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En diciembre de 1865, el inspector Field me informó, usando como mensajero al corpulento detective Hatchery, de que la «convaleciente» de Dickens, Ellen Ternan, se sentía lo bastante bien no sólo para asistir a un baile de Navidad que daba el hermano del futuro marido de su hermana, Anthony Trollope, sino que se hallaba lo suficientemente recuperada de sus heridas de junio en Staplehurst como para «bailar» en aquella fiesta.
Con geranios rojos en el pelo.
En Navidad de aquel año, el inspector Field se quejaba insistentemente de que me había proporcionado a mí más información de la que yo le proporcionaba a él. Y era cierto. Aunque Dickens me había invitado a Gad’s Hill varias veces durante el otoño, y aunque él y yo habíamos comido juntos en la ciudad y asistido a diversas funciones juntos a lo largo de su lenta recuperación del desastre de Staplehurst, en realidad nunca volvimos a hablar de Drood. Era como si Dickens, de alguna manera, fuera consciente de que yo había firmado un pacto de traición con el intrigante inspector Field. Y, sin embargo, si esto era cierto, ¿por qué seguía invitándome el Inimitable a su hogar, por qué me enviaba cartas llenas de novedades y me invitaba a cenar con él en algunos de sus lugares predilectos de Londres?
El caso es que la semana después de que le hubiese explicado el relato del encuentro entre Dickens y Drood, casi palabra por palabra, el inspector Field me informó de que el escritor me había mentido.
Me di cuenta de que, si tal cosa era cierta, no existía ningún afluente del río subterráneo como el que me había descrito Dickens. No había túnel alguno que condujese a otro río, ni zahúrdas subterráneas llenas de cientos de pobres que se habían visto empujados bajo tierra, ni templo egipcio en las orillas de ese desconocido Nilo subterráneo. O bien Dickens me había mentido para proteger la verdadera ruta a la guarida de Drood, o bien se había inventado por completo toda la entrevista.
El inspector Field no estaba nada satisfecho. Obviamente, él y sus hombres habían pasado horas, noches y días enteros, explorando las catacumbas, cavernas y alcantarillas allá abajo… sin resultado alguno. A ese ritmo, según me dijo en una de nuestras infrecuentes y sombrías reuniones, nunca atraparía a Drood y moriría de viejo antes de complacer a sus antiguos superiores del cuartel general de la Policía Metropolitana, que nunca le devolverían su pensión y jamás rehabilitarían su buen nombre.
Sin embargo, Field siguió compartiendo información conmigo a lo largo del invierno. Durante esos meses de otoño después de concluir el trabajo en Nuestro común amigo y presumiblemente mientras tenía el placer de ver que sus últimos episodios aparecían en All the Year Round, Dickens había alquilado una casa para él en Londres, en Southwick Place número 6, junto a Hyde Park. Había poco misterio en aquello; alquiló una casa similar a la vuelta de la esquina de aquella dos años antes, para tener un lugar adecuado en Tyburnia para sus compromisos sociales londinenses, y aquel nuevo sitio junto a Hyde Park también estaba destinado a permitir que su hija Mamie acudiese a la ciudad cuando lo deseara para sus propias necesidades sociales (en lo posible, ya que la sociedad parecía rechazar en gran medida tanto a Katey como a Mamie, en aquella época).
Así que no había misterio alguno en el alquiler de una casa junto a Hyde Park. Sin embargo, como me indicaría el inspector Field unas semanas después, con un guiño y un toque en la nariz de su vigoroso dedo, era mucho más misterioso que Dickens alquilase dos casitas pequeñas en el pueblo de Slough, una llamada Elizabeth Cottage, en High Street, y la otra en Church Street, sólo a un cuarto de milla de distancia. Aunque esa revelación todavía no se había producido cuando llegaron las vacaciones de Navidad, más tarde me enteraría por el inspector Field de que Dickens alquilaba esas dos propiedades bajo el apellido Tringham: Charles Tringham para el Elizabeth Cottage, y John Tringham para la casa en Church Street.
Durante un tiempo, según me informaría posteriormente el inspector Field, la casa de Church Street permaneció vacía, pero luego fue ocupada por una tal señora Ternan y su hija Ellen.
—No sabemos por qué ha usado el señor Dickens el nombre de Tringham —me dijo el inspector Field después de Año Nuevo, mientras caminábamos por Dorset Square, cerca de mi casa—. Aparentemente carece de importancia, desde luego, pero en nuestro negocio siempre ayuda comprender por qué uno elige determinados alias bajo los cuales realizar el trabajo sucio.
Ignorando la alusión al «trabajo sucio», dije:
—Existe una tienda de tabaco en Wellington Street, junto a las oficinas donde Dickens y yo trabajamos en el All the Year Round. La propietaria, muy conocida de Dickens y mía, es una tal Mary Tringham.
—Aaah —exclamó el inspector Field.
—Pero no creo que sea ése el origen del nombre —añadí.
—¿No?
—No. ¿Conoce usted, inspector, una historia publicada en 1839 por Thomas Hood?
—Creo que no —dijo el inspector, agriamente.
—Trata de los cotilleos en los pueblos —dije—. En ella hay un pequeño poema que dice: «Sabiendo todo lo que hay que saber / en el chismoso y cotilla pueblo de Tringham».
—Aaah —exclamó de nuevo, con más convicción en esta ocasión—. Bien, el señor Dickens… o el señor Tringham, si lo prefiere…, se toma grandes molestias para ocultar su presencia en Slough.
—¿Cómo es eso?
—Fecha sus cartas en Eton; les dice a sus amigos que va simplemente a pasear por el parque, por allí —dijo el inspector Field—. Y camina millas campo a través desde Slough a la estación de ferrocarril de Eton, como si desease que le viesen (si es que le ven), esperando el tren para Londres allí, en lugar de ir a Slough.
