32

Mi madre murió el 19 de marzo.

Yo no estaba presente cuando murió. Como no pude asistir al funeral, pedí a mi amigo Holman Hunt, con quien había ido al teatro justo la semana anterior a ver mi Calle sin salida de nuevo, que asistiera en mi lugar; le escribí: «Estoy seguro de que será un consuelo para él… [me refería a mi hermano Charles] ver el rostro de un viejo y querido amigo a quien mi madre quería mucho, y a quien nosotros queremos también».

En realidad, querido lector, no tenía ni idea de si mi madre quería a Holman Hunt o si él sentía gran afecto por ella, pero había cenado con ella algunas veces en mi presencia, de modo que no vi motivo alguno para que no pudiese llenar el espacio que yo dejaba vacío en el funeral de Harriet Collins.

Pueden pensar que era frío y duro por no asistir al funeral de mi propia madre cuando mi enfermedad quizá me hubiera permitido hacerlo, pero no pensarían lo mismo si hubiesen penetrado en mi mente y mi corazón en aquel momento. Todo era terriblemente lógico. Si acudía a la casita de mi madre con Charley a contemplar el cuerpo, ¿qué reacción experimentarían su escarabajo y el mío, ante la proximidad el uno del otro? La idea de aquel escarabajo removiéndose, escarbando y hurgando en el cuerpo muerto de mi madre era demasiado para mí, no podía soportarlo.

Y antes del funeral, cuando el ataúd se encontrase todavía en el salón de su casita y abierto para que sus amigos pudieran presentarle sus respetos, ¿qué me ocurriría a mí si viese (sobre todo, si era el único que lo veía) las pinzas de aquel escarabajo y su cabeza y su caparazón saliendo lentamente de los muertos y blancos labios de mi madre? ¿Y si salía de otra manera, a través de su oído, o del ojo, o de la garganta?

Mi cordura no habría podido soportarlo.

Y en cuanto al funeral mismo, mientras bajaban su ataúd en el helado agujero abierto junto a la tumba de nuestro padre, yo habría sido el único en inclinarse hacia delante y esperar, y escuchar, y esperar y escuchar más aún, hasta después de que los primeros puñados de tierra golpeasen la tapa del ataúd.

¿Quién sabía mejor que yo que había túneles por todas partes bajo la ciudad de Londres, y cosas terribles moviéndose por aquellos túneles? ¿A qué espantosos impulsos y modos y maneras del control de Drood podría estar sujeto aquel escarabajo agitado, que seguramente había crecido y ya era tan grande como el cerebro de mi madre después de que la quitinosa criatura hubiese consumido toda la materia cerebral muerta y moribunda?

Así que me quedé en casa, en la cama, sufriendo.

A finales de febrero había empezado a escribir de nuevo, componiendo La piedra lunar en mi escritorio, en mi estudio, cuando era capaz de ello, y sentado en la cama la mayor parte de las veces. Cuando trabajaba solo en mi estudio o mi dormitorio, el Otro Wilkie se unía a mí a menudo, mirándome silencioso, casi como si me hiciera reproches. Me había pasado por la mente que pudiera estar planeando reemplazarme (escribir este libro o aquel otro, recibir aplausos por él, en el lecho de Caroline, en la sociedad, en general), si yo moría. ¿Quién lo habría sabido? ¿Acaso no había planeado yo recientemente sustituir a Charles Dickens de un modo parecido?

Me di cuenta de que la enfermedad revelada súbitamente (y la muerte no menos súbita) de uno de mis personajes, la adorada y muy respetada lady Verinder, que no era un personaje principal, pero sí una noble presencia entre bastidores, siempre tranquilizadora, casi con certeza procedía de las partes más íntimas de mi mente creativa, y era una manera de honrar la muerte de mi madre.

Debería mencionar aquí que el escarabajo, obviamente, no podía leer las cosas a través de mis ojos; cada noche que Frank Beard me inyectaba morfina, yo seguía soñando con los dioses Neteru de la Tierra Negra y todas sus ceremonias y séquito, pero ni una sola vez me convertí en el escriba que Drood me había ordenado que fuese; ni una sola vez escribí acerca de aquellos dioses oscuros y paganos.

