausoleo, que era lo bastante largo para contener un ataúd, un sarcófago o un cuerpo amortajado, estaba vacío. No había ningún nicho a la vista, ni tampoco lugar alguno para cuerpos.
—Está vacío —dije—. Alguien ha robado el cadáver.
Hatchery se echó a reír bajito.
—Válgame Dios, señor, aquí nunca ha habido ningún cadáver. Esta casa de los muertos en particular es y siempre ha sido una entrada a la «tierra» de los muertos, nada más. Si no le importa hacerse a un lado, señor Collins.
Retrocedí un paso hacia el muro rezumante que quedaba en la parte de atrás de la cripta. El detective se inclinó, apoyó el hombro en el pedestal de mármol cuarteado y empujó. El sonido de piedra rascando sobre la piedra sólida resultaba extremadamente desagradable.
—He observado los arcos abiertos en el adoquinado antiguo mientras veníamos —comentó Dickens al detective, que todavía empujaba—. Es una pista tan clara como las ranuras que hace el poste de una puerta algo descolgada en el barro.
—Sí, señor —jadeó Hatchery, empujando—. Pero normalmente el barro y las hojas lo esconden, aun a la luz directa de una linterna. Es usted muy observador, señor Dickens.
—Sí —dijo Dickens.
Yo estaba seguro de que los chirridos y quejidos del pedestal, que se movía muy despacio, sonaban tan fuerte que atraerían a multitudes de rufianes curiosos al cementerio. Luego recordé que Hatchery había cerrado la puerta del cementerio detrás de nosotros. Estábamos encerrados. Y como abrir la puerta de la propia cripta le había costado a Hatchery casi toda su fuerza, a pesar de su corpulencia (la había vuelto a cerrar empujando con los hombros después de entrar nosotros) podíamos estar encerrados igualmente en aquella tumba. Unos empinados escalones de piedra se hicieron visibles en la cuña negra que quedaba debajo del suelo y que se iba ampliando a medida que se movía el pedestal; tenía la sensación de que cuando aquel peso volviera a colocarse en su lugar, quedaríamos enterrados debajo de la piedra, dentro de la cripta cerrada y del cementerio cerrado. Sentí escalofríos a pesar del tremendo calor de la noche.
Finalmente, Hatchery dejó de empujar y se incorporó. La cuña triangular de la oscura abertura no era grande, tenía apenas dos pies de ancho, pero cuando Dickens lo iluminó con la linterna, vi unos escalones muy empinados que descendían.
El rostro de Dickens quedó iluminado por debajo mientras miraba al detective y decía:
—¿Está seguro de que no quiere bajar con nosotros, Hatchery?
—No, señor, gracias —dijo el hombretón—. Hemos quedado en que no.
—¿Hemos «quedado» en que no? —El tono de Dickens era de relativa curiosidad.
—Sí, señor. Un antiguo trato que muchos de los antiguos y actuales agentes e inspectores tenemos con los de la Ciudad Subterránea. Nosotros no bajamos a complicarles la vida, señor, y ellos no suben a complicarnos la nuestra.
—Como el trato que intentan hacer la mayoría de los vivos con los muertos —dijo Dickens, bajito, volviendo a clavar la vista en el oscuro agujero y en los empinados escalones.
—Exactamente, señor —afirmó el detective—. Sabía que lo entendería.
—Bueno, deberíamos ir bajando —dijo Dickens—. ¿Será capaz de encontrar el camino de regreso a casa sin la linterna, detective? Obviamente, necesitaremos ésta ahí abajo.
—Ah, sí, señor —respondió Hatchery—. Llevo otra en el cinturón, por si la necesito. Pero no volveré todavía a casa. Esperaré aquí hasta el amanecer. Si no han vuelto por entonces, iré directo a la comisaría de la calle Leman e informaré de que se han perdido dos caballeros.
—Muy amable por su parte, detective Hatchery —sonrió Dickens—. Pero, como ha dicho usted, los agentes e inspectores no vendrán abajo a buscarnos.
—Ah, no lo sé, señor —dijo el detective, encogiéndose de hombros—. Como ustedes dos son autores famosos y caballeros de calidad, quizá consideren adecuado hacer una excepción en este caso. Sólo espero que no tengamos que averiguarlo, señor.
Dickens se echó a reír al oír aquello.
—Vamos, Wilkie.
