4
Pasaron tres semanas y, según mi hermano Charley, que, con su esposa Kate, la hija de Dickens, se alojaba en Gad’s Hill Place, el autor se iba recuperando lentamente de su terrible experiencia. Trabajaba cada día en Nuestro común amigo, se reunía para comer con gente, desaparecía con frecuencia (casi con toda seguridad para visitar a Ellen Ternan) e incluso realizaba lecturas para grupos selectos. Una lectura de Charles Dickens era la experiencia más agotadora que jamás había presenciado, y que la iniciativa partiera de él, aunque se desmayara después, como hacía con frecuencia según me informaba Charley, indica la cantidad de energía que acumulaba aquel hombre. Todavía le alteraba viajar en tren, pero siendo como era, se obligó a viajar a la ciudad en tren casi cada día, precisamente por ese motivo. Charley informaba de que cuando había la menor vibración en el vagón, el rostro de Dickens se volvía gris como la franela y grandes goterones de sudor aparecían en la frente del escritor y en sus arrugadas mejillas; se agarraba con fuerza al asiento que había ante él, pero con un sorbo de brandy seguía adelante, negándose a mostrar ningún otro signo de su tormento interno. Estaba seguro de que el Inimitable se había olvidado completamente de Drood.
Pero entonces, en julio, empezó en serio la caza del fantasma.
Fue la época más cálida y febril de un verano cálido y febril. Los excrementos de tres millones de londinenses apestaban en las alcantarillas abiertas, incluida la mayor de nuestras alcantarillas (a pesar de que aquel año los ingenieros habían intentado inaugurar un elaborado sistema de alcantarillas subterráneas): el Támesis. Decenas de miles de londinenses dormían en sus porches o balcones, esperando la lluvia. Pero cuando cayó la lluvia fue como una ducha caliente, que se limitó a añadir una capa de humedad al calor. Julio se abatía sobre Londres aquel verano como una manta pesada y húmeda.
Cada día se recogían veinte mil toneladas de estiércol de caballo en las calles apestosas y se arrojaban en lo que educada y eufemísticamente se llamaban «vertederos», enormes pilas de heces qué se alzaban junto a la boca del Támesis como un Himalaya inglés.
Los atestados cementerios en torno a Londres también apestaban, a cielo abierto. Los enterradores tenían que amontonar nuevos cuerpos arriba y abajo, hundidos a menudo hasta las caderas en carne podrida, y obligar a los nuevos residentes, algo reacios, a hundirse en sus tumbas poco profundas, y esos nuevos cadáveres iban a unirse al sólido humus que se iba pudriendo y a las capas y capas de cadáveres putrefactos que quedaban debajo. En julio se sabía de inmediato cuándo se encontraba uno a seis manzanas de un cementerio, porque los miasmas hediondos expulsaban a la gente de las casas y de los edificios circundantes; además, «siempre» había un cementerio cerca. Los muertos siempre andaban debajo de nuestros pies y de nuestra nariz.
Muchos cuerpos muertos se quedaban tirados, sin que nadie los recogiera, en las calles más pobres de aquel Gran Horno, descomponiéndose junto a la basura en descomposición que tampoco recogía nadie. No hilillos ni riachuelos, sino auténticos ríos de aguas residuales fluían por las calles y pasaban junto a la basura y los cuerpos muertos, encontrando a veces la abertura de una alcantarilla, pero la mayoría de las veces acumulándose, sencillamente, en charcos y pequeños estanques que manchaban el empedrado. Esas aguas marrones se introducían en los sótanos, se acumulaban en las bodegas, contaminaban los pozos y acababan siempre, más tarde o más temprano, en el Támesis.
Tiendas e industrias arrojaban toneladas de pellejos, carne, huesos hervidos, carne de caballo, entrañas de gato, pezuñas, cabezas y tripas de vaca, y otros residuos orgánicos todos los días. Todo iba a parar al Támesis o se acumulaba en enormes montañas a lo largo de sus orillas, esperando a que se tirara al agua. Tiendas y hogares a lo largo del río cerraban sus ventanas y empapaban las persianas con cloruro; los funcionarios de la ciudad arrojaban una tonelada de cal tras otra al Támesis. Los peatones caminaban con pañuelos perfumados cubriéndoles la boca y la nariz. Pero no servía de nada. Hasta los caballos de tiro, muchos de los cuales pronto morirían por el calor y se sumarían al problema, vomitaban debido al hedor.
Aquella tórrida noche de julio el aire casi estaba verde por las efusiones caloríficas de los excrementos de tres millones de seres humanos y los efluvios del matadero urbano e industrial, que es el sello distintivo de nuestra época. Querido lector, quizá sea peor en sus días, pero confieso que no me imagino cómo.
Dickens me había enviado una nota para que me reuniera con él a las ocho de la tarde en la taberna Blue Posts, de Cork Street, donde me invitaba a cenar. La nota también me decía que llevase unas buenas botas para «una excursión nocturna relacionada con nuestro amigo el señor D».
Aunque aquel día me había sentido algo indispuesto (la gota se suele ver agravada por el calor), llegué a tiempo al Blue Posts. Dickens me abrazó en la entrada de la taberna y exclamó:
—¡Mi querido Wilkie, qué contento estoy de verte! ¡He estado terriblemente ocupado en Gad’s Hill estas últimas semanas y te he echado de menos!
La comida fue abundante, lenta y excelente, igual que la cerveza y el vino con el que la acompañamos. La conversación la monopolizó sobre todo Dickens, por supuesto, pero fue muy animada y desordenada, como la mayoría de las conversaciones con el Inimitable. Dijo que esperaba terminar Nuestro común amigo a principios de septiembre, y que tenía absoluta confianza en que los últimos números dispararían las ventas de All the Year Round.
Después de la cena cogimos un coche hasta una comisaría de Policía de Leman Street.
—¿Recuerdas al inspector de Policía Charles Frederick Field? —me preguntó mientras nuestro coche iba traqueteando hacia la comisaría.
—Por supuesto —respondí—. Field estaba en el Departamento de Detectives de Scotland Yard. Pasaste mucho tiempo con él cuando estabas buscando material para Household Words, hace años, y nos acompañó aquella vez que hicimos una visita a las zonas… menos atractivas de Whitechapel.
No mencioné que siempre estuve seguro de que Dickens había usado al inspector Field como modelo para el «inspector Bucket» de Casa desolada. La voz demasiado segura, el sentido de dominio sobre los criminales y forajidos «clásicos» y sobre las mujeres de la calle que se habían cruzado en nuestro camino aquella noche en Whitechapel, por no mencionar la habilidad de aquel hombre corpulento para cogerle a uno del codo con una garra de acero de la que no se podía escapar y luego desviarle en direcciones en las que uno no planeaba ir…, en fin, todas las ásperas habilidades del «inspector Bucket» casaban perfectamente con el carácter del inspector Field.
—El detective Field fue nuestro ángel de la guarda durante nuestro descenso al Hades.
—Precisamente, mi querido Wilkie —dijo Dickens, mientras salíamos del coche frente a la comisaría de Leman Street—. Y aunque el inspector Field se ha retirado y se dedica a nuevos menesteres, me complace sinceramente presentarte a nuestro «nuevo» ángel de la guarda.
