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Hace un rato, mientras escribía esto, querido lector, un poco después del amanecer, cuando acababa de apagar la luz junto a la butaca en la que descanso, escribí la siguiente nota a Frank Beard: «Me estoy muriendo…, ven si puedes».

No creía que me estuviese muriendo de verdad cuando escribía aquello, pero ahora me encuentro mucho peor, y quizá me muera al fin en cualquier momento, y un escritor siempre hace planes por anticipado. Quizá no tenga la energía suficiente para escribir la nota más tarde, ya me comprende, de modo que la guardaré a mano. No la he enviado aún, pero puedo pedirle pronto a Marian o a Harriet que la envíen a Frank, que está tan viejo, cansado y desgastado como yo mismo. Pero no tiene que andar mucho para venir a verme. Veo su casa a través de la ventana de mi dormitorio.

Y en este momento se preguntará: ¿cuándo está escribiendo eso?

Por primera vez en nuestro largo viaje juntos, querido lector, le contestaré esa pregunta.

Estoy acabando este largo manuscrito que le dirijo la tercera semana de septiembre del año 1889. Estuve muy enfermo el verano pasado, pero todavía trabajaba para acabar estas memorias, y a medida que se aproximaba el otoño me encontraba mucho mejor. Escribí esta nota a Frederich Lehmann el 3 de septiembre:

Me he quedado dormido y el doctor prohíbe que me despierten. El sueño es mi cura, dice, y tiene muchas esperanzas. Perdona los borrones, la manga de mi batín es demasiado larga, pero todavía tengo la mano firme. Adiós por ahora, querido y viejo amigo; debemos esperar días mucho más saludables.

Sin embargo, la semana después de escribir esto caí con una infección respiratoria añadida a todos mis padecimientos, y puedo decir que el querido Frank Beard, aunque no me lo ha dicho a la cara, perdió toda esperanza conmigo.

Supongo que los notará, pero perdone los mismos borrones en los últimos capítulos de este manuscrito que he preparado para usted. La manga de mi batín es demasiado larga, de verdad, y para ser sincero con usted de una manera que dudo en aplicar a Frederick, Frank o Caroline, Harriet, Marian o William Charles, mi vista y coordinación ya no son las mismas que antes.

Recientemente, el pasado mayo de 1889, cuando un joven corresponsal inquisitivo y descarado me preguntó directamente por los rumores de mi largo uso de estimulantes, le respondí de este modo:

He escrito novelas durante los últimos treinta y cinco años, y tengo el hábito regular de aliviar el cansancio que sigue al trabajo cerebral (declarado por George Sand el más deprimente de todas las formas de fatiga mortal) mediante el champán en unos momentos y el brandy (cognac añejo) en otros. Si vivo hasta el próximo enero, cumpliré sesenta y seis años de edad, y escribo otra obra de ficción. Ésa es mi experiencia.

Bueno, este frío día del 23 de septiembre creo que «no» viviré hasta el mes de enero próximo, en que las campanas de mi cumpleaños sonarán sesenta y seis veces. Pero ya he vivido cinco años más que mi abstemio padre, y veinte años más que mi querido hermano Charles, que jamás usó estimulante alguno más fuerte que algún ocasional sorbito de whisky.

Charley murió el 9 de abril de 1873. Murió de cáncer intestinal y estomacal, que era precisamente lo que siempre había asegurado Dickens que tenía, a pesar de todas nuestras protestas en sentido contrario. Mi único consuelo es que Dickens llevase ya casi tres años muerto cuando Charley finalmente sucumbió. Habría tenido que matar a Dickens de inmediato si le hubiese oído alardear de lo acertado de su diagnóstico en lo que respecta a mi querido hermano.

¿Debo resumir los diecinueve años que he vivido desde el verano de la muerte del Inimitable? No parece que valga la pena el esfuerzo para ninguno de los dos, querido lector, y se halla fuera del objetivo y el ámbito de esta memoria. E igualmente fuera de sus intereses, de eso estoy seguro. Este manuscrito trata de Dickens y de Drood, y ahí reside su curiosidad, no en su modesto e insignificante narrador.