Me detuve y pregunté:
—¿Y cómo sabe usted lo que les dice el señor Dickens a sus amigos en sus cartas privadas, inspector? ¿Ha abierto su correo con vapor, o ha interrogado a sus amigos?
El inspector Field se limitó a sonreír.
Sin embargo, todas esas revelaciones, querido lector, llegarían en la primavera de 1866, y debo volver ahora a la Navidad de 1865, extrañamente memorable.
Cuando Dickens me invitó a acudir a Gad’s Hill Place el día de Navidad, sugiriendo en su nota que debía quedarme hasta Año Nuevo, acepté de inmediato.
«El Mayordomo y la Madre del Mayordomo lo comprenderán», escribía, con su humor habitual, en la misma nota, en referencia a Harriet (a quien llamábamos Carrie cada vez más frecuentemente, a medida que maduraba) y a su madre, Caroline. No estoy seguro de que Caroline y Carrie comprendiesen plenamente o que apreciasen mi ausencia aquella semana, pero eso me preocupaba muy poco.
Cuando emprendía el corto trayecto en tren a Chatham, tenía en la mano el ejemplar de Navidad de All the Year Round, aquel en el que acababa de colaborar y que había ayudado a sacar, y que contenía la historia de Navidad de Dickens Cheap Jack. Pensé entonces en lo compleja que era la ficción del Inimitable en aquellos días.
Quizá sea necesario un novelista (o un futuro crítico literario como usted mismo, querido lector) para ver lo que se encuentra detrás de las palabras de la ficción de otro novelista.
Empezaré con el cuento de Navidad más reciente de Dickens.
Cheap Jack, el héroe epónimo de la pequeña fábula del Inimitable y nombre común en nuestros tiempos para los viajantes que van de pueblo en pueblo con sus mercancías baratas, relataba la historia de un hombre cuya mujer ya no estaba con él, cuyo hijo había muerto y que, por motivos profesionales, debía ocultar sus sentimientos al mundo. El personaje de Dickens era «el rey de los Cheap Jacks», y resultaba que se tomaba un interés paternal por una jovencita «con el rostro bello y alegre, y el pelo oscuro». ¿Era un rebuscado autorretrato del autor? ¿Era aquella jovencita Ellen Ternan?
Como estamos hablando de Dickens, por supuesto, la jovencita del rostro bello y alegre y el pelo oscuro también era sordomuda. ¿Qué sería de un cuento de Navidad de Dickens sin el pathos y el bathos?
«Si nos ves en el escenario, darías todo lo que posees por ser como nosotros. Si nos vieras fuera del escenario, añadirías algo más aún para deshacer el trato», nos dice Cheap Jack de sus momentos frente al público.
¿Nos habla aquí Charles Dickens del gran abismo entre su alegre vida pública y su tristeza privada y su profunda soledad, lejos de los ojos del público?
Y luego está su enorme novela, Nuestro común amigo, también finalizada (como Cheap Jack) el mes de septiembre anterior; acababan de concluir sus diecinueve entregas en nuestro All the Year Round.
Quizás hiciera falta otro autor profesional para ver lo complejo y peligroso que era en realidad un libro como Nuestro común amigo. Yo lo había leído por entregas en nuestra revista a lo largo del año y medio anterior; había oído leer a Dickens algunos fragmentos en voz alta ante grupos pequeños; había leído parte del libro en forma manuscrita, y después de que se publicara la entrega final, lo volví a leer todo otra vez. Era increíble. Por primera vez en mi vida creía que odiaba a Charles Dickens por puros y simples celos.
No puedo hablar por su época, querido lector, pero ya en nuestro siglo XIX, y aproximándonos a los dos tercios, la tragedia estaba reemplazando a la comedia en los ojos, los corazones y las mentes analíticas de «los lectores serios». Las tragedias de Shakespeare se representaban en escena mucho más frecuentemente que sus brillantes comedias, y recibían críticas y discusiones mucho más serias. El humor sostenido y profundo de, digamos, Chaucer o Cervantes se estaba viendo reemplazado en la breve lista de obras maestras por las tragedias e historias más serias tanto de los clásicos como de los contemporáneos. Si esa tendencia continúa, querido lector, por el tiempo en el que lea este manuscrito, dentro de más de un siglo, la capacidad de apreciar las comedias se habrá perdido por completo.
No obstante, es una cuestión de gustos. Durante años (ahora décadas), la ficción de Charles Dickens se había ido volviendo más oscura y más seria, y había permitido que los temas dictasen la estructura de sus novelas y había provocado que sus personajes encajasen con exactitud (excesiva exactitud) en los casilleros de la estructura temática general, como fichas de una biblioteca introducidas en el cajón correspondiente. Y con esto no digo que las novelas más serias de Dickens de los últimos años hayan carecido de humor; no creo que Dickens pudiera escribir algo totalmente desprovisto de humor, igual que no se podía confiar que permaneciera completamente serio en un funeral. A este respecto era totalmente irrefrenable. Pero sus temas se volvieron cada vez más serios a medida que abandonaba la celebración de la vida pickwickiana y desestructurada que le había convertido precisamente en el Inimitable Boz, y a medida que la crítica y la sátira social (todas muy importantes para él como persona) se habían desplazado más hacia el centro de su trabajo.
Pero en Nuestro común amigo, Dickens había creado una novela en clave sostenida de comedia de más de 800 intensas páginas sin dar una sola nota en falso, al menos en lo que yo podía colegir.
Era increíble. Me dolían las articulaciones, me ardían los ojos de dolor.
