30

Me desperté y me encontré en mi propio lecho, a plena luz del día, con la camisa de dormir puesta, sufriendo grandes dolores y con Caroline inclinada sobre mí y con el ceño fruncido. Sentía un dolor de cabeza mucho más intenso del que había sentido jamás; cada músculo, tendón, hueso y célula de mi cuerpo rechinaba contra su vecina en un coro discordante lleno de desesperación y dolor físico. Tenía la sensación de que hubiesen pasado días o semanas desde que tomé mi láudano medicinal.

—¿Quién es «Martha»? —me preguntó Caroline.

—¿Cómo? —Apenas pude pronunciarlo. Mis labios estaban resecos y agrietados, mi lengua hinchada.

—¿Quién es «Martha»? —repitió Caroline. Su voz era plana y tan poco comprensiva como un disparo de pistola.

De todos los tipos de pánico que había experimentado durante los dos años anteriores, incluyendo despertarme ciego en una cripta subterránea, ninguno fue tan terrible como aquél. Me sentía como un hombre gordo, seguro y aposentado en su cómodo carruaje, que notaba de repente que éste se precipitaba por un acantilado.

—¿Martha? —conseguí decir—. Caroline…, querida…, ¿de qué estás hablando?

—Has estado diciendo…, repitiendo… «Martha» en sueños, durante dos días y dos noches —dijo Caroline, sin que su expresión ni su tono se suavizaran—. ¿Quién es Martha?

—¡Dos días y dos noches! ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué llevo esta venda en la cabeza?

—¿Quién es Martha? —repitió Caroline.

—Martha es… el personaje de Dickens de David Copperfield —dije, tocándome el grueso vendaje que me cubría el cráneo, y fingiendo desinterés en la conversación—. Ya sabes…, la chica de las calles que va caminando junto al sucio y corrupto Támesis. Creo que estaba soñando con el río.

Caroline cruzó los brazos ante el pecho y parpadeó.

Nunca desestime, querido lector, la inventiva de un novelista en una situación insostenible, aunque se halle en unas condiciones tan duras como aquellas en las que yo me encontraba aquel día.

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? —pregunté de nuevo.

—Es miércoles por la tarde —dijo Caroline al fin—. Oímos unos golpes en la puerta el domingo al mediodía y te encontramos inconsciente en la entrada. ¿Dónde has estado, Wilkie? Charley (él y Kate han estado aquí dos veces y dicen que tu madre sigue igual) nos dijo que la señora Wells le informó de que habías dejado a tu madre sin una palabra de explicación el sábado por la noche. ¿Adónde fuiste? ¿Por qué tu ropa, que tuvimos que quemar, apestaba a humo y a algo… mucho peor? ¿Qué te ha pasado en la cabeza? Frank Beard ha estado aquí tres veces para cuidarte, y estaba muy preocupado por el boquete que tienes en la sien y por la posible conmoción cerebral. Temía que estuvieses en coma. Temía que nunca te despertaras. ¿Dónde has estado? ¿Por qué, en el nombre del Cielo, estabas soñando con un personaje de Dickens llamado Martha?

—Espera un momento —dije, y me incliné hacia un lado de la cama, aunque decidí que no era capaz de ponerme de pie, y si conseguía levantarme, tampoco sería capaz de andar—. Responderé a tus preguntas dentro de un momento, pero primero que la chica traiga una palangana. Rápido. Creo que voy a vomitar.

Querido lector de mi futuro distante, parece bastante posible (e incluso probable) que en su «lejano país», dentro de un centenar de años o más, se hayan vencido todas las enfermedades, se haya desterrado todo el dolor, y que todas las aflicciones mortales tan comunes entre los hombres de mi tiempo se hayan convertido en la sombra distante de un eco de un rumor histórico. Pero en mi siglo, querido lector, a pesar de nuestro inevitable hubris si nos comparamos con culturas más primitivas, en realidad tenemos pocos conocimientos con los que luchar contra las enfermedades o las heridas, y pocas pociones químicas efectivas que podamos utilizar en nuestros patéticos intentos de vencer al enemigo más antiguo de la humanidad: el dolor.