Baste con decir que Caroline G. volvió a mi hogar en Gloucester Place 90 a principios del otoño de 1870, justo unas semanas después…, unas semanas después de que Dickens muriese y de que desapareciese su marido de entonces. La madre de Joseph Clow había sufrido una serie de apoplejías recientemente, y por tanto nadie pareció notar que habían desaparecido tanto él como su esposa. Se llevaron a cabo algunas pesquisas, por parte de algunos sujetos vagamente interesados, pero como el señor y la señora Clow tenían todas las facturas pagadas y habían cubierto todas sus deudas, como el alquiler de su diminuto hogar estaba pagado hasta finales de julio y la casa misma fue cuidadosamente cerrada y se encontraba vacía de toda ropa y objetos personales antes de que la pareja se diera por desaparecida (y luego la casa y los pocos muebles baratos que contenía volvieron de nuevo a la posesión de la persona que la había alquilado), las pocas personas que conocían a los Clow asumieron que aquel trabajador que tanto bebía y su desgraciada esposa se habían mudado. La mayoría de los rufianescos amigos del hombre creían que el desgraciado fontanero y su esposa, tan dada a los accidentes, se habían trasladado a Australia, ya que después de tomar unas cuantas copas, Clow siempre amenazaba precisamente con partir de esa manera tan súbita.

En marzo de 1871 volví a inscribir de nuevo a la señora Caroline G. en los registros parroquiales como ama de llaves. Carrie estaba encantada de tener a su madre de vuelta en casa, y nunca (que yo sepa) hizo una sola pregunta sobre cómo había conseguido Caroline liberarse de aquel mal matrimonio.

El 14 de mayo de 1871 nació de la «señora Martha Dawson» mi hija menor, Harriet, que recibió ese nombre por mi madre, por supuesto. Martha y yo tuvimos un tercer hijo, William Charles Collins Dawson, que nació el día de Navidad de 1874.

No tengo que contarle que Martha siguió engordando durante cada embarazo y posteriormente. Después de que naciera William, ella ya no fingió que pudiera despojarse del enorme peso que colgaba de su cuerpo como grandes masas de grasa. Parecía que había abandonado el cuidado de su aspecto. Una vez escribí de Martha R. que era un bello espécimen del tipo de chica que me gustaba: «La auténtica chica carnosa inglesa, alimentada con carne de buey». Pero todo aquel buey que la alimentaba tuvo un efecto predecible. Si me hubiesen pedido que reescribiese aquella frase en 1874, habría dicho: «Es el perfecto espécimen de enorme buey inglés carnoso y alimentado con carne de chica».

Si Caroline G. oyó hablar alguna vez de Martha y de los niños, aun después de que los trasladase a todos a Taunton Place 10 para que estuviesen más cómodos y más cerca de mi propio hogar, nunca lo mencionó ni dejó entrever que lo sabía. Si Martha R. oyó o supo que Caroline G. vivía conmigo en Gloucester Place 90 (y luego, en años más recientes, en la calle Wimpole) desde 1870 en adelante, nunca lo mencionó ni dejó entrever que lo sabía.

Si quiere saber algo de mi carrera literaria después de la muerte de Dickens, querido lector, se la resumiré en una sola y cruel frase: el mundo pensaba que era un éxito, pero siempre supe que mi carrera y yo habíamos conspirado para convertirme en el más estrepitoso de los fracasos.

Como había hecho Dickens antes que yo, finalmente di algunas lecturas públicas. Mis amigos me decían que eran maravillosas y todo un éxito. Yo sabía (y los críticos honrados lo afirmaban así, tanto aquí como en Estados Unidos) que eran un fracaso, que hablaba farfullando, de manera incoherente y sin vida.

Como había hecho Dickens antes que yo, seguí escribiendo libros y convirtiéndolos en obras de teatro cuando era posible. Cada libro era más flojo que el anterior, y todos eran mucho más flojos que mi obra maestra, La piedra lunar, aunque ya hace muchos años que me di cuenta de que La piedra lunar no es ninguna obra maestra. (Y fue la inacabada El misterio de Edwin Drood quien me lo hizo ver).