—Señor Dickens —dijo Hatchery, buscando bajo su abrigo y sacando una enorme pistola tipo revólver—, quizá debería usted llevarse esto, señor. Aunque sólo sea por las ratas.
—Ah, por favor —dijo Dickens, haciendo señas de apartar el arma con sus guantes blancos. (Debe usted recordar, querido lector, que en nuestra época —no tengo ni idea de cuál será la costumbre en la suya— ninguno de nuestros policías llevaba armas de fuego de ningún tipo. Tampoco nuestros criminales, en su mayor parte. Lo que Hatchery contaba del «trato» entre el hampa y los defensores de la ley era cierto, y abarcaba muchos aspectos no escritos).
—Yo la cogeré —dije—. Con mucho gusto. Odio las ratas.
La pistola era tan pesada como parecía y llenó el bolsillo derecho de mi chaqueta. Me sentía extrañamente desequilibrado con aquella cosa tan enorme en el bolsillo. Me dije a mí mismo que quizá me sintiera mucho más desequilibrado si necesitaba un arma y no tenía ninguna.
—¿Sabe disparar una pistola, señor? —preguntó Hatchery.
Me encogí de hombros.
—Supongo que la idea fundamental es apuntar con la abertura del cañón hacia el blanco y luego apretar el gatillo —dije. Ya me dolía todo el cuerpo. Mentalmente veía el frasco de láudano en el estante del armario cerrado de mi despensa.
—Sí, señor —dijo Hatchery. Llevaba el sombrero hongo tan metido que parecía comprimirle el cráneo—. Ésa es la idea. Ya habrá observado que tiene dos cañones, señor Collins. Uno encima y otro más largo debajo.
No me había dado cuenta de tal cosa. Intenté sacar de mi bolsillo aquella arma absurdamente pesada, pero se enganchó en el forro y desgarró la tela de mi cara chaqueta. Maldiciendo en voz baja, conseguí sacarla y estudiarla bajo la luz de la linterna.
—Ignore el inferior, señor —dijo Hatchery—. Es para disparar metralla. Como si fuera una especie de escopeta. Algo feo. No lo necesitará, espero, señor; de todos modos, no tengo munición para eso. Mi hermano, que estuvo en el ejército hasta hace poco, compró esta pistola a un tipo norteamericano, aunque está hecha en Francia…, pero no se preocupe, hay buenas marcas inglesas de prueba en el arma, señor, de nuestra mismísima Gasa de Pruebas de Birmingham. El cilindro del cañón liso sí que está cargado, señor. Hay nueve balas en el cargador.
—¿Nueve? —dije, volviendo a meter aquella cosa grande y pesada en mi bolsillo, cuidando de no desgarrar el forro más de lo que ya estaba—. Muy bien.
—¿Quiere más balas, señor? Tengo una bolsa llena, y fulminantes en el bolsillo. Entonces tendría que enseñarle a usar la baqueta. Pero es bastante sencillo, a la hora de la verdad.
Casi me eché a reír pensando en todas las cosas que podía haber en los bolsillos y en el cinturón del detective Hatchery.
—No, gracias —dije—. Tiene que bastar con nueve balas.
—Son del calibre 42, señor —continuó el detective—. Nueve deberían ser más que suficientes para las ratas corrientes…, las de cuatro o las de dos patas, sea cual sea el caso.
Me eché a temblar al oír aquello.
—Ya le veremos antes de amanecer, Hatchery —dijo Dickens, que se metió el reloj en el chaleco y se dirigió hacia abajo, por los empinados escalones, con la linterna bien baja para iluminarme el camino—. Vamos, Wilkie. Tenemos menos de cuatro horas antes de que salga el sol.
—Wilkie, ¿conoces a Edgar Allan Poe?
—No —dije.
Habíamos bajado ya diez escalones y no se veía aún el final del tramo de escalera. Los «escalones» eran más bien bloques piramidales con al menos tres pies desde un nivel hasta el siguiente de abajo; todos los escalones y las losas estaban muy resbaladizos por los regueros de humedad subterránea. Las sombras que arrojaba la pequeña linterna eran negras como la tinta y muy engañosas. Si alguno de nosotros tropezaba en un escalón o trastabillaba, ciertamente, el resultado serían huesos rotos y probablemente incluso el cuello roto. Yo bajaba, casi de un salto, de un escalón al siguiente, jadeando, e intentaba no perder el diminuto cono de luz oscilante que emanaba de la mano de Dickens.