El escarabajo que llevaba en el cerebro parecía calmarse cuando escribía, obviamente, engañado, pensando que estaba consignando mis sueños de aquellos antiguos rituales. Y todo aquel tiempo en realidad escribía acerca del curioso y viejo sirviente Gabriel Betteredge y de su obsesión con Robinson Crusoe, un libro que yo también veneraba, y la valiente aunque estúpidamente tozuda Rachel Verinder, y el heroico aunque extrañamente embaucado Franklin Blake, y la criada deforme y condenada a hundirse en las arenas movedizas, Rosanna Spearman, y la entrometida y piadosa panfletista miss Clack, cuya hilarante maldad era una contribución del Otro Wilkie, y, por supuesto, del inteligente sargento Cuff, nada decisivo, sin embargo, para la resolución del misterio. El parásito que llevaba en mi interior pensaba que toda aquella escritura frenética durante mi enfermedad era la obra obediente de un escriba.

Estúpido escarabajo.

Los primeros números de mi novela por entregas eran recibidos con continuo y creciente entusiasmo. Wills me informaba de que cada vez más personas acudían a las oficinas de la revista en Wellington Street el día que salía cada nueva entrega. Todas las conversaciones trataban de la propia Piedra Lunar, el precioso diamante, y de quién y cómo podía haberla robado. Nadie conocía, por supuesto, la plena extensión de mi ingenio a la hora de tramar el final, pero aun antes de escribir aquellos capítulos tenía plena confianza en que nadie conseguiría adivinar la sorprendente revelación. Entre eso y el triunfo de mi obra, tendría muchas cosas con las que impresionar a Charles Dickens cuando éste volviera.

Si es que vivía lo suficiente para volver.

Wills y yo recibíamos noticias, a través de diversas fuentes (pero especialmente por sinceras notas de George Dolby a las hijas de Dickens, que me daba a conocer Charley), de que la salud de Dickens estaba fallando de una manera alarmante. La gripe que cogió durante sus viajes casi diarios a través de todas las provincias norteamericanas le requería permanecer en cama hasta la tarde, y no comer nada hasta las tres o incluso más tarde. Todos nos sentimos muy sorprendidos al leer que Dickens, que siempre insistía en alojarse en hoteles durante sus giras y nunca en casas particulares, estuvo tan enfermo en Boston que se vio obligado a alojarse con sus amigos, los Fields, en lugar de ir al Parker House como planeaba.

Además, el empeoramiento de la gripe y del catarro, el agotamiento y una nueva hinchazón del pie izquierdo estuvieron a punto de acabar con Dickens. Supimos que Dolby tenía que ayudar al Jefe a subir al escenario en cada lectura, aunque en cuanto estaba más allá del telón, Dickens se dirigía andado a su atril de lectura con una perfecta imitación de su antigua vitalidad y entereza. Y durante los intermedios y después de la lectura, Dolby y otros tenían que sujetar al autor, totalmente exhausto, para evitar que se desplomara. La señora Fields escribió a la hija de Dickens, Mamie, que durante la última lectura en Boston, el 8 de abril, Dickens alardeaba de haber recuperado las fuerzas de nuevo, pero todavía no era capaz de cambiarse de ropa después de la lectura y se tenía que limitar a echarse en el sofá durante treinta minutos «en un estado de gran agotamiento», antes de permitir que le ayudasen a volver a su habitación.

Y además, y de esto tomé buena nota, Dolby añadía, casi a la ligera, que como el Inimitable no podía dormir, había empezado de nuevo a tomar láudano, aunque sólo unas pocas gotas en un vaso de vino, cada noche.

¿Había un escarabajo insaciable en Estados Unidos que necesitaba sedación también?