El hombre que nos esperaba bajo la farola de gas junto a la comisaría de Policía parecía más un muro que un hombre. A pesar del calor llevaba un abrigo largo, o más bien esa especie de prenda suelta y larga que los vaqueros australianos o norteamericanos llevan a menudo en las ilustraciones de las noveluchas de penique; su enorme cabeza estaba coronada con un sombrero hongo firmemente encajado sobre una mata de pelo espeso y rizado. El cuerpo del hombre era absurdamente ancho y sólidamente cuadrado: una especie de pedestal de granito para el bloque de piedra cuadrada que era su cabeza y su rostro. Tenía los ojos pequeños, la nariz era un rectángulo chato, al parecer tallado en la misma piedra que el rostro, y la boca parecía una fina línea esculpida. Su cuello era tan ancho como el ala del sombrero. Las manos tenían al menos tres veces el tamaño de las mías.
Charles Dickens medía cinco pies y nueve pulgadas de alto.
Yo era un poco más bajo. Aquella mole de hombre parecía medir al menos ocho pulgadas más que Dickens.
—Wilkie, te presento al antiguo detective inspector Hibbert Aloysius Hatchery —dijo, sonriendo entre la barba—. Detective Hatchery, me complace presentarle a mi muy querido socio y escritor de gran talento, compañero en la búsqueda del señor Drood esta noche, señor William Collins.
—Un placer, caballero, de verdad —dijo la pared que se elevaba ante nosotros—. Puede llamarme Hib, si lo prefiere, señor Collins.
—Hib —repetí, como un idiota.
Afortunadamente, como todo saludo, el gigante se había limitado a dar un golpecito en el sombrero hongo. La idea de aquella enorme mano rodeando y espachurrando todos los huesos de la mía me hacía sentir cierta debilidad en las rodillas.
—Mi padre, un hombre muy sabio pero sin formación, no sé si me explico, señor —dijo el detective Hatchery—, estaba seguro de que el nombre de Hibbert estaba en la Biblia. Pero, ay no estaba. Ni siquiera como lugar de descanso para los hebreos en el páramo.
—El detective Hatchery ha sido sargento de la Policía Metropolitana varios años, pero ahora mismo está… de permiso, y empleado «privadamente» como detective investigador —dijo Dickens—. Quiere unirse al Departamento de Detectives de Scotland Yard dentro de un año, más o menos.
—Un detective empleado de forma privada —murmuré. La idea ofrecía posibilidades maravillosas. La archivé en aquellos momentos y el resultado, como quizá ya sepa, querido lector de mi futuro, si me permite la inmodestia, se convertiría más tarde en mi novela La piedra lunar. Dije—: ¿Está usted de vacaciones, detective Hatchery? ¿Una especie de año sabático policial?
—En cierto modo se podría decir que sí, señor —murmuró el gigante—. Se me pidió que me ausentara un año a causa de ciertas irregularidades en mi trato a un villano, en el cumplimiento de mi deber, señor. La prensa armó mucho escándalo. Mi capitán pensó que sería mejor para el departamento y para mí mismo que me dedicara a la práctica privada; un permiso de ausencia, si lo prefiere usted, durante unos pocos meses.
—Irregularidades —dije.
Dickens me dio unas palmaditas en la espalda.
—El detective Hatchery, al arrestar al mencionado villano, un atracador presuntuoso que ejercía de día, especializado en robar a damas ancianas, aquí, en Whitechapel, le rompió el cuello ladrón accidentalmente. Extrañamente, el ladrón ha sobrevivido, pero su familia lo tiene que llevar en una cesta. No ha sido ninguna pérdida para la comunidad, y más bien era parte integrante del trabajo, como el inspector Field y otros de la profesión me han asegurado, pero algunos del grupo de Punch, demasiado sensibles, por no mencionar a los tabloides, decidieron armar escándalo. De modo que, para nuestra enorme suerte, el detective Hatchery está libre y puede escoltarnos al Gran Horno esta noche.
Hatchery cogió una linterna que llevaba dentro de su abrigo. La linterna parecía un reloj de bolsillo en su enorme mano.
—Les sigo, caballeros, pero procuraré permanecer silencioso e invisible a menos que se me llame o se me necesite.
Había llovido cuando Dickens y yo cenábamos, pero eso sólo sirvió para que el aire de la noche a nuestro alrededor se espesara aún más. El Inimitable dirigía el camino, manteniendo su absurdo paso de marcha (nunca menos de cuatro millas por hora, paso que podía mantener hora tras hora, lo sabía por dolorosa experiencia propia), y una vez más yo me esforzaba por seguirle. El detective Hatchery iba unos diez pasos por detrás de nosotros como un silencioso muro de niebla solidificada.
Salimos de las calles más anchas. Dickens dirigía nuestros pasos. Nos adentramos en un laberinto de calles, callejones y pasajes cada vez más oscuros y estrechos. Charles Dickens no dudó un solo instante; él conocía aquellas calles terribles de memoria por sus muchos vagabundeos de medianoche. Yo sólo sabía que estábamos en algún lugar al este de Falcon Square. Retenía vagamente algún recuerdo de esa zona por mi expedición previa al vientre de Londres con Dickens (Whitechapel, Shadwell, Wapping, partes de la ciudad que un caballero evitaría a menos que fuese buscando el tipo de mujer más bajo) y al parecer nos dirigíamos hacia los muelles. El hedor del Támesis empeoraba a cada oscura manzana que avanzábamos en aquel laberinto. Los edificios allí parecían remontarse a la época medieval, cuando Londres yacía gordo, oscuro y enfermo dentro de sus altas murallas, y en realidad las antiguas estructuras de ambos lados de las calles sin aceras se alzaban hasta casi tapar por completo el cielo nocturno.
—¿Tenemos un destino? —susurré a Dickens.
En aquella calle no había nadie, pero notaba los ojos que nos vigilaban desde las ventanas oscuras o cerradas, desde los sucios callejones que había a ambos lados. No quería que me oyese nadie, aunque sabía que hasta mi susurro se transmitiría como un grito a través de aquel aire espeso y silencioso.
—Bluegate Fields —dijo Dickens.
La contera de latón de su bastón de paseo, el que llevaba únicamente en aquellos descensos nocturnos a su Babilonia, como yo había observado, resonaba en las piedras rotas del pavimento cada tres pasos.
—A veces la llaman Tiger Bay señor —dijo una voz desde la oscuridad, detrás de nosotros.
Admito que me sobresalté. Había olvidado que el detective Hatchery venía con nosotros.
Cruzamos una vía pública más ancha (Brunswick Street, creo recordar), pero no más limpia ni mejor iluminada que los tugurios infectos que quedaban a cada lado. Luego volvimos a internarnos en el estrecho laberinto de elevados muros. Los edificios que allí se alzaban estaban muy apiñados, excepto los que se hallaban en ruinas y que consistían simplemente en montones de mampostería y madera destrozada. Allí, en aquellas oquedades derruidas o carbonizadas, notaba oscuras sombras que se removían y nos observaban. Dickens nos condujo hacia un estrecho y podrido puentecito que cruzaba un apestoso afluente del Támesis. (Aquél fue el año, debo señalar, querido lector, que el príncipe de Gales oficialmente dio la vuelta al manubrio que abría las obras del alcantarillado principal de Crossness, el primer gran paso del proyecto del jefe ingeniero Joseph Bazalgette para dotar a Londres de un sistema moderno de alcantarillado. La flor y nata de la nobleza inglesa y lo más elevado del clero asistieron a aquella ceremonia. Pero dejando a un lado toda delicadeza, también debo recordarle que las obras del alcantarillado principal, y todos los futuros sistemas de alcantarillado, así como la miríada de viejos afluentes y antiguas alcantarillas, seguían vertiendo toda la mierda al Támesis sin filtrar).
