47
¿Dónde estoy?
Gad’s Hill. Pero no en Gad’s Hill Place, simplemente en Gad’s Hill, el lugar donde Falstaff intentó robar el coche pero fue atacado por «treinta rufianes» (en realidad el príncipe Hal y un amigo) que le robaron a él antes de que huyera, presa del pánico.
Mi coche negro está aparcado ante una esquina de la Falstaff Inn. El coche alquilado parece un coche fúnebre, cosa bastante adecuada. Resulta casi invisible entre las sombras, bajo los altos árboles, mientras la luz de la tarde comienza a declinar. El conductor sentado en el pescante no es un conductor, sino un marinero a quien he contratado para esta noche: le he pagado el equivalente a seis meses del salario de un conductor real. Es un mal conductor, pero también es extranjero. No habla inglés (me comunico con él mediante un poquito de alemán que aprendí en la escuela y el lenguaje de los signos) y no sabe nada de Inglaterra ni de sus famosos. Se irá al mar de nuevo dentro de diez días, y quizá no regrese nunca a las costas inglesas. No tiene curiosidad por nada. Es un conductor malísimo (los caballos notan su falta de habilidad y no le demuestran ningún respeto), pero es el conductor perfecto para esta noche.
¿Y qué noche es?
Pues es la agradable noche del 8 de junio de 1870, veinte minutos después de que se haya puesto el sol.
Golondrinas y murciélagos pasan como flechas entre las sombras y hacia el cielo, las alas de los murciélagos y las colas bifurcadas de las golondrinas como uves aplanadas contra el cristal plano y limpio de pálida acuarela que es el anochecer.
Veo a Dickens cruzar al trote la carretera (o intentando trotar, ya que cojea ligeramente). Lleva ropa oscura, tal y como yo le he pedido, para esta salida, y una especie de sombrero blando y caído. A pesar de que obviamente tiene una pierna y un pie mal, no lleva bastón esa noche. Abro la portezuela; él salta al coche y se sienta a mi lado.
—No le he dicho a nadie adónde iba —dice, sin aliento—. Tal y como me has pedido, mi querido Wilkie.
—Gracias. Sólo será necesario el secreto en esta ocasión.
—Es todo muy misterioso —dice, mientras doy unos golpecitos en el techo del coche con mi pesado bastón.
—Así es como tiene que ser —respondo—. Esta noche, mi querido Charles, cada uno de nosotros va a encontrar la respuesta a un gran misterio…, y el tuyo será el mayor.
Él no dice nada al oír este único comentario, una vez el coche se pone en marcha y se sacude y cabecea y se balancea en su camino hacia el este, por la carretera. El conductor-marinero está azuzando demasiado a los caballos y las caídas en los baches y los virajes bruscos cuando se aproxima el menor objeto amenazan con arrojarnos a nosotros y al coche a la cuneta fangosa de un momento a otro.
—Tu conductor parece llevar una prisa del demonio —dice Dickens.
—Es extranjero —le explico.
Un rato después, Dickens se inclina por encima de mí y mira por la ventanilla izquierda mientras nos aproximamos a la aguja de la catedral de Rochester, que se alza como una flecha negra ante el cielo oscuro.
—Ah —dice, pero creo que detecto más confirmación que sorpresa en esa sílaba.
El coche chirría, gime y acaba por detenerse en la entrada del camposanto. Salimos (yo con una linterna pequeña y apagada, y ambos un poco entumecidos debido a los saltos y sacudidas del alocado viaje), y entonces el conductor aplica de nuevo el látigo y el negro coche se aleja traqueteando en la profunda oscuridad.
—¿No quieres que nos espere el coche? —pregunta Dickens.
—El conductor volverá a buscarme cuando sea el momento —digo.
Si él ha observado que he usado «buscarme» en lugar de «buscarnos», no lo comenta. Nos dirigimos hacia el camposanto. La iglesia y esta parte antigua de la ciudad y el cementerio están vacíos y silenciosos. La marea ha bajado y se percibe el hedor a putrefacción de las marismas, pero desde algún lugar algo más lejano viene el aroma fresco y salado del mar, así como el sonido de las olas bajas. La única iluminación proviene de la luna creciente.
—¿Y ahora qué, Wilkie? —dice Dickens en voz baja.
Saco la pistola de mi chaqueta (trasteando un momento para liberar el percutor y la mirilla, que sobresalen, del forro) y le apunto.