Mi amigo Frank Beard era mejor que la mayoría de los practicantes de ese discutible oficio. No me sangraba. No me aplicaba sanguijuelas en el vientre ni sacaba su arsenal de feos instrumentos de acero con los cuales trepanarme (esa costumbre de los cirujanos del siglo XIX de perforar un agujero en el dolorido cráneo del paciente como si estuviesen quitando el corazón a una manzana con un berbiquí de carpintero, y sacar el circulito de hueso blanco como se quita el tapón de una botella de vino, actuando como si todo aquello fuera la cosa más normal del mundo). No, Frank Beard me visitaba con frecuencia, se preocupaba y se inquietaba honradamente, comprobaba el boquete y el hematoma que tenía junto al nacimiento del cabello, me cambiaba los vendajes, me preguntaba ansiosamente por mi dolor que iba y venía y empeoraba, me aconsejaba descanso, una dieta a base de leche, daba instrucciones a Caroline, me regañaba un poco por mis tomas de láudano, pero no me ordenaba que las dejara, y, en resumidas cuentas, honraba el verdadero espíritu de Hipócrates: antes que nada, no causar daño. Igual que hacía con su más famoso paciente y amigo, Charles Dickens, el físico Frank Beard se preocupaba por mí, sin ser capaz de ayudarme.

De modo que yo seguía sufriendo un gran dolor.

Finalmente había recuperado la conciencia en mi propio lecho el 22 de enero, cuatro días después de mi descenso final al fumadero del Rey Lazaree. Durante el resto de aquella semana estuve demasiado enfermo para salir de la cama, aunque la necesidad que sentía de visitar a mi madre era abrumadora. En todos mis años de dolor por la gota reumática nunca había experimentado nada semejante a aquello. Aparte de los dolores habituales de músculos, articulaciones e intestinos, era como si una fuente de dolor enorme, pulsátil y ardiente se hubiese introducido hondamente detrás de mi ojo derecho.

O como si un enorme insecto hurgase en mi cerebro.

Durante aquel tiempo recordé algo extraño que me había dicho Dickens, años atrás.

Hablábamos de cirugía moderna en términos generales, y Dickens mencionó de pasada «un determinado procedimiento médico sencillo que me realizaron hace algunos años, no mucho antes de mi viaje a Estados Unidos…».

Dickens no explicó nada más, pero supe a través de Katey Dickens qué operación había sido (que no se trataba de un «procedimiento médico sencillo» precisamente). Dickens, mientras trabajaba en Barnaby Rudge, empezó a experimentar unos dolores rectales muy intensos. (No sabría decir cómo se podían comparar aquellos dolores con mi actual y horrible dolor de cabeza). Los doctores diagnosticaron una «fístula» (literalmente, un agujero en la pared rectal a través de la que se introducía a la fuerza el tejido).

Dickens no tenía otra elección que someterse a una operación quirúrgica de inmediato, y eligió al doctor Frederick Salmón (autor, trece años antes, de Ensayo práctico de la estructura del recto) para que la realizara. El procedimiento consistía en el ensanchamiento del recto mediante unas palas, luego abrirlo mediante una serie de pinzas, luego ensancharlo más aún mediante algún horrible instrumento quirúrgico, después se recortaba lenta y cuidadosamente el tejido sobrante, y luego los extremos sueltos se volvían a introducir en la cavidad rectal, y finalmente se cosía toda la pared rectal.