En cualquier caso, las hijas de Dickens y su hijo Charles estaban muy preocupados por su padre, aunque las propias cartas del Inimitable estaban llenas de optimismo y fanfarronería, y hablaban de multitudes y públicos ansiosos y entregados en cada ciudad norteamericana en la que leía. Pero a medida que iban pasando marzo y abril y yo, lentamente, muy poco a poco, iba mostrando cierta mejoría y empezaba a superar un poco el dolor y el debilitamiento (aunque tenía recaídas que me enviaban de nuevo al lecho durante días sin fin), empecé a creer que Charles Dickens no volvería nunca de Estados Unidos o que volvería ya como un hombre roto y moribundo.

Era difícil comunicarse con Martha R. durante mi enfermedad. Me las arreglé para enviarle un mensaje escrito a través de mi criado, George, al principio de mi crisis y mientras mi madre empeoraba, con la excusa de preguntarle por unas propiedades de alquiler en la calle Bolsover, pero era demasiado arriesgado continuar por ese camino.

Tres veces en febrero les dije a Caroline y a Carrie que iba a Tunbridge Wells con Charley para ver a mi madre y me volvía desde la estación, tras decirle a Charley que sencillamente no me encontraba lo bastante bien para ir y que ya tomaría un coche de caballos para regresar a casa. Dos de esas tres veces pasé la noche (o noches) con Martha, aunque estaba demasiado enfermo para disfrutar de aquel tiempo, pero esa estratagema era también demasiado arriesgada, ya que Charles podía mencionarle en cualquier momento a Caroline, o decirlo en su presencia, que yo no había podido viajar a ver a mi madre.

Martha podía haberme escrito durante aquel intervalo (usando una falsa dirección de remite en el sobre), pero prefería no escribir cartas. De hecho, mi Martha era analfabeta por aquel entonces, aunque más tarde le enseñé hasta el punto de que era capaz de leer libros sencillos y escribir cartas básicas.

En cuanto pude desplazarme de nuevo, a finales de marzo, ingenié formas de verla, explicándole a Caroline e incluso a mi médico que debía dar paseos a solas en coche (no era capaz de fingir que caminaba durante horas) para ayudarme a pensar en mi novela, o aseguraba que pasaba el tiempo en el club, en su maravillosa biblioteca, buscando más libros para mi investigación. Pero esas visitas a la «señora Dawson» en la calle Bolsover nos daban, como mucho, unas pocas horas robadas, y eso no nos satisfacía ni a Martha ni a mí.

De todos modos, la compasión que Martha R. sentía por mí en esos momentos tan difíciles era sincera y palpable, a diferencia de los cuidados que me dispensaba Caroline, a regañadientes y a menudo suspicaces.

Maat da sentido al mundo. Maat da orden al caos de la creación en los Primeros Tiempos y mantiene el orden y el equilibrio en todo momento. Maat controla el movimiento de las estrellas, supervisa la salida y la puesta del sol, gobierna la inundación y el flujo del Nilo, y extiende su cuerpo y su alma cósmica bajo todas las capas de naturaleza.

Maat es la diosa de la justicia y de la verdad.

Cuando yo muera, mi corazón será arrancado de mi pecho y llevado a la Sala del Juicio de Tuat, donde se pesará con la pluma de Maat. Si mi corazón está libre en gran medida del terrible peso del pecado (pecado contra los dioses de la Tierra Negra, pecado contra mis deberes, explicados por Drood e impuestos por el escarabajo sagrado), se me permitirá viajar hacia los dioses y quizás unirme a su compañía. Si mi corazón pecador sobrepasa en peso a la pluma de Maat, mi alma será devorada y destruida por las bestias demoniacas de la Tierra Negra.

Maat dio sentido al mundo y todavía da sentido al mundo. Mi Día del Juicio en la Sala de Tuat se acerca, igual que la suya, querido lector. Igual que la suya.

Para mí, las mañanas eran muy malas. Ahora que ya había dejado de dictar La piedra lunar al escriba traicionero que era el Otro Wilkie en las horas más bajas de la noche, a menudo me despertaba de mis sueños de láudano o morfínicos entre las dos y las tres de la madrugada y no paraba de quejarme y de retorcerme hasta que llegaba el amanecer primaveral.