Cuanto más terribles se volvían las calles y los barrios, más poblados estaban. Grupos de hombres (en realidad racimos de sombras) se hacían visibles en las esquinas de las calles, en los portales, en los solares vacíos. Dickens seguía avanzando y manteniéndose en el centro de las estropeadas calles, para poder ver y evitar mejor los agujeros y los apestosos charcos de agua putrefacta, con su bastón de caballero resonando sin parar sobre los adoquines. Parecía indiferente a los murmullos y a las incluso furiosas imprecaciones que proferían los hombres a medida que íbamos pasando.
Finalmente, uno de aquellos grupos de sombras harapientas se separó de la oscuridad de un edificio sin iluminación alguna y se desplazó para interceptar nuestro camino. Dickens no dudó, sino que continuó avanzando hacia ellos como si fueran niños que vinieran a pedirle un autógrafo. Pero le vi cambiar la mano en la empuñadura del bastón, de modo que el pesado latón que la formaba (creo que era un pico de ave) quedó apuntando hacia fuera.
El corazón me latía con fuerza; casi se me paró cuando vi que Dickens seguía llevándonos hacia delante entre aquel muro de broncos rufianes. Entonces otro muro, gris, con sombrero hongo, pasó velozmente a mi lado y se puso a la altura de Dickens. La voz suave de Hatchery dijo:
—Vamos, chicos, apartaos. Volved a vuestros agujeros. Dejad pasar a estos caballeros sin mirarlos siquiera. «Ahora».
La linterna del detective proyectaba justo la luz suficiente para que yo pudiera ver que su mano derecha había desaparecido dentro del guardapolvos. ¿Qué llevaba allí? ¿Una pistola? Supuse que no. Casi con toda seguridad era una porra de plomo. Quizás unas esposas. Los rufianes que estaban ante nosotros y a los lados seguro que lo sabían.
El círculo de hombres se apartó con tanta rapidez como se había reunido. Yo esperaba que al pasar nos arrojasen piedras o, al menos, basura; sin embargo, cuando nos fuimos desplazando sólo llegó en nuestra dirección algún insulto ahogado. El detective Hatchery se desvaneció en la oscuridad ante nosotros. Dickens continuó su rápida marcha dando golpecitos con el bastón hacia lo que me pareció que era el sur.
Luego entramos en la zona gobernada por las prostitutas y sus chulos.
Me pareció recordar haber acudido allí en mis días de estudiante. La calle en realidad parecía más respetable que la mayoría de las que habíamos atravesado en la última media hora, más o menos. Brillaban unas luces mortecinas a través de las persianas cerradas de las ventanas superiores. Si uno no sabía la verdad, podía pensar que aquellos alojamientos pertenecían a trabajadores de fábricas o mecánicos. Pero la tranquilidad era demasiado opresiva. En los escalones, en los balcones y en las losas cuarteadas de lo que pasaba por aceras se reunían grupitos de mujeres jóvenes (las veíamos a la luz de las lámparas que escapaba de las ventanas inferiores, sin postigos); la mayor parte de ellas no parecían tener más de dieciocho años. Algunas quizá tuvieran catorce, o incluso menos.
En lugar de dispersarse a la vista del detective Hatchery, lo llamaron en voz baja, con sus burlonas voces femeninas. «Eh, Hibbert, ¿nos traes trabajo?». O bien: «Ven y relájate, Hib, gallito». O: «No, la puerta no está cerrada, inspector H, ni tampoco las puertas de nuestras habitaciones».
Hatchery se rió.
—Vuestras puertas no están cerradas nunca, Mary, aunque deberían estarlo. Y ahora cuidad vuestros modales, chicas. Estos caballeros no quieren ninguna de vuestras mercancías esta noche tan calurosa.
Aquello no era necesariamente cierto. Dickens y yo nos detuvimos junto a una joven que tenía unos diecisiete años quizá, mientras ella se inclinaba ante una barandilla y nos estudiaba a la luz desfalleciente. Vi que su figura era llena, la falda oscura muy corta y el corpiño muy escotado.
Ella notó el interés de Dickens y le dedicó una amplia sonrisa que mostraba demasiados huecos entre sus dientes.
—¿Buscas tabaco, guapo? —le preguntó al escritor.
—¿Tabaco? —dijo Dickens, y me dirigió una mirada de soslayo llena de regocijo—. No, no, querida. ¿Qué le hace pensar que he venido a buscar tabaco?
—Porque si lo quieres, yo tengo —dijo la chica—. Cuartos de onza y medias onzas, cigarros y todo lo que puedas desear y puedas sacar de mí, si lo deseas. Sólo tienes que pasar aquí dentro.
La sonrisa de Dickens se apagó un poco. Colocó ambas manos enguantadas en su bastón.
—Señorita —dijo, bajito—, ¿ha pensado usted en la posibilidad real de cambiar de vida? ¿En dejar… esta vida? —Su guante blanco relucía en la oscuridad, al señalar hacia los silenciosos edificios, silenciosos grupos de chicas, la calle destrozada, e incluso la distante línea de hombres broncos que esperaban como una manada de lobos hambrientos más allá del círculo de luz.
La chica se echó a reír mostrando sus dientes rotos, pero no fue una risa juvenil. Era un presagio amargo de la carcajada reseca de una vieja enferma.
—¿Abandonar mi vida, guapo? ¿Y por qué no abandonas tú la tuya, entonces? Lo único que tienes que hacer es irte allá donde esperan Ronnie y los chicos.
—La tuya no tiene futuro ni esperanza —dijo Dickens—. Hay hogares para mujeres caídas. Yo mismo he ayudado a administrar uno en Broadstairs, donde…
—No me voy a caer —replicó—, a menos que me falle el siguiente pago que tengo que hacer. —La chica se volvió hacia mí—. ¿Y tú, pequeñín? Parece que todavía te queda algo de vida. ¿Quieres venir dentro a fumarte un cigarrito antes de que el viejo Hatchery ese se enfade con nosotros?
Me aclaré la garganta. Para ser sincero con usted, querido lector, me pareció que la moza tenía cierto atractivo, a pesar del calor y el hedor de la noche, de las miradas de mis compañeros varones e incluso de su sonrisa estropeada y su lenguaje ignorante.
—Vamos —dijo Dickens entonces, volviéndose y adentrándose en la noche—. Estamos perdiendo el tiempo.
—Dickens —dije cuando cruzamos otro angosto y maltrecho puentecito sobre otro apestoso y fétido arroyuelo; las calles que se encontraban ante nosotros ya eran simples callejones; los edificios que se alzaban en ellos eran más medievales aún que los que ya habíamos visto—. Debo preguntar… Esta excursión… ¿realmente tiene algo que ver con tu misterioso señor Drood?