Y Dickens había sufrido todo aquello sin morfina ni opio, ni ningún tipo de lo que algunos llaman ahora «anestesia». Katey decía (todo ello lo supo a través de su madre, por supuesto) que su padre se había mostrado animado durante la operación, y activo poco después. Al cabo de unos días ya estaba escribiendo Barnaby Rudge de nuevo, pero habría que añadir que echado en un sofá con muchos cojines a su disposición. Y se aproximaba su enorme y agotadora primera gira norteamericana.

Pero me estoy apartando del tema.

Los comentarios de Dickens sobre aquel «sencillo procedimiento médico» hacían referencia a la memoria humana, afortunadamente falible, en lo que respecta al dolor.

—A menudo me sorprende, mi querido Wilkie —decía aquel día, mientras íbamos a algún sitio por Kent, en un cupé—, que, en un sentido real, no tenemos un recuerdo auténtico del dolor. Ah, sí, podemos recordar que lo hemos tenido, y recordar vívidamente lo terrible que era y que deseábamos no volverlo a experimentar nunca de nuevo…, pero en realidad no podemos «revivirlo», ¿verdad? Recordamos el «estado», pero no las «particularidades», de la manera que podemos recordar, por ejemplo, una buena comida. Sospecho que ése es el motivo de que las mujeres accedan a pasar por los sufrimientos del parto más de una vez…, sencillamente, se han olvidado de lo «concreto» de sus dolores anteriores. Y ahí quiero ir a parar, mi querido Wilkie.

—¿Adónde? —le pregunté—. ¿Al parto?

—No, en absoluto —dijo Dickens—. Más bien al contraste entre «dolor» y «lujo». El dolor se puede recordar de una manera general (aunque terrible), pero no podemos revivirlo; el lujo en cambio lo podemos recrear con todo tipo de detalles. ¡Pregúntate a ti mismo si eso no es cierto! Una vez que uno ha probado el mejor de los vinos, ha fumado los mejores cigarros, ha cenado en los restaurantes más maravillosos…, incluso ha viajado en el lujoso cupé en el que viajamos ahora mismo…, y no hablemos ya de conocer a una mujer verdaderamente hermosa…, todas las experiencias inferiores en cada una de esas categorías palidecen a lo largo de años, décadas…, ¡toda una vida! El dolor no se puede recordar de verdad; el «lujo», con todos sus detalles sibaríticos, no podemos olvidarlo nunca.

Bueno, quizá. Pero le aseguro, querido lector, que el terrible dolor que sufrí en enero, febrero, marzo y abril de 1868 fue de una naturaleza y unas características tan terribles que jamás lo olvidaré.

Si un granjero está enfermo, otros cuidan su tierra en su lugar. Si un soldado se pone enfermo, informa a la enfermería y le reemplaza otro en el campo de batalla. Si un comerciante cae enfermo, otros (quizá su esposa) deben realizar en su tienda las tareas diarias. Si una reina se pone enferma, millones de personas rezan por ella y sus voces y sus pasos quedan sofocados en el ala del palacio donde está su dormitorio. Pero en todos esos casos, el trabajo de la granja, del ejército, de la tienda o de la nación sigue adelante.

Si un escritor se pone muy enfermo, todo se detiene. Si se muere, su «negocio» se acaba para siempre. En este sentido, la carrera de un escritor popular se parece más a la de un famoso actor, pero hasta el actor más famoso tiene un suplente. Un escritor no. Nadie puede sustituirle. Su voz personal lo es todo. Y esto es especialmente cierto en el caso de un escritor popular que ya está en proceso de ser publicado por entregas en una revista de tirada nacional. La piedra lunar había empezado su carrera por entregas tanto en la All the Year Round inglesa como en la norteamericana Harper’s Weekly, en enero. Aunque había escrito ya varias entregas por anticipado para esta publicación inicial, éstas ya habían ido a la imprenta y se necesitarían nuevas entregas casi de inmediato. Y sólo existían en un borrador y una forma general, había que escribirlas aún.

Esta presión añadía más terror aún a mi terror, más dolor al dolor que se abría paso y hurgaba en mi desesperado cuerpo y cerebro.