Normalmente podía bajar hasta mi enorme estudio en la planta baja a primera hora de la tarde, y allí escribía hasta las cuatro, y entonces Caroline o Carrie o las dos me sacaban fuera, al menos al jardín, para que tomase un poco el aire. Como le escribí a un amigo que quería venir, a visitarme aquel mes de abril: «Si vas a venir debe ser antes de las cuatro, porque me sacan a que me airee a las cuatro».

Una tarde como esas de mediados de abril, precisamente un mes después del día que había muerto mi madre, Caroline entró en mi estudio tras de mí.

Había hecho una pausa en mi escritura y, con la pluma todavía en la mano, miraba por las amplias ventanas hacia la calle. Confieso que me preguntaba cómo ponerme en contacto con el inspector Field. Aunque seguía estando seguro de que los agentes de Field me vigilaban, nunca había visto a ninguno de ellos, a pesar de mis intensos esfuerzos por lograrlo. Quería saber qué había ocurrido con Drood. ¿Habían quemado Field y sus más de cien vigilantes al asesino egipcio, le habían disparado como a un perro en la alcantarilla, como Barris había disparado al niño salvaje delante de mí? ¿Y qué había sido de Barris? ¿Había sancionado el inspector Field al canalla por golpearme con la pistola?

El día anterior, sin embargo, se me ocurrió que no tenía ni idea de dónde podían estar las oficinas del inspector Field. Recordé que, la primera vez que me visitó, en el número 9 de Melcombe Place, el inspector me entregó una tarjeta que seguramente contendría su dirección de negocios; cuando rebusqué en mi escritorio y la encontré, vi que sólo decía lo siguiente:

Inspector Charles Frederick Field

Oficina de investigaciones privadas

Además de querer saber lo que había ocurrido en la Ciudad Subterránea, también deseaba contratar al inspector y a sus agentes para que hicieran un trabajo para mí: pretendía averiguar cuándo y dónde se reunía Caroline con el fontanero Joseph Charles Clow (porque no tenía duda alguna de que se reunían en secreto).

Con esas ideas en la mente y la mirada clavada en la calle oí que Caroline se aclaraba la garganta detrás de mí. No me volví.

—Wilkie, querido, hay algo que me gustaría discutir contigo. Ha pasado un mes desde que falleció tu madre.

Eso no requería comentario alguno, así que no lo hice. Fuera, un carro de la basura pasaba traqueteando. Los flancos del jamelgo estaban cubiertos de costras, y el canoso conductor lo azotaba con un látigo. Me pregunté por qué un carro lleno de huesos y trapos tenía que apresurarse para llegar a alguna parte.

—Lizzie está llegando a una edad en la que habría que introducirla en sociedad —continuó Caroline—. Dispuesta para encontrar a un caballero que se convierta en su marido.

Había notado a través de los años que cuando Caroline deseaba hablar de su hija (Elizabeth Harriet G.) como hija suya, la llamaba siempre «Lizzie». Cuando hablaba de ella como preocupación común de ambos, era «Carrie», el nombre que la chica prefería, en realidad.

—Sería muchísimo más fácil para Lizzie, en términos de perspectivas matrimoniales y de aceptación social, si procediese de una familia oficial y estable —siguió Caroline.

Aún no me había vuelto hacia ella.

En la acera, al otro lado de la calle, un joven con un traje de un color demasiado claro y una lana demasiado fina para la veleidosa estación primaveral se detuvo, miró hacia nuestra casa, consultó su reloj y siguió adelante. No era Joseph Clow. ¿Podría ser un agente del inspector Field? Dudaba que alguno de los hombres del inspector fuese tan atrevido, dado que yo era muy visible sentado en la planta baja, ante las ventanas del mirador.

—Debería llevar el nombre de su padre —dijo Caroline.

—Ella ya lleva el nombre de su padre —contesté, inexpresivo—. Tu marido se lo dio, aunque no os diera nada más a ninguna de las dos.

