35
La parte inicial de mi plan funcionó perfectamente.
Pasé el principio de la tarde sentado a la luz del sol que iba declinando cada vez más, en el pequeño parque entre la estación de Peckham y el camino rural. Carruajes y peatones iban y venían. Una simple mirada a través del seto junto al cual estaba sentado me decía todo lo que necesitaba saber para certificar que los que llegaban no eran mi presa. La única acera que conducía desde la entrada de la estación hasta el andén corría directamente a través de la entrada con la pérgola a mi pequeño parque, a menos de treinta pasos de mi banco, y me di cuenta de que podía acercarme desde mi lado del seto y oír claramente la conversación de cualquier peatón que se acercase a la estación por aquel camino.
Tal y como había esperado y planeado, aquel seto me ocultaba y me ofrecía la posibilidad de observar a través de unos pequeños huecos que eran más bien como rendijas verticales. En el habla de nuestros días, tomada de los cazadores ingleses de hermosos gansos escoceses o de tigres de Bengala en la selva, querido lector, yo «estaba en un aguardo».
La agradable tarde fue pasando. Me acabé el tentempié y los dos tercios del láudano del frasco. También había acabado de revisar las galeradas de la última entrega de La piedra lunar y las había guardado de nuevo en mi maletín junto con el rodrigón de la manzana, las migas del bizcocho, unos trocitos de cascara de huevo y la pistola. Tendría que haber estado destrozado por la ansiedad a medida que pasaban las horas, desgarrado por la certeza de que Dickens había usado la estación de New Cross, o bien por el hecho de que no iba ir a Londres para nada aquel día.
Pero cuanto más esperaba, más calmado estaba. Ni siquiera los dolorosos movimientos del escarabajo, que aquel día parecía haberse introducido más abajo, cerca de la base de mi espina dorsal, perturbaban la creciente certeza que calmaba mis nervios con más seguridad que cualquier opiáceo. Yo nunca había estado tan seguro en mi vida de algo como de que Dickens volvería por aquel camino, aquella noche. De nuevo pensé en el experimentado cazador de tigres en su plataforma de tiro elevada y camuflada, en algún lugar de la India, con su arma bien engrasada y alojada con toda seguridad en el hueco de su firme brazo. Él «sabía» cuándo se aproximaba su peligrosa presa, aunque no podría haberle explicado al «no cazador» cómo lo sabía.
Y entonces, alrededor de las 8 de la tarde, cuando las sombras de junio se estaban convirtiendo en una fría penumbra, dejé el libro de Thackeray que no estaba captando mi interés, atisbé a través del seto y lo vi.
Sorprendentemente, Dickens no estaba solo. Él y Ellen Ternan iban caminando lentamente por el lado del parque del polvoriento camino. Ella iba vestida como para una salida de tarde y, a pesar de que el camino estaba sombreado plenamente por los árboles y las casas que estaban en el lado occidental, llevaba una sombrilla. Detrás de ellos, y en el lado opuesto de la calle, un coche iba avanzando despacio, ahora se detenía, ahora seguía avanzando despacio: debía de ser el que había contratado Dickens para que llevase a Ellen de vuelta a Linden Grove desde la estación. Los dos tortolitos habían decidido caminar hasta la estación juntos para que ella pudiese despedirse de Dickens.
Pero algo iba mal. Lo notaba en la forma entrecortada, casi dolorosa, que tenía de caminar, y por la extraña distancia que había entre ambos. Lo notaba también por la forma que tenía Ellen Ternan de bajar la inútil sombrilla, cerrarla, cogerla con fuerza con ambas manos y abrirla de nuevo. No eran dos tortolitos, sino dos aves heridas.
El coche se detuvo por última vez y esperó en el siguiente bordillo, a treinta yardas del camino de entrada a la estación de ferrocarril.