En Nuestro común amigo, Dickens había abandonado los grandes temas tipo La pequeña Dorrit, Casa desolada y Grandes esperanzas, y había subordinado casi completamente sus opiniones personales y sociales en un despliegue magistral de lenguaje y matices que se acercaba mucho a la perfección, «mucho». La complejidad de los personajes de este libro sobrepasaba de lejos cualquier cosa que hubiera hecho antes; en realidad, Dickens parecía haber resucitado muchos de sus personajes tempranos y haberlos elaborado de nuevo a la luz de una madurez recién conseguida y una capacidad de perdonar recién hallada. Así, el abogado malvado Tulkinghorn de Casa desolada, reaparece como el joven abogado Mortimer Lightwood, pero se redime de un modo que nunca estuvo al alcance de Tulkinghorn. El vil Ralphy Nickleby renace como el sinvergüenza Fledgeby, pero no escapa al castigo, como había ocurrido con Nickleby. (En realidad, la paliza que recibe Fledgeby a manos de otro sinvergüenza, Alfred Lammle, es uno de los puntos álgidos de la larga lista de excelentes escenas de ficción de Dickens). De modo similar, Noddy Boffin se convierte en un Scrooge que evita volverse avaro; el viejo judío, el señor Riah, expía los pecados del Fagin de Dickens, criticado a veces (especialmente por los judíos): ya no se trata de un prestamista sin corazón, sino sólo de un «empleado» de un prestamista cristiano sin corazón, con remordimientos de conciencia. Y Podsnap, además de ser un retrato implacable de John Forster (implacable y tan sutil que Forster nunca se reconoció en el personaje, aunque todos los demás sí lo hicieron), Podsnap es… Podsnap. La quintaesencia de la «podsnapería», que puede ser muy bien la quintaesencia de toda nuestra época.
Pero aunque el tono y la estructura de Nuestro común amigo son los de una comedia satírica sin mácula, que habría honrado al mismísimo Cervantes, el trasfondo de la novela, lo que subyace, es oscuro hasta la desesperación. Londres se ha convertido en un desierto estéril y pedregoso: «más barato al cuadruplicar su riqueza; menos imperial al ampliarse el imperio». Es una «ciudad desesperanzada, sin rasgón alguno en el plomizo dosel de su cielo». Los tonos son sombríos hasta un punto funerario, e incluso el cielo se ve oscurecido por la inevitable niebla que va desde el amarillo y el marrón a un fondo de una negrura tenebrosa: «una nube de vapor cargado con los sonidos ahogados de las ruedas y envolviendo un catarro sofocado». La ciudad tan amada por Dickens se ve retratada gris, o polvorienta, u oscura, o fangosa, o fría, o ventosa, o lluviosa, o ahogada en sus propios desechos y basuras. Lo más habitual en Nuestro común amigo es que todas esas cosas se den a la vez.
De todos modos, dentro de ese horror de paisaje (y envueltos por grandes oleadas de desconfianza, malignas maquinaciones, deshonestidades incipientes, codicia omnipresente y celos asesinos), los personajes consiguen encontrar el amor y el apoyo no dentro de su familia, como solían ejemplificar siempre Dickens y otros escritores de nuestra época hasta entonces, sino dentro de pequeños círculos de amigos e individuos amados y de confianza, que crean familias ad hoc y protegen del azote de la pobreza y la injusticia social a todos esos personajes que nos preocupan. Y esos mismos círculos de amor son los que castigan a aquellos a quienes desprecian.
Dickens había creado una obra maestra.
El público no lo reconoció. El primer número en All the Year Round se vendió muy bien (ya que después de todo era la primera novela de Dickens desde hacía dos años y medio), pero las ventas cayeron rápidamente; el último número vendió sólo 19 000 ejemplares. Yo sabía que aquello había sido una amarga decepción para Dickens, y aunque personalmente había obtenido alrededor de unas 7000 libras (lo supe por lo que le dijo Katey a mi hermano Charley), los editores Chapman y Hall en realidad perdieron dinero con el libro.
A los críticos les encantaba u odiaban el libro, sin reservas, y se afanaron en cada veredicto con sus habituales hipérboles petulantes, pero la tendencia crítica general era de decepción. Los de la esfera intelectual habían esperado otra novela temática con crítica social abierta, siguiendo de nuevo el esquema de Casa desolada, La pequeña Dorrit y Grandes esperanzas, pero en cambio recibieron… una simple comedia.
Como he dicho, yo mismo, al ser autor profesional, comprendía que Dickens había conseguido algo casi imposible sosteniendo un tono satírico tan sutil durante una extensión semejante, y con extrema perfección, de manera que la sátira nunca derivaba en cinismo, la visión cómica no se convertía nunca en simple caricatura y la crítica implacable de la sociedad no degeneraba nunca en simple sermón.
En otras palabras, tuve que ser yo quien viese que Nuestro común amigo era una obra maestra.
Le odiaba. Como escritor y competidor, en aquel momento deseé (mientras el tren partía de Londres hacia su hogar en Gad’s Hill) que Charles Dickens hubiese muerto en el accidente de Staplehurst. ¿Por qué no había muerto? Otros muchos habían perecido. Y como él escribió, alardeando de manera insufrible ante mí y tantos otros amigos, el suyo fue el único vagón de primera clase que «no» cayó al lecho del río abajo y quedó hecho astillas.
Sin embargo, aparte de todo aquello, era la revelación personal de Nuestro común amigo lo que encontraba más relevante para la situación actual en la que todos nos encontrábamos.
Ante mis ojos entrenados de escritor y de experto lector se podían encontrar, en todas las páginas de ese libro, señales y ecos de la desastrosa culminación de la larga relación de Dickens con su esposa y del inicio de su peligrosa relación con Ellen Ternan.
La mayoría de los novelistas crean ocasionalmente personajes (a menudo, algún malvado) que llevan una doble vida, pero la ficción de Dickens parecía entonces saturada de dualidades de ese estilo. En Nuestro común amigo, el héroe, el joven John Harmon (heredero de la fortuna Harmon, procedente de la basura, que aparece ahogado en sospechosas circunstancias mientras volvía de Londres, después de muchos años en el mar), visita inmediatamente el cuerpo en descomposición (vestido con sus ropas, y por tanto que se supone que es él) en la comisaría. Harmon cambia entonces su identidad con Julius Handford, y luego más tarde con John Rokesmith, de modo que puede actuar como secretario de los Boffins, sirvientes de baja categoría que, por carencia de otros herederos, han heredado la fortuna y los vertederos de basura que deberían pertenecer a John Harmon.
