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El estreno de mi obra Negro y blanco tuvo lugar el domingo 29 de marzo de 1869. Me quedé entre bastidores en un estado de gran nerviosismo, demasiado agitado incluso para calibrar la respuesta del público por el sonido o la ausencia de risas y aplausos. Lo único que oía eran los latidos de mi corazón y el golpeteo de mi pulso en las doloridas sienes. Se me revolvió el estómago con frecuencia en los noventa y un minutos cuidadosamente calculados que duraba la obra (no demasiado larga, para no aburrir al público, ni tampoco demasiado corta, para no hacerles sentir que les expulsaba con prisas, todo según los vacilantes cálculos de Fechter). Tomando prestada la idea de Fechter, que había solicitado antes al mismo chico, antes de que se levantara el telón, hice que un muchacho me siguiera por todas partes con una palangana. Me vi obligado a recurrir a ella varias veces antes del final del acto III.
Atisbando entre las cortinas veía a mi familia y amigos, que atestaban el palco del autor: Carrie, especialmente encantadora con un vestido nuevo que le había regalado la familia Ward (para la que seguía trabajando), mi hermano Charley y su esposa Katey, Frank Beard y su mujer, Fred y Nina Lehmann, Holman Hunt (que había asistido al funeral de mi madre en mi lugar), y otros. En el palco de proscenio inferior, junto al escenario, se encontraba Charles Dickens con toda su familia, los que no estaban repartidos por Australia, la India o en el exilio solitario (Catherine): Georgina, su hija Mamie, su hijo Charley y su mujer, su hijo Henry, que había vuelto a casa de vacaciones desde Cambridge, y otros más.
No podía soportar contemplar su reacción. Volví a esconderme entre bastidores, y el chico de la palangana corrió para situarse cerca de mí.
Finalmente cayó el telón, el teatro Adelphi explotó en enormes aplausos, y Fechter y su primera dama, Carlotta Leclercq, salieron a hacer sus reverencias y luego llamaron al resto del reparto. Todo el mundo sonreía. La ovación continuó, sin disminuir, y oí los gritos de: «¡El autor! ¡El autor!».
Fechter vino a buscarme y yo salí a escena con todo el aspecto de modesto aplomo que pude fingir.
Dickens estaba de pie y parecía dirigir los entusiastas aplausos de la multitud. Llevaba las gafas puestas, y estaba tan cerca del escenario que las candilejas se reflejaban en sus gafas, y convertían sus órbitas en círculos de fuego azul.
Habíamos tenido un gran éxito. Todo el mundo lo decía. Los periódicos del día siguiente me felicitaban por haber encontrado, al fin, la fórmula perfecta para el éxito teatral, dominando, según decían «el tema fundamental de la construcción dramática limpia y tensa».
Calle sin salida se había representado durante seis meses. Yo esperaba que Negro y blanco funcionase (con el teatro lleno) durante un año, o quizá durante dieciocho meses.
Pero después de tres semanas empezaron a aparecer butacas vacías como lesiones en la cara de un leproso. Al cabo de seis semanas, Fechter y su troupe representaban la obra ante un teatro medio vacío. La obra se despidió al cabo de sólo sesenta días, menos de la mitad del recorrido que había hecho Calle sin salida, mucho más torpe y escrita en colaboración.
Eché la culpa a la estupidez de los aficionados londinenses. Habíamos arrojado una perla preciosa a sus pies y ellos se preguntaban dónde había ido a parar la carne rancia de la ostra. También eché la culpa a aquellos elementos del texto original de Fechter a los cuales yo y determinados periódicos franceses llamábamos los aspectos «de tío Tom» del texto. Inglaterra, a principios de 1860 (igual que Estados Unidos poco antes) se había vuelto completamente loca con La cabaña del tío Tom. En Inglaterra, todo aquel que tenía ropas para salir de noche había visto la obra al menos un par de veces, pero el interés por la esclavitud y sus crueldades se había ido apagando desde entonces, especialmente después de la guerra civil norteamericana.
