41
La tarde del martes 5 de enero, Dickens asesinó a Nancy en Saint James’s Hall por primera vez frente a un público que había pagado. Docenas de mujeres chillaron. Al menos cuatro se desmayaron. Se vio a un anciano que salía tambaleándose al vestíbulo, luchando por respirar, y ayudado por dos amigos muy pálidos. Me fui antes de que empezasen los tumultuosos aplausos, pero aun así éstos me persiguieron hasta la calle cubierta de nieve y llena de carruajes y coches que esperaban que saliese el público. El aliento de los conductores bien empaquetados en sus altos pescantes, mezclado con las grandes nubes de aliento de los caballos, se alzaba como el vapor iluminado por el resplandor frío de las lámparas de gas.
Aquella misma tarde del 5 de enero, había vuelto a casa desde el hotel por primera vez desde mi partida. No me saludó ningún terrible hedor procedente de la escalera de servicio en el vestíbulo. No esperaba que lo hubiese, y no solamente porque llevaba fuera tres días nada más.
No vendría ningún mal olor de la escalera de servicio. Estaba seguro de ello. Yo había disparado cinco balas en aquella escalera, pero había sido un acto inútil, desesperado. Al objetivo de aquellas balas no le importaban las balas; ya había devorado a la mujer de la piel verde y los colmillos en lugar de dientes sin dejar ni un solo jirón de su vestido, ni un fragmento de marfil. Allí dentro no quedaba ni una pizca de Agnes.
Estaba en mi dormitorio guardando unas cuantas camisas, limpias en la maleta (volvía al hotel donde Fechter se había unido a mí los últimos días) cuando oí pasos en el vestíbulo y alguien que, tímidamente, se aclaraba la garganta.
—¿George? ¿Ya estás aquí? Me había olvidado de cuándo volvías… —dije, feliz, mirando al hombre. Su rostro estaba empañado por alguna emoción, hasta el punto de volverse gris.
—Sí, señor. Mi mujer se queda un par de días más. Su madre murió primero. Esperaba que fuese el padre, pero ha sido la madre. Él se estaba muriendo cuando me fui, pero no podíamos dejarle aquí sin sus leales sirvientes, señor, así que he vuelto a casa.
—Bueno, pues lo siento mucho, George, y… —Miré la nota que llevaba en la mano. Me señalaba con ella como si fuera una pistola—. ¿Qué pasa, George?
—Mire, señor —dijo, tendiéndome la nota.
Yo la leí y fingí sorpresa, mientras pensaba: «¿Será una trampa? ¿Conseguiría la estúpida muchacha cambiar la letra o poner algo en esta nota para avisar a sus padres?». Pero las palabras eran exactamente las que yo le había dictado. Las faltas de ortografía parecían sinceras.
—¿Otra oportunidad? —dije, bajando la nota—. ¿Qué quiere decir con eso, George? ¿Se ha ido y ha cogido otro empleo sin hablar conmigo? ¿Ni contigo o con Besse?
—No, señor —dijo George solemnemente. Sus ojos oscuros parecían clavarse en los míos. No parpadeaba—. Esa nota no es lo que parece, señor.
—¿No lo es? —Metí las últimas mudas de ropa en la maleta y la cerré.
—No, señor. No hay otra oportunidad, señor Collins. ¿Quién iba a contratar a una chica tan perezosa y torpe como nuestra Agnes? Esto no está bien, señor. No está bien, en absoluto.
—Y entonces, ¿qué significa? —pregunté, devolviéndole la nota.
—El soldado, señor.
—¿El soldado?
—Ese joven granuja de soldado de un regimiento escocés que conoció en el mercado en diciembre, señor Collins. Un cabo. Era diez años mayor que Agnes, señor, con unos ojitos, las manos suaves y un mostacho como una oruga gorda que se hubiese subido a su labio para morir, señor. Besse vio a nuestra chica hablando con él y se metió entre los dos rápidamente, ya se lo puede imaginar. Pero no sé cómo ella le vio otra vez cuando estaba fuera, haciendo recados. Lo admitió antes de Navidad, cuando la encontramos llorando como una magdalena en su habitación.
—Quiere decir…
—Sí, señor. Esa niña boba, estúpida, ha huido con ese soldado, tan seguro como que la madre de Besse está en la fría tierra, y su padre lo estará ahora ya también, probablemente. Nuestra pequeña familia está deshecha.