Se detuvo y se apoyó en su bastón.
—Pues claro, mi querido Wilkie. Tendría que habértelo contado durante la cena. El señor Hatchery ha hecho mucho por nosotros a este respecto; no sólo acompañarnos hasta este… indecoroso vecindario esta noche. Lleva cierto tiempo trabajando para mí, y ha hecho buen uso de sus habilidades detectivescas. —Se volvió hacia la enorme sombra que venía detrás de nosotros—. Detective Hatchery, ¿querría usted ser tan amable de informar al señor Collins de los descubrimientos que ha hecho hasta el momento?
—Ciertamente, señor —dijo el enorme detective. Se quitó el bombín, se rascó el cuero cabelludo bajo la cascada de apretados rizos y volvió a encajarse el sombrero—. Señor —se dirigía a mí—, en los últimos diez días he hecho averiguaciones con diversos revisores de ferrocarril en Folkestone y otras posibles paradas de la ruta, aunque el tren de la marea no hace paradas, así como discretas averiguaciones sobre otros pasajeros, sobre los guardias que iban en el tren aquella tarde, sobre los conductores y otros. Y el hecho, señor Collins, es que nadie llamado Drood ni que se parezca físicamente a él, según la extraña descripción del señor Dickens, compró un billete ni se encontraba en los vagones de los pasajeros en el momento del accidente.
Miré a Dickens bajo la escasa luz que había.
—Así pues, o bien tu Drood era alguien que residía en el mismo Staplehurst, o bien no existe.
Dickens meneó la cabeza e hizo un gesto a Hatchery para que continuase.
—Pero en el segundo vagón del correo —dijo el detective— se transportaban tres ataúdes a Londres. Dos de ellos se habían cargado en Folkestone, mientras que el tercero había llegado en el mismo transbordador que llevó al señor Dickens y… a sus acompañantes. Los documentos del ferrocarril demuestran que ese tercer ataúd, el que había llegado de Francia aquel mismo día (aunque no ha quedado registrado de dónde procedía, en Francia) iba a ser entregado a un tal señor Drood, sin nombre de pila, a su llegada a Londres.
Me quedé pensando en aquello durante unos instantes. De las casas de las prostitutas pobres, de las que alquilan los vestidos, y que se encontraban muy lejos ante nosotros, venían gritos ahogados.
—¿Piensa usted que Drood iba dentro de uno de esos ataúdes? —Miré a Dickens al hacer la pregunta.
Él se rió. Parecía encantado, pensé.
—Por supuesto, mi querido Wilkie. Resulta que el segundo vagón descarriló, desplazando todos los paquetes, bolsas y…, sí, los ataúdes, pero no cayó abajo, al barranco. Eso explica por qué Drood bajaba la pendiente conmigo unos minutos después.
Meneé la cabeza.
—¿Por qué iba a querer viajar…, Dios mío…, en ataúd? Debe de costar mucho más que un billete de primera clase.
—Un poco menos, señor, un poco menos —intervino Hatchery—. Lo comprobé. Las tasas de transporte de los difuntos son un poco inferiores que las de primera clase, señor. No mucho, pero sí unos chelines menos.
Aun así, no entendía aquello.
—Pero, ciertamente, Charles —dije—, ¿no estarás sugiriendo que ese señor Drood tuyo de extraño aspecto era… qué? ¿Un fantasma? ¿Un demonio de algún tipo? ¿Un muerto viviente?
Dickens se echó a reír de nuevo; en esta ocasión, con un regocijo más infantil.
—Mi querido Wilkie. Por supuesto. Si tú fueras un criminal conocido por la Policía del puerto, así como por la Policía de Londres, ¿qué forma sería la más fácil y efectiva de volver desde Francia a Londres?
Entonces me tocó reír a mí, pero no con deleite, eso se lo puedo asegurar.
—No en un ataúd —dije—. ¿Nada menos que desde Francia? Es… impensable.
—Pues claro, querido mío —dijo Dickens—. Sólo unas pocas horas de incomodidad. Apenas más incómodo que el transbordador normal y el viaje en ferrocarril hoy en día, si debemos ser completamente sinceros. Además, ¿quién se molesta en inspeccionar un ataúd con un cadáver de una semana pudriéndose dentro?
—¿Era un cadáver de una semana? —pregunté.
Dickens dio un golpecito en mi dirección con los dedos blancos de su guante, como si hubiese dicho algo chistoso.
—¿Y por qué vamos hacia los muelles esta noche? —le pregunté—. ¿Tiene alguna información el detective Hatchery de dónde ha ido a parar el ataúd del señor Drood?
—Pues sí, señor —dijo Hatchery—, mis investigaciones en esta parte de la ciudad nos han conducido a diversos tipos que aseguran conocer a Drood. O haberle conocido. O haber hecho negocios con él, en realidad. Y ahora nos dirigimos ahí.
—Entonces, sigamos —dijo Dickens.
Hatchery levantó una mano como si fuera a detener el tráfico de carruajes en el Strand.
—Caballeros, creo que mi deber es señalar que ahora estamos entrando en Bluegate Fields, propiamente dicho, aunque la verdad es que no hay nada «apropiado» en este lugar. Ni siquiera aparece en la mayoría de los mapas de la ciudad, de una manera oficial; tampoco lo hace New Court, adonde nos dirigimos. Es un lugar peligroso para los caballeros, señores. Allí hay hombres que podrían matarles en un instante.
Dickens se echó a reír.
—Como esos rufianes que nos hemos encontrado hace un rato, supongo —dijo—. ¿Qué diferencia hay con Bluegate Fields, mi querido Hatchery?
—La diferencia es, señor, que aquellos con los que nos hemos encontrado hace un rato te quitan el monedero, te golpean y te dejan sin sentido, tirado en la calle, quizás a punto de morir, sí. Pero los que tenemos delante… te rajan el cuello, señor, sólo para ver si sus cuchillos aún tienen buen filo.
Miré a Dickens.
—Lascares, hindúes y bengalíes, en particular, y una gran cantidad de chinos —continuó Hatchery—. También irlandeses, alemanes y otros maleantes, por no hacer mención de la hez de los marineros en tierra que vienen en busca de mujeres y opio; sin embargo, los más temibles de Bluegate Fields son los ingleses, señores. Los chinos y otros extranjeros no comen, no duermen, casi no hablan, sólo viven para su opio…, pero esos ingleses son una gente increíblemente dura, señor Dickens. Increíblemente dura.
Dickens se echó a reír de nuevo. Parecía que hubiese estado bebiendo mucho, pero yo sabía que sólo había tomado algo de vino y oporto con la comida. Era más bien la risotada despreocupada de un niño.
—Entonces sólo tendremos que confiarle a usted de nuevo nuestra seguridad, inspector Hatchery.
Ya había notado que había ascendido de categoría al detective privado, y por la forma que tenía aquel hombretón de pasar el peso de un pie a otro, parecía que Hatchery también se había dado cuenta.
—Sí, señor —dijo el detective—. Le ruego que me perdone, ahora iré delante, señor. A partir de ahora, será mejor que se mantengan muy cerca, caballeros.