Y mientras tanto, el «triunfo» de Fechter estuvo a punto de llevarme a la prisión de Marshalsea por deudas, aunque la propia Marshalsea había sido clausurada y parcialmente desmantelada unas cuantas décadas antes. Cuando me prometió «numerosos patrocinadores» para Negro y blanco, esencialmente pensaba en mí. Y yo había accedido, gastándome en secreto una verdadera fortuna en salarios para los actores, para los artistas de los telones de fondo, músicos, etc.
También prestaba cada vez más dinero al siempre insolvente (aunque siempre buen vividor) Charles Albert Fechter, y no me consolaba en absoluto saber que Dickens también había subvencionado la extravagante forma de vivir del actor (hasta la suma conjunta, ahora lo sé, de más de 20 000 libras).
Cuando se puso fin a Negro y blanco, después de sesenta días, Fechter se encogió de hombros y siguió en busca de nuevos papeles. Yo recibí las facturas. Cuando al fin conseguí acorralar a Fechter y pedirle lo que me debía, él replicó, con su habitual astucia infantil:
—Mi querido Wilkie, sabes que te quiero. ¿Crees que te querría si no estuviera firmemente convencido de que no harías lo mismo en mi lugar?
Esa respuesta me hizo recordar que aún tenía la pistola del pobre Hatchery con las cuatro balas restantes.
De modo que para pagar las facturas y empezar a salir adelante tras las deudas que habían reemplazado con tanta rapidez a la seguridad financiera (la herencia de mi madre y mis ganancias por La piedra lunar y otros proyectos ahora desaparecidos), hice lo que cualquier escritor habría hecho en un caso de emergencia semejante: bebí más láudano, me apliqué las inyecciones nocturnas de morfina, bebí mucho vino, me acosté con Martha con mucha más frecuencia y empecé una nueva novela.
Dickens quizá se hubiera puesto de pie aplaudiendo durante el estreno de mi obra Negro y blanco, pero un mes después, su gira de lectura le hizo adoptar la posición horizontal.
En Blackburn se sintió mareado; en Bolton se tambaleó y casi se cae, aunque meses más tarde oí que le decía a su amigo estadounidense James Fields que «… sólo Nelly observó que me tambaleaba y que me fallaban los ojos, y sólo ella se atrevió a decírmelo».
Nelly era Ellen Ternan, a la que Dickens también se refería como «la Convaleciente», debido a las leves heridas que había sufrido en Staplehurst cuatro años antes. Ahora el convaleciente era «él». Y ella seguía viajando con él de vez en cuando. Esa noticia era interesante. Qué punto de inflexión terrible y final se produce en la vida de un hombre que va envejeciendo cuando la antigua amante se convierte en cuidadora.
Sabía por Frank Beard que Dickens se había visto obligado a escribirle describiendo sus síntomas. Beard, a su vez, se alarmó tanto que se dirigió en tren hacia Preston la misma tarde que recibió la carta.
Beard llegó, examinó a Dickens y anunció que no podía realizar más lecturas en aquella gira.
—¿Está seguro? —le preguntó Dolby, que estaba en la misma habitación—. Las entradas están vendidas, y es demasiado tarde para devolverlas.
—Si insiste en que Dickens actúe esta noche —dijo el físico, enfadándose con Dolby casi tanto como se había enfadado Macready—, no garantizo que no arrastre un pie de por vida.
Beard se llevó a Dickens de vuelta a Londres aquella misma noche, y a la mañana siguiente había concertado una consulta con el famoso físico sir Thomas Watson. Después de un examen muy completo y un interrogatorio con respecto a sus síntomas, Watson anunció: «El estado aquí descrito muestra claramente que C. D. ha estado a punto de sufrir un ataque de parálisis en el lado izquierdo, y posiblemente de apoplejía».
Dickens rechazó esas predicciones tan duras, diciendo que los meses anteriores había sufrido solamente un exceso de fatiga. Aun así, hizo una pausa en su gira. Dickens había completado setenta y cuatro de las cien lecturas proyectadas (eran sólo dos menos del número que le había llevado casi al borde del colapso en Estados Unidos).
Pero aun así, después de unas pocas semanas de relativo descanso en Gad’s Hill Place y en Londres, el Inimitable empezó a presionar al doctor Watson para que le permitiera reiniciar la gira, que se había reestructurado. Sir Thomas meneó la cabeza, advirtió al escritor en contra de su exceso de optimismo, prescribió la más extrema precaución, y dijo: «Las medidas preventivas siempre son ingratas, ya que el mayor éxito que se solicita de ellas es el menos aparente».
