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En julio, mi hermano se alojó en Gad’s Hill Place durante un largo periodo a causa de su salud. Charley había estado muy enfermo con terribles calambres en el estómago y vomitando días y días interminables. A su esposa, Katey, le seguía pareciendo más fácil cuidarle en casa de su padre que en su propio hogar en Londres. (Creo también que le era más cómodo que la ayudaran allí).

Aquel día en particular, Charley se encontraba algo mejor y estaba en la biblioteca de Gad’s Hill, hablando con el otro Charley (el hijo de Dickens), que trabajaba un poco en la biblioteca. (No creo haber mencionado ya, querido lector, que en mayo, mi editor e infatigable subeditor de Charles Dickens de All the Year Round, William Henry Wills, no sé cómo, se cayó del caballo durante una cacería y se hizo una importante brecha en la cabeza. Wills se recuperó algo, pero decía que oía cerrarse puertas todo el tiempo. Aquello reducía su efectividad como editor, y también como administrador de Dickens, contable, encargado, jefe de publicidad y factótum siempre fiel, de modo que el Inimitable, después de pedirme que volviera a la revista en mayo y no recibir una respuesta positiva, había colocado a su inútil y decepcionante hijo Charley en la posición de realizar algunas de las tareas de Wills mientras él, el Inimitable, se encargaba del resto. Y eso significaba que su hijo respondía cartas en la oficina y en casa, pero hasta eso requería el 110% de las escasas capacidades de Charles Dickens hijo).

Así que aquel día de julio en Gad’s Hill, mi hermano Charley estaba en la biblioteca con Charley Dickens cuando de repente ambos jóvenes oyeron a dos personas, un hombre y una mujer, que gritaban y discutían, y el creciente escándalo procedía de algún lugar del jardín fuera de la vista, detrás de la casa. Era el inconfundible sonido de una reyerta que iba haciéndose cada vez más violenta. Los chillidos de la mujer, me dijo mi hermano más tarde, eran terroríficos.

Ambos hombres corrieron fuera y dieron la vuelta a la casa; el hijo de Dickens llegó medio minuto antes que mi convaleciente hermano.

Allí, en los prados detrás del largo patio donde Dickens y yo habíamos visto al joven Edmond Dickenson caminando dormido varias Navidades antes, Charles Dickens paseaba ahora arriba y abajo, hablando y gritando con dos voces distintas, una masculina, otra femenina, mientras gesticulaba violentamente y al final corría hacia una víctima invisible y la atacaba…, la atacaba con una porra grande e invisible.

Dickens se había convertido en el matón Bill Sikes de Oliver Twist y estaba sumido en el acto sangriento de asesinar a Nancy.

Ella intentaba escapar, chillaba pidiendo clemencia. «No hay clemencia», aullaba Bill Sikes. Ella gritaba que la ayudasen, por el amor de Dios. Dios no respondía, pero Bill Sikes sí, gritando, maldiciendo y aporreándola con su pesado garrote.

Ella intentaba levantarse, levantando el brazo y la mano para parar los golpes. Dickens-Sikes golpeaba una vez y otra y otra, hasta romper sus delicados dedos; aplastaba los huesos de su antebrazo levantado; luego dejó caer todo el peso de la porra en la ensangrentada cabeza. Y otra vez. Y otra más.

Charley Dickens y Charley Collins podían «ver» la sangre y los sesos que salpicaban. «Veían» el charco de sangre que iba haciéndose más grande debajo de la mujer moribunda, tendida de bruces, mientras Bill Sikes continuaba aporreándola una y otra vez. «Veían» la sangre que salpicaba el rostro aullante y distorsionado de Sikes. ¡Hasta las patas del perro de Sikes estaban ensangrentadas!

Y la porra seguía golpeándola, aun después de que estuviera muerta.

Todavía la esgrimía sobre el cadáver imaginario de la mujer, la invisible porra sujeta con ambas manos y levantada por encima de la masa destrozada y sanguinolenta en la hierba, Charles Dickens levantó la vista y miró a su hijo y a mi hermano. Tenía el rostro retorcido, convulso por el triunfo. Los ojos estaban muy abiertos, enloquecidos, desde luego, nada cuerdos. Mi hermano Charley dijo más tarde que estaba seguro de ver la maldad pura y asesina en los ojos de aquel rostro retorcido y regocijado.

El Inimitable al final había encontrado su crimen para la siguiente ronda de lecturas públicas.

Aquel día tuve por seguro que debía matar a Charles Dickens.