En aquella primera semana de mi nuevo sufrimiento, incapaz de sentarme y de sujetar una pluma siquiera, sacudido por un dolor indescriptible y confinado al lecho, intenté dictar el siguiente capítulo a Caroline y luego a su hija Carrie.

Ninguna de las dos pudo soportar los chillidos y quejidos de agonía que, espontáneamente, interrumpían y puntuaban mis intentos de dictado. Ambas corrían a mi lado intentando consolarme, en lugar de quedarse sentadas esperando que continuara el dictado.

Al llegar el fin de semana, Caroline había contratado a un amanuense varón para que se sentase en una silla y escribiese a mi dictado. Pero este secretario, obviamente de naturaleza sensible, tampoco podía soportar mis quejidos, objeciones y contorsiones involuntarias. Abandonó al cabo de una hora. El segundo amanuense varón del lunes parecía preocuparse poco por mí o sentir poca empatía por mi sufrimiento, pero tampoco era capaz de entender las frases dictadas y la puntuación, con el trasfondo de mis gritos y quejidos. Fue despedido al cabo de la segunda hora.

Aquel lunes por la noche, con toda la casa dormida y atenazado por el dolor de las duras pinzas en el cerebro que luego bajaba por mi columna vertebral y me impedía dormir, e incluso permanecer echado, aun después de administrarme media docena de dosis de láudano, me levanté de la cama y me aproximé tambaleante a la ventana, aparté las pesadas y fúnebres cortinas y levanté la persiana para ver la fangosa oscuridad hacia Portman Square.

En algún lugar allá fuera, de eso estaba seguro, por muy invisible que fuese a los ojos de un lego, uno o varios agentes del inspector Field vigilaban. Él nunca me abandonaría, después de lo que yo había visto y sabía de sus operaciones.

Durante días le había rogado a Caroline que me dejara leer el periódico, y le pedía los ejemplares de The Times que me había perdido durante mi coma. Pero ya habían tirado aquellos periódicos, y los más recientes no hacían mención alguna al hallazgo del cuerpo destripado de un antiguo policía en un cementerio de los barrios bajos. No se hablaba de ningún fuego producido en zonas junto al Támesis, ni en el sistema de alcantarillado de la acequia de Fleet. Caroline me miraba de una manera muy rara cuando le preguntaba si había oído hablar de aquellos fuegos.

Interrogaba a Frank Beard cuando venía y a mi hermano Charles a su vez, pero ninguno de los dos había tenido noticia de ningún asesinato de detective alguno ni de ningún fuego subterráneo. Tanto Beard como Charley asumían que mis preguntas eran el resultado de pesadillas que había tenido, y era verdad que las pocas y dispersas horas de sueño que pude conseguir durante aquel periodo se vieron asaltadas por terribles pesadillas, así que no hice esfuerzo alguno por disuadirles de aquella teoría.

«Está claro que el inspector Field ha usado su influencia para mantener callados a la Policía y a los periodistas y no hablar del terrible asesinato del sargento Hatchery, pero ¿por qué?».

Quizá Field y el centenar o más de hombres que habían acudido a la expedición punitiva bajo la ciudad se habían limitado a ocultar aquel hecho a la Policía.

Pero, otra vez: ¿por qué?

No tenía ni la fortaleza corporal ni la concentración mental adecuada aquel lunes por la noche —cuando, agarrado a las cortinas, miraba hacia fuera, a la fría y neblinosa noche londinense de enero— para responder a mis propias preguntas, pero buscaba a los inevitables detectives de vigilancia del inspector Field como si atisbase en la oscuridad en busca de mi «salvador».

«¿Por qué? ¿Cómo puede ayudarme el inspector Field a detener este dolor?».

El escarabajo se movió una pulgada o dos en la base de mi cerebro y grité un par veces, ahogando el segundo chillido con la cortina de terciopelo metida en la boca.