Mientras Dickens y Ellen pasaban junto al alto seto, me quedé de pronto helado, inmóvil. La moribunda luz de la tarde y la sombra del seto debían de trabajar a mi favor; hacían que el seto, a ratos medio hueco, le pareciera más espeso y oscuro a alguien que caminase por el otro lado, pero durante un segundo casi estuve seguro de que yo resultaba claramente visible para los dos. Al cabo de unos instantes, Dickens y su amante verían a un hombre bajito y muy conocido, con una ancha frente, diminutas gafas y voluminosa barba, acurrucado en un banco a menos de dos pies de la acera por donde ellos pasaban. El corazón me latía tan salvajemente que estaba seguro de que ellos podían oírlo. Tenía las manos medio levantadas hacia la cara, como si intentara esconderme tras ellas, y colocadas en la posición en la que habían quedado heladas. Aparecería ante Dickens como un blando, pálido, atónito, barbudo conejo atrapado por el rayo de luz de la linterna de un cazador.
Ellos no miraron en mi dirección al pasar junto al seto. Sus voces eran bajas, pero aun así podía oírlos bastante bien. El tren no había llegado aún, el camino de las afueras estaba vacío de tráfico, excepto el coche aparcado, y el único sonido que se oía era el arrullo de las palomas bajo los aleros de la estación.
—… podemos dejar atrás nuestra Triste Historia —decía Dickens.
Las mayúsculas resultaban obvias por su tono. También había un deje de súplica que nunca…, nunca había oído en Charles Dickens.
—Nuestra Triste Historia se halla enterrada en Francia, Charles —dijo Ellen, muy bajito. Sus amplias mangas rozaron el seto al pasar junto a mí—. Pero nunca quedará atrás.
Dickens suspiró. Casi parecía un quejido. Los dos se detuvieron diez pasos antes de que la acera diese la vuelta hacia la estación. No había ni seis pasos hasta mi escondite. No me moví.
—¿Qué hay que hacer, pues? —dijo él. Las palabras estaban tan cargadas de sufrimiento que podrían ser propias de un hombre a quien estuvieran torturando.
—Sólo lo que ya hemos hablado. Es el único camino honorable que nos queda.
—¡Pero yo no puedo! —explotó Dickens. Parecía que iba a llorar. Podía haber acercado mi rostro seis pulgadas más al seto y verle, pero era imposible—. ¡No tengo la voluntad! —añadió.
—Entonces, debes tener el valor —dijo Ellen Ternan.
Se oía un roce, el sonido leve de los pequeños pies de ella que rozaban el pavimento, el sonido de los de él, más pesado. Imaginé a Dickens inclinado hacia ella, que daba un paso atrás involuntariamente, y él, que volvía a colocarse a una tensa distancia de su amante.
—Sí —dijo al fin—. Valor. Puedo reunir el valor necesario, allí donde me falla la voluntad. Y convocar la voluntad cuando falla el valor. Ésa ha sido mi vida.
—Tú eres mi niño querido —dijo ella, bajito. Imaginé que le tocaba la mejilla con la mano enguantada.
—Ambos debemos ser valientes —siguió ella, con la voz cantarina, con una ligereza forzada que cuadraba muy mal con una mujer madura de veintitantos años—. Seamos hermano y hermana a partir de este día.
—¿No volver a estar… juntos… como hemos estado? —dijo Dickens. Su voz sonaba con el tono calmado y monótono de un hombre condenado a la guillotina que repite la sentencia del juez.
—Nunca —dijo Ellen Ternan.
—¿Nunca más ser marido y mujer? —dijo Dickens.
—¡Nunca!
Hubo un silencio que duró tanto que de nuevo estuve tentado de inclinarme hacia delante y atisbar por el borde para ver si Dickens y Ellen se habían desmaterializado de alguna manera. Entonces oí de nuevo el suspiro del Inimitable. Su voz sonaba más alta y fuerte, pero infinitamente hueca, cuando habló de nuevo.
—Así debe ser. Adieu, amor mío.
—Adieu, Charles.
Estaba seguro de que no se habían tocado ni besado, aunque no puedo asegurar, querido lector, cómo estaba tan seguro. Yo estaba allí sentado e inmóvil oyendo cómo se perdía el ruido de las pisadas de Dickens más allá de la curva del seto. Hizo una pausa en esa curva (estaba seguro de que se volvía a mirarla) y luego siguió andando.