La mayor parte de las calles por las que habíamos pasado no tenían nombre. El laberinto de Bluegate Fields era más y más confuso, pero Hatchery parecía saber exactamente adónde se dirigía. Hasta Dickens, que caminaba a grandes zancadas junto al detective, parecía saber cuál era su destino. El detective contestó mi pregunta susurrada haciendo una lista, con un tono de voz normal, de algunos de los lugares que ya habíamos visto y que veríamos pronto: la iglesia de Saint Georges-in-the-east (no tenía recuerdo alguno de haber pasado por allí), George Street, Rosemary Lane, Cable Street, Knock Fergus, Black Lane, New Road y Royal Mint Street. Había notado que ninguno de esos nombres aparecía en ningún letrero.
En New Court dejó la calle hedionda y se internó en un patio oscuro (la linterna de Hatchery era nuestra única iluminación), y se introdujo por un hueco que era más un agujero en la pared que una puerta como tal, y pasó a una serie de patios también oscuros. Los edificios parecían abandonados, pero tuve la sensación de que lo que pasaba es que las ventanas estaban herméticamente cerradas. Cuando salimos de la zona pavimentada, íbamos chapoteando en el barro del río o en las aguas residuales que se filtraban.
Dickens hizo una pausa ante lo que podía haber sido una amplia ventana, pero que ahora, con los cristales desaparecidos, eran una simple repisa y un agujero negro en el lado ciego de un edificio negro.
—¡Hatchery, su lámpara! —exclamó.
El cono de luz de la linterna iluminó tres bultos blancuzcos e informes en el alféizar roto de piedra. Durante un momento pensé que se trataba de unos conejos despellejados que alguien había dejado allí. Me acerqué y retrocedí rápidamente, llevándome el pañuelo a la nariz y la boca.
—Recién nacidos —dijo Hatchery—. El de en medio nació muerto, me parece. Los otros dos murieron poco después de nacer. No son trillizos. Murieron en diferentes momentos, lo digo por el aspecto de los gusanos y de las mordeduras de ratas…, y por otros detalles.
—Dios mío —exclamé a través del pañuelo. La bilis me subía por la garganta—. Pero… ¿por qué… los dejan ahí?
—Es un sitio tan bueno como cualquier otro —dijo el detective—. Algunas de las madres intentan enterrarlos. Los visten con los trapos que tienen. Les ponen unos gorritos y tiran a esos pobres desgraciados al Támesis o los entierran en algún patio por aquí. La mayoría de ellas no se molestan. Tienen que volver al trabajo.
Dickens se volvió hacia mí.
—¿Sigue apeteciéndote la zorra que quería llevarte dentro y darte «tabaco», Wilkie?
No respondí. Retrocedí un paso más y me concentré en no vomitar.
—Ya había visto esto antes, Hatchery —dijo Dickens, con una voz extrañamente neutra, calmada y coloquial—. No aquí, en el Gran Horno, durante mis paseos, sino cuando era niño.
—¿Ah, sí, señor?
—Sí, muchas veces. Cuando era muy pequeño, antes de que nos trasladásemos de Rochester a Londres, teníamos una criadita que se llamaba Mary Weller, que me llevaba con ella, con mi diminuta mano temblando en la suya grande y callosa, a incontables partos. Tantos que a menudo me he preguntado si mi verdadera profesión no habría tenido que ser la de comadrón. La mayoría de las veces los bebés morían, Hatchery. Recuerdo un parto múltiple que fue terrible (la madre tampoco sobrevivió), porque quedaron cinco niñitos muertos…, creo que eran cinco, por muy asombroso que parezca, aunque yo era muy joven, e igual eran cuatro, todos allí echados uno junto al otro en un trapo limpio, en un arcón con cajones. ¿Sabe lo que me parecieron a mi tierna edad de cuatro o cinco años, Hatchery?
—¿El qué, señor?
—Pensé en las manitas de cerdo que normalmente se exhibían en una casquería muy limpia —contestó—. Resulta difícil no pensar en el festín de Tiestes cuando uno se encuentra ante imágenes semejantes.
—Pues sí, señor —accedió Hatchery.
Estaba seguro de que él no tenía ni idea de la referencia clásica a la que aludía Dickens. Pero yo sí. De nuevo la bilis y el vómito se me subieron a la garganta y amenazaron con explotar.
—Wilkie —me dijo Dickens, rápidamente—. Tu pañuelo, por favor.
Después de una pausa se lo tendí.
Sacando su pañuelo de seda, mucho más grande y caro, Dickens envolvió cuidadosamente ambos trozos de tela en torno a los tres cuerpecitos infantiles putrefactos y medio comidos, sujetando los extremos con unos ladrillos sueltos del alféizar.
—Detective Hatchery —dijo, alejándose ya y dando golpecitos con su bastón de paseo sobre las piedras—, ¿lo dispondrá todo?
—Antes de que se haga de día, señor. Puede contar con ello.
—Estoy seguro de que sí —dijo Dickens, que bajó la cabeza y se sujetó la chistera mientras nos dirigíamos hacia otra abertura que daba a un patio más oscuro aún, más pequeño y más pestilente—. Vamos, vamos, Wilkie. Ven donde está la luz.
Cuando la alcanzamos al fin, la entrada abierta no se distinguía más que las últimas tres docenas de entradas oscuras por las que habíamos pasado. En el interior, protegida de la vista desde fuera, e introducida en un nicho propio, se encontraba una linterna pequeña y azul. El detective Hatchery lanzó un gruñido y abrió el camino hacia las escaleras negras y estrechas.
El primer rellano estaba oscuro. El siguiente tramo de escaleras era mucho más estrecho aún que el primero, aunque no tan oscuro, ya que se notaba el leve resplandor de una vela solitaria y parpadeante por encima de nosotros, en el siguiente rellano. El aire era tan espeso allí, el calor tan intenso y el hedor tan abrumador que me pregunté cómo podía seguir ardiendo la vela.
Hatchery abrió una puerta sin llamar y todos entramos.
Estábamos en la primera y más grande de varias habitaciones, todas visibles a través de las entradas abiertas. En aquella primera habitación, dos lascares y una mujer anciana estaban echados encima de un colchón de muelles que parecía cubierto de trapos descoloridos. Algunos de los trapos se movieron y entonces me di cuenta de que había más gente en la cama. Toda la escena se hallaba iluminada por unas pocas velas y una linterna de cristal rojo que arrojaba una luz sangrienta sobre todas las cosas. Unos ojos nos atisbaban furtivamente por entre unos trapos en las habitaciones adyacentes, y me di cuenta de que había más cuerpos (chinos, occidentales, lascares) echados por el suelo y en los rincones. Algunos intentaban alejarse reptando como cucarachas expuestas a una luz repentina. La anciana de la cama que estaba ante nosotros, con los cuatro postes llenos de muescas de cuchillos ociosos y la ropa de cama colgando hasta el suelo como ropajes funerarios podridos, chupaba una especie de pipa hecha con una botellita de tinta vieja de un penique. El espesor del humo y el olor áspero y aromático de la habitación, mezclado con el olor de las alcantarillas del Támesis que entraba por las persianas de lamas, hizo que mi estómago acosado por la gota se revolviera de nuevo. Deseé haberme tomado un frasco más de mi láudano medicinal antes de unirme a Dickens, aquella noche.