Levantando la maleta, cogí por el hombro a George mientras me dirigía hacia la puerta.
—Tonterías, buen hombre. Ella volverá. ¡Siempre vuelven después de su primer desengaño amoroso! Te lo aseguro, George. Y si no vuelve…, bueno, pues contrataremos a alguien para que vaya a buscarla e intente inculcarle un poco de sensatez. Conozco a algunos detectives que se pueden consultar privadamente. No hay nada de lo que preocuparse, George.
—Sí, señor —dijo, con un tono tan gris como su rostro.
—Estaré en el hotel Saint James durante unos días más. Por favor, llévame el correo allí cada día y ten la casa aireada y lista para el sábado, porque tengo planeada una cena para esa noche…, el señor Fechter y otros vendrán a quedarse.
—Sí, señor.
Bajamos las escaleras juntos.
—Anímate —dije, y le di unas palmaditas en la espalda por última vez antes de subir al coche que me esperaba—. Todo saldrá bien.
—Sí, señor.
Sólo puedo imaginar lo difícil que sería para Dickens, con los nervios destrozados por Staplehurst y que empeoraban en lugar de mejorar, sumergirse en otra gira extenuante que requería viajar por tren casi cada día. Katey me había informado a través de mi hermano de que el día después de la lectura de Saint James’s Hall, el 5 de enero, Dickens estaba demasiado cansado para salir de la cama y tomar su habitual ducha-baño fría. Al cabo de unos pocos días, tuvo que hacer sus últimas lecturas en Dublín y Belfast, y decidió llevarse a Georgina y a su hija Mary con él para sentir que era una ocasión festiva, más que una despedida. Casi inmediatamente se vio enfrentado a una situación que por poco no desemboca en tragedia y que repercutió terriblemente en sus nervios.
Dickens, Dolby, Georgina, Mary y el habitual séquito de viaje volvían desde Belfast para coger el barco correo en Kingston cuando pasó algo terrible. Iban en el vagón de primera clase, inmediatamente detrás de la locomotora, cuando de repente se oyó un estrépito espantoso a lo largo del techo de su vagón y mirando al exterior, vieron lo que parecía ser una guadaña de hierro enorme y que volaba libremente cortando los postes de telégrafo como si fueran simples juncos.
—¡Abajo! —gritó Dickens, y todo el mundo se echó al suelo del vagón.
Una avalancha de enormes astillas, grava, barro, piedras y agua golpeó las ventanas del lado donde habían estado sentados. El vagón, tembló como si hubieran tropezado con algo sólido, y luego hubo una serie de conmociones tan fuertes que Dickens más tarde admitió que estaba seguro de que una vez más habían descarrilado y se caían por un puente incompleto.
El vagón se detuvo y el único sonido que rompió el súbito silencio fue el jadeo del vapor de la enorme locomotora, y algunos gritos procedentes de los vagones de clases inferiores. Dickens fue el primero en ponerse en pie y salir, e inmediatamente empezó a hablar en voz baja con el maquinista, mientras Dolby y los demás hombres que estaban serenos se reunían en torno a ellos.
El maquinista, que, según le escribió Dolby a Forster, estaba mucho más agitado que Dickens y al que le temblaban las manos, explicó que la llanta metálica de la enorme rueda motriz se había fracturado (explotado) y había enviado sus fragmentos por el aire, segando los postes del telégrafo. La parte más grande era la que había chocado con el techo del vagón de Dickens.
—Si hubiese sido un poco mayor —dijo el ingeniero—, o hubiésemos viajado un poco más despacio o más deprisa, habría atravesado el techo de su vagón con toda seguridad, haciendo con ustedes, pobres pasajeros, lo que ha hecho con esos postes del telégrafo.
Dickens calmó a Mary, a Georgina y a los demás pasajeros aquel día (hasta Dolby admitía que estaba muy afectado, y hace falta bastante para afectar a George Dolby), pero a la noche siguiente, después de que el Inimitable hubiese matado a Nancy de nuevo, Dolby tuvo que ayudar al Jefe a salir del escenario al final de la representación.