Me incliné hacia delante entonces y acerqué el rostro a las ramas del seto: vi a Ellen Ternan cruzar la calle. El conductor del coche la vio también y avanzó un poco. Ella llevaba la sombrilla cerrada una vez más y había levantado las dos manos hacia su rostro. No miró hacia la estación al introducirse en el coche (el viejo y patilludo conductor la ayudó a subir, ella tomó asiento y luego cerró la puerta con suavidad) y tampoco miró hacia la estación cuando el anciano volvió a su asiento y el coche inició un lento y amplio giro por el vacío bulevar y regresó hacia Peckham.
Fue entonces cuando volví la cabeza hacia la izquierda y miré a través de la pérgola abierta.
Dickens había pasado justo por delante de la abertura, había subido los cuatro escalones hasta el nivel del andén y ahora hacía una pausa.
Sabía lo que ocurriría a continuación. Se daría la vuelta y miraría hacia el parque y por encima del seto, para ver por última vez la figura del coche abierto de Ellen Ternan desapareciendo por la calle. «Tenía» que volverse. El imperativo estaba escrito en la tensa inclinación de sus hombros bajo el traje veraniego de hilo, y en el dolor de su cabeza baja, y en la pausa a medio paso de su propio cuerpo en el andén.
Y cuando se volviera, en dos segundos, quizá menos, vería a su antiguo colaborador y presunto amigo Wilkie Collins agachado y atisbando a través del seto como un cobarde voyeur, que es lo que era, con su rostro sin sangre y lleno de culpabilidad vuelto ciegamente hacia Dickens, los ojos como simples óvalos donde las gafas reflejarían el cielo pálido.
Pero, cosa increíble, no se volvió. Fue recorriendo la curva de la estación por el andén, ante el edificio, sin mirar hacia atrás, al único y gran amor de su vida dada al sentimentalismo y empapada de romanticismo.
Segundos después llegó el tren de Londres a la estación entre exhalaciones de vapor y chirridos metálicos.
Con las manos temblorosas, saqué el reloj de mi chaleco. El expreso llegaba justo a tiempo. Partiría de la estación de Peckham al cabo de cuatro minutos y treinta segundos.
Me puse de pie, tembloroso, y recogí mi maletín del banco, pero aún tuve que esperar cuatro minutos a que Dickens embarcara y tomara asiento.
¿Y si estaba sentado en un compartimento que daba a este lado, mirando por la ventanilla de la estación, mientras yo corría hacia allí?
Hasta aquel momento del día, los dioses me habían sido propicios. Sabiendo que seguirían siéndolo, sin ningún motivo que pudiera explicar entonces o ahora, agarré el maletín apretado contra el pecho y corrí hacia el tren antes de que mis exhaustivas maquinaciones se vieran burladas por la partida de una máquina no pensante, pero sí programada.
No fue un trayecto largo, desde luego, el de aquel tren de cercanías desde Peckham y New Cross a Charing Cross. Me costó gran parte del viaje tranquilizar mis nervios y desplazarme hacia delante desde el compartimento de cola del vagón hacia el cual había corrido. Después de hacer muchos viajes con Dickens, sabía en qué vagón se habría subido, por supuesto, así como la parte del vagón casi vacío que habría elegido para el viaje.
Sin embargo, fue una enorme conmoción cuando, con el maletín todavía apretado contra el pecho, avancé y le encontré solo en el compartimento, mirando hacia su propio reflejo en la ventanilla de cristal. Era la viva imagen de la tristeza más absoluta.
—¡Charles! —grité, fingiendo una agradable sorpresa. Sin pedirle permiso, me senté en el asiento que estaba frente al suyo—. ¡Qué increíble y deliciosa sorpresa encontrarte aquí! ¡Pensaba que estabas en Francia!
La cabeza de Dickens dio un respingo como si le hubiese golpeado con mi guante. En los siguientes segundos, varias emociones distintas pasaron por el rostro del Inimitable, a menudo inescrutable, en rápida sucesión: primero una sorpresa absoluta, luego un enfado que casi bordeaba la rabia, luego una dolorosa sensación de violación, luego el retorno a la tristeza que ya había atisbado en su reflejo, y finalmente… nada.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, con voz inexpresiva. No hubo fingimiento alguno de saludo ni la mínima simulación de cordialidad.