Ya he mencionado, querido lector, que Caroline fue mi verdadera inspiración para La mujer de blanco. En el verano de 1854, cuando mi hermano Charley, mi amigo John Millais y yo dimos con esa aparición vestida de blanco que salía corriendo del jardín de una villa del norte de Londres a la luz de la luna, que era Caroline, por supuesto, huyendo del bruto de su marido, que según me dijo por aquel entonces la tenía prisionera por medios mesméricos, yo fui el único de los tres que la siguió. Y me creí lo de que su marido era un matón y un borracho rico, un tal George Robert G., y que su vida con Carrie, que sólo tenía un año, había sido de encarcelamiento y tortura mental.

Algunos años después, Caroline me informó de que George Robert G. había muerto. Cómo recibió esa información es algo que no sé ni he preguntado (aunque reconozco que es muy improbable que ella la recibiera, ya que ha vivido en mi casa todos estos años, desde la noche que huyó llorando a través de la calle Charlton a la luz de la luna). Pero acepté la noticia como un hecho, y nunca más le pregunté sobre ello. Durante todos estos años, ambos hemos fingido que ella era la señora Elizabeth G. (yo le di el nombre de «Caroline» cuando se puso bajo mi cuidado), maltratada por su marido tanto con el mesmerismo como con un atizador de chimenea.

Lo más probable, pensé en aquel momento (y no he tenido motivo alguno para cambiar de opinión durante catorce años), era que Caroline huyese de un chulo o de un cliente que se había puesto violento aquella noche de verano de 1854.

—Ya se verán las ventajas para Carrie en los próximos años si nuestra niña puede decir y demostrar que procede de una familia normal —siguió Caroline, hablando a mis espaldas. Su voz temblaba ligeramente.

Lo de «nuestra niña» me puso furioso. Había tratado a Carrie con el mismo amor y generosidad que si hubiese sido mi hija…, pero no lo era. Y nunca lo sería. Aquello era una especie de chantaje, una estrategia preconcebida por Caroline, incluso antes de que la rescatara, y no pensaba tragármelo.

—Wilkie, querido mío, debes admitir que siempre he sido muy comprensiva cuando me decías que tu frágil y anciana madre era el único obstáculo para que te casaras conmigo.

—Sí —dije.

—Pero al fallecer Harriet ahora eres libre, ¿no?

—Sí.

—¿Libre para casarte si quieres?

—Sí. —Mantuve el rostro vuelto hacia la ventana y la calle.

Ella esperaba que dijese algo más. Pero no lo hice. Al cabo de un largo rato en el que pude oír claramente cada movimiento del péndulo del alto reloj del vestíbulo del otro lado, Caroline se volvió y abandonó mi estudio.

Sabía que aquella conversación no había terminado. Ella podía jugar una carta más, una que pensaba que era infalible. Y sabía que la jugaría pronto. Lo que no sabía era que, por mi parte, también tenía un montón de cartas para jugar. Y muchas más en la manga.

—Escarbar, es como si escarbasen. —¿Cómo?

Me había despertado mucho antes de lo habitual (al mirar el reloj comprobé que no eran ni las nueve) y me sentí alarmado por la hilera de caras que se inclinaban hacia mí: Caroline, Carrie, mi criado George, la esposa de George, Besse, que hacía las funciones de doncella…

—¿Cómo? —dije de nuevo, incorporándome en la cama. Aquella invasión de mi dormitorio antes del desayuno era intolerable.

—Se oyen ruidos de escarbar —repitió Caroline.

—¿De qué está hablando? ¿Dónde?

—En nuestras escaleras, señor —dijo George, con la cara roja por la vergüenza al haberse visto arrastrado a mi dormitorio. Obviamente, aquello había sido idea de Caroline.

—¿La escalera de servicio? —dije, frotándome los ojos. La noche anterior no había tomado morfina, pero me dolía la cabeza de todos modos. Horriblemente.

—Se oyen en todos los pisos de la casa —dijo Caroline. Su voz sonaba áspera y ronca, como una sirena—. Ahora yo también lo oigo. Es como si hubiera una rata enorme ahí. Escarbando arriba y abajo.

—¿Una rata? —dije—. Hicimos que vinieran los exterminadores el otoño pasado, cuando acabamos las obras de la casa y pusimos a punto las cañerías. —Puse un énfasis deliberado en la última palabra.