Hatchery pinchó a la anciana con una porra policial de madera que había sacado con gran presteza de su cinturón.
—Eh, eh, vieja Sal —dijo, ásperamente—. Despierta y habla con nosotros. Estos caballeros quieren hacerte unas preguntas, y te aseguro que les vas a responder para agradarme.
Sal era una anciana arrugada, sin dientes, sin color ni en las mejillas ni en los labios, y que no mostraba otra vivacidad de carácter que la disipación visible en sus débiles ojos acuosos. Guiñó los ojos a Hatchery y luego a nosotros.
—Ib —dijo, reconociendo al gigante a través de su neblina—. ¿Has vuelto al cuerpo? ¿Tengo que pagarte?
—Estoy aquí porque necesito unas respuestas —dijo Hatchery, que de nuevo la pinchó en los trapos que cubrían su hundido pecho—. Y las tendremos antes de irnos.
—Pregunta —exclamó la mujer—. Pero déjame primeo que le llene otra vez la pipa al viejo Yahee, que son unos benos peniques.
Por primera vez observé lo que parecía ser una momia antigua reclinada en unos cojines en una esquina de la habitación, detrás de la gran cama.
La vieja Sal fue a coger un vaso que se encontraba en el centro de la habitación, sobre una bandeja japonesa, que parecía estar medio lleno de algo como melaza. Sacó un poco con una aguja y se lo llevó a la momia que estaba en el rincón. Al volverse hacia la luz, vi que el viejo Yahee estaba pegado a una pipa de opio y que llevaba así desde que habíamos entrado. Sin abrir del todo los ojos, cogió la melaza con sus dedos amarillentos y de uñas largas, le fue dando vueltas y vueltas hasta que quedó una bolita pequeña, apenas mayor que un guisante, y luego la puso en el cuenco de su pipa, que ya iba fumando. Los ojos de la vieja momia se cerraron y se apartó de la luz, con los pies desnudos metidos debajo del cuerpo.
—Cuatro peniques más para mis modestas arcas —dijo Sal, y volvió a nuestro pequeño círculo de luz roja junto a la linterna—. Yahee, como debeeías saber ya muy bien, Ib, tiene casi ochenta años, y lleva fumando opio sesenta de esos años, al menos. Es verdá que no duerme, pero está maravillosamente sano y limpio. Por la mañana, después de fumar toda la noche, se compra su propio arroz, pescao y verduras, pero sólo después de limpiar la casa y también lavar su propia persona. Sesenta años de opio y ni un solo día enfermo. El viejo Yahee, fumando fumando, ha pasao las últimas cuatro fiebres de Londres la mar de sano, mientras los que tenía alrededor iban cayendo como moscas y…
—Ya basta —ordenó Hatchery, silenciando a la vieja—. Ahora los caballeros te van a hacer unas preguntas, Sal…, y si valoras algo esta ratonera que llamas casa y negocio, si no quieres que te lo cierren en los puñeteros morros, entonces, por Dios, será mejor que contestes rápido y seas sincera.
Ella nos miró, parpadeando.
—Madame —dijo Dickens, con un tono tan afable y cordial, como si se estuviera dirigiendo a una dama que le visitaba en su salón—, estamos buscando a un individuo llamado Drood. Sabemos que solía frecuentar su… establecimiento. ¿Sería tan amable de decirnos, por favor, dónde podríamos encontrarlo ahora?
Vi que la conmoción y la sobriedad atacaban de golpe a la mujer sumida en el opio; como si Dickens le hubiese arrojado un cubo de agua helada. Sus ojos se abrieron mucho durante unos segundos, luego se cerraron mucho más, llenos de suspicacia.
—¿Drood? No conozco a ningún Drood…
Hatchery sonrió y le pinchó más fuerte con su porra.
—No cuela, Sal. Sabemos que es cliente tuyo.
—¿Quién lo dice? —siseó la vieja.
Una vela moribunda del suelo se hizo eco de su siseo.
Hatchery volvió a sonreír, y la volvió a pinchar. La porra presionaba su esquelético brazo, esta vez más fuerte.
—La madre Abdalá y Booboo me dijeron que habían visto aquí a alguien a quien tú llamabas Drood… Un hombre blanco, le faltan algunos dedos, con un acento extraño. Decían que era cliente habitual tuyo. Huele a carne podrida, me dijo la madre Abdalá —dijo el detective.
Sal intentó echarse a reír, pero sólo le salió un resuello.
—La madre Abdalá es una perra loca. Booboo es un chino mentiroso.
—Quizá —sonrió Hatchery—, pero no más loco ni más mentiroso que tú, mi Princesa del Humo. Alguien llamado Drood ha estado aquí, y tú lo sabes, y vas a decírnoslo. —Sonriendo aún, colocó el final de su porra reforzada en los largos dedos de la anciana, unos dedos deformados por la artritis.
Sal aulló.
Dos pilas de trapos que había en un rincón empezaron a arrastrarse —ellos y sus pipas de opio— a otra habitación, donde, si alguien era asesinado, el ruido no entorpeciese sus sueños.
Dickens sacó varios chelines de su monedero y los hizo entrechocar en su palma.
—Decirnos todo lo que sepa del señor Drood resultará una ventaja para usted, madame.
—Si no nos lo cuentas, pasarás unas cuantas noches, o quizás unas semanas, no en mi comisaría, sino en el agujero más frío y húmedo de Newgate —añadió Hatchery.
Aquello me impactó de un modo en que no podía afectar a Dickens. Intenté imaginar unas noches, y no digamos unas semanas, sin mi láudano. Aquella mujer obviamente ingería mucho más opio puro de lo que yo había tomado jamás. Me dolían los huesos ante la simple idea de verme privado de mi medicamento.
Lágrimas auténticas aparecieron en los ojos acuosos de la Princesa del Humo.
—Vale, vale, dejemos ya los porrazos y las amenazas, Ib. Siempre me he portao bien contigo, ¿no? Siempre he pagao todo lo que tenía que pagar, ¿no? ¿Acaso no he…?
—Háblales a estos caballeros de ese Drood, cierra la boca y no digas nada más —dijo Hatchery con voz tranquila y amenazadora. Pasó la porra a lo largo del antebrazo tembloroso de la vieja.
—¿Cuándo vio a ese tal Drood? —preguntó Dickens.
—Hace un año —resopló la Princesa del Humo—, y no ha vuelto más.
—¿Dónde vive, madame?
—No lo sé. Juro que no lo sé. Chow Chee John Potter trajo a ese pájaro, Drood, por primera vez hará unos ocho…, quizá nueve años. Fumaban enormes cantidades del producto. Drood siempre pagaba con buenos soberanos, así que tenía buen crédito, y todo pagao por adelantao. Nunca cantaba ni gritaba como los otros…, ya oyen a uno allí en otra habitación… Él sólo fumaba, se quedaba sentao y me miraba. Y miraba a los demás. A veces se iba pronto, mucho antes que los demás, a veces era el último en irse.
—¿Y quién es ese Chow Chee John Potter? —preguntó Dickens.
—Jack murió —dijo ella—. Era un viejo cocinero chino de un barco que tenía nombre cristiano porque se había bautizao, pero nunca estuvo bien de la cabeza, señor. Era como un niño, aunque… un niño bastante malo y depravao, si bebía ron. Pero si fumaba solamente, no era malo. No.