Los malos de Nuestro común amigo, Gaffer Hexam, Rogue Riderhood, el señor y la señora Lammle (unos timadores que se han engañado el uno al otro en un matrimonio sin amor y sin dinero y que unen sus fuerzas sólo para engañar y utilizar a los demás), Silas Wegg, el de la pata de palo, y especialmente el asesino director del colegio, Bradley Headstone, todos fingen ser otra persona, o ser otra cosa, pero se les permite seguir siendo quienes son, de corazón. Sólo los protagonistas auténticos de la novela sufren de identidades duales o múltiples que aumentan la confusión de su yo.
Y esa trágica confusión la lleva consigo inevitablemente una forma determinada de energía: el amor. Equivocado, desplazado, perdido u oculto, el amor romántico es el motor que mueve todo el secreto, las maquinaciones y la violencia en la comedia más enérgica (y más terrible) de Dickens. Nuestro común amigo, me di cuenta para mi pena y horror, era un título y un relato que merecía ser de Shakespeare.
John Rokesmith/Harmon esconde su identidad ante su amada Bella hasta mucho después de que estén casados, incluso después de tener un hijo, para poder manipularla, probarla y educarla mejor: lejos del amor del dinero y hacia el amor por sí mismo. El señor Boffin se convierte en un avaro de mal carácter a todos los efectos, echa a su pupila Bella de la casa y la devuelve a sus orígenes empobrecidos, pero no es más que una bufonada, otro medio más de probar la auténtica valía de Bella Wilfer. Hasta el gandul abogado Eugene Wrayburn, uno de los personajes más fuertes (y más confusos) de toda la obra de ficción de Dickens, alcanza, a causa de su absurdo amor por Lizzie Hexam, de origen humilde, un punto en el que se golpea la cabeza y el pecho lleno de confusión, pronuncia su propio nombre y exclama: «¿Puedes decirme qué es esto? ¡No, por mi vida, no puedo! ¡Me rindo!».
John Harmon, perdido entre todos esos disfraces y estrategias manipuladoras, llega a una pérdida de identidad similar y exclama: «Pero yo no era yo. No existe aquello que llaman yo, que yo sepa».
El débil y celoso director Bradley Headstone parece confesar las propias pasiones y celos ocultos de Charles Dickens cuando le cuenta a la muy solicitada Lizzie Hexam:
Tú me has atraído a tu lado. Si hubiese estado encerrado en una dura prisión, tú me habrías sacado. Habría roto la misma pared para venir a ti. Si hubiese estado postrado en el lecho y enfermo, me habrías levantado…, habría llegado tambaleante a tus pies y habría caído allí.
Y más tarde:
Tú eres mi ruina… ¡Sí! Tú eres la ruina…, la ruina, mi ruina. No tengo recursos en mí mismo, no tengo confianza en mí mismo, no tengo gobierno de mí mismo cuando tú estás cerca, o en mis pensamientos. Y ahora tú estás siempre en mis pensamientos. No te he abandonado nunca desde que te vi por primera vez.
Comparemos esto con lo que Charles Dickens había escrito en una carta privada, no mucho después de conocer a Ellen Ternan: «No he conocido un solo momento de paz o de contento desde la última noche de Profundidades heladas. Supongo que nunca hubo un hombre tan cautivo y tan rendido a un solo espíritu. […] ¡Ah, aquél fue un día maldito para mí! ¡Aquél fue un día condenado, desgraciado!».
La pasión de Charles Dickens por Ellen Ternan y la destrucción del sentido del yo, de la familia y de la cordura que aquella pasión le estaba causando gritaban detrás de la máscara de todos los personajes y acontecimientos violentos de Nuestro común amigo.
En la terrorífica escena en que Bradley Headstone revela su pasión a la temerosa Lizzie Hexam en un camposanto neblinoso, un escenario bastante apropiado, a mi parecer, ya que el amor del director de escuela está condenado, es unilateral y debe tener corta vida, antes de morir de celos y resucitar como asesino, el trastornado director parece gritar con una voz que hace eco a los silenciosos gritos de agonía de Charles Dickens aquel año:
Ningún hombre sabe, hasta que llega el momento, qué profundidades hay en su interior. Para algunos hombres no llega nunca; dejémoslos descansar y demos gracias. Para mí, tú las has traído, tú las has forzado, y el fondo de ese mar embravecido se ha alzado desde entonces… Te amo. Lo que quieren decir otros hombres cuando usan esa expresión no lo sé; lo que quiero decir yo es que estoy bajo la influencia de una atracción terrible, que he resistido en vano y que me domina. Puedes arrastrarme al fuego, puedes arrastrarme al agua, puedes arrastrarme a la horca, puedes arrastrarme a la muerte, puedes arrastrarme a todo aquello que siempre he evitado, puedes arrastrarme a cualquier peligro y cualquier desgracia. A eso y a la confusión de mis pensamientos, que es tal que no valgo para nada, es a lo que me refiero cuando digo que eres mi ruina.
Y mientras Bradley Headstone grita todas esas cosas, se agarra a las piedras de la pared de la tumba hasta que caen cascotes de mortero y polvo y salpican el suelo, y finalmente, pasa su puño cerrado por la piedra con tanta fuerza que los nudillos quedan «en carne viva y sangrantes».
Charles Dickens no había escrito nunca con tanta claridad, tan dolorosa y convincentemente sobre el terrible poder dual del amor y de los celos. No volvería a hacerlo.
Y con Bradley Headstone, la confusión de identidades y pérdida de control sobre su propia vida, las urgencias de la obsesión erótica y romántica, ¿podían conducir a Charles Dickens a la locura a la luz del día, y al crimen en la noche? Parecía absurdo, pero también posible.