—¿Es amigo tuyo, Charles? ¿Algún experto en criptas y catacumbas, quizá?
Dickens se echó a reír. El eco resonaba horriblemente fuerte en aquel hondo pozo de piedra. Esperé con todo mi corazón que no volviera a hacerlo.
—Definitivamente «no» a tu primera pregunta, mi querido Wilkie —dijo—. Y posiblemente «sí» a la segunda conjetura.
Se había detenido en una zona plana. Volvió la linterna para iluminar las paredes empinadas, el techo bajo que teníamos por delante y un corredor que se alejaba hacia la oscuridad. Unos rectángulos negros a ambos lados del oscuro pasillo sugerían quizás unas arcadas abiertas. Salté el último escalón y me uní a él. Se volvió hacia mí y apoyó ambas manos y la linterna en el pico de bronce de su bastón.
—Conocí a Poe en Baltimore durante las últimas semanas de mi gira de 1842 por Estados Unidos —dijo—. Debo decir que ese hombre me obligó a aceptar su libro, Cuentos de lo grotesco y arabesco, y luego a él. Conversando libremente con Poe, como si fuésemos iguales o antiguos amigos, me tuvo hablando con él (o debería decir hablando solo) durante horas, sobre la literatura, su trabajo, mi trabajo, y de nuevo su trabajo. No llegué a leer sus cuentos mientras estaba en Estados Unidos, pero Catherine sí que lo hizo. Le cautivaron. Evidentemente, a ese tal Poe le gustaba escribir sobre criptas, cadáveres, entierros prematuros y corazones arrancados de pechos vivientes.
Seguí atisbando en la oscuridad más allá del diminuto círculo de luz procedente de la linterna. Esforzarme tanto, ya que no tengo buena vista, hacía que las sombras que nos rodeaban se fusionasen y temblasen, como altas formas movibles. El dolor de cabeza que sentía empeoró.
—Presumo que todo esto tiene alguna relevancia, Dickens —dije, cortante.
—Sólo en el sentido de que estoy recibiendo la impresión clara de que el señor Edgar Allan Poe disfrutaría de esta excursión mucho más que tú en este momento, mi querido Wilkie.
—Muy bien, pues —exclamé, con cierta brusquedad—. Desearía que tu amigo Poe «estuviese» aquí ahora mismo.
Dickens se echó a reír de nuevo; esta vez, el eco de su risa no fue tan intenso, aun así, resultó más enervante al rebotar en aquellas paredes y nichos invisibles en la oscuridad.
—Quizás esté. Quizás esté. Recuerdo haber leído que el señor Poe murió sólo seis o siete años después de conocerle yo, bastante joven y en unas circunstancias muy extrañas e incluso inverosímiles. Por nuestra breve pero intensa relación, este lugar parce ser «exactamente» el tipo de túmulo de piedra que a su fantasma le habría encantado embrujar.
—¿Qué lugar es éste? —le pregunté.
Como para responderme, Dickens levantó la linterna y siguió avanzando por el corredor. Las aberturas como arcos que había notado a ambos lados eran, en realidad, nichos abiertos. Dickens apuntó la linterna hacia el primer nicho, a nuestra derecha cuando llegábamos a su altura.
A unos seis pies de hondura en aquel espacio, se alzaba una verja de hierro desde el suelo de piedra hasta el techo, también de piedra; la verja era enorme y los barrotes que la atravesaban muy sólidos, pero tenía aberturas en forma de florón. El hierro color sangre y anaranjado tenía un aspecto tan antiguo y oxidado que me pareció que se desmenuzaría si adelantaba un paso y lo golpeaba con mi puño. Pero no tenía intención alguna de acercarme a aquel nicho. Detrás de la verja de hierro se encontraban hileras y columnas de ataúdes apilados tan macizos que supuse que estaban forrados de plomo. Conté cerca de una docena entre la luz y las sombras vacilantes.
—¿Puedes leer la placa, Wilkie?
Se refería a una placa de piedra blanca colocada muy alta en la verja de hierro. Otra placa se había caído en el polvo acumulado. Había montones de óxido en el suelo del nicho. Una tercera yacía de lado en la base de la verja.
Me coloqué las gafas y entorné los ojos. La piedra estaba salpicada y teñida de blanco por la humedad y llena de manchitas rojas de la verja oxidada que tenía debajo y a su alrededor. Las letras parecían ser…
E. I.
THE CAYA (confuso) OMB
OF
(desaparecido) HE REV (confuso) D
L.L. B (manchado y confuso)
Se lo leí a Dickens, que se había acercado a examinarlo más de cerca, y dije:
—Entonces no son romanas.