Quizá mi impopularidad entre el público (porque así es como ha sido, querido lector de mi futuro) empezó unos días después de la muerte de Dickens, porque entonces fue cuando me acerqué en privado a Frederick Chapman, de los editores Chapman y Hall, y le sugerí que yo podía completar El misterio de Edwin Drood para ellos, si querían. Les hice saber que, aunque no existían notas ni detalles del resto del libro (y era verdad que no habían salido a la luz las habituales notas al margen ni esbozos en papel azul, para los fragmentos inacabados de Drood), Dickens me había convertido en confidente a mí y sólo a mí, antes del final. Y yo era el único que podía acabar la segunda mitad de El misterio de Edwin Drood sólo por una tasa nominal y un crédito como autor (igual que se había registrado la coautoría de nuestras anteriores colaboraciones).

La respuesta de Chapman me sorprendió mucho. El editor se puso furioso. Me hizo saber que «ningún hombre en Inglaterra», por muy dotado que estuviera o «creyera estar» como escritor (y con eso insinuaba que no me consideraba así de dotado) podría llenar jamás el hueco dejado por Charles Dickens, aunque yo tuviera un centenar de esbozos completos en el bolsillo. «Es mejor que el mundo nunca sepa quién mató a Edwin Drood, o en realidad, si está muerto, a que una mente menor recoja la pluma caída del Maestro», me escribió.

Me pareció que aquella metáfora era muy confusa y grotesca.

Chapman juró incluso que nunca haría saber una sola palabra de la oferta que le había hecho (y me advirtió que nunca se lo contara a nadie) por temor a que me convirtiera «inevitable e irrevocablemente en el hombre más odiado y seguramente presunto presuntuoso de toda Inglaterra, del Imperio y del mundo».

Nunca he entendido cómo podía un editor escribir y expresarse de esa manera tan pobre, con una frase tan contrahecha.

Por aquel entonces empezaron los rumores y comentarios en mi contra, y fue entonces, como he dicho, cuando el público empezó a mostrarme en serio su disgusto.

Como Dickens antes que yo, di una gira de lectura en Estados Unidos y Canadá. La mía fue en 1873 y 1874, y se podría considerar objetivamente como un desastre total. El viaje por barco, en tren y en coche me dejó exhausto antes siquiera de que empezara la propia gira. El público norteamericano parecía estar de acuerdo con el inglés en que mis lecturas carecían de energía, incluso de audibilidad. Me encontré mal durante toda la gira, y llegó un momento en que ni siquiera las tomas masivas de láudano (que me resultaba extrañamente difícil conseguir y comprar en Estados Unidos) conseguían devolverme la energía o el placer. El público estadounidense era estúpido. Toda la nación parecía estar compuesta de mojigatos, intelectuales y patanes. Aunque los franceses nunca habían tenido el menor problema por el hecho de que Caroline viajase conmigo, los norteamericanos se sintieron escandalizados ante la simple idea de que me acompañase una mujer que no fuera mi esposa, de modo que tuve que sufrir los viajes, enfermedades y humillaciones en escena sin su ayuda, durante aquellos largos meses en Estados Unidos.

Y no tenía Dolby alguno que me organizase la vida durante la gira. El único gerente que contraté para que supervisara la producción de una de mis obras en Nueva York y Boston (uno de los diversos estrenos teatrales que había preparado para mi gira por allí) intentó robarme ya de entrada.

En febrero de 1874, en Boston y en otros granos urbanos en aquella enorme y vacía lona blanca del mapa llamada Nueva Inglaterra, me relacioné con los más ilustres literatos e intelectuales norteamericanos: Longfellow, Mark Twain, Whittier y Oliver Wendell Holmes, y debo decir que si aquellos hombres eran los «más ilustres», entonces el brillo de la literatura y la vida intelectual de Estados Unidos era muy leve, realmente. (Aunque disfruté de un elogio en verso que me escribió Holmes y que leyó en público para mí).

Me di cuenta entonces, y lo creo todavía ahora, de que la mayoría de los norteamericanos en aquellas muchedumbres que se apiñaban para verme o para oírme leer lo hacían sólo porque había sido amigo y colaborador de Charles Dickens. Dickens era el fantasma del cual no podía desprenderme. Dickens era el rostro de Marley en el pomo que me saludaba cada vez que me acercaba a una puerta nueva.