Él fingiría matar a su imaginaria Nancy en escena, frente a miles de personas. Yo le mataría a él en la vida real. Ya veríamos qué ritual de asesinato resultaba más efectivo para sacar el escarabajo de Drood del cerebro de un hombre.

Para preparar el camino le escribí una carta de disculpa, aunque no tenía nada de que disculparme; por el contrario, era él quien debía hacerlo. Daba igual.

Gloucester Place, 90, sábado, 18 de julio de 1868

Mi querido Charles:

Te escribo para ofrecerte mis sinceras y absolutas disculpas por el contratiempo que provoqué el mes pasado en nuestro restaurante favorito, Vérey. Mi incapacidad para comprender que estabas muy cansado por tus muchos viajes y esfuerzos indudablemente dio la impresión de desacuerdo entre nosotros, y mi habitual torpeza de expresión condujo a desafortunadas consecuencias por las cuales me disculpo y te pido perdón humildemente. (Cualquier intento accidental por mi parte de comparar mis pobres esfuerzos literarios actuales con tu incomparable Casa desolada eran presuntuosos y erróneos. Nadie confundirá jamás a este pobre protégé con el Cher Maître).

Ahora mismo, me resulta muy difícil llevar un hogar como Dios manda, ya que la señora Caroline G. dejó mi hogar y mi servicio, pero, aun así, espero que seas mi huésped en Gloucester Place 90, antes de que pase demasiado tiempo. También estoy seguro de que habrás observado, a pesar de tu mucho trabajo con All the Year Round en ausencia de nuestro pobre amigo Wills, que nuestro maravilloso éxito, Calle sin salida, finalmente ha terminado en el teatro Adelphi. Confieso que he empezado a tomar algunas notas sueltas sobre otra obra, que creo que llamaré Blanco y Negro, porque tratará de un noble francés que, por el motivo que sea, acaba vendido como esclavo en una subasta en Jamaica. Nuestro querido y común amigo Fechter sugirió la idea general hace algunos meses (planeo hablar con él con más detalle en octubre o noviembre) y a Fechter le gustaría representar al protagonista. Al preparar este trabajo me sentiría de lo más agradecido si pudiera contar con tu consejo y críticas, para evitar los enormes errores que tanto abundan en mis contribuciones a Calle sin salida. En cualquier caso, consideraría un honor que tú y tu familia entera fueseis mis invitados la noche del estreno en el Adelphi, si este modesto empeño consigue representarse alguna vez.

Con las más rendidas disculpas y más sinceros deseos de que se repare esta imprevista y no deseada brecha en la historia constante de nuestra relación cordial, quedo afectuosa y lealmente tuyo,

W. C. Collins

Di vueltas a esta nota algún tiempo, añadiendo pequeños cambios aquí y allá, siempre en el sentido más contrito y servil. No temía en absoluto que aquella misiva saliera a la luz algún día, después de la súbita y misteriosa muerte de Dickens, y causara la curiosidad del biógrafo que la leyera. Dickens todavía tenía la costumbre de quemar cada año todas las cartas que recibía. (Habría quemado también todas las cartas que «enviaba», si hubiera podido, pero la mayoría de los que teníamos correspondencia con el famoso autor no compartíamos sus tendencias pirómanas en lo que respectaba a las comunicaciones).

Luego hice que George la enviara por correo, y salí a comprar una buena botella de brandy y un cachorrillo.

La tarde siguiente me llevé conmigo el brandy, un ejemplar de All the Year Round de aquella semana y el cachorro sin nombre. Tomé el tren a Rochester y cogí un coche de alquiler para que me llevase a la catedral.

Dejé el cachorro en el coche, pero me llevé el brandy y papel, y fui caminando por el cementerio hasta la parte de atrás de la enorme catedral. Rochester siempre había sido una ciudad costera de estrechas callejuelas y edificios de ladrillo rojo, cosa que hacía parecer a su colosal catedral de antigua piedra gris mucho más impresionante y opresiva.

Aquél era el paisaje de la niñez de Dickens. Era la presencia de aquella misma catedral la que le había hecho decirme años atrás que Rochester reflejaba para él la «gravedad universal, el misterio, la corrupción y el silencio».

Había bastante silencio aquel día cálido y húmedo de julio. Y se notaba el hedor de la corrupción que procedía de las cercanas marismas. A pesar de lo que Dickens había llamado una vez «las salpicaduras y agitación de las olas», geográficamente cercanas, aquel día no se oía salpicadura alguna, había muy poca agitación, y no soplaba ni una pizca de brisa. Todo el peso del sol caía en las viejas losas requemadas, y en la hierba tostada como una incongruente sábana dorada.