—¿Ese Chow Chee era amigo de Drood? —preguntó Dickens.
La vieja Sal lanzó otra risita. Sonaba como si sus pulmones se hubieran consumido prácticamente por el humo, por la tuberculosis o por ambas cosas.
—Drood, si es que era ése su nombre, no tenía amigos, señor. Todo el mundo le tenía miedo. Hasta Chow Chee.
—Pero cuando le vio por primera vez, a Drood, vino con Chow Chee, ¿no?
—Sí, señor, vino con él, pero sospecho que simplemente se acercó al viejo Jack e hizo que el viejo idiota, como era tan complaciente, le enseñase el camino hacia el fumadero de opio más cercano. Jack lo habría hecho por una simple palabra amable, y mucho más por un chelín.
—¿Vive por aquí Drood? —preguntó Dickens.
Sal se echó a reír de nuevo, pero luego empezó a toser. Aquel terrible sonido siguió durante lo que pareció una eternidad. Al final jadeó y dijo:
—¿Vivir por aquí? ¿En New Court, en Bluegate Fields o en los muelles o en Whitechapel? No, señor. Ni por asomo, señor.
—¿Por qué no?
—Porque le habríamos conoció, jefe —graznó la mujer—. Alguien como Drood habría asustao a todo hombre, mujer o niño en Whitechapel, Londres y Shadwell. Todos habríamos dejao la ciudad.
—¿Por qué? —preguntó Dickens.
—Por su historia —siseó la vieja—. Su verdadera y espantosa historia.
—Cuéntenos su historia —le pidió Dickens.
Ella dudó.
Hatchery pasó su porra por la parte exterior del brazo de la anciana y le dio unos leves golpecitos en el hueso del codo.
Cuando acabaron los aullidos, ella contó la historia tal y como se la había relatado el difunto Chow Chee John Potter a otro tratante de opio llamado Yahee y a otra usuaria llamada Lascar Emma.
—Drood no era nuevo por aquí, los que lo saben dicen que lleva por estos barrios cuarenta años, incluso más…
La interrumpí para preguntar:
—¿Cuál es el nombre de pila del señor Drood, mujer?
Hatchery y Dickens me miraron a la vez, frunciendo el ceño. Parpadeé y retrocedí un paso. Era la única pregunta que le haría a la Princesa del Humo aquella noche.
Sal también me miró ceñuda.
—¿Nombre de pila? Drood no tenía nombre de pila. No le bautizaron, nunca fue cristiano. Se llama sólo «Drood». Eso forma parte de su historia. ¿Quieren que se la cuente o no?
Asentí, notando que el rubor me cubría toda la piel entre la parte inferior de las gafas y el principio de la barba.
—Drood es sólo Drood —repitió la vieja Sal—. Lo que decía Lascar Emma es que Drood había sido marinero en tiempos. Yahee, que es más viejo que la madre Abdalá y que el polvo combinaos, dice que no era marinero, que sólo era pasajero en un barco que llegó aquí hace mucho tiempo. Quizá sesenta años…, quizá cien. Pero todos estaban de acuerdo en que Drood venía de Egipto…
Vi que Dickens y el enorme detective intercambiaban unas miradas, como si las palabras de la anciana estuviesen confirmando algo que ellos ya sabían, o al menos sospechaban.
—Era un egipcio, con la piel oscura, como toda esa maldita raza de mahometanos —continuó Sal—. Se dice que tenía pelo entonces, negro como la pez. Algunos dicen que incluso era guapo. Pero siempre fue un opiómano. En cuanto puso los pies en suelo inglés, según dicen, ya estaba chupando la pipa con la botellita azul.
»Primero se gastó todo el dinero que tenía, miles de libras, si la historia dice la verdá. Debía de proceder de la realeza del Egipto mahometano. O sea, que tenía dinero. O lo consiguió, de alguna forma sospechosa. Chin Chin, el chino, el antiguo tratante chino del West End, robaba descaradamente a Drood y le cobraba diez, veinte, cincuenta veces más de lo que cobraba a sus clientes habituales. Luego, cuando se le acabó su propio dinero, Drood intentó trabajar para ganarse el dinero, poniéndose en los cruces y haciendo trucos de magia para los caballeros y las damas de Falcon Square…, pero el dinero conseguío honradamente no era suficiente. Nunca lo es. Así que el egipcio se convirtió en un cortabolsas, y luego en un cortacuellos, y robaba y mataba a los marineros en los muelles. Eso le garantizaba los favores de Chin Chin y le garantizaba fumar opio de la mejor calidad, comprao por el chino al establecimiento de John Chang, en la cafetería del London and Saint Katharine, en la carretera de Ratcliff.
»Drood se juntó con otros, sobre todo egipcios, malayos, algunos lascares, negros libres de los barcos, algunos sucios irlandeses, alemanes malos…, pero sobre todo, como he dicho, otros egipcios. Éstos tienen una especie de religión y viven y rezan en la antigua Ciudad Subterránea…
No lo comprendía, pero temiendo interrumpir de nuevo, miré primero a Dickens y luego a Hatchery. Ambos menearon la cabeza negativamente y se encogieron de hombros.
—Un día, tal vez fuese de noche, hace unos veinte años —continuó Sal—, Drood fue a por un marinero, algunos dicen que su nombre era Finn; sin embargo, el tal Finn no estaba tan borracho como parecía ni era un objetivo tan fácil como Drood pensaba. El egipcio Drood usaba un cuchillo de desollar para su oscuro trabajo… o quizá era uno de esos cuchillos curvaos de deshuesar que tienen los carniceros de Whitechapel, cuando gritan: «Carne de primera pa la comida de mañana, a sólo nueve y medio, sin hueso…». Y era cierto, caballeros, y agente Ib; cuando Drood había acabao con ellos en los muelles, había dinero para fumar en su bolsa, y no quedaba hueso alguno en el marinero, cuyo cuerpo hueco se arrojaba entonces como tantas otras tripas de pescao al Támesis…
De una de las habitaciones adyacentes llegó un quejido. Noté que se me ponían los pelos de punta, pero ese quejido de ultratumba no era ninguna respuesta a la historia de la vieja Sal. Era simplemente un cliente que necesitaba más material para su pipa. La vieja ignoró el quejido, lo mismo que nosotros, que la estábamos escuchando arrobados.
—Pero no aquella noche, hace veinte años —prosiguió—. Finn…, si es que se llamaba Finn, no era un cliente habitual de la cuchilla de Drood. Cogió el brazo de Drood antes de que éste le hiciera daño y le quitó el cuchillo de deshuesar, o de despellejar, lo que sea, y le cortó la nariz al egipcio. Luego abrió en canal a su posible asesino, desde el paquete hasta el cuello, eso hizo. Finn sabía muy bien cómo usar un cuchillo por los años de servicio que llevaba de marinero, como decía la vieja Lascar Emma. Drood, acuchillao pero todavía vivo, chillaba: «No, no, piedad», y Finn le cortó la lengua al villano y se la arrancó de la boca. Luego le cortó las partes privadas a aquel pagano y le dijo que iba a ponérselas en el lugar donde antes había estao la lengua. Y luego hizo lo que prometía.