Dickens había arreglado su calendario para leer en Cheltenham, y para que así su querido y anciano amigo Macready pudiera asistir al «asesinato». Después, el achacoso anciano de setenta y cinco años se introdujo entre bastidores, apoyándose tembloroso en el brazo de Dolby, incapaz de hablar hasta que se tomó dos copas de champán. El anciano estaba tan alterado después de haber visto el «asesinato» que Dickens intentó hacer bromas, pero Macready no lo aceptó. Un asomo de su antigua furia escénica se transparentó aún en aquella voz arruinada, y aulló:
—No, Dickens…, eh…, eh…, No pienso…, eh…, eh…, dejar esto…, eh…, a un lado. En mis…, eh…, mejores tiempos…, eh…, tú los recordarás, mi querido muchacho…, eh…, ¡que pasaron, pasaron…, no! —Y aquí el aullido se convirtió en rugido—: Viene a ser…, eh…, ¡dos Macbeths!
Esto último lo dijo tan alto y con tanta emoción que Dickens y Dolby no pudieron hacer otra cosa que quedarse mirando al viejo actor que había convertido a Macbeth en el papel de su vida, del que estaba más orgulloso que de cualquier otra cosa, incluida su esposa y su encantadora hija mayor. Y parecía decir que en términos de horror y emoción pura, el «asesinato de Nancy» de Dickens había sido el equivalente (tanto en actuación como en efecto) al mejor de sus mejores Macbeths.
Luego el anciano gigante se quedó mirando a Dolby como si el representante (que no había dicho esta boca es mía) le hubiese llevado la contraria. Y después Macready, sencillamente… se fue. Su cuerpo todavía seguía allí, con la tercera copa de champán en la mano, la enorme mandíbula y el perfil todavía sobresaliendo hacia arriba y hacia fuera, desafiantes, pero el propio Macready se había ido, dejando tras él, como más tarde Dickens les diría a Dolby y a Forster, sólo una hábil y pálida ilusión óptica de sí mismo.
En Clifton, el «asesinato» produjo lo que Dickens calificó en son de broma de una epidemia de desmayos: «Creo que tuvimos de una docena a veinte damas privadas de sentido, tiesas y rígidas, en diversos momentos. La cosa resultaba ridícula». Al Inimitable le encantaba.
En Bath era Dickens el que parecía a punto de desmayarse, ya que el lugar le resultaba fantasmal, literalmente.
—Este sitio me parece un cementerio que los muertos han conseguido erigir y tomar —le dijo a Dolby—. Tras construir calles con sus viejas losas sepulcrales, vagan por ellas intentando a duras penas «parecer vivos». Un fracaso mortal.
Percy Fitzgerald me hizo saber en febrero que después de que Georgina y Mary volviesen a Gad’s Hill, Ellen Ternan volvió con él de nuevo. O eso supuse, al menos (Percy nunca sería tan indiscreto como para decirlo sin más). Pero Fitzgerald se casaba, finalmente, y cuando se lo dijo a Dickens en la estación, sin aliento, el escritor respondió:
—Tengo que contarle esto a la persona que va conmigo…
«La persona que va conmigo…». Dickens no habría usado un circunloquio semejante para referirse a Dolby o al hombre de la iluminación de gas. ¿Era Ellen quien se alojaba en el mismo hotel de Dickens, pero como hermana ahora, en lugar de como amante? Sólo se pueden conjeturar los tormentos añadidos que aquello podía causarle al Inimitable.
Y digo «tormentos añadidos» de forma deliberada, ya que no hay duda alguna de que era algo más que la mala salud lo que atormentaba a Charles Dickens. A pesar de sus jubilosos informes sobre las docenas de mujeres que se desmayaban, el «asesinato de Nancy», obviamente, estaba causándole un terrible perjuicio en la psique y en el cuerpo. Con cualquiera con el que hablase (Fitzgerald, Forster, Wills, todo el mundo) estaba de acuerdo en que las cartas del Inimitable hablaban del «asesinato» y de nada más. Lo leía al menos cuatro veces por semana, mezclado con sus lecturas habituales más populares, y parecía obsesionado no sólo con convertir cada sala en la que leía en un teatro del terror, sino en sentir la culpa de Bill Sykes ante los asesinatos.