—Pues estaba visitando a una prima anciana. Ya recordarás que te hablé de ella, estoy seguro, Charles. Vive entre New Cross y Peckham, y desde que murió mi madre resulta que…
—¿Te has subido en Peckham? —preguntó. Sus ojos, habitualmente cálidos y animados, se mostraban fríos y fijos en una mirada aguda de inquisidor y basilisco.
—No —dije, notando que la arriesgada mentira se me atascaba en la garganta como una espina de pescado—. Más hacia Gad’s Hill Place. Mi prima vive entre Peckham y New Cross. He cogido un coche hasta Five Bells y he subido allí.
Dickens seguía mirándome.
—Mi querido Charles —conseguí decir al cabo de un momento de silencio—. Me escribiste y me dijiste que te quedabas en Francia. Me sorprende encontrarte aquí. ¿Cuándo has vuelto?
Su silencio continuó durante diez segundos más, terribles e interminables, y luego volvió de nuevo la cara al cristal y dijo:
—Hace unos días. Necesitaba descansar.
—Claro, por supuesto —dije—. Por supuesto. Después de lo de Estados Unidos… y del estreno de tu obra en París. Pero es estupendo que me haya encontrado contigo esta noche tan importante.
Él volvió la cara lentamente en mi dirección. Me di cuenta de que parecía diez años mayor que un mes antes, cuando le saludé a su vuelta de Estados Unidos. El lado derecho de su cara parecía extrañamente muerto, como de cera, caído y deprimido. Dijo:
—¿Una noche importante?
—Nueve de junio —dije, bajito. Notaba que mi corazón aceleraba de nuevo su ritmo—. El tercer aniversario de…
—De… —me apuntó Dickens.
—De los terribles hechos de Staplehurst —acabé. Tenía la boca seca.
Entonces Dickens se echó a reír. Era un sonido terrible.
—Qué mejor lugar para observar el aniversario de esa carnicería —dijo entonces— que aquí, en un traqueteante vagón colocado precisamente en la misma secuencia de vagones que aquella fatídica tarde. Me pregunto… ¿cuántos viejos puentes cruzaremos esta noche antes de llegar a Charing Cross, mi querido Wilkie? —Me miró con atención—. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero llevarte a cenar —dije.
—No, imposible —dijo Dickens—. Tengo que… —Entonces hizo una pausa y me miró de nuevo—. Pero, bueno, ¿por qué no?
Fuimos en silencio el resto del camino hasta Londres.
Cenamos en Vérey, donde habíamos disfrutado de tantos ágapes conmemorativos en los años anteriores. No fue aquélla una de las ocasiones más amistosas que pasamos allí.
En mi plan para aquella confrontación, me había propuesto empezar la cena y las negociaciones diciendo sin rodeos: «Tengo que ver a Drood de nuevo. Tengo que ir contigo esta noche, cuando vayas a la Ciudad Subterránea».
Si Dickens me exigía un motivo, le describiría el sufrimiento y el terror que había sufrido por el escarabajo. (Tenía motivos para creer que él sabía algo del sufrimiento y terror producido por la misma fuente). Si no me preguntaba los motivos, sencillamente, iría con él aquella noche.
No pensaba decirle que planeaba meterle dos balas en el cuerpo y una en la cabeza al monstruoso Drood. Dickens podía haber señalado entonces que los subalternos subterráneos de Drood (los lascares, mayas, chinos y negros, y hasta el joven Edmond Dickenson con la cabeza afeitada) nos harían pedazos. «No me importa», sería mi respuesta, aunque no esperaba que hubiese que llegar a aquello.
Pero a causa de lo que había oído sin querer en Peckham, lo ocurrido entre el Inimitable y la actriz (o antigua actriz), mi deseo de ir con él a ver a Drood se vería mejor asistido si empleaba un enfoque mucho más sutil e indirecto. (El inspector Field y sus agentes nunca habían sido capaces de seguir a Dickens hacia la Ciudad Subterránea durante las diversas estancias del escritor allí, aunque habían presenciado cómo entraba en diversos sótanos y criptas en Londres. Las puertas, pasajes y accesos secretos reales seguían siendo un misterio, conocido sólo por Dickens y Drood).