Dejé a un lado la revista mientras el tren entraba en la estación y cambié de asiento para mirar hacia fuera aquel día de Navidad frío, gris y sin sombras. Prometía ser una visita interesante.
El año anterior a Staplehurst, en 1864, la reunión navideña de Dickens, poco entusiástica comparativamente, acogió sólo a mi hermano Charley y a su esposa, Katey, al artista Fechter y a su esposa (y el sorprendente regalo del chalé suizo de éste), a Marcus Stone y a Henry Chorley. Aquel año me sentí vagamente sorprendido al encontrar a otro soltero, Percy Fitzgerald, huésped durante varios días, y nada sorprendido al ver a Charley y Katey de nuevo ante la chimenea de Dickens, encantado de encontrar a los demás residentes de Gad’s Hill, como Mamie y Georgina, relativamente de buen humor, y totalmente sorprendido (a pesar de que el joven superviviente de Staplehurst me había mencionado la invitación de Dickens el verano anterior) de encontrar al joven Edmond Dickenson instalado en Gad’s Hill para pasar toda la semana. En total éramos tres solteros a la mesa, si no contábamos al propio Dickens como tal.
Y aquella mañana, Dickens me prometió otra gratificante sorpresa a la hora de cenar, por la noche.
—Mi querido Wilkie, te encantarán nuestros invitados sorpresa de esta noche. Te lo prometo. Serán una delicia para nosotros, como siempre.
Si no hubiese sido por el plural, podría haberle preguntado en broma al Inimitable si el señor Drood haría su aparición en nuestra mesa de Navidad. O quizá no debía hacerlo: a pesar de su entusiasmo por los invitados misteriosos, Charles Dickens parecía muy cansado y demacrado aquel día de Navidad. Le pregunté por su salud y admitió que se había visto aquejado de dolores y debilidades misteriosas durante todo el otoño y el principio del invierno. Evidentemente, había consultado con frecuencia a nuestro común amigo y físico Frank Beard, aunque Dickens raramente seguía los consejos de Beard. Parece ser que Beard le había diagnosticado «falta de potencia muscular en el corazón», pero Dickens parecía seguro de que el corazón herido en cuestión se hallaba más en el reino de las emociones que en su propia cavidad pectoral.
—Son estos malditos días de invierno, tan bochornosos, que hacen presa de nuestra mente, Wilkie —dijo Dickens—. Luego, después de tres o cuatro días de una humedad inusualmente cálida, estos azotes fríos y constantes le golpean a uno la moral como un mazo. Pero nunca nieva, ¿te has fijado? Daría cualquier cosa por las sencillas y frías Navidades nevadas de mi infancia.
Era cierto que ya no quedaba nieve en el suelo ni en Londres ni en Gad’s Hill, aquella Navidad en particular. Nos encontrábamos en uno de los azotes fríos que él había descrito, y nuestro paseo vespertino de aquel día de Navidad (venía con nosotros Percy Fitzgerald, así como el joven Dickenson y el hijo de Dickens, Charley, pero mi hermano Charles se había quedado en casa) parecía más una procesión bamboleante de absurdos bultos de lana con múltiples capas que una excursión de caballeros. Hasta Dickens, que normalmente no parecía notar la lluvia ni el calor ni el frío, había añadido un gabán mucho más grueso al que normalmente llevaba en sus paseos, además de una segunda bufanda de lana roja enrollada en torno al cuello y la parte inferior del rostro.
Además de los cinco hombres venían también cinco perros en aquella excursión: Linda, la pesada San Bernardo; la pequeña pomerania de Mary que hacía honor a su nombre de Saltarina; Don, el terranova negro; el gran mastín llamado Turk, y Sultán.
Dickens tenía que contener a Sultán con una correa gruesa. El perro también requería un bozal de cuero. Percy Fitzgerald, que le había regalado a Dickens aquel sabueso irlandés cuando era todavía un cachorro, el septiembre anterior, se sintió muy contento al ver a Sultán tan crecido y saludable, pero cuando se aproximó a acariciar al perro, éste le gruñó ferozmente y le soltó un mordisco constreñido por el bozal, como si estuviera decidido a arrancarle la mano por la muñeca. Percy se echó atrás, espantado y avergonzado. Dickens pareció extrañamente complacido.
—Sultán sigue siendo amable y obediente conmigo —nos dijo—. Pero es un monstruo con casi todas las demás criaturas vivientes. Ha mordido ya cinco hocicos y a menudo viene a casa con sangre en el morro. Sabemos con toda seguridad que se tragó entera a una gatita de ojos azules, pero Sultán se atormentó muchísimo por esa hazaña ruin, debido a los remordimientos… o quizá a la indigestión.
Como el joven Edmond Dickenson se rió, Dickens añadió:
—Pero observad que Sultán ha gruñido y ha enseñado los dientes a todos los que estáis aquí…, excepto a Wilkie. Aunque Sultán sólo es leal conmigo, existe una extraña afinidad entre este perro y Wilkie Collins, os lo aseguro.
Fruncí el ceño por encima del borde de mi bufanda.
—¿Por qué dices eso, Dickens? ¿Porque los dos tenemos sangre irlandesa?
—No, mi querido Wilkie —dijo Dickens detrás de su bufanda roja—. Porque ambos sois peligrosos, a menos que se os contenga adecuadamente y se os trate con mano dura.
El idiota de Dickenson volvió a reírse. Charley Dickens y Percy se limitaron a mostrarse extrañados por el comentario.