Estoy asesinando a Nancy…
Pienso a menudo en mis compañeros criminales…
Cometo el crimen de nuevo, una y otra vez…
Tengo la vaga sensación de que me busca
la Policía, mientras ando por las calles…
Empapo una vez más mis manos
en sangre inocente…
Aún tengo muchos crímenes ante mí,
y poco tiempo en el cual llevarlos a cabo…
Todas esas frases y muchas más se derramaban sobre nosotros, los que quedamos atrás en Londres. Dolby escribió a Forster que Dickens no podía soportar permanecer en la ciudad donde había hecho la lectura, de modo que había que desmontar unos horarios de ferrocarril programados hacía mucho tiempo, cambiar los billetes, pagar nuevas tarifas, para que el exhausto Inimitable, apenas capaz de andar hasta la estación, pudiera huir de la ciudad aquella misma noche, como un hombre buscado por la Policía.
—La gente me mira de un modo distinto después de asesinar a Nancy —le dijo Dickens a Wills, el de la cabeza ausente, durante una de sus escalas en Londres—. Me temen, creo. Dejan una distancia en la habitación…, no sólo por timidez hacia alguien famoso, sino más bien por la distancia del miedo y, quizá, del odio o del asco.
En otra ocasión, Dolby le dijo a Forster que había acudido entre bastidores después de una actuación para decir que ya esperaba el coche para salir hacia la estación y había encontrado a Dickens lavándose las manos durante quince minutos o más.
—No puedo limpiarme la sangre, Dolby —dijo el exhausto escritor, alzando hacia él unos ojos enloquecidos—. Se me mete en las uñas y en la piel.
Luego fueron a Londres, a Bristol, a Torquay, a Bath (Dickens conocía los hoteles, estaciones, salones e incluso los rostros del público de memoria, por entonces) y luego de nuevo a Londres. Ya se preparaban para dirigirse a Escocia. Por entonces el pie izquierdo de Dickens estaba tan hinchado que Frank Beard le prohibió terminantemente la gira escocesa, que se pospuso brevemente. Sin embargo, cinco días después, Dickens viajaba de nuevo, a pesar de los ruegos insistentes de que no lo hiciera por parte de Georgina, de sus hijas, de su hijo Charley y de amigos como Percy, Wills y Forster.
Decidí ir a Edimburgo a ver cómo Dickens asesinaba a Nancy. Y posiblemente para ver cómo ese asesinato asesinaba a Dickens.
Estaba casi seguro de que estaba intentando suicidarse mediante la gira de lectura, pero mi anterior ira ante aquella idea se había desvanecido un poco. Sí, de ese modo Dickens conservaría su fama y su entierro en la abadía de Westminster, argumentaba una parte de mi mente, pero al menos estaría muerto. Pero algunos suicidas no lo consiguen, me recordaba a mí mismo con cierta satisfacción. La bala rebota en el cráneo, excavando túneles en el cerebro, pero el aspirante a suicida no muere, sino que queda como un idiota babeante el resto de su vida. Pensé también en la mujer que se cuelga, pero a la que la cuerda no le rompe el cuello, y alguien corta esa cuerda, pero demasiado tarde para evitar la interrupción de la circulación de sangre en su cerebro. Durante el resto de su vida tiene una cicatriz en la garganta, el cuello feamente torcido y la mirada ausente.
El suicidio mediante una gira de lectura, me dije a mí mismo, podía fracasar de la misma y deleitosa manera.
Yo había llegado antes y había cogido una habitación, de modo que Dickens se mostró sorprendido y encantado al verme esperándole en la estación.
—Qué bien estás, querido Wilkie —exclamó—. Saludable. ¿Has salido con un yate alquilado, con un viento de finales de febrero?
—Tú también tienes un aspecto estupendo, Charles —le dije.
Dickens estaba fatal: mucho más viejo y canoso, se le había caído todo el pelo excepto en la parte superior de la cabeza; las pocas hebras canosas las llevaba peinadas por encima, e incluso la barba parecía rala y descuidada. Tenía los ojos enrojecidos y con ojeras amoratadas debajo. Las mejillas estaban escuálidas, tenía el aliento rancio y cojeaba como un veterano de la guerra de Crimea con una pata de palo.
Sabía que yo estaba un poco mejor. Frank Beard se había visto obligado a aumentar el número de inyecciones de morfina —siempre administradas con toda precisión a las diez de la noche— de dos o tres por semana a una cada noche. Me había enseñado a llenar la jeringuilla e inyectármela yo mismo (un asunto no tan difícil como parece) y me había entregado una botella grande de morfina. Doblé la dosis nocturna al mismo tiempo que doblaba también la cantidad de láudano que tomaba durante el día.