Discutimos el menú con Henry, el maître d’hôtel, y la conversación se adentró en esa lengua extranjera (que yo adoraba) de las salsas, los condimentos y las preparaciones. También nos tomamos nuestro tiempo eligiendo los vinos y un cordial antes de los vinos. Luego hablamos.
No teníamos una salita privada (ahora Vérey las reservaba sólo para grupos grandes), pero podría haberlo sido: nuestra mesa, con unos bancos adosados, estaba situada entre unas paredes forradas de rojo flocado, unas separaciones y pesadas cortinas en una zona elevada, alejada del comedor principal. Hasta el ruido de los demás comensales quedaba apartado de nosotros.
—Bueno —dije al fin cuando Henry, los demás camareros y el sommelier se fueron y se cerraron las cortinas de terciopelo rojo—, ¡felicidades por el éxito del estreno de L’Abîme!
Brindamos por eso. Dickens, saliendo de sus pensamientos, dijo:
—Sí, ha sido un gran éxito. El público de París ha apreciado la historia revisada de una manera que no apreció el de Londres.
«Ni que hubieses estado desde enero aquí para ver y oír la reacción del público de Londres», pensé. Y dije:
—La producción de Londres sigue todavía, aunque hay que recibir con honores la sangre nueva de la versión parisina.
—Está muy mejorada —gruñó Dickens.
Podía soportar aquella arrogancia porque, gracias a cartas secretas de Fechter, sabía que aunque Dickens seguía aferrado a la ilusión de que el estreno parisino había sido un triunfo, la crítica y el público más ilustrado francés lo consideraban un simple succès d’estime. Un crítico parisino había escrito: «Sólo el respeto y la comprensión de los franceses han evitado que este Abîme se tragara a sus autores».
En otras palabras, el idolatrado Abismo de Dickens y Fechter fue exactamente eso: un abismo.
Pero yo no podía dejar entrever a Dickens que lo sabía. Si él se enteraba de que estuve en comunicación con Fechter en secreto, también se daría cuenta de que sabía que había abandonado París la noche del estreno, y que se había escondido con su amante la semana anterior. Y mi fingida sorpresa al encontrarle en el tren se habría desvelado como lo que era: una mentira.
—Por más éxitos —dije, y entrechocamos las copas y bebimos de nuevo.
Al cabo de un momento, dije:
—Ya he acabado La piedra lunar. He completado la corrección de las pruebas de la entrega final.
—Sí —dijo Dickens, sin asomo alguno de interés—. Wills me ha enviado las galeradas.
—¿Has visto la conmoción que había en Wellington Street? —Me refería a la gente que se apiñaba en la puerta cada viernes para comprar la última entrega de La piedra lunar.
—Pues sí —dijo Dickens, secamente—. Tuve que usar mi bastón como machete para abrirme camino a través de la gente para llegar a mi oficina, a finales de mayo, cuando me fui a Francia. Muy inconveniente.
—Sí, es cierto. Cuando llevo correcciones o documentos a Wills en persona, veo que los chicos de los recados y los mozos están apostados en las esquinas, con los paquetes todavía a la espalda, leyendo la entrega.
—Hum —dijo Dickens.
—Supongo que en la calle se hacen apuestas, y también en algunos de los mejores clubs de la ciudad, incluido el mío, el Ateneo, sobre cómo se encontrará al final el diamante y quién resultará ser el ladrón.
—Los ingleses apuestan por cualquier cosa —dijo Dickens—. He visto a unos caballeros en una partida de caza apostar mil libras a la dirección en la que pasará la siguiente bandada de gansos.
«Nuestra Triste Historia está enterrada en Francia», ésa era la frase que seguía resonando en mi cabeza en voz de Ellen Ternan. Me preguntaba si habría sido un niño o una niña. Cansado de la interminable condescendencia de Dickens, sonreí y dije:
—Wills me informa de que las ventas de La piedra lunar han sobrepasado tanto a Nuestro común amigo como a Grandes esperanzas.
Dickens levantó la cabeza y me miró por primera vez. Lentamente, muy lentamente, una débil sonrisa se dibujó bajo su ralo mostacho y su barba canosa.
—¿Ah, sí? —dijo, en voz baja.