Field era el segundo jugador de ajedrez de aquella partida terrible, a quien sólo igualaba quizás en la capacidad de proporcionar contrapeso al monstruoso Drood el ausente Charles Dickens (cuyos motivos eran menos comprensibles), y me di cuenta de que había empezado a adscribir habilidades imposibles y casi místicas al viejo, gordo y patilludo detective.

«Necesito que alguien me salve».

Pero no había nadie.

Sollozando volví a la cama, tambaleante, y me sujeté en el poste al cegarme durante un momento aquel dolor móvil. Al final di los pocos pasos vacilantes que quedaban hasta la cómoda. La llave del cajón inferior se encontraba allí, en la caja de los cepillos, debajo de la ropa, donde la había escondido.

El arma que me había dado el detective Hatchery seguía todavía debajo de la ropa limpia.

La saqué, sorprendido de nuevo por su terrible peso, y volví tambaleante a sentarme en el borde del lecho, junto a la única vela encendida. Me puse las gafas y me di cuenta de que debía de parecer tan loco como me sentía, con el pelo y la barba salvajemente desordenados, el rostro distorsionado por un quejido casi constante y la boca abierta, los ojos llenos de dolor y terror, y el camisón de dormir arrugado sobre unas canillas pálidas y temblorosas.

Lo mejor que pude, dada mi absoluta carencia de familiaridad con las armas de fuego, comprobé que las balas seguían en sus receptáculos cilíndricos. Recuerdo que pensé: «Este dolor no terminará nunca. El escarabajo no me dejará. Nunca acabaré La piedra lunar. Dentro de unas semanas, decenas de miles de personas harán cola para comprar el siguiente número de All the Year Round o de Harper’s Weekly y sólo encontrarán páginas vacías, en blanco».

La idea de la vacuidad, del vacío, me atraía aquella noche más que todas las palabras que pueda usar para describirla.

Levanté la pistola hacia mi rostro y me metí el pesado cañón en la boca. El pequeño saliente, que supuse que sería la mira, me dio un golpecito en los dientes delanteros al introducir el cañón.

Alguien, hacía mucho tiempo, quizá fuera el viejo actor Macready, nos había explicado a unos cuantos que estábamos muy felices sentados a la mesa que alguien que se quiere volar la cabeza en serio debe dirigir la bala hacia arriba a través del paladar blando, mejor que a través del duro hueso exterior del cráneo, que frecuentemente desvía el proyectil y deja al aspirante a suicida como un vegetal lleno de dolor y objeto de escarnio, en lugar de cadáver.

Me temblaban violentamente los brazos, todo yo temblaba. Sujeté el arma, pesada como un yunque, estabilizándola todo lo que pude, levanté una mano y tiré del enorme martillo hacia atrás hasta que chasqueó y se colocó en su sitio. Al acabar esta operación me di cuenta de que si mi sudoroso pulgar hubiese resbalado, el arma se habría disparado ya y la bala estaría rebotando entre la pulpa residual de mi cerebro.

Y el escarabajo estaría muerto…, o al menos, podría seguir escarbando y comiendo en paz, porque yo ya no sentiría más dolor.

Empecé a temblar con más intensidad, sollozando al mismo tiempo, pero no quité el obsceno cañón de la pistola de mi boca. Las náuseas reflejas eran muy fuertes; si no hubiese vomitado ya media docena de veces aquella tarde y noche, estoy seguro de que lo habría hecho entonces. Como lo había hecho ya, sufrí calambres en el estómago, espasmos en la garganta, pero mantuve el cañón en su sitio e inclinado hacia arriba en la boca, notando el círculo de acero que tocaba el paladar blando del que habló Macready.

Puse el pulgar en el gatillo y empecé a hacer presión. Los dientes, que castañeteaban, se cerraron sobre el largo cañón. Me di cuenta de que hasta entonces había contenido el aliento, pero no podía hacerlo más, así que jadeé, cogiendo aire por última vez.