Caroline tuvo la sensibilidad de sonrojarse, pero no desistió y dijo:

—Hay algo en la escalera de servicio.

—George —dije—, ¿no ha comprobado eso?

—Sí, señor, señor Collins, sí que lo he hecho. He ido arriba y abajo, siguiendo el ruido, señor. Pero cada vez que me acerco, pues… no lo encuentro, señor.

—¿Cree que son ratas?

George siempre era un poco lento, pero raramente había parecido tan tonto como en aquella ocasión, luchando con aquella pregunta.

—Parece que es una muy gorda, señor —dijo al fin—. No ratas, más bien, señor, sino… una enorme rata asquerosa, si me perdona, señora.

—Eso es absurdo —dije—. Que salga todo el mundo. Voy a vestirme y bajaré dentro de un minuto, la encontraré y mataré a esa «enorme rata asquerosa» vuestra. Y luego quizá seréis tan amables de dejar descansar a un hombre enfermo.

Decidí entrar en las escaleras por el nivel de la cocina, para que ella no viniera por debajo.

Estaba seguro de que sabía lo que había producido el ruido. En realidad, me preguntaba por qué no había visto aún a la mujer con la piel verde y los colmillos en vez de dientes durante los ocho meses que llevábamos en la nueva casa. El Otro Wilkie había venido desde Melcombe Place con bastante facilidad.

«Pero ¿por qué ahora la oyen los demás?».

En todos los años que la mujer con la piel verde ocupó mis antiguas escaleras de servicio en la oscuridad, nadie más que yo la había visto u oído jamás. De eso estaba seguro.

«¿La hacen más real los dioses de la Tierra Negra, igual que le ocurre al Otro Wilkie?».

Dejé a un lado esa idea perturbadora y levanté la vela de la mesa. Había ordenado a los demás que no entraran en la cocina conmigo y que se mantuvieran apartados de todas las puertas de la escalera de servicio en cada piso de la gran casa.

La mujer de la piel verde y los colmillos ya me había hecho sangre en la garganta antes de todo aquello, mucho antes de que Drood, el escarabajo y los dioses de la Tierra Negra hubiesen entrado en mi vida. No tenía duda alguna de que podía matarme ahora que tenía tanto la proximidad como la oportunidad. No tenía intención alguna de permitírselo.

Abrí un poquito la puerta y saqué la pesada pistola del detective Hatchery del bolsillo de mi chaqueta.

Con la puerta cerrada detrás de mí, la escalera de servicio estaba casi oscura del todo. No había ventanas en aquella parte de la casa, y las pocas velas colocadas en unos apliques de la pared no estaban encendidas. La escalera era extraña y perturbadoramente empinada y estrecha, y se alzaba recta durante tres pisos antes de formar un rellano breve y continuar dos pisos más en la dirección opuesta, hacia el desván.

Escuché un momento antes de empezar a subir las escaleras. Nada. Con una vela en la mano izquierda y la pistola en la derecha, y una escalera tan estrecha que mis dos codos rozaban las paredes, fui subiendo despacio los escalones.

A mitad de camino entre la planta baja y el primer piso hice una pausa para encender la primera vela en la pared.

No había vela, aunque uno de los trabajos de la hija de nuestra doncella era sustituirlas regularmente. Acercándome más, vi unos arañazos y surcos en el aplique, antiguo pero firmemente sujeto, como si alguien hubiese arrancado la vela medio consumida con unas garras… «o con unos dientes».

Hice una pausa para escuchar de nuevo. De alguna parte por encima de mí llegaron unos levísimos sonidos, unos roces.

«La mujer de la piel verde y los colmillos nunca había hecho un sonido fuerte hasta ahora», pensé. Siempre iba deslizándose arriba y abajo por las escaleras, viniendo hacia mí o alejándose, como si sus pies desnudos apenas tocasen los escalones.

Pero eso fue en mis otras casas. Esta escalera de servicio podía tener más resonancia para tales espíritus malignos.