—Sí. —Examiné el color ambarino de mi licor durante un momento y dije—: ¿Estás trabajando en algo ahora, Charles?
—No. Me resulta imposible empezar una nueva novela, o una historia incluso, aunque las ideas y las imágenes rondan mi cabeza, como siempre.
—Por supuesto.
—Pero he estado… distraído —dijo, aún en voz baja.
—Por supuesto. La gira de lectura norteamericana sola ya haría que cualquier escritor dejase de escribir.
Le había ofrecido la gira norteamericana a Dickens como opción para que cambiara de tema, ya que disfrutó mucho contando los triunfos que había tenido allí a todos sus amigos, incluido yo, las semanas después de volver y antes de trasladarse a París. Pero él decidió no aceptar aquella transición.
—He leído las galeradas de tus últimas entregas —dijo.
—¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Y las encuentras satisfactorias?
Aquello no quería ser más que un cumplido, por primera vez en nuestra relación. Él no era mi corrector (Wills había ejercido ese papel innecesario durante sus meses de ausencia), y aunque Dickens nominalmente era mi editor a través de su revista, yo ya había encontrado un editor auténtico, William Tinsley, para la primera edición del libro, de 1500 ejemplares, y me había prometido 7500 libras.
—Encuentro el libro acabado extremadamente tedioso —dijo Dickens.
Por un momento me quedé sujetando el vaso con ambas manos y mirando al hombre envejecido.
—¿Perdona? —exclamé al fin.
—Ya me has oído. Encuentro La piedra lunar tedioso hasta el extremo. Su construcción es extraña e insoportable, hay un punto de obstinado engreimiento que recorre toda la narración y que convierte a los lectores en enemigos.
No podía creer que mi amigo de hacía tantos años estuviera diciéndome aquello. Me sentí abochornado al notar que la sangre me subía a las mejillas, sienes y orejas. Al final dije:
—Pues lo siento de todo corazón, Charles, si la novela te decepciona. Ciertamente, no ha decepcionado a muchos miles de lectores ansiosos.
—Eso me has dicho.
—¿Qué es exactamente lo que te parece tedioso en la construcción? Sigue la misma estructura que tu Casa desolada…, con algunas mejoras.
Como ya le habré mencionado, querido lector, la construcción de La piedra lunar era absolutamente brillante; consistía en una serie de epístolas solicitadas por uno de los personajes que quedaba entre bastidores escritas a la mayoría de los demás personajes principales, que relataban diversas historias en serie a través de diarios, notas y cartas.
Dickens tuvo la desfachatez de reírse en mi cara.
—Casa desolada —dijo, sin alterarse—, estaba contada desde una limitada serie de puntos de vista en tercera persona, siempre con el ojo del autor por encima, con la única narración en primera persona de la querida señorita Emily Summerson. Estaba construida siguiendo la forma de una sinfonía. La piedra lunar aparece ante el oído del lector como una artificiosa cacofonía. El nivel de artificio en la interminable serie de testamentos escritos en primera persona es, como he dicho, más increíble y tediosa de lo que se puede expresar con palabras.
Parpadeé varias veces y dejé el vaso. Henry y dos camareros llegaron solícitos con el primer plato. El camarero que servía el vino trajo la primera botella, Dickens lo probó y asintió, y el revoloteo de fracs negros y cuellos blancos y almidonados se retiró al fin. Cuando se hubieron ido, dije:
—Te hago saber que el testimonio y el personaje de la señorita Clack son la comidilla de toda la ciudad. Alguien de mi club dijo recientemente que no se había reído tanto desde Los papeles póstumos del club Pickwick.
Dickens hizo un gesto de dolor.
—Comparar a la señorita Clack con Sam Weller o con cualquiera de los personajes de Los papeles póstumos del Club Pickwick, mi querido Wilkie, sería como comparar a una mula con un esparaván y el lomo hundido con un caballo de carreras de pura raza. Los personajes de Pickwick, como generaciones enteras de lectores y oyentes podrían decirte, si te molestaras en preguntárselo, estaban retratados con ojos cariñosos y mano firme. La señorita Clack es una caricatura malintencionada de un monigote mal compuesto. No hay señoritas Clacks en este mundo ni en ninguna tierra generada por un creador sano.