«Puedo respirar a través del cañón de la pistola».

¿Cuántas personas sabían que eso era posible? Notaba el sabor entre amargo y dulce del aceite del arma, aplicado hacía mucho tiempo por el difunto detective Hatchery, sin duda, pero todavía intenso en la lengua, y el vago regusto a cobre del acero mismo. Pero podía respirar a través del cañón de la pistola mientras mordía éste todo alrededor, y lo hice, aspirando convulsivamente, mientras oía el silbido de mis inhalaciones y exhalaciones en torno al cilindro hueco y la resonante recámara que se encontraba cerca, donde había hecho retroceder el martillo y amartillado el arma.

«¿Cuántos hombres han acabado sus vidas con este último e irrelevante pensamiento traspasando sus cerebros que pronto se encontrarían muertos, desparramados, fríos y sin pensamiento alguno?».

La ironía de aquel hecho, detectada por él novelista, era más dolorosa aún que el dolor producido por el escarabajo, y me eché a reír. Era un tipo de risa extraña, ahogada y casi obscena, distorsionada por el cañón de una pistola. Al cabo de un momento me saqué la pistola de la boca (y el metal, normalmente mate, brilló a la luz de las velas debido a la película de saliva que llevaba); sujetando aún la pistola amartillada, levanté la vela y salí dando tumbos de mi habitación.

En el piso de abajo, la puerta de mi nuevo estudio estaba cerrada, pero no con llave. Entré y cerré bien las dobles puertas detrás de mí.

El Otro Wilkie estaba sentado de lado detrás de mi escritorio, leyendo un libro en una oscuridad casi total. Levantó la vista cuando entré. Se ajustó las gafas que reflejaban mi vela, escondiendo los ojos detrás de dos columnas verticales de llama amarilla y oscilante. Noté que su barba era ligeramente más corta y grisácea que la mía.

—Necesitas mi ayuda —dijo el Otro Wilkie.

Nunca, en todos los años transcurridos desde mi primera y vaga sensación en la niñez de que existía aquel Otro Yo, el Otro Wilkie me había hablado o había emitido sonido alguno. Me sentí sorprendido al notar lo femenina que era su voz.

—Sí —susurré, ásperamente—. Necesito tu ayuda.

Me di cuenta estúpidamente de que todavía llevaba la pistola amartillada y cargada en la mano derecha. Podía levantarla en aquel mismo momento y disparar cinco o seis balas a aquel pedazo de carne de aspecto muy sólido que estaba sentado impertinentemente detrás de mi escritorio.

«Cuando muera el Otro Wilkie, ¿moriré yo? Cuando yo muera, ¿morirá el Otro Wilkie?». Aquellas preguntas me hicieron reír, pero la risita surgió como una especie de sollozo.

—¿Empezamos esta noche? —preguntó el Otro Wilkie, que dejó el libro abierto encima de mi papel secante. Se quitó las gafas, se las limpió con un pañuelo, que llevaba en el mismo bolsillo de la chaqueta en el cual yo guardaba el mío.

Observé que aun sin los cristales de las gafas ante ellos como reflectante, sus ojos seguían siendo dos iris de gato, dos llamas verticales y oscilantes.

—No, esta noche no —dije.

—¿Pronto? —Se volvió a poner las gafas.

—Sí, pronto.

—Ya vendré a verte —dijo el Otro Wilkie.

Me quedaba la energía suficiente para asentir con la cabeza. Todavía descalzo, llevando aún la pistola amartillada, salí del estudio, cerré las pesadas puertas, subí por la escalera, entré en mi habitación, me dejé caer encima de la cama y me quedé dormido encima de las sábanas revueltas, con el arma todavía en la mano y el dedo todavía apoyado en el curvo y frío gatillo.