¿Cómo habría muerto Shernwold? Se cayó por aquellos mismos escalones y se rompió el cuello, pero ¿qué hacía en la escalera de servicio?

¿Investigando los ruidos de ratas?

¿Y por qué se cayó?

¿Faltarían las velas de los apliques, como si estuvieran roídas?

Continué subiendo hasta el primer piso, hice una pausa frente a aquella puerta un momento (las puertas eran antiguas y gruesas y a su través no pasaba ningún sonido, pero en la parte inferior se veía una tranquilizadora rendija de luz) y luego continué hacia arriba.

La segunda vela también faltaba del aplique.

Algo se escabullía y rozaba audiblemente ahora desde algún lugar por encima de mí, no demasiado lejos.

—¿Hola? —llamé, en voz baja.

Confieso que noté una sensación de poder real al empuñar la pistola. Si la mujer de la piel verde era lo bastante corpórea como para dejar arañazos en mi cuello, como había ocurrido ya, entonces era lo bastante corpórea también para notar los efectos de una de aquellas balas… o de varias.

¿Cuántas balas tenía, por cierto?

Nueve. Recordé aquel día en que el detective Hatchery me había colocado la pistola en la mano, y me había dicho, mientras bajábamos al fumadero del Rey Lazaree, que debía llevar algo para defenderme de las ratas. Incluso recuerdo lo que dijo sobre el calibre…: «Son del calibre 42, señor. Nueve deben ser más que suficientes para una rata normal…, ya sea de cuatro patas o de dos, según el caso».

Ahogué la risita que me subió entonces a la garganta. En la puerta del segundo piso, la escalera que había por debajo y por encima de mí, sólo débilmente iluminada por mi parpadeante vela, parecía tan empinada que era casi vertical. Me dio una sensación de vértigo, unida quizás a la falta de desayuno y a las secuelas de los tres vasos de láudano matutino.

Algo que parecían garras escarbaba en el yeso o la madera por encima de mí.

—¡Muéstrate! —grité en la oscuridad.

Confieso que eran simples bravuconadas, más pensando en que George, Caroline, Besse y la chica me oyesen que en otra cosa. En cualquier caso, se encontraban dos pisos por debajo de mí… y las puertas eran «muy» gruesas.

Empecé a trepar mucho más lentamente aún, con la pistola justo delante de mí, oscilando de lado a lado como una veleta absurdamente pesada al albur de unos vientos variables.

Los roces no sólo eran mucho más intensos, sino que ahora parecían tener una «dirección». No podría decir si procedían del rellano del tercer piso, donde la escalera se volvía en la dirección opuesta, o de algún otro lugar entre donde yo estaba y el rellano. Tomé nota mentalmente de ordenar que abrieran al menos una ventana en el muro exterior de ladrillos y mampostería que daba al rellano, si no más.

Di tres pasos más.

No puedo decirle, querido lector, de dónde procedía originalmente la aparición de la mujer con la piel verde y los colmillos amarillos, sólo que está conmigo desde mi temprana niñez. Recuerdo que ya entraba en el cuarto de los niños cuando Charles estaba durmiendo, y recuerdo verla en el desván de la casa de mi padre cuando era tan imprudente como para explorar aquel espacio oscuro y lleno de telarañas, cuando tenía nueve o diez años.

Dicen que la familiaridad libera del miedo, pero ése no era el caso. La bruja de la piel verde (su rostro no pertenecía a ninguna mujer viva que hubiese conocido jamás, aunque a veces pensaba que me recordaba un poco a la primera institutriz que tuvimos Charley y yo) me producía temblores cada vez que la veía, pero sabía por experiencia que siempre podía rechazarla cuando se arrojaba hacia mí.

Pero nadie la había oído nunca antes. Nunca había emitido sonido alguno.

Di tres pasos más hacia el rellano del tercer piso y me detuve.

El sonido de roces y de correteos era mucho más intenso entonces. Parecía estar muy cerca por encima de mí, aunque la pálida circunferencia de luz de la vela se extendía casi hasta el propio rellano. Pero era un ruido muy intenso, parecido al que haría una rata, así que comprendía el miedo de George. Escarbar, raspar. Silencio. Escarbar, escarbar, rozar. Silencio. Escarbar, escarbar.