Vi al antiguo amigo de Dickens James T. Fields y a su esposa en Boston, salimos y cenamos muy bien; luego fuimos a la ópera, pero creo que Annie Fields no tenía buena opinión de mí; no me sorprendió nada, un tiempo después, leer una descripción que había hecho de mí en privado, pero que rápidamente encontró la manera de aparecer impresa:

Un hombrecillo bajo, de extraña figura y de frente y hombros demasiado grandes para el resto de su cuerpo. Su conversación es rápida y agradable, pero no demasiado inspirada… Un hombre que ha sido festejado y agasajado en la sociedad londinense, que ha comido y bebido demasiado, que está enfermo, que está gotoso, y que, en resumen, no es ninguna maravilla como espécimen humano.

En realidad, el único momento agradable y relajado que tuve durante aquellos meses en Estados Unidos ocurrió cuando fui a visitar a mi viejo amigo, el actor franco-inglés Fechter, el del regalo del chalé suizo a Dickens por Navidad, en su granja junto a Quakertown, en la provincia de Pennsylvania.

Fechter se había convertido en un borracho y un paranoico furioso. El antiguo y atractivo actor (aunque no fuese realmente guapo, ya que estaba especializado en malos) se había vuelto, según decían todos, grosero y abotargado, tanto en aspecto como en modales. Antes de abandonar Londres para siempre, Fechter se había peleado con todos sus compañeros de teatro de allí, les debía dinero a todos, por supuesto, y luego se enemistó con la dama más importante, Carlotta Leclercq, y la insultó públicamente. Cuando se fue a Pennsylvania, a Estados Unidos, y se casó con una chica llamada Lizzie Price, que también era actriz, pero sin talento apreciable, nadie pensó que era pertinente mencionar a la señorita Price que Fechter ya tenía esposa y dos hijos en Europa.

Fechter murió de cirrosis del hígado en 1879, en la situación, como informaba una nota necrológica en Londres, de hallarse «universalmente despreciado y aislado». Su muerte fue un golpe terrible para mí, porque durante mi última visita a Quakertown, seis años antes de su muerte, me había pedido de nuevo dinero prestado, y no me lo llegó a devolver.

El último año, mientras escribo esto (con borrones), o quizás antes, en 1887, en todo caso poco después de haberme trasladado de Gloucester Place 90 a donde vivo (y muero) actualmente, en la calle Wimpole, número 82 (Agnes estaba empezando a chillar, ya me comprenden, y no creo que yo fuese el único que la podía oír, ya que la señorita Webb y los nuevos sirvientes evitaban acercarse a la escalera clausurada con tablas a toda costa) y…

¿Por dónde iba?

Ah, sí, que este último año, o el año pasado, me presentaron a Hall Caine (confío en que usted, querido lector, sepa quién es o era, así como Rossetti, que nos presentó). Caine me observó durante un buen rato; luego encontré publicada la impresión que tuvo de mí:

Sus ojos eran grandes y protuberantes, y tenían ese aire vago y soñador que se observa a veces en los ojos de los ciegos, o de aquellos hombres a quienes se acaba de administrar cloroformo.

Sin embargo, no estaba tan ciego entonces como para no notar su evaluación horrorizada. Aquel mismo día le solté a Caine:

—Ya veo que no puede apartar sus ojos de los míos, y debería decir que tengo gota, y que está haciendo todo lo posible por dejarme ciego.

Sólo que por entonces y desde hacía muchos años, desde luego, usaba la palabra «gota» para referirme al «escarabajo», es decir, «el insecto de Drood que hurga en mi cerebro, detrás de mis ojos doloridos». Estaba haciendo todo lo posible para cegarme. Como siempre.

Está bien…, lector. Ya sé que no podría importarle menos la historia de mis dolores o que me esté muriendo mientras me esfuerzo por escribir esto para usted. Sólo quiere oír hablar de Dickens y de Drood, de Drood y de Dickens.

Le he calado desde el principio…, lector. Nunca le preocupó la parte de esta memoria que habla de mí. Siempre fueron Dickens y Drood, o Drood y Dickens, los que le hicieron seguir leyendo.