—¿Estas catacumbas? —preguntó Dickens con tono distraído, mientras se agachaba e intentaba leer la placa que había caído en el polvo como una losa sepulcral volcada—. No. Fueron construidas a la manera romana, esencialmente: oscuros pasillos alineados a ambos lados, con nichos de enterramiento. Pero las catacumbas originales romanas eran de un diseño laberíntico. Éstas son cristianas, pero muy antiguas, Wilkie, muy antiguas, y por tanto diseñadas, como parte de nuestra ciudad por aquí encima, siguiendo una cuadrícula. En este caso, se ha diseñado como una cruz central rodeada por estos nichos y pequeños pasillos; observarás que los arcos son de ladrillo en lugar de piedra, aquí, por encima… —Apuntó con la linterna más alto.
Entonces observé la bóveda de ladrillos. Y por primera vez me di cuenta de que el «polvo» rojizo del suelo, que tenía varias pulgadas de grosor, en realidad eran restos de los ladrillos que se desmenuzaban y del mortero que iba cayendo de aquel techo abovedado.
—Era una catacumba cristiana —repitió Dickens—. Instalada directamente debajo de la capilla que había encima.
—Pero encima no hay ninguna capilla —susurré.
—Durante muchos años no la hubo —accedió Dickens. Se levantó e intentó sacudirse el polvo de los guantes mientras sujetaba aún la linterna y el bastón—. Pero sí hace tiempo. La capilla de un monasterio, es lo que imagino. Parte del monasterio de la Iglesia de Santa Fúnebre Fosa.
—Eso te lo habías inventado tú —repliqué, acusadoramente.
Dickens me miró extrañado.
—Por supuesto que sí. ¿Continuamos?
No me gustaba nada permanecer allí de pie en el pasillo oscuro sin luz detrás de mí, de modo que agradecí mucho que Dickens saliera del nicho y se dispusiera a seguir adelante. Pero primero volvió a apuntar la luz hacia arriba, hacia la bóveda, y la pasó por las hileras y columnas de ataúdes apilados detrás de la verja oxidada.
—Me había olvidado de mencionar —dijo, bajito— que, igual que los originales romanos, estos nichos de enterramiento se llaman loculi. Cada loculus estaba reservado a una familia, o quizás a miembros de una orden específica de monjes, a lo largo de muchos años. Los romanos tendían a excavar sus catacumbas de una forma lógica, todas de una vez, pero estos túneles cristianos tardíos se excavaron a lo largo de un periodo de tiempo mucho más largo, y por tanto tendían a desviarse y a vagar. ¿Conoces la cafetería Garraway?
—¿En la calle Exchange? ¿En Cornhill? Claro que sí. He tomado café allí muchas veces mientras esperaba que empezase alguna venta en la sala de subastas que hay al lado.
—Hay una cripta de un viejo monasterio parecida a ésta debajo de Garraway —dijo entonces Dickens con un susurro, como si tuviese miedo de que alguna forma espectral se hubiese unido a nosotros—. Estuve en ella, allá abajo, entre el vino de oporto. A menudo me he preguntado si Garraway se compadecía de los hombres que se enmohecían esperando en su salón público toda su vida, dándoles esa fría cripta debajo para que contuviera los restos de aquellos que ya estaban ausentes de lo que los idiotas llaman «vida real» arriba, en la superficie. —Me miró—. Por supuesto, mi querido Wilkie, las catacumbas de París (y sé que has estado allí, ya que fui yo quien te llevé), las catacumbas de París no serían lo bastante grandes para contener los restos de las almas ausentes de Londres si todos nos viéramos obligados a ir abajo, alejados de la luz, en la mohosa oscuridad a la que pertenecemos, cuando nos olvidamos de cómo vivir entre los hombres erguidos.
—Dickens, ¿qué demonios estás diciendo…? —Me detuve. Había notado el movimiento de unos pasos en el oscuro pasillo, lejos del débil resplandor de nuestra única linterna.