Hasta la sombra de la torre de la catedral proporcionaba poco alivio. Eché la cabeza atrás y miré hacia arriba, a la torre gris, y recordé el comentario de Dickens de cómo le había afectado cuando era un niño pequeño: «Qué breve e insignificante broma parecía yo, mi querido Wilkie, en comparación con su solidez, estatura, fuerza y extensión de vida».

Bueno, querido lector, si me salía con la mía (y estaba plenamente decidido a hacerlo), la catedral seguiría en pie durante cientos y miles de años más, pero la vida de aquel niñito convertido en escritor anciano estaba a punto de llegar a su fin.

En el extremo más alejado del cementerio, más allá de las lápidas, con un sendero apenas esbozado que conducía hacia él, encontré el pozo de cal viva todavía abierto, todavía lleno y tan asqueroso como siempre. Mis ojos se humedecieron al caminar de vuelta entre las tumbas, pasando por las mismas piedras, idénticos muros y por la misma plana lápida donde Dickens, Ellen Ternan, la madre de Ellen y yo habíamos compartido aquel macabro almuerzo, hacía tanto tiempo.

Seguí el suave «tip-tap, tip-tap» dando la vuelta a la catedral, pasé junto a la rectoría y llegué al patio que había en el extremo más alejado. Entre el muro de piedra y una casucha de piedras con tejado de paja, el señor Dradles y un joven ayudante con aspecto de idiota estaban trabajando en una lápida mucho más alta que cualquiera de los dos. Sólo el nombre y las fechas (Giles Brendle Gymby, 1789-1866) estaban cinceladas en el mármol.

Cuando el señor Dradles se volvió a mirarme, vi que su rostro, bajo una capa de polvo de piedra con regueros de sudor a su través, estaba rojo y a punto de estallar. Al acercarme, se limpió la frente.

—Probablemente no me recordará usted, señor Dradles —empecé—, vine aquí hace cierto tiempo en compañía de…

—Dradles se acuerda, señor Billy Wilkie Collins, con el nombre de un caballeo que pintaba casas o algo así —graznó la figura de la cara roja—. Estuvo usted aquí con el señor Charles D, el de los libros y tal, que estaba interesao en los tíos muertos en sus tumbas oscuras.

—Exacto —dije—. Pero tenía la sensación de que usted y yo habíamos empezado con mal pie.

Dradles miró hacia abajo, a sus botas gastadas y agujereadas que, según observé, no estaban «diferenciadas». Es decir, no tenían izquierda ni derecha, como era costumbre hacía décadas.

—Los pies de Dradles son los que son —dijo—. No son malos ni buenos.

Sonreí.

—Sí, sí, es verdad. Pero lamentaba haberle dado una mala impresión. Le he traído esto —dije, y le tendí la botella de buen brandy.

Dradles la miró, se secó la cara y el cuello de nuevo, destapó la botella, la olisqueó, echó un trago, me miró de soslayo y dijo:

—Esta bebida es mejor de la que Dradles está acostumbrao en el Thatched and Twopenny o en cualquier otro lao.

Bebió de nuevo. Su ayudante, cuyo rostro estaba tan rojo por el calor y el esfuerzo como el de Dradles, le miró estúpidamente, pero no se atrevió a pedir un trago.

—Hablando del Thatched and Twopenny —dije, como para entablar conversación—: no veo al demonio que le tiraba piedras por aquí. ¿Cómo lo llamó usted? ¿El zagal? ¿Es demasiado temprano para que le acose a usted para enviarlo a casa?

—Ese maldito chico está muerto —dijo Dradles. Vio mi expresión y soltó una risita—. Ah, no, Dradles no le ha matao, aunque Dradles lo pensó más de una vez. No, lo mató la viruela, y bienvenida fuera la viruela. —Tomó otro trago largo y volvió a mirarme—. Ningún caballeo, ni el señor D. siquiera, viene de Londres a traerle a Dradles una bebida cara porque sí, señor Billy Wilkie Collins. El señor D. quería que le abriera puerta con muchas llaves y diera golpecitos pa encontrar a los tíos muertos en sus aujeros. ¿Qué es lo que quiere el señor Billy W. C, del viejo Dradles este día tan caluroso?

—Recordará usted que yo también soy escritor —dije. Le tendí al picapedrero y conserje de las criptas de la catedral el ejemplar de All the Year Round—. Esto, como ve, es el número del último viernes que lleva los últimos capítulos de mi novela La piedra lunar. —Abrí la publicación por la página adecuada.

Dradles miró la página escrita, pero se limitó a gruñir. No tenía ni idea de si el hombre sabía leer o no. Suponía que no.