—Tengo una sorpresa para ti —dije, y amartillé la enorme pistola con una sola mano y con alguna dificultad.

Recuerdo que Hatchery decía que el cañón largo de abajo era una especie de escopeta. Ahora deseaba que me hubiese dado munición para ese cañón.

Dos pasos más arriba y pude ver el rellano. Estaba vacío.

De nuevo se oían los roces. Parecía que estaban «por encima» y también «por detrás» de mí.

Levanté la vela por encima de mi cabeza y miré justo hacia arriba.

Los roces se habían convertido en salvajes chillidos y me quedé allí inmóvil, oyendo los gritos durante un minuto entero o más, antes de darme cuenta de que procedían de mí mismo.

Volviéndome para huir, bajé las escaleras pesadamente, llegué a la puerta del segundo piso, la sacudí chillando todavía, miré por encima de mi hombro, chillé de nuevo. Disparé dos veces la pistola sabiendo que no serviría de nada. Y no sirvió. Carreras y estrépito escaleras abajo de nuevo: la puerta del primer piso también parecía cerrada desde el otro lado. Chillé cuando algo húmedo y asqueroso cayó desde…, desde arriba…, y volví a bajar las escaleras a toda prisa rebotando de una pared a otra. Dejé caer la vela, que se apagó. Algo me rozó el pelo desde arriba, se enroscó en mi nuca. Di la vuelta en la oscuridad absoluta y disparé el revólver dos veces más, tropecé y caí de cabeza los últimos diez o doce escalones.

Hoy en día todavía no sé cómo conseguí no perder la pistola ni pegarme un tiro yo mismo. Chillando mucho más fuerte, me quedé tirado y desmadejado al pie de las escaleras y dando golpes en la puerta de la planta baja.

Algo fuerte, delgado y muy largo se envolvió en torno a mi bota derecha y me la arrancó del pie. Si me hubiese abrochado la bota adecuadamente antes de entrar allí, me habría arrastrado por la escalera con ella.

Chillando de nuevo, disparé un último tiro hacia la oscuridad, abrí la puerta y, ciego por la luz, caí hacia delante en la tarima de madera de la cocina. Agitando ambos pies como loco, cerré la puerta de una patada detrás de mí.

George vino corriendo, a pesar de mis órdenes de que no permaneciesen en la habitación. Vi que Caroline y las otras dos mujeres me miraban desde la puerta que daba al vestíbulo con la cara blanca y redonda, con la boca abierta.

Casi tiro a George al suelo al agarrarme a su solapa violentamente y susurrarle con urgencia:

—¡Cierra! ¡Cierra la puerta! ¡Ciérrala! ¡Ahora!

George lo hizo, colocando en su lugar el diminuto cerrojo, totalmente inadecuado. No se oía sonido alguno al otro lado. Mis jadeos y mi respiración entrecortada parecían llenar la cocina.

Poniéndome de rodillas y luego de pie, con la pistola todavía levantada y amartillada, atraje a George hacia mí y susurré a su oído:

—Coge toda la madera que necesites y los hombres que sean necesarios. Quiero que cerréis todas las puertas de esta escalera con clavos y luego las tapiéis con maderas, en media hora. ¿Me comprendes? ¿Me… comprendes?

George asintió, se soltó de mis manos y corrió a buscar lo que necesitaba.

Salí de la cocina sin apartar los ojos de la puerta de la escalera, demasiado frágil.

—Wilkie… —empezó Caroline, que colocó su mano en mi hombro, pero que la apartó cuando yo di un salto.

—Eran ratas —jadeé, y miré la pistola, que de repente era demasiado pesada para sujetarla. Intenté recordar cuántas balas había disparado, pero no pude. Ya contaría más tarde las que quedaban—. Sólo eran ratas.

—Wilkie… —empezó Caroline de nuevo.

La aparté y me fui a mi dormitorio, para vomitar en la palangana y buscar mi frasco.