Empecé estas memorias hace años con el sueño de que me conociera y (mucho más importante) de que conociera mi trabajo, de que hubiera leído mis libros, de que hubiese visto mis obras. Pero no, lector que se halla en el indiferente futuro, ahora sé que nunca ha leído La mujer de blanco, ni siquiera La piedra lunar, ni mucho menos mi Marido y mujer, o La pobre señorita Finch o La nueva Magdalena o La ley y la dama o Dos destinos o El hotel encantado o Andanzas de un granuja o Las hojas caídas o La hija de Jezabel o La túnica negra o Corazón y ciencia o Digo que no o El genio malo o El legado de Caín, o el libro en el que estoy trabajando tanto ahora, cuando ya casi no puedo escribir, y que saldrá por entregas en el Illustrated London News: Amor ciego.

¿No conoce ninguno de estos libros, verdad…, lector?

Y en su arrogante futuro, mientras se desliza hacia la tienda de libros en el carruaje sin caballo y luego vuelve a su hogar subterráneo iluminado por chillonas luces eléctricas, o incluso lee en el coche que quizá lleve luces eléctricas «dentro» (todo es posible) o va al teatro por la noche (confío en que todavía haya teatro), no creo que vea representaciones teatrales de mi obra Profundidades heladas (no la de Dickens, que se representó por vez primera en Mánchester) o de Negro y blanco (que se estrenó en el Adelphi) o La mujer de blanco (que se estrenó en el Olympic) o Marido y mujer (en el Príncipe de Gales) o La nueva Magdalena (estrenada en el Olympic y también en Nueva York, mientras estuve allí) o La señorita Gwilt (estrenada en el Globe) o El Secreto mortal (estrenada en el teatro Lyceum) o, al final, La piedra lunar (estrenada en el Olympic) o…

Sólo escribir todo lo anterior me fatiga, me roba la energía que me queda.

Todos esos miles y miles de días y noches de escritura, escribir mientras sentía un dolor inacabable, una soledad intolerable, un terror absoluto…, y usted, lector, no las ha leído ni ha asistido a ninguna de ellas.

Pues al demonio con todo. Al demonio con usted.

Lo que quiere es Drood y Dickens. Dickens y Drood. Pues muy bien, aquí, con mis últimas gotas de energía mortal (son más de las nueve de la noche) le daré Drood. Ya puede meterse a Drood por el culo, lector. Esta página son más borrones que palabras, pero no pienso disculparme. Ni tampoco me disculpo por el lenguaje. Estoy harto de disculparme. Toda mi vida ha sido una inacabable serie de disculpas, una tras otra, sin motivo alguno…

Una vez pensé que podía ver el futuro (precognición es el término que usan para esa habilidad los que se hallan en los extremos más alejados de la ciencia), pero nunca estuve seguro de si mi clarividencia era real o no.

Ahora estoy seguro. Veo que cada detalle del resto de mi vida y mi capacidad de ver claramente el futuro, aunque los ojos me estén fallando, no resultan menos impresionantes porque «el resto de mi vida» ahora consista en menos de dos horas. Así que, por favor, perdone el tiempo futuro. Será breve, como se suele decir. Puedo escribir esto, puedo hacerlo todavía porque veo hasta entonces, hasta la última hora de esta misma mañana, hasta el auténtico final de mi vida, previendo esos momentos finales en los que ya no seré capaz de escribir.

Drood ha estado conmigo, de una manera u otra, todos los días, los diecinueve años y tres meses transcurridos desde que murió Charles Dickens.

Cuando miro hacia fuera, entre la lluvia, en el frío otoño o en una noche de invierno, veo a uno de los secuaces de Drood (Barris, Dickenson o incluso el chico muerto de los ojos raros, Gooseberry) al otro lado de la calle, mirándome.

Cuando andaba por las calles de Londres, intentando perder algo de peso que ahora nunca me dejará —excepto mediante la descomposición—, oía detrás de mí los pasos de los hombres de Drood, de sus vigilantes. Y siempre estaban esas siluetas oscuras y esos ojos brillantes en los callejones.