Esto condujo a un aumento de productividad tanto de día como de noche. Cuando Dickens me preguntó en qué estaba trabajando, le dije con toda sinceridad que Fechter se había trasladado conmigo a Gloucester Place 90 y que los dos trabajábamos largas horas cada día en nuestra obra Negro y blanco. Le conté que tenía una idea para otra novela, basada en determinados aspectos extraños de las leyes matrimoniales inglesas, y que con toda seguridad empezaría a trabajar una vez se estrenara la obra de teatro a finales de marzo.
Dickens me cogió por la espalda y me prometió estar en el estreno junto con toda su familia. Me pregunté si estaría vivo al cabo de un mes, a finales de marzo.
Lo que no le conté fue que cada noche, después de un breve sueño morfínico, me despertaba a la una o las dos de la madrugada y le dictaba mis sueños al Otro Wilkie. Nuestro libro en colaboración sobre los rituales de los dioses de las Tierras Negras del Antiguo Egipto ahora tenía ya más de mil páginas manuscritas.
Aquella noche en Edimburgo, Dickens representó con brillantez el «asesinato». Admito que yo mismo pasé mucho miedo. La sala no tenía una calefacción excesiva, como había ocurrido en Clifton, pero, aun así, una docena de mujeres se desmayaron.
Después Dickens pasó cierto tiempo con unos cuantos miembros del público antes de dirigirse tambaleante a su camerino, y una vez allí, nos dijo a Dolby a mí una vez más que había notado que la gente se mostraba extrañamente reacia a hablarle o a estar ante su presencia después de la actuación.
—Notan mis instintos asesinos —dijo, con una risa compungida.
Y entonces Dickens le tendió a Dolby una lista de las lecturas que quedaban, y Dolby cometió el error casi fatal (en términos de empleo) de sugerir educadamente que se eliminara el «asesinato» del programa para las ciudades pequeñas, y se reservase sólo para las ciudades grandes.
—Mire, Jefe… Mire con cuidado las ciudades que me ha dado y dígame si no nota nada peculiar en ellas.
—No. ¿El qué?
—Bueno, de cada cuatro lecturas por semana ha programado tres «asesinatos».
—¿Y qué? —exclamó Dickens—. ¿Qué es lo que quiere decir? —Creo que se había olvidado de que yo también estaba en la habitación. Como hizo en su momento el anciano Macready, me había quedado de pie, quieto y silencioso, con una copa de champán en la mano, una copa que se iba calentando.
—Sencillamente esto, Jefe —dijo Dolby, conciliador—. El éxito de su gira de despedida es seguro, está asegurado en todos los sentidos, siempre teniendo en cuenta las probabilidades humanas… No importa lo que decida leer. Por tanto, no supone diferencia alguna la obra que lea. Esa lectura de Sikes y Nancy le está costando un esfuerzo terrible, Jefe. Yo lo noto…, y no soy el único. Usted mismo puede verlo y notarlo. ¿Por qué no ahorrar el esfuerzo para las ciudades grandes… o dejarlo ya del todo durante lo que queda de la gira?
Dickens giró en su silla, apartándose del espejo ante el cual se quitaba la modesta cantidad de maquillaje que llevaba durante las lecturas. La única vez que le había visto una expresión tan furiosa era cuando interpretaba a Bill Sikes.
—¿Ha acabado ya, «señor»?
—He dicho todo lo que pensaba de este asunto —dijo Dolby cansinamente, pero con firmeza.
Dickens se levantó de un salto, cogió el plato en el que quedaban sólo unas pocas ostras y lo golpeó con el mango de su cuchillo. El plato se rompió en media docena de trozos.
—¡Dolby! ¡Maldito sea! ¡Su condenada e infernal precaución será su ruina… y la mía! ¡Un día de éstos…!
—Quizá, Jefe —dijo Dolby. Aquel hombre, con su aspecto de oso, estaba rojo como la grana y hasta juro que vi lágrimas en sus ojos. Pero su voz seguía calmada y firme—. En este caso, sin embargo, espero que me haga la justicia de decir que esa infernal precaución la ejerzo en su propio interés.
Asombrado, todavía con la copa de champán en la mano, me di cuenta de que aquélla era la única vez en mi larga asociación con Charles Dickens que le había oído alzar la voz a otro hombre (sin tratarse de una representación). Incluso en aquella velada que tanto hirió mis sentimientos en Vérey su voz siguió calmada, casi amable. El efecto de la ira visible y audible de Dickens, en la realidad, y no en el teatro, era mucho más terrible de lo que yo podía haber imaginado.