—Pero tu señorita Jellyby de Casa desolada… —empecé.
Dickens levantó una mano.
—Ahorrémonos las comparaciones con la señorita Jellyby. Sencillamente, no sirven, querido amigo. No sirven.
Miré la comida.
—Y tu personaje de Ezra Jennings que sale de la nada para resolver todos los temas importantes en los capítulos finales —continuó Dickens con voz inexpresiva, segura e implacable, como una de las máquinas perforadoras de túneles que trabajaban a lo largo de Fleet Street.
—¿Qué pasa con Ezra Jennings? Los lectores creen que es un personaje fascinante.
—Fascinante… —dijo Dickens, con una sonrisa terrible—. Y familiar.
—¿Qué quieres decir?
—¿Creías que no me acordaría de él?
—No tengo ni idea de lo que estás hablando, Charles.
—Estoy hablando del ayudante de físico que conocimos durante nuestro viaje al norte, en septiembre de 1857 (Dios mío, hace ya casi once años), cuando subimos al Carrick Fell y tú te caíste y te torciste el tobillo y tuve que llevarte montaña abajo, y luego en coche al pueblo de al lado, donde ese físico te vendó el tobillo y la pierna. Su ayudante tenía precisamente ese pelo y esa piel increíblemente mezclados de blanco y negro que adorna a tu monstruo llamado «Ezra Jennings».
—¿Acaso no inventamos basándonos en la vida real? —pregunté. Mi voz sonaba quejosa a mis propios oídos, y me resultó odioso.
Dickens meneó negativamente la cabeza.
—De la vida real, sí. Pero no se habrá escapado a tu atención que ambos creamos a tu Ezra Jennings en forma de «señor Lorn», el ayudante albino y manchado del doctor Speddie en nuestra colaboración El viaje inútil de dos aprendices gandules, en el número de Navidad de aquel mismo año.
—No veo la similitud —dije, muy tieso.
—¿Ah, no? Pues es muy extraño. La historia del señor Lorn (el hombre muerto en la cama que vuelve a la vida en la habitación compartida del joven doctor Speddie, en la atestada posada) supuso la parte más importante de aquella novela corta, olvidable por lo demás. El mismo trágico pasado. La misma expresión angustiada y la misma manera de hablar. La misma piel albina y el cabello manchado. Recuerdo claramente haber escrito esas escenas.
—Ezra Jennings y el señor Lorn son personajes muy distintos —dije.
Dickens asintió.
—Ciertamente, tienen una textura distinta. El señor Lorn tenía un trágico pasado. Tu Ezra Jennings, de todos los personajes antinaturales y enfermos que has creado en tu búsqueda del sensacionalismo, es el más repelente y perturbador.
—Perturbador, ¿en qué sentido, si puedo preguntarlo?
—Puedes preguntarlo y te lo diré, mi querido Wilkie. Ezra Jennings, además de ser un adicto al opio de la peor calaña, un rasgo compartido por «muchos» personajes tuyos, mi querido amigo, muestra todos los signos de ser un invertido.
—¿Invertido? —Había levantado el tenedor unos momentos antes, pero todavía no había llegado a mi boca.
—Para no andarnos con rodeos —dijo Dickens, con calma—, resulta obvio para todo aquel que lea La piedra lunar que Ezra Jennings es un sodomita.
Mi tenedor seguía en el aire, y yo con la boca abierta.
—¡Bobadas! —exclamé al fin—. ¡No quería insinuar nada por el estilo!
¿O acaso lo había hecho? Me di cuenta de que, igual que los capítulos de la señorita Clack, el Otro Wilkie había escrito gran parte de la parte de Ezra Jennings, cuando yo intentaba dictarle aun estando en las agonías más profundas de la morfina y el láudano.
—Y tus supuestas «arenas tembladizas»… —empezó Dickens.
—Arenas movedizas —le corregí.
—Como quieras. No existen, como debes de saber.
Ahí sí que le tenía atrapado. ¡Le había pillado!
—Pues sí que existen, en realidad —dije, levantando la voz—. Como sabe todo aficionado a la vela como yo. Hay unos bajíos que son exactamente iguales a las arenas movedizas en el estuario del Támesis, a nueve millas al norte de la bahía de Herne.