Imagine, lector, si puede, lo que es encontrarse en un pueblucho en el culo del mundo, digamos Albany, Nueva York, donde hay más escupideras que personas, y leyendo en un salón grande y lleno de corrientes heladas mientras fuera hay una tormenta de nieve. Me dijeron con tono esperanzado que más de 900 personas asistieron allí a la lectura de Dickens, dieciséis años antes, y yo tenía quizás unas veinticinco personas. Pero entre ellos, por encima de ellos, sentado en la precaria y antigua galería, que estaba cerrada para la actuación de aquella noche, estaba Drood, con sus ojos sin párpados que no pestañeaban nunca y su sonrisa de dientes afilados que nunca se alteraba.

Y los provincianos se preguntaban por qué mis lecturas resultaban tan apagadas, tan forzadas, tan sin vida.

Drood, sus subalternos y su escarabajo me habían arrebatado la vida, lector, día a día, noche a noche.

Cada vez que abría la boca para uno de los exámenes de Frank Beard, cada vez más frecuentes, esperaba que gritase:

—¡Dios mío! ¡Veo el caparazón negro de un enorme escarabajo que te tapa la garganta, Wilkie! ¡Esas pinzas te están comiendo vivo!

Drood aparecía en los estrenos de mis obras y en los fracasos de mis novelas.

¿No ha visto el juego de revelaciones al que he jugado con mis títulos, lector?

Dos destinos. Yo los tuve, en tiempos. Pero Dickens y Drood eligieron el más terrible para mí.

El secreto mortal. Ése era mi propio corazón. Hacia las mujeres que habían compartido mi lecho (pero nunca mi nombre) y los hijos que compartían mi sangre (pero tampoco mi nombre).

Andanzas de un granuja. No necesita comentario.

Marido y mujer. La única trampa que había conseguido evitar, aunque había quedado atrapado en todas las demás.

Digo que no. Mi vida entera.

El genio del mal. Drood, por supuesto.

El legado de Caín. Pero yo ¿había sido Caín o Abel? En tiempos pensé en Charles Dickens como mi hermano. Lo único que lamento de mi intento de matarle fue no haberlo conseguido, que Drood me arrebatase ese placer.

¿Lo ve, lector? ¿Ve lo malvada y terrible que fue la maldición que Charles Dickens me echó encima?

No creí y no creo en absoluto que Drood fuese una sugerencia mesmérica, hecha por capricho en junio de 1865, y que sobrevivió y amargó todos los días de mi vida, desde entonces. Pero si Dickens había hecho aquello, si Drood no existía, qué acto más abominable y malvado habría sido. Dickens habría merecido morir y que su carne se consumiera en el pozo de cal viva, sólo por esa villanía.

Pero si «no» había sugerido la existencia de Drood a mi mente de escritor, inconsciente y trabada por el opio, en una sesión de mesmerismo (para mí olvidada) en 1865, cuánto más cruel, calculador e imperdonablemente horrible no habría sido decir que lo había hecho…, que tenía la cura para Drood en una sesión de pocos minutos con su reloj colgante y la simple orden de «Ininteligible» para sacarme de la pesadilla que había sido mi vida.

Dickens merecía morir por todo ello. Muchas veces.

Y sobre todo, lector…, Dickens merecía morir y condenarse porque, a pesar de todas sus debilidades y fallos (como escritor y como hombre), Charles Dickens era un genio literario, y yo no.

Esa maldición, ese conocimiento constante, tan doloroso como irrevocable y espantoso que fue el despertar de Adán después de haber sido seducido y comer de la manzana del Árbol del Conocimiento, era mucho peor incluso que Drood. Y no hay nada peor que Drood.

Amor ciego. Es el libro que he estado escribiendo, y del cual he acabado un primer borrador. En este momento sé que no viviré lo suficiente para pulirlo.

Pero ¿amor ciego por quién?

No por Caroline G. o por Martha R. Mi amor por ellas ha sido provisional, racional y racionado, de mala gana, la mayor parte de las veces, y siempre, siempre dominado por la lujuria.

No por los hijos crecidos o los que estaban creciendo: Marian, Harriett y William Charles. Me alegro de que estén vivos. No puedo decir nada más que eso.

No por mis libros ni por los esfuerzos que me ha costado escribirlos. No he amado ninguno de ellos. Han sido, como mis hijos, simples productos.