Dickens permanecía de pie, en silencio. Yo estaba inmóvil al fondo de la habitación, olvidado por los dos actores principales de aquel diálogo único. Dolby fue a guardar la lista de la gira en su maletín, y se volvió como para no ver el rostro agraviado de su jefe. Cuando se encaró a él, vio lo que yo ya veía.
Dickens lloraba en silencio.
Dolby se quedó de piedra, y antes de que pudiera mover un músculo, Dickens (inevitable, característico en él) se había adelantado a abrazarle con lo que parecía un afecto desmedido.
—Perdóneme, Dolby —dijo, medio atragantado—. No quería decir eso. Estoy cansado. Todos estamos cansados. Y sé que tiene usted razón. Discutiremos esto con calma mañana por la mañana.
Pero por la mañana (yo estaba allí a la hora del desayuno), Dickens dejó el «asesinato» en las tres lecturas y aún añadió otro.
Cuando volví a Londres había observado y oído una serie de hechos: Dickens sufría pérdidas de sangre, y le echaba la culpa de nuevo a su antiguo problema de hemorroides, pero Dolby no estaba seguro de que aquél fuese el único motivo de que tuviese constantes diarreas sanguinolentas. Por otra parte, el pie y la pierna izquierda del Inimitable estaban muy hinchados de nuevo, hasta el punto de que había que ayudarle a subir al coche y luego de nuevo al vagón de ferrocarril. La única ocasión en que parecía andar con normalidad era cuando entraba o salía de escena.
Se sentía melancólico, lo admitía, más de lo que pueden expresar las palabras.
En Chester, Dickens se mareó y admitió que sufría una ligera parálisis. Cuando llamaron a un médico, le dijo al hombre que estaba «aturdido, con tendencia a caer hacia atrás y a dar vueltas». Dolby me dijo más tarde que cuando Dickens intentaba colocar un objeto pequeño en una mesa, acababa empujando hacia delante toda la mesita de una forma muy rara, y casi la tiraba.
Dickens hablaba de una sensación rara en la mano y en el brazo izquierdo, y admitía que para usar aquella mano (digamos dejar un objeto, o recogerlo) tenía que mirarlo con mucha atención y «esforzarse» activamente en hacer lo que deseaba.
Dickens me dijo que la última mañana en Edimburgo (aunque se reía mientras lo contaba) ya no se sentía seguro al levantar las manos hasta la cabeza, especialmente su rebelde mano izquierda, y que pronto tendría que contratar a alguien para que le peinase el escaso pelo que le quedaba antes de aparecer en público.
Después de Chester, sin embargo, siguió leyendo en Blackburn y luego en Bolton, asesinando a Nancy mientras.
El día 22 de abril, Dickens se derrumbó. Pero me he adelantado, querido lector.
Algún tiempo después de volver de Edimburgo recibí una carta. Era de Caroline. No había pathos ni bathos en su nota, escribía casi con frialdad, como si catalogase la conducta de los gorriones en su jardín, pero me informaba de que, en los seis meses que llevaba de matrimonio, su esposo Joseph no había conseguido ganarse la vida para mantenerlos a los dos, que vivían de las migajas que les daba su madre (en realidad, de la pequeña propiedad del padre, repartida de mala gana) y que él le pegaba.
Lo leí con una mezcla de emociones, la primera y principal, debo admitirlo, una pequeña satisfacción.
No me pedía dinero ni ayuda de ningún tipo, ni siquiera que le respondiera a su carta, pero firmaba: «Su Muy Antigua y Sincera Amiga».
Me quedé un rato sentado en el estudio, pensando cómo sería una amistad falsa si Caroline G., ahora señora Harriett Clow, era un ejemplo de amistad sincera.
Aquel mismo día llegó una carta para George y Besse, que también estaban de duelo, cada uno a su manera, tranquila, desde luego, pero Besse se había sentido especialmente afectada por la huida de Agnes (mucho más que por la muerte de sus padres, que no les habían dejado nada de dinero), y de no haber visto el sobre al llegar, y la letra (laboriosa, en verdad), ciertamente, no habría atraído mi atención.
Pero al día siguiente, George apareció en la puerta de mi estudio, se aclaró la garganta y entró con expresión de disculpa.