Dickens ganó la batalla, por supuesto. Siempre ganaba. Pero accedió a que sus últimas lecturas (sus auténticas lecturas de despedida) no fueran más de doce, no implicasen viaje alguno en ferrocarril y necesariamente se demorasen hasta 1870, ocho meses más tarde.
Y de ese modo, Dickens volvió a Londres y se quedó a vivir(durante la semana, ya que la mayor parte de los fines de semana los pasaba en Gad’s Hill) en sus habitaciones encima de las oficinas de All the Year Round, en la calle Wellington, y se dedicó en cuerpo y alma a la corrección, arreglo, escritura y planificación de la revista.
Cuando no tenía nada mejor que hacer (como comprobé yo mismo durante una visita a recoger un cheque) se iba a la oficina de Wills, ahora vacía con frecuencia, y allí ordenaba, clasificaba, reordenaba y limpiaba el polvo.
También pidió a su abogado, Ouvry que redactara y pusiera punto final a su testamento, que se arregló, se firmó y ejecutó rápidamente, el 12 de mayo.
Pero apenas resultaba visible en él la melancolía mostrada durante los días más fatigosos de su gira de lectura al final de aquella primavera y al principio de los meses de verano. Dickens estaba anticipando la larga visita de sus antiguos amigos norteamericanos, James Fields y su esposa Annie, de aquella manera febril que sólo puede manifestar un niño ansioso de compartir sus juguetes y sus juegos.
Y una vez firmado su testamento, dado que sus médicos habían predicho una inminente apoplejía y la muerte, y mientras el verano más cálido y más húmedo del que había memoria se extendía sobre Londres como una manta de caballo húmeda y que apestara a Támesis, Dickens empezó a pensar en otra novela.
Hacia el verano ya había empezado mi nuevo libro y estaba investigando y escribiéndolo con empeño.
Había decidido con toda seguridad la forma y el impulso del libro un fin de semana a finales de mayo, mientras visitaba a Martha R. («Martha Dawson», para su casera) representando el papel de William Dawson, un abogado viajero. Era una de aquellas raras ocasiones en que, para complacer a Martha, me quedé dos noches seguidas. Me había llevado mi frasco de láudano, por supuesto, pero había decidido abandonar en casa la morfina con su jeringuilla correspondiente. Eso tuvo como consecuencia dos noches de insomnio (ni siquiera el láudano extra me permitió dormir más que unos pocos y ansiosos minutos). De modo que la segunda de aquellas dos noches me encontré sentado en una silla y viendo cómo dormía Martha R. A causa del calor de principios del verano, había abierto una ventana y había dejado las cortinas descorridas, porque aquel dormitorio daba sólo a un jardín privado. La luz de la luna pintaba el suelo, el lecho y a Martha con una ancha franja blanca.
Algunos dicen que una mujer con un niño resulta especialmente atractiva. Ciertamente, existe (aunque de una forma bastante empalagosa) un extraño brillo de alegría y salud que tiende a rodear a una mujer al menos durante la primera época de su cuarentena. Pero muchos hombres, al menos que yo conozca, también suscriben la extraña teoría de que una mujer con un niño resulta atractiva también «eróticamente» (y me disculpo por este lenguaje tan franco y hasta vulgar, querido lector del futuro: quizá mi época sea más directa y honrada), pero yo no lo veo.
De hecho, querido lector, mientras estaba allí sentado en las horas más oscuras de la madrugada, aquella cálida y pegajosa noche de mayo, dando vueltas a la almohada entre mis manos, miré a Martha dormida y no vi ya a la joven veinteañera que tanto me había atraído sólo unos años atrás, sino a una figura envejecida, pesada, llena de venillas azules, con el pecho hinchado, una figura bulbosa que, a mi agudo ojo de novelista, ya no resultaba casi ni humana.
Caroline nunca había tenido aquel aspecto. Por supuesto, Caroline tuvo el buen sentido (al menos en mi presencia) de no quedarse embarazada jamás. Pero, además, Caroline siempre había tenido el aspecto de la dama que pretendía ser, y por lo que tanto había luchado. Aquella figura que roncaba, pintada por la ancha franja blanca de luz de luna, tenía un aspecto… bovino.