Me di cuenta de que yo parpadeaba muy deprisa y respiraba agitadamente. Nunca había oído a una mujer hablar de aquella manera. Una mirada a Dickens me dijo que el Inimitable se sentía igualmente seducido por el relato y por la cuentista.
—Así que finalmente —continuó Sal—, ese Finn, ese marinero que sabía usar tan bien el cuchillo, arrancó el corazón del pecho de Drood y arrojó el cuerpo muerto del egipcio al río desde un muelle, a menos de una milla de su casa. Así fue. Que Dios nos ayude, caballeros.
—Pero espere —interrumpió Dickens—. ¿Eso ocurrió hace más de veinte años? Usted dijo antes que Drood fue cliente suyo aquí durante siete u ocho años, hasta hace un año. ¿Está usted tan atontada por la droga que olvida lo que ha dicho?
La Princesa del Humo miró malvadamente a Dickens y le mostró unos dedos como garfios y arqueó la espalda mientras su pelo desordenado parecía sobresalir aún más de su cabeza, y durante un minuto estuve seguro de que se estaba metamorfoseando en un gato y que empezaría a bufar y a arañar al cabo de un segundo.
Pero, por el contrario, siseó:
—Drood murió tal y como les he contao. Murió cuando le rajaron y lo echó al Támesis el marinero, hace casi veinte años. Pero su banda, su grupo, sus seguidores, sus correligionarios, los otros egipcios, malayos, lascares, irlandeses, alemanes, hindúes, pescaron su cadáver podrío e hinchao del río unos días después de su asesinato, e hicieron sus rituales paganos, y devolvieron de nuevo a Drood a la vida. Lascar Emma dice que fue abajo, en la Ciudad Subterránea, donde mora hasta el día de hoy. El viejo Yahee, que conocía a Drood cuando vivía, dice que la resurrección se hizo al otro lao del río, en las montañas de mierda de caballo y de gente que los caballeros como ustedes llaman educadamente «vertederos». Pero lo hicieran donde lo hicieran, el caso es que lo hicieron, trajeron de nuevo a Drood.
Eché una mirada a Dickens. En sus ojos se percibía un aire ilusionado y malicioso. Ya he mencionado antes que Charles Dickens no era un hombre junto al cual uno quisiera permanecer en unos funerales: el niño que hay dentro del hombre no puede resistir una sonrisa en el momento menos apropiado, una miradita significativa, un guiño. A veces pensaba que era capaz de reírse de todo, sagrado o profano. Temía que empezara a reírse ahora. Y digo que «temía» que empezara a reírse no por lo violento de la situación, sino porque tenía la extraña certeza en aquel momento de que todo el fumadero de opio que teníamos a nuestro alrededor, todos los desdichados enterrados en trapos y ocultos en rincones y debajo de mantas y echados en almohadas, en aquellas tres sucias y oscuras habitaciones, estaban escuchando con toda la atención que podían prestar sus mentes nubladas por la droga.
Temía que si Dickens se echaba a reír, aquellas criaturas, y la vieja Sal la primera de ellas, se convirtieran en un enorme gato, saltaran sobre nosotros y nos destrozaran, miembro a miembro. Ni siquiera el enorme Hatchery de eso estaba seguro en aquel momento de miedo, podría salvarnos, llegado ese momento.
Pero en vez de reír, Dickens había tendido a la vieja tres soberanos de oro. Había depositado suavemente las monedas en su asquerosa palma amarilla y había cerrado los retorcidos dedos en torno a ellas. Luego dijo, bajito:
—¿Dónde podemos encontrar a Drood ahora, buena mujer?
—En la Ciudad Subterránea —susurró la otra, que agarró bien las monedas con ambas manos—. Abajo, en la parte más profunda de la Ciudad Subterránea. Allí donde el chino llamao Rey Lazaree proporciona a Drood y a otros el opio más puro del mundo. Abajo, en la Ciudad Subterránea, con los demás muertos.
Dickens hizo un gesto. Salimos detrás de él de aquella habitación llena de humo y nos dirigimos hacia el oscuro rellano.
—Detective Hatchery —dijo el escritor—, ¿ha oído usted hablar de ese tratante chino de opio subterráneo llamado Rey Lazaree?
—Sí, señor.
—¿Y conoce usted esa Ciudad Subterránea de la que Sal habla con terror?
—Sí, señor.
—¿Y está a una distancia razonable andando?
—La entrada sí, señor.
—¿Nos llevaría hasta allí?
—Hasta la entrada sí, señor.
—¿Y nos conduciría usted por esa… Ciudad Subterránea… y continuaría siendo el Virgilio para estos dos Dantes en su búsqueda?
—¿Me está pidiendo que le lleve dentro, al interior de la Ciudad Subterránea, señor Dickens?
—Eso es, inspector —dijo Dickens, casi entusiasta—. Eso es. Por el doble de la tasa que acordamos antes, por supuesto, ya que esta aventura es doble.
—No, señor, no lo haré.
Vi que Dickens parpadeaba, sorprendido. Levantó su bastón y le dio, con el pico de ave de bronce, unos golpecitos leves al gigante en el pecho.
—Vamos, vamos, detective Hatchery. Dejemos las bromas. Por el «triple» de la cantidad que acordamos, ¿nos mostrará al señor Collins y a mí ese lugar y nos introducirá en esa tentadora Ciudad Subterránea? ¿Nos conducirá a Lazaree y a Drood?
—No, señor, no pienso hacerlo —dijo Hatchery. Su voz sonaba alterada, como si el humo del opio le hubiese afectado—. No pienso entrar en la Ciudad Subterránea bajo ninguna circunstancia. Ésa es mi última palabra al respecto, señor. Y le ruego, si valoran ustedes sus almas y su cordura, que ustedes tampoco bajen ahí.
Dickens asintió, como si estuviera pensando en su consejo.
—Pero nos mostraría…, ¿cómo la llamó?, la «entrada» a la Ciudad Subterránea, ¿no?
—Sí, señor —dijo Hatchery. Sus palabras, muy bajas, sonaron como si alguien desgarrara un papel grueso—. Se la mostraré… a mi pesar.
—Con eso basta, detective —dijo Dickens, que se dispuso a dirigir el camino de bajada por la oscura escalera—. Es justo y bueno. Es más de medianoche, pero la noche es joven. Wilkie y yo seguiremos y bajaremos solos.
El enorme detective bajó los escalones detrás de Dickens. Me costó un minuto seguirlos. El denso humo de opio en la habitación cerrada debía de haber afectado a mis nervios o músculos por debajo de la cintura, porque notaba las piernas pesadas, plomizas, carentes de respuesta. En términos literales, no podía obligar a mis piernas y a mis pies a que dieran el siguiente paso y bajaran la escalera.
Luego, con picores y dolor por todas partes, como cuando un miembro se duerme sin que se dé cuenta su propietario, fui capaz de dar el primer paso torpe hacia abajo. Tuve que apoyarme en mi bastón de paseo para evitar caerme.
—¿Vienes o no, Wilkie? —Por el negro hueco de la escalera, la voz de Dickens me llegó execrablemente emocionada.
—¡Sí! —exclamé, añadiendo un silencioso «maldita sea tu estampa»—. Ya voy, Dickens.