—Perdóneme, señor, pero ya que mostró un interés tan amable en el destino de nuestra hija, la querida Agnes, me ha parecido que le gustaría ver esto, señor.
Me tendió un trocito de papel que parecía ser papel de cartas, con un membrete en relieve de un hotel.
Qeridos Mamá y Papá:
Estoy bien y espero Encontraros lo mismo con la presente. Mi Oportunidad a Resultado Muy Bien. El cabo MacDonald, mi Bienamado, y yo planeamos Casarnos el día nueve de junio. Ya os escribiré otra bez Después de este feliz Echo. Con Amor y Afecto, buestra Hija,
Agnes
Durante un momento, nada más leer esto, mi rostro, labios y músculos quedaron tan entumecidos y helados como lo habían estado en las escasas ocasiones en que me había administrado a mí mismo una dosis excesiva de morfina o láudano. Levanté la vista para mirar a George, pero me di cuenta de que no podía hablar.
—Sí, señor —dijo él, radiante—. Buenas noticias, ¿verdad?
—¿Este cabo MacDonald es el hombre con el que huyó? —conseguí articular al final. Mi voz sonaba, incluso para mi oído conmocionado, como si se percibiera a través de un filtro.
«Seguro que lo sabía. George tuvo que decírmelo. Estoy seguro de que lo hizo. ¿No lo hizo?».
—Sí, señor. Y rectifico mi mala opinión del muchacho, si convierte a nuestra dulce Agnes en una mujer honrada.
—Ciertamente, espero que ése resulte ser el caso, George. Es una noticia maravillosa. Estoy encantado de saber que Agnes está a salvo, bien y feliz. —Le devolví la nota.
El encabezamiento de la parte superior del papel barato era de un hotel de Edimburgo, pero no aquel en el que yo me había alojado cuando visité a Dickens.
¿Habíamos ido andando a otro hotel a cenar, aquella noche, después de que Dickens se quejara de que el buey del hotel en el cual nos alojábamos era inferior? Estaba seguro de que sí. ¿Tenía aquel papel de cartas que yo seguía mirando mientras George se lo metía en su chaleco de molesquín? Estaba casi seguro de que sí. ¿Había cogido yo unas hojas de papel de cartas en el vestíbulo, cuando estuve allí? Quizá. Posiblemente.
—Pensaba que le interesaría oír la buena noticia, señor. Gracias, señor. —George hizo una reverencia torpe y se alejó.
Volví a mirar la carta que le estaba escribiendo a mi hermano Charley. En mi agitación, había dejado caer un grueso borrón de tinta en el último párrafo.
Después de la discusión entre Dickens y Dolby aquella noche, hice uso de una cantidad inusualmente elevada de láudano. Salimos a cenar. Recordaba poco de aquella noche, después de nuestras primeras bebidas y copas de vino. ¿Volví a mi habitación y escribí la carta de «Agnes»? Ciertamente, conocía su forma de escribir, sus faltas de ortografía, por la nota que había copiado a mi dictado en enero. ¿Bajé luego por la noche y envié por correo aquella carta a George y Besse, desde el mostrador del hotel?
Posiblemente.
Tenía que ser así.
Era la única explicación, la más sencilla.
Ya había hecho otras cosas bajo la influencia del opio y del láudano, que había olvidado luego al día siguiente y días después. Como la solución para La piedra lunar.
Pero ¿conocía yo el nombre del maldito cabo escocés?
De repente me sentí mareado, fui andando rápidamente hacia la ventana y levanté el marco de guillotina. El aire primaveral entró y trajo consigo un leve olor a carbón y a estiércol de caballo, al distante Támesis y a sus afluentes, que ya empezaban a apestar con el vacilante sol primaveral. Lo aspiré con fuerza y me apoyé en el alféizar.
Un hombre con una capa de ópera absurda estaba apostado en la acera de enfrente. Su piel era blanca como el pergamino, y sus ojos parecían tan hundidos como los de un cadáver. Desde aquella distancia podía ver que me sonreía. Observé la extraña oscuridad entre sus dientes afilados, algo antinaturales, en punta.
Edmond Dickenson.
O el sirviente de Drood, el muerto viviente que en tiempos había sido el joven Edmond Dickenson.
La figura se llevó la mano a la alta y brillante chistera pasada de moda y se alejó por la acera, mirándome y sonriéndome sólo una vez, y luego giró hacia Portman Square.