Retorcí la almohada entre mis manos y pensé en todo aquello con la claridad que sólo una dosis precisa de láudano puede aportar a una mente ya aguzada por la educación y la lógica.
La señora Wells, la casera de Martha (no hay que confundirla con la señora Wells de Tunbridge, mucho más ladina, que fue la última cuidadora de mi madre), no me había visto llegar. Estaba, según me contó Martha, encerrada en su habitación de arriba, que era como un torreón, con difteria, desde hacía más de una semana. Un muchachito de la vecindad le llevaba sopa por la noche, y un té y una tostada por la mañana, pero yo no vi al chico cuando llegué ni durante el tiempo que estuve en las habitaciones privadas de Martha. La señora Wells era una mujer boba y vieja que no leía nada, que casi nunca salía y que no sabía nada del mundo moderno. Sólo me conocía como el «señor Dawson», y habíamos hablado solamente unas pocas veces, de paso. Creía que yo era abogado. Por mi parte, estaba seguro de que jamás había oído hablar de un escritor llamado Wilkie Collins.
Sujeté con fuerza la almohada, comprimiéndola, y luego la estiré entre mis manos de aspecto suave, pero (según creo) bastante fuertes.
Estaba, por supuesto, el agente de la propiedad con quien había acordado alquilar aquellas habitaciones a la señora Wells, tres años antes. Pero él sólo me conocía como señor Dawson, y le había dado una dirección falsa.
Martha casi nunca escribía a sus padres, y no sólo porque hubiese surgido un distanciamiento provocado por su asociación conmigo. A pesar de mis pacientes lecciones con Marta, ni ella ni su madre estaban realmente alfabetizadas. Sabían formar letras, y firmar con su nombre, pero ni sabían leer con soltura ni tampoco tenían tiempo para escribir cartas. El padre sí que sabía, pero no quería hacerlo. De vez en cuando, Martha iba de visita a su casa (no tenía auténticos amigos en su ciudad natal ni en la cercana Portsmouth, sólo familia), pero siempre me aseguraba que no daba ningún detalle de su vida aquí: ni su dirección, ni su auténtica situación, y sobre todo nada de la ficción de su matrimonio con el «señor Dawson». Por lo que sabía su familia, basándose en su última visita hacía varios meses, Martha estaba soltera y trabajaba como camarera del servicio de sala de un hotel de Londres, sin especificar, y vivía en un piso barato con otras tres chicas de servicio buenas y cristianas.
¿Podía confiar en que no les había dicho la verdad?
Sí, desde luego, podía hacerlo. Martha nunca me mentía.
¿Había visto alguna vez a alguien en la ciudad (o más importante aún, nos habían visto ellos a nosotros) cuando salía en compañía de Martha R.?
Estaba casi seguro de que no había sido así. Por muy pequeño que parezca Londres a veces, ya que con frecuencia amigos y conocidos de la flor y nata de la sociedad se suelen cruzar, nunca había llevado a Martha a ninguna parte (especialmente a la luz del día) donde pudieran vernos aquellos que formaban mi auténtico círculo. En las pocas ocasiones en que Martha y yo habíamos paseado juntos, siempre la había llevado a rincones alejados de la ciudad, parques distantes, posadas mal iluminadas o restaurantes en calles secundarias. Estaba seguro de que ella siempre había percibido la verdad en mi explicación de que quería explorar y conocer partes nuevas de la ciudad como un niño que juega al escondite, pero nunca se había quejado.
No, nadie lo sabía…, o si nos habían visto, no tenían ni idea de quién podía ser aquella joven, y tampoco habrían pensado mucho en ello. Simplemente, una joven actriz más del brazo de ese bribón de Wilkie Collins. Me había relacionado con muchas. Otra joven «hierba doncella». Hasta Caroline sabía lo de las «hierbas doncellas».
Dejé mi silla y fui a sentarme al borde de la cama.
Martha se removió, casi rodando hacia mí, y dejó de roncar durante un momento, pero no se despertó.