Ya fuera por el frío, ya fuera por la compasión de Dickens hacia sus invitados, o quizá por los propios problemas de salud del Inimitable, la caminata de la tarde fue más bien un paseo en torno a la propiedad, en lugar de la habitual maratón. Fuimos caminando hasta el establo y vimos los caballos, incluyendo a Boy, el que montaba Mary, Veck, el viejo trotón, y el poni noruego de comportamiento siempre serio, llamado Newman Noggs. Mientras estábamos allí de pie, entre nubes de cálidas exhalaciones formadas por el aliento de los caballos, alimentándolos con zanahorias, recordé mi primera visita veraniega a aquel lugar para ver a Dickens después del accidente de Staplehurst y que los nervios del Inimitable ni siquiera podían soportar el lento trote de Newman Noggs tirando del calesín. Ese coche y el arnés de Hoggs, que colgaban de la pared del establo, estaban engalanados aquel día, como de costumbre, con un juego de campanillas noruegas de sonido encantador, pero hacía demasiado frío para salir a caballo.
Salimos del establo y Dickens (con Sultán tirando de la correa ante él) nos dirigió por el túnel hacia el chalé. Los campos de grano verde del verano habían muerto y se habían convertido en irregulares extensiones de rastrojos marrones y helados. La carretera de Dover estaba casi desierta aquel gris día de Navidad, sólo una carreta torcida con su almiar iba desplazándose lentamente por su extensión enfangada y helada. La hierba congelada crujía y se partía bajo nuestras botas.
Nuestra procesión siguió a Dickens hacia el campo que había detrás de su casa. Allí, el escritor hizo una pausa y me miró un segundo; me enorgullecí de saber exactamente lo que estaba pensando.
Allí, en aquel mismísimo lugar, hacía cinco años, un precioso día de la primera semana de septiembre, Charles Dickens había quemado hasta la última brizna de la correspondencia que había recibido durante las tres décadas anteriores. Mientras sus hijos Henry y Plorn le llevaban cesta tras cesta de cartas de su estudio y sus archivos, y su hija Mamie le rogaba que no destruyera unos ejemplos literarios y personales tan inestimables, Dickens quemó todas las cartas que había recibido de mí, de John Forster, de Leigh Hunt, de Alfred Tennyson, de William Makepeace Thackeray, de William Harrison Ainsworth, Thomas Carlyle, de sus amigos norteamericanos Ralph Waldo Emerson y Henry Wadsworth Longfellow, de Washington Irving, de James T., de Annie Fields y de su esposa Catherine. Y de Ellen Ternan.
Más tarde, Katey me dijo que había discutido con su padre mientras ella tenía las cartas en las manos; alegaba que había reconocido la letra y las firmas de Thackeray, de Tennyson y de otros muchos: le había rogado que pensase en la posteridad. Pero Katey, por el motivo que fuera, me mentía cuando me contaba aquella historia. Kate en realidad estaba de luna de miel en Francia con mi hermano Charles ese día, 3 de septiembre, en el que Dickens, de repente, decidió quemar toda su correspondencia. De hecho, no se enteró de aquello hasta muchos meses después.
Su hermana menor, Mamie, sí que estaba (allí, en aquel mismísimo lugar donde ahora me encontraba yo, de pie en el jardín de Dickens que daba a los campos congelados y a los desnudos y distantes bosques de Kent), y Mamie sí que suplicó a su padre que no destruyese las cartas. La respuesta de Dickens fue: «Ojalá todas las cartas que he escrito en mi vida estuviesen en este montón».
Cuando los archivos y los cajones del estudio de Dickens quedaron vacíos aquel día, sus hijos Henry y Plorn asaron unas cebollas en las brasas de la enorme hoguera, hasta que una súbita tormenta vespertina hizo que todo el mundo corriese adentro. Dickens me escribió más tarde: «Entonces llovió muy fuerte…, sospecho que mi correspondencia nubló la faz de los cielos».
¿Por qué había quemado Dickens el legado de su correspondencia?
Justo el año anterior, en 1864, Dickens me había dicho que escribió a su antiguo amigo, el actor William Charles Macready: «Viendo que cada día se hacía uso impropio de cartas confidenciales exponiéndolas a un público al que nada importaban, no hace mucho preparé una gran hoguera en mis campos en Gad’s Hill y quemé todas las cartas que poseía. Y ahora siempre destruyo todas las cartas que recibo que no sean de negocios, y mi mente hasta el momento está completamente en paz».
¿Qué usos impropios eran ésos? Algunos amigos que Dickens y yo teníamos en común —de los pocos que se habían enterado de la quema masiva— aventuraban que la difícil y pública separación del Inimitable de Catherine (hecha pública sobre todo por sus malas decisiones, deberíamos recordar) le había aterrorizado y le había llevado a imaginar a posibles biógrafos literarios y a otros carroñeros literarios, días y meses después de su muerte, afanándose con su correspondencia confidencial de tantos años. Durante décadas, según especulaban esos amigos comunes, la vida y el trabajo de Charles Dickens habían sido de propiedad pública. Él se habría sentido expuesto, pensaban, si las reacciones de sus amigos a sus pensamientos más privados hubiesen resultado examinadas y escudriñadas también por el público curioso.
Yo tenía una teoría ligeramente distinta de por qué había quemado Dickens sus cartas.
Creo que fui yo quien le metió en la cabeza la idea de quemar las cartas.
En la edición de 1854 de Household Words, en mi historia El cuarto pobre viajero, el narrador, un abogado, dice: «Mi experiencia con la ley, señor Frank, me ha convencido de que si todo el mundo quemase las cartas de todo el mundo, la mitad de los tribunales de justicia de este país ya podrían cerrar». Los tribunales estaban en aquellos días muy presentes en la mente de Dickens, mientras escribía Casa desolada, y luego de nuevo en 1858, cuando la familia de su mujer amenazó con llevarle a los tribunales por diversas injusticias con Catherine, incluido, se puede presumir, el adulterio.