Dickens volvió la linterna hacia allí, pero no había nada en el cono de luz, salvo piedra y sombras. El techo del pasillo principal era de piedra plana, sin ladrillos ni arcos. Seguía al menos durante cincuenta yardas. Dickens se abrió paso por aquel pasillo, haciendo una pausa sólo para apuntar con la luz hacia alguno de los nichos que se abrían a izquierda y derecha en el pasillo. Todos eran loculi, nichos que contenían pilas de macizos ataúdes tras unas pesadas verjas de hierro idénticas. Al final del pasillo, Dickens paseó la luz de la linterna por todo el muro e incluso pasó la mano libre por la piedra, apretando aquí y allá, como si buscara algún muelle o resorte, algún pasaje secreto. Pero no se abrió ninguno.
—Bueno… —empecé. ¿Qué iba a decir? «¿Ves? No existe ninguna Ciudad Subterránea, después de todo. No hay ningún señor Drood aquí abajo. ¿Estás satisfecho? Volvamos a casa, por favor, Dickens, tengo que tomarme mi láudano». Pero dije—: Parece que esto es todo lo que hay.
—No todo —objetó Dickens—. ¿Has visto esa vela en la pared?
Pues no la había visto. Volvimos atrás, hacia el anterior loculus, y Dickens levantó un poco más la linterna. Estaba allí, en un nicho, una gruesa vela de sebo consumida hasta quedar sólo un trocito.
—¿La dejarían los antiguos cristianos, quizá?
—No lo creo —arguyó Dickens, cortante—. Enciéndela, por favor, mi querido Wilkie. Y camina delante de mí, de vuelta hacia la entrada.
—¿Por qué? —le pregunté.
Él no me respondió, así que bajé la vela, trasteé buscando las cerillas en mi bolsillo izquierdo (la pistola, absurdamente pesada, seguía en mi chaqueta, a la derecha) y encendí la vela. Dickens asintió, con bastante brusquedad, me pareció, y yo sujeté la vela delante de mí mientras iba andando lentamente de vuelta por el camino que habíamos recorrido en la ida.
—¡Ahí! —gritó Dickens, cuando hubimos cubierto la mitad de la distancia.
—¿Cómo?
—¿No has visto vacilar la llama de la vela, Wilkie?
Si lo había hecho, la verdad es que no me había fijado, pero dije:
—Es sólo una corriente que viene de las escaleras, sin duda.
—Creo que no —afirmó Dickens. Su énfasis en negar cada cosa que yo decía me estaba empezando a molestar.
Usando su linterna, Dickens examinó el loculus que teníamos a nuestra izquierda y luego el de la derecha.
—¡Aaaah! —exclamó.
Sujetando aún la vela parpadeante, atisbé en el nicho, pero no vi nada que pudiera suscitar tal expresión de sorpresa y satisfacción.
—En el suelo —me indicó Dickens.
Me di cuenta de que el polvo rojo de aquel lugar estaba pisoteado y formaba una especie de camino que conducía a la verja de hierro y a los ataúdes.
—¿Algún enterramiento reciente?
—Lo dudo muchísimo —dijo Dickens, añadiendo una más a la retahíla de negaciones a todas las observaciones que yo hacía. Dirigió el camino hacia la bóveda y me tendió la linterna, y sacudió la verja de hierro con ambas manos enguantadas.
Una parte de la verja (sus junturas y bordes y bisagras invisibles incluso desde poca distancia) giró hacia dentro, hacia la pila de ataúdes.
Dickens entró sin pensarlo un momento. Al cabo de un segundo, su linterna pareció hundirse en el polvo rojo que tenía debajo. Me costó un minuto darme cuenta de que había unos escalones que bajaban por allí y que Dickens los estaba bajando.
—Vamos, Wilkie —me dijo su voz.
Dudé. Yo tenía la vela. Tenía la pistola. Podía volver al inicio de la escalera en cuestión de treinta segundos, subirlas, salir a la cripta que había encima y encontrarme bajo la protección del detective Hatchery de nuevo, treinta segundos después.
—¡Wilkie!
La linterna y el escritor estaban ya fuera de mi vista. Veía el techo de ladrillos todavía iluminados por encima del lugar donde él había desaparecido. Miré hacia atrás, a la oscura entrada al loculus, luego los pesados ataúdes apilados encima de sus repisas a ambos lados del camino en el polvo rojo; luego, de nuevo, hacia la entrada.
—Wilkie, por favor, date prisa. Y apaga la vela, pero tráela. Esta linterna no tiene combustible ilimitado.
Atravesé la verja de hierro, pasé junto a los ataúdes y me dirigí hacia las escaleras invisibles.