—Y da la casualidad —dije— de que también estoy haciendo una investigación literaria sobre una gran catedral como ésta. Una gran catedral y sus criptas correspondientes.

—Quiere las llaves, piensa Dradles —dijo Dradles—. Quiere las llaves para ir a ver los sitios oscuros de los tíos muertos. —Podría parecer que se dirigía a su ayudante idiota de orejas gachas, con un corte de pelo que parecía hecho con unas tijeras de esquilar ovejas, pero el chico parecía sordomudo.

—No, en absoluto —dije, riéndome despreocupadamente—. Las llaves son responsabilidad suya, y así debe ser. Sólo quiero venir de visita de vez en cuando y quizá requerir su habilidad para dar golpecitos en los lugares huecos. Ciertamente, nunca vendré con las manos vacías.

Dradles dio otro trago. La botella ya casi estaba a medias, y el sucio rostro del picapedrero, aun bajo la capa de polvo a lo Marley estaba más rojo que nunca (si tal cosa era posible).

—Dradles está dispuesto a hacer un trabajo honrao a cambio de un poco de combustible, de vez en cuando —dijo, espeso.

—Yo también —dije, riéndome con soltura.

Él asintió entonces y volvió a su talla, o más bien a supervisar al joven idiota mientras éste tallaba. Evidentemente, la entrevista había acabado y el contrato estaba cerrado.

Secándome yo también la cara por el calor, fui caminando lentamente de vuelta al coche. El cachorro (un desgarbado aunque entusiasta animalito con largas piernas, rabo corto y manchas) saltó con alegría en el asiento acolchado al verme.

—Tardaré un minuto más, conductor —dije.

El viejo, medio adormilado, gruñó y dejó que su barbilla cayese de nuevo hacia el pecho cubierto con la librea.

Llevé al cachorrillo de vuelta por entre las tumbas, junto al sitio donde hicimos el picnic. Recordando cómo nos había hecho reír Dickens cuando se puso una servilleta al brazo e imitó a la perfección la conducta de un camarero eficiente pero algo oficioso, llevando nuestros platos desde el muro hasta la mesa-lápida y sirviéndonos expertamente el vino, esbocé una sonrisa. El cachorro se había acomodado en mis brazos, intentando menear el rabo de vez en cuando, y sus grandes ojos me miraban con adoración. Caroline, Carrie y yo habíamos tenido varios perros en la última década. Nuestra última y adorada mascota había muerto sólo unos meses atrás.

De un viejo árbol retorcido junto a la frontera trasera del patio de la catedral había caído una rama de unos cuatro pies de largo. Llevando todavía el cachorro en el brazo izquierdo, acariciándole la cabecita y el cuello de manera ausente con el pulgar mientras lo sujetaba, recogí la rama, eliminé sus pequeñas protuberancias y la usé como una especie de bastón de paseo.

Entre los hierbajos que había más allá del cementerio hice una pausa y miré a mi alrededor. El coche y la carretera ya estaban fuera de la vista. Nada ni nadie se movía en el cementerio. Desde lejos, más allá de la catedral, venía el tip-tap, tip-tap del trabajo sudoroso y cuidadoso de Dradles (o más bien de su aprendiz). El único sonido aparte de ése era el zumbido y mosconeo de los insectos entre los hierbajos que se extendían hasta el este, hasta las marismas. Hasta el mar y su río afluente estaban silenciosos bajo la luz del sol resplandeciente.

Con un movimiento suave le retorcí el cuello al cachorro. El crujido fue audible, pero no muy fuerte. El cuerpecillo quedó flácido en mis brazos.

Miré a mi alrededor de nuevo y luego eché el cadáver del cachorro en el pozo de cal viva. No se oyó ningún silbido dramático, no hubo ningún burbujeo. El pequeño cuerpo blanco y negro con manchas se quedó allí, sumergido hasta un poco más de la mitad en la masa espesa y gris de la cal viva. Inclinándome y usando la rama, empujé con cuidado las costillas y la cabeza del cachorro, y también sus cuartos traseros, hasta que el cuerpo diminuto quedó justo por debajo de la superficie. Luego arrojé la rama entre las hierbas altas y marqué el lugar donde aterrizó.

¿Veinticuatro horas? ¿Cuarenta y ocho? Decidí darle setenta y dos horas (y un poco más, porque planeaba esperar hasta que anocheciera) antes de volver a usar la misma rama para hurgar en aquel lugar y analizar los resultados.

Silbando bajito una melodía que se había hecho popular en los music-halls aquel verano, volví paseando por el cementerio hasta el coche que me esperaba.