Y justo unos meses antes de que Dickens hubiese entregado sus cartas al fuego, yo había escrito algo sobre quemar una carta en mi novela La mujer de blanco, que entonces salía por entregas en Household Words, cuidadosamente editada por Dickens. En mi relato, Marian Halcombe recibe una carta de un tal Walter Hartright. La medio hermana de Marian, Laura, estaba enamorada de Hartright, pero había aceptado mantener la promesa que le hizo a su padre moribundo de casarse con otro. Hartright se había alejado y ahora estaba dispuesto a irse a Sudamérica. Marian decide no contarle a Laura el contenido de su carta:
Casi dudo de si debería ir un paso más allá o no, y quemar la carta de inmediato, por temor de que algún día caiga en las manos equivocadas. No sólo se refiere a Laura en términos que deberían permanecer secretos para siempre entre el escritor y yo, sino que reitera su sospecha (obstinada, incomprensible y, también, alarmante) de que le vigilan en secreto… Pero existe un peligro si guardo la carta. El menor accidente puede ponerla a la merced de cualquier extraño. Puedo caer enferma, puedo morir… Mejor será quemarla de inmediato y así tendré una ansiedad menos.
¡Ya ha ardido! Las cenizas de su carta de adiós (la última que me escriba, quizá) yacen en pequeños fragmentos negros en el hogar.
Mi teoría es que esta escena de La mujer de blanco causó una profunda impresión en Dickens en un momento en que estaba trabajando muy, muy duro para crearse una segunda vida secreta con Ellen Ternan, pero también que, sea cual sea el motivo, fue el matrimonio de su hija Kate con mi hermano, en julio de 1860, lo que finalmente le obligó a quemar su correspondencia y a, casi estoy seguro de ello, convencer a Ellen Ternan de que quemase también todas las cartas que le había enviado en los años anteriores. Estoy seguro de que Dickens veía el matrimonio de Katey con Charles Collins como una forma de traición dentro de su familia, y no es demasiado especular que pudiera imaginar entonces que sus hijas e hijos, pero especialmente su hija mayor, la que siempre había estado de acuerdo en todo con él, le traicionase una vez más vendiendo o publicando esa correspondencia cuando él hubiese muerto.
Dickens había envejecido terriblemente en los años transcurridos entre 1857 y 1860, algunos incluso dicen que pasó de joven a viejo casi sin pausa para la mediana edad. Tal vez fuera su propia relación con la enfermedad y el espectro de la muerte en aquella época lo que le recordó mi escena de la quema de la carta y lo que le impulsó a destruir toda prueba de sus pensamientos más íntimos.
—Ya sé lo que estás pensando, querido Wilkie —dijo Dickens de pronto.
Los otros hombres parecieron sorprendidos. Enfundados en capas de lana, habían contemplado la puesta del débil sol bajo la capa de nubes hacia el oeste, sobre los helados campos de Kent.
—¿Qué estoy pensando, mi querido Dickens? —dije.
—Estás pensando que una gran hoguera aquí nos calentaría estupendamente —me contestó.
Al oír aquello, parpadeé, notando que mis pestañas heladas rozaban mi helada mejilla.
—¡Una hoguera! —exclamó el joven Dickenson—. ¡Qué buena idea!
—Lo sería si no tuviéramos que reunimos con las mujeres y los niños que están dentro, con sus juegos navideños —dijo Dickens, que golpeó sus gruesos guantes uno con otro: sonó como un disparo de rifle.
Sultán respingó de repente, saltando de lado y tirando de la correa; se agachó como si le hubiesen disparado con un rifle real.
—¡Ponche caliente para todo el mundo! —gritó el Inimitable, y nuestra procesión de esferoides lanudos con abigarradas bufandas fue bamboleándose hacia la casa, tras él.
Me ausenté del júbilo de los juegos con los niños y las mujeres y busqué el refugio de mi habitación. Siempre me alojaba en la misma estancia en Gad’s Hill Place, y me sentí muy aliviado al ver que seguía siendo mía, que no me habían degradado en meses recientes (a causa de la acumulación de familia que pasaba las vacaciones y de los «misteriosos huéspedes» que todavía tenían que llegar aquella noche). Percy Fitzgerald fue relegado a una habitación en la Falstaff Inn, al otro lado de la calle. Lo encontré absurdo, ya que Percy era antiguo amigo y merecía una habitación en casa de Dickens mucho más que el huérfano Dickenson, que, sin embargo, se alojaba en la casa. Pero hacía tiempo que había dejado de intentar comprender o predecir los caprichos de Charles Dickens.
Debo observar aquí, querido lector, que nunca había comunicado a nadie la iluminación que tuve aquella madrugada, inducida por el láudano, de que Dickens estaba planeando matar al joven y rico huérfano Edmond Dickenson (y que tenía que ver con los geranios rojos como la sangre que vi en el paisaje y en la habitación del hotel), ni al inspector Field ni a nadie. La razón es obvia: en realidad era una visión producida por el láudano de madrugada, y aunque algunas de ellas han resultado muy valiosas para mí como novelista, habría sido difícil describirle al bizco inspector la lógica oculta y la intuición inducida por la droga que me habían llevado a aquella convicción.
Pero volvamos a mi habitación en Gad’s Hill Place. Aunque le decía lo contrario a Caroline después de largas estancias con Dickens, la verdad es que su hogar era un refugio muy cómodo para los huéspedes. Cada habitación de invitados tenía un lecho maravillosamente confortable en el cual dormir, varios muebles caros e igualmente cómodos, y siempre, en todas las habitaciones y también en algunos vestíbulos y habitaciones comunes, había una mesa cubierta de materiales de escritura, incluyendo papel de cartas con membrete, sobres, plumas de ave, cera, cerillas y lacre. Todo estaba dispuesto en la habitación de cada uno, que se mantenía siempre limpia, escrupulosamente ordenada e impecablemente preparada.