Yo tenía la almohada en el regazo, pero cogida aún entre las manos. Ahora, la luz de la luna cubría mis dedos largos y sensibles como si los hubiera sumergido en pintura blanca. Los dedos eran más blancos aún que la tela de la almohada, y de pronto todos ellos parecieron fundirse con aquella tela delicada, hundirse en ella, deshacerse, mezclarse con el tejido. Se convirtieron en las manos de un cadáver que se disgregaba en el yeso.
O se fundía en un pozo de cal viva.
Me incliné hacia delante y sujeté la almohada encima del rostro dormido de Martha. El escarabajo que tenía detrás del ojo izquierdo corrió hacia delante para ver mejor.
¡Frank Beard!
Dos meses antes le había hablado al físico de una mujer casada, pero abandonada, que era amiga de un conocido mío. La mujer estaba sola y embarazada en aquel momento, y tenía poco dinero. ¿Podría recomendarme una comadrona?
Beard me dirigió una mirada entre divertida y regañona, y dijo:
—¿Sabes cuándo sale de cuentas esa conocida de un conocido?
—A finales de junio, creo —dije, notando que me ardían las orejas—. Quizás a primeros de julio.
—Entonces la examinaré yo mismo al noveno mes…, y probablemente asista también el parto. Algunas comadronas son maravillosas. Pero muchas son asesinas. Dame el nombre y la dirección de la dama.
—No tengo esa información aquí mismo —repliqué—. Pero se la pediré a mi conocido y te enviaré su dirección en una carta.
Y así lo hice. Y luego me olvidé de ello.
Pero Frank Beard no se olvidaría, si leía un periódico aquella semana y…
—¡Maldita sea! —grité, y arrojé la almohada al otro lado de la habitación.
Martha se despertó al instante, y se incorporó en el lecho como un leviatán que se alzase desde la superficie de un mar envuelto en sábanas de lluvia.
—¡Wilkie! ¿Qué pasa?
—Nada, querida. Sólo es la gota reumática y un terrible dolor de cabeza. Perdóname por despertarte.
El dolor de cabeza era real, y el escarabajo, furioso no sé por qué motivo, se introdujo de nuevo en los recovecos más profundos de mi cerebro.
—Ay, mi querido niño —exclamó Martha R., y me abrazó, apoyándome en su pecho.
Poco después me quedé dormido, con la cabeza todavía apoyada en su henchido pecho.
El libro que escribía en aquella época se llamaba Marido y mujer. Trataba sobre cómo un hombre puede quedar atrapado en un matrimonio terrible.
Había leído hacía poco un informe sobre el matrimonio en nuestro reino publicado el año anterior por la Comisión Real; asombrosamente, ésta sancionaba la ley escocesa que legalizaba el matrimonio por consentimiento y luego «defendía» esos matrimonios señalando que eran «astucias de las mujeres engañadas» para capturar a los hombres que albergaban intenciones deshonestas hacia ellas. Lo subrayé y luego escribí en el margen del informe: «¡¡¡¡que ponen en práctica, en ocasiones, con la habilidad de una trampa para cazar a un hombre disoluto!!!!».
Los cuatro signos de admiración puede que le parezcan excesivos, querido lector, pero le aseguro que se quedaban cortos con respecto a mi profunda emoción ante ese giro absurdo y obsceno de la ley para ayudar a una moza sedienta de hombres. La idea de verme atrapado en el matrimonio (¡con el consentimiento y la ayuda de la Corona!) era un horror más allá de todo lo imaginable para mí. Era un horror peor que la entidad de la escalera de servicio de Gloucester Place.
Pero sabía que nunca podría escribir el libro desde el punto de vista de un hombre convertido en víctima. El público lector de 1869 (mejor dicho, el público en general) sencillamente, nunca vería el pathos y la tragedia de una trampa aplicada de ese modo a un hombre a quien hipócritamente llamarían «canalla» (aunque la mayoría de los lectores varones y del público masculino tenían una historia similar como «disolutos»).
De modo que, astutamente, convertí a mi varón-víctima en una frágil dama, de alta cuna y origen, atrapada, por una momentánea indiscreción, en un matrimonio forzado con un bruto.
Convertí al bruto no sólo en un hombre de Oxford (ah, cómo odiaba Oxford y todo lo que representaba…), sino en un atleta de Oxford.