Pero que Dios me ayude, sí que amé a Charles Dickens. Amaba su risa repentina y contagiosa, y sus absurdas locuras infantiles y las historias que contaba, y la sensación, cuando uno estaba con él, de que cada momento era importante. «Odiaba» su genio, ese genio que eclipsó al mío y mi trabajo mientras estaba vivo, y que me ha eclipsado más aún cada año desde que murió, y que, estoy seguro de eso, lector infiel, me eclipsará más aún en su inalcanzable futuro.

He pensado a menudo, los últimos diecinueve años, en la última historia que me contó Dickens: aquella de un pobre joven que caminaba por las calles de Londres e iba alimentando con cerezas de su bolsa al niño de cabeza gorda que viajaba a hombros de su padre. El niño se comió todas las cerezas. Y su padre nunca lo supo.

Creo que Dickens contaba la historia al revés. Creo que era él quien «robaba» las cerezas de la bolsa marrón del niño. Y el padre nunca se enteró. Ni el mundo tampoco.

O quizás esa haya sido «mi» historia secreta. Quizá Dickens haya ido robándome a mí las cerezas, mientras yo iba viajando en sus hombros.

Dentro de una hora haré que Marian envíe la nota para Frank Beard: «Me estoy muriendo…, ven si puedes».

Por supuesto que vendrá. Beard siempre ha venido.

Y acudirá rápidamente. Su casa está al otro lado de la calle.

Pero no llegará a tiempo.

Estaré en el sillón, como ahora. Habrá una almohada detrás de mi cabeza, igual que ahora.

El fuego seguirá ardiendo detrás de la pantalla. No podré notar su calor.

Y me disculpo por estos borrones. La manga de mi batín es demasiado larga, de verdad.

La luz del sol entrará por la alta ventana igual que ahora, sólo un poco más alta, mientras el carbón que arde en la chimenea se consume un poco más. Será más o menos a las diez de la mañana. Y a pesar de la luz del sol, la habitación estará cada vez más oscura, minuto a minuto.

No me encontraré solo.

Siempre ha sabido, lector, que al final yo no estaría solo.

Varias figuras estarán en la habitación conmigo, acercándose más, mientras yo, quizá, lucho por escribir, pero mi mano estará débil, habré dejado de escribir para siempre, y la pluma sólo conseguirá formar vagos garabatos y borrones.

Drood estará aquí, por supuesto. Su lengua entrará y saldrá de la boca. Querrá compartir un sssecreto con el ssseñor Collinsss.

Detrás y a la izquierda de Drood, creo, veré a Barris, el hijo del inspector Field. Field también estará allí, detrás de su hijo. Ambos mostrarán sus dientes de caníbal. A la derecha de Drood se encontrará Dickenson, que después de todo no era el hijo adoptivo de Dickens. Él es y será siempre una criatura de Drood. Y detrás se encontrarán más figuras. Todos vestidos con túnicas negras y capas. Resultarán algo absurdos allí, con la luz del sol desvaneciéndose.

No podré distinguir claramente sus rostros. El escarabajo, al final, habrá conseguido comerse mis ojos.

Detrás de todos se encontrará una figura borrosa, imprecisa y grande. Quizá sea el detective Hatchery. Yo sólo podré percibir una terrible concavidad bajo el chaleco negro y el traje funerario, como una especie de pesadillesco embarazo negativo.

Pero, lector (le he espiado, sé que le preocupa más esto que a mí), Dickens no estará entre ellos. Dickens no está aquí.

Yo sí que estaré. Ya estoy preparado.

Oiré los pasos del querido Beard en las escaleras, pero de pronto las figuras de mi dormitorio se acercarán mucho y hablarán a la vez, susurrando, arrastrando las palabras, escupiendo sonidos mientras se acercan a mí, hablando y farfullando todos a la vez. Por mi parte, pensaré que me llevaría ambas manos a los oídos, si pudiera. Cerraría lo que me queda de ojos, si fuera capaz. Porque los rostros serán terribles. Y el estrépito resultará intolerable. Y será muy doloroso, de una manera que nunca había conocido antes.

Quedan cuarenta y cinco minutos para que pase todo eso, para que envíe la nota a Frank Beard y lleguen los «otros» antes que él, pero todo es ya doloroso, terrible, intolerable, ininteligible.

Ininteligible.