Cada invitado en Gad’s Hill se encontraba también con una verdadera biblioteca en su propia habitación para poder elegir, con diversos volúmenes colocados en la mesilla. Esos libros eran elegidos específicamente por Dickens para aquel huésped en particular. En mi mesilla de noche yo tenía un ejemplar de mi novela La mujer de blanco, no el dedicado que le había regalado personalmente a Dickens, sino uno nuevo, recién comprado, con las páginas todavía sin cortar, así como artículos de la revista Spectator, un ejemplar de Las mil y una noches y un volumen de Herodoto con un punto de libro de cuero situado en un capítulo de los viajes egipcios del antiguo historiador, que iniciaba un comentario sobre los llamados «templos del sueño».
Encima de un espejo de tocador que había en mi habitación se encontraba una tarjeta que decía: «Hans Andersen durmió en esta habitación cinco semanas…, ¡semanas que a la familia le parecieron siglos!».
Ya sabía algo de la larga visita. Una noche, después de beber vino, Dickens describió al amistoso danés (que hablaba muy poco inglés, cosa que debió de hacer su larga estancia entre la familia Dickens mucho más tensa) como «un cruce entre mi personaje Pecksniff y el Patito Feo, Wilkie. Una cruz escandinava muy difícil de soportar durante una semana, y mucho menos durante dos quincenas o más».
Cuando frecuentemente les decía a Caroline o a Harriet, después de varios días o varias semanas como invitado en Gad’s Hill, que mi estancia allí había sido «una prueba», lo decía en un sentido mucho más literal. A pesar del buen humor de Dickens, que era real, y de sus sinceros esfuerzos para que sus huéspedes siempre estuviesen a gusto y para procurar su comodidad, dándoles conversación en todas las comidas y reuniones, también existía la sensación clara de estar «siendo juzgado» por el Inimitable, cuando uno era huésped en su casa. Al menos yo lo sentía así. (Supongo que el pobre Hans Christian Andersen —que había comentado, sin quejarse, la brusquedad que le demostraron Katey, Mamie y los chicos durante su larga estancia allí— no había notado la impaciencia y ocasional censura de su anfitrión).
En la tranquilidad de mi habitación, aunque podía oír los gritos de deleite de los niños y de Charles Dickens abajo, en el salón, mientras jugaban, saqué el tarro de láudano de su lugar bien protegido en mi bolso de mano y llené el vaso limpio que tenía junto a la jarra de agua fresca del lavabo, que rellenaban constantemente. La noche, de eso estaba seguro, sería una prueba para mí, literal y emocionalmente. Me bebí el primer vaso de medicina y llené el segundo.
Puede que esté preguntándose, querido lector y juez de mi posible futuro, por qué había accedido a informar sobre Dickens al inquisitivo expolicía. Espero que no haya desmerecido la opinión que tenía de mí durante las páginas de mis recuerdos que han pasado hasta aquí, desde que relaté la consumación de ese trato conspirativo.
Los motivos de que accediera a ese trato fáustico son tres.
Primero: creo que Dickens «quería» que yo informase al antiguo inspector Charles Frederick Field tanto de todo lo que había ocurrido aquella noche que buscábamos a Drood como de todo lo que me había contado el Inimitable sobre Drood desde aquella noche. ¿Por qué quería Dickens que yo informase sobre él? No estoy seguro de todos los motivos, pero sí que estoy bastante seguro de que el autor quería que lo hiciera sin tener que «pedirme» que lo hiciera. Dickens sabía que el detective privado estaba investigándome. Ciertamente, sabía que un hombre como Field intentaría chantajearme con algo con que exponer públicamente la verdadera naturaleza de mi relación con Caroline. Y más aún, Dickens nunca me habría, contado la historia del origen de Drood ni habría admitido sus propios viajes a la Ciudad Subterránea de Londres si el propio.
Dickens no hubiese anticipado e incluso querido que yo transmitiese la información al inspector acosador. Ignoro qué juego se llevaba entre manos Dickens. Pero el sentido de connivencia misteriosa entre el Inimitable y yo era muy intenso, mucho más que entre el que yo tenía con el intrigante inspector Field.
Segundo: yo tenía mis propios motivos para usar al inspector como medio para recabar información de Charles Dickens y de Ellen Ternan. Ahí, y eso lo sabía yo, en ese aspecto de su vida, Dickens nunca compartiría información alguna conmigo. Su relación con la actriz, mucho antes de la intervención reveladora del desastre de Staplehurst, había cambiado todos los aspectos de la vida del Inimitable, todas las relaciones (incluyendo la que tenía conmigo) de su vida. Sin embargo, los detalles y la extensión de esa relación secreta y esa atareada «segunda vida» seguirían siendo, si Dickens conseguía salirse con la suya (¿y cuándo no lo hacía?), un misterio hasta el final de su vida. Yo tenía motivos, que quizá le revele más tarde, querido lector, para necesitar conocer esos detalles. El inspector Field, tan proclive a husmear, gracias a su completa falta de perspectiva moral caballeresca y con la ayuda de su extenso grupo de detectives, era la fuente perfecta para tal información.
Tercero: entré en la aparente conspiración con el inspector Field por mi propia necesidad de arreglar algunos elementos de una relación íntima con Charles Dickens que había visto deteriorarse a lo largo del año anterior, mucho antes de Staplehurst. En un sentido real, estaba transmitiendo la información de Drood al detective para ayudar a proteger a Charles Dickens en uno de sus momentos más vulnerables. Notaba que era importante una renovación de nuestra amistad, que estaba en peligro (y la reafirmación de mi propia igualdad en ella, tan erosionada); debía ayudar y proteger a mi amigo Charles Dickens.
Habían pasado veinte minutos desde que me bebiera el láudano y notaba que el dolor invasor de la gota reumatoide empezaba a soltar la mordaza que había apretado en torno a mi dolorida cabeza, a mis intestinos y extremidades. Una sensación de profundo equilibrio y alerta mental se extendió por todo mi organismo.
Fuera cual fuera la sorpresa que Charles Dickens nos tenía reservada para aquella cena de Navidad, ahora me sentía preparado para enfrentarme a ella con la habitual desenvoltura y con el buen humor de Wilkie Collins.