Este último aspecto del personaje del bruto fue un golpe de genio, si se me permite decirlo. Debe comprender, querido lector de mi futuro imposible y distante, que en esta época, en Inglaterra, la idiotez del ejercicio y el absurdo del deporte se han mezclado con la hipocresía de la religión y han creado una monstruosidad llamada «cristiandad musculosa». La idea de que los buenos cristianos deben ser «musculosos» y entregarse a innumerables deportes estúpidos y embrutecedores hace furor. Y más aún, la cristiandad musculosa era tanto una demostración de la perspicacia del señor Darwin como una explicación de por qué el Imperio británico tiene derecho a gobernar el mundo y a toda la gente pequeña y morena que éste contiene. Era la superioridad personificada en pesas, pistas de atletismo y campos de deporte donde unos idiotas correteaban, saltaban y se ejercitaban arriba y abajo. El proselitismo de esa cristiandad musculosa surgía como un eructo de periódicos, revistas y púlpitos. Y Oxford y Cambridge, esas enormes guarderías tradicionales inglesas para imbéciles pedantes, la abrazaron con la vigorosa arrogancia de costumbre.
De modo que ya ve por qué me complacía tanto arrojar aquella moda al rostro de mi desprevenido lector. Yo sería el único en saber que mi heroína atrapada y maltratada en realidad era el macho cautivo, pero mi bruto de Oxford crearía bastante controversia.
Aunque estaba en las primeras etapas de escritura de Marido y mujer, ya me había creado enemigos con ella. Los hijos de Frank Beard y de Fred Lehmann (que antes me adoraban y a los que había entretenido muchas veces contándoles amenas historias sobre famosos combates de boxeo, y describiéndoles los enormes músculos del campeón de Inglaterra, Tom Sayers) habían oído hablar de mi bruto de Oxford y estaban furiosos conmigo. Era una traición hacia ellos.
Aquello me hizo reír mucho, y presioné a Frank Beard para que me llevase a diversos campos de entrenamiento pugilísticos y deportivos, donde él servía como físico de vez en cuando. Allí sonsacaría a los entrenadores y a otros para que me contaran lo poco saludable que era en realidad su vida muscular, y cómo convertía a los atletas en brutos, de la misma manera que lo haría un regreso a la selva de Darwin, y a través de Beard, interrogaba a los doctores del campo sobre los problemas físicos y mentales debidos a estos entrenamientos. Estar allí fuera, a la luz del sol, tomando notas, resultaba un trabajo bastante difícil para mí, pero lo conseguí bebiendo de mi petaca de láudano un poquito cada hora, al menos.
El segundo tema de Marido y mujer (después de la injusticia de ese «matrimonio mediante captura») era que cualquier moralidad está completamente supeditada a la capacidad de remordimientos de la persona; una capacidad de la que carece por completo la vida animal (o la de los atletas).
Beard, que también era muy aficionado a los deportes, no comentó nada de mis teorías al llevarme con él a una sucesión de sudorosos y poco saludables antros. El 4 de julio de 1869, fue Frank quien trajo al mundo a la niña que tuvo Martha en su alojamiento de la calle Bolsover. Fue también Frank quien llevó a cabo las formalidades algo delicadas de registrar en los archivos parroquiales el nombre de la madre (señora Martha Dawson) y de la criatura (Marian, por mi personaje femenino más popular) y el del padre (William Dawson, caballero, abogado viajero).
Debido a mi apretado programa de escritura e investigación no estuve presente en el nacimiento, pero acudí a ver a la madre y al gimoteante bebé una semana o dos después del parto. Como había prometido aquella noche de octubre de la boda de mi amante, cuando propuse matrimonio a la esposa de mi hermano moribundo, a partir de ese momento subí la asignación mensual a Martha R. de 20 libras a 25. La pobre mujer lloraba al darme las gracias.
Pero he avanzado demasiado en esta historia y me he saltado un detalle muy importante, querido lector. Para que entienda del todo el final de esta historia, tiene que estar conmigo la noche del miércoles 9 de junio de 1869, el cuarto aniversario del accidente de Dickens en Staplehurst, y el primero de su encuentro con Drood. En un sentido real, fue el último aniversario que vivió Charles Dickens de tal acontecimiento.