—Tus arenas tembladizas no existen en la costa de Yorkshire —dijo Dickens. Me di cuenta de que estaba cortando y comiéndose la carne con toda tranquilidad—. Todo el que haya visitado Yorkshire alguna vez lo sabe. Cualquiera que haya «leído» sobre Yorkshire lo sabe.
Abrí la boca para hablar, para dar una respuesta cáustica, pero no se me ocurrió nada que decir. En aquel momento recordé el revólver cargado de mi maletín que estaba situado a mi lado, en la banqueta.
—Y muchos creen, como Wills, que tu escena en la que tiemblan las famosas arenas también es indecente —dijo Dickens.
—Por el amor de Dios, Dickens, ¿cómo puede alguna persona sana considerar indecente un bajío, una playa de arena movediza?
—Quizá —dijo Dickens— por la elección de lenguaje y las insinuaciones por parte del autor. Y cito de memoria (y según la observación de tu pobre y condenada señorita Spearman): «El rostro marrón suspiraba lentamente, y luego formaba unos hoyuelos y temblaba todo». El rostro marrón, mi querido Wilkie, la «piel» marrón, que forma hoyuelos, tiembla toda y luego, y cito, «lo chupa a uno hacia abajo»…, que es precisamente lo que le hace a la pobre señorita Spearman. Una descarada y torpe descripción de lo que algunos podrían imaginar el clímax físico de una mujer en el acto del amor, ¿no es así?
De nuevo me quedé mirándole con la boca abierta.
—Pero es el final, tu muy anticipada resolución de este muy admirado misterio lo que encuentro que es el súmmum y el colmo del fingimiento, mi querido amigo —siguió Dickens.
Me di cuenta de que no dejaría de hablar. Me imaginé a las docenas de comensales de otros huecos en la gran sala de Vérey haciendo una pausa en su cena, escuchando, conmocionados, pero atentos.
—¿Crees realmente —siguió Dickens—, o esperas que «nosotros», los lectores, nos creamos que un hombre, motivado por unas pocas gotas de opio en un vasito de vino, iría andando en sueños, entraría en la habitación de su prometida dormida (una escena completamente indecente ya sólo por esa impropiedad) y rebuscaría entre su caja fuerte y sus pertenencias y luego robaría y escondería un diamante en otro lugar «sin tener recuerdo alguno de ese hecho después»?
—Estoy seguro de ello —dije con frialdad, muy tieso.
—¿Cómo? ¿Cómo puedes estar seguro de una cosa tan ridícula, amigo mío?
—Investigué y experimenté, cuidadosamente, todas las referencias a las conductas bajo la ingesta de láudano, opio puro o cualquier otra droga en La piedra lunar antes de trasladarlas al papel —dije.
Entonces Dickens se echó a reír. Fue una risa larga, estentórea y cruel, y duró demasiado tiempo.
Me puse de pie, arrojé a la mesa la servilleta de hilo, cogí mi maletín y lo abrí. La enorme pistola era bastante visible allí, entre las hojas arrugadas de mis galeradas y los restos del almuerzo.
Cerré el maletín y salí corriendo, casi olvidándome el sombrero y el bastón en mi precipitación. Sólo oí que Henry irrumpía en el hueco por la parte de atrás y le preguntaba al «señor Dickens» si había algún problema con la comida o el servicio.
A tres manzanas de Vérey me detuve, todavía jadeando, todavía agarrado a mi bastón como si fuera un martillo, sin ser consciente del tráfico ni de las calles ajetreadas en aquella encantadora noche de junio, ni de las damas de la noche que me observaban desde las sombras de un callejón que había al pasar.
—¡Maldita sea! —grité en voz alta, sobresaltando a dos damas que pasaban con un anciano y encorvado caballero—. ¡Maldita sea!
Volví corriendo al restaurante.
Aquella vez toda conversación se detuvo de repente cuando entré a toda prisa y atravesé el comedor principal y aparté las cortinas de la parte de atrás.
Dickens se había ido, claro está. Y mi última oportunidad de seguirle a la guarida de Drood en 1868 había desaparecido con él.