—Ah —vuelve a decir él, y de nuevo no hay tono de sorpresa audible en su exclamación.
A mis oídos, entre los latidos del pulso, aquella sílaba suena sólo triste, incluso aliviada.
Nos quedamos allí de pie un momento, como un viejo cuadro algo extraño. El viento del mar agita las ramas de un pino cerca del lugar donde el muro del cementerio nos oculta de la calle. El dobladillo y el cuello suelto de la larga chaqueta de verano de Dickens se arremolinan en torno a su cuerpo como un gallardete negro. Él levanta una mano para sujetar el ala de su sombrero flexible.
—Entonces, ¿vamos al pozo de cal viva? —pregunta Dickens.
—Sí. —Tengo que intentarlo dos veces antes de poder emitir la palabra adecuada. Tengo la boca muy seca. Me muero por echar un trago de mi botellita de láudano, pero no quiero apartar la atención de Dickens ni un solo instante.
Hago un gesto con la pistola, y Dickens empieza a andar hacia la negrura que hay en la parte trasera del cementerio, donde nos espera el pozo abierto. Le sigo varios pies por detrás, procurando no acercarme demasiado por si el Inimitable se abalanzase de repente hacia el arma.
De repente él se detiene y yo también, me alejó dos pasos de él y levanto y apunto la pistola.
—Mi querido Wilkie, ¿puedo hacerte una petición? —Su voz suena tan baja que casi no oigo aquellas palabras entre el susurro del viento que agita los pocos árboles y las hierbas de la marisma.
—Creo que ya no es momento de peticiones, Charles.
—Quizá —dice Dickens, y le veo sonreír a la luz de la luna. No me gusta que me mire y se vuelva hacia mí de esa manera. Yo había esperado que mantuviese la espalda vuelta hacia mí hasta que alcanzásemos el pozo de cal viva, y se consumara el hecho—. Pero sí que tengo una —continúa, en tono bajo. Me enloquece no detectar miedo alguno en su voz, mucho más tranquila que la mía—. Pero sólo una.
—¿Qué?
—Puede sonar extraño, Wilkie, pero desde hace varios años tengo la fuerte premonición de que moriré el día del aniversario del accidente de Staplehurst. ¿Puedo buscar en mi chaleco y echar un vistazo al reloj?
«¿Con qué fin?», pienso, con vértigo. Como preparación para la velada he bebido casi el doble de mi dosis habitual de láudano y me he inyectado morfina dos veces: ahora noto los efectos de esas medicinas, no como refuerzo para mi resolución, sino como mareo y un ligero aturdimiento.
—Sí, pero rápido —acierto a decir.
Dickens saca con toda calma su reloj, lo mira a la luz de la luna y le da cuerda lentamente, exasperantemente, antes de volvérselo a guardar.
—Pasan unos minutos de las diez —dice—. La penumbra veraniega dura hasta tan tarde en esta época del año, y además hemos salido tarde. No durará hasta medianoche. No puedo explicar por qué, ya que resulta obvio que tu objetivo es que nadie conozca el medio ni el lugar de mi muerte o entierro, pero significaría algo para mí que me permitieras cumplir mis diversas premoniciones y abandonar este mundo el 9 de junio, en lugar del día ocho.
—Esperas que venga alguien o que surja algo que te permita escapar —digo, con mi nueva voz temblorosa.
Dickens se encoge de hombros, sin más.
—Aunque alguien entrase en el cementerio, podrías dispararme y huir a través de la hierba y volver a tu coche, que espera cerca.
—Encontrarían tu cadáver —digo, con tono rotundo—. Y serías enterrado en el cementerio de la abadía de Westminster.
Entonces Dickens se echa a reír. Es su risa estentórea, despreocupada, alegre y contagiosa que tantas veces he oído.
—¿Ah, se trata de «eso», querido Wilkie? ¿De la abadía de Westminster? ¿No calma tus miedos que ya haya estipulado en mi testamento que exijo un funeral sencillo y pequeño? Nada de ceremonias en la abadía de Westminster ni en ningún otro sitio. He dejado claro que no quiero más que tres coches en el cortejo fúnebre, y ninguna persona más en el entierro de la que quepa en esos tres pequeños coches.
Mi pulso, que late enloquecido (y al que se une un fuerte dolor de cabeza), parece intentar sincronizarse con el retumbar lejano de las olas en la arena, en algún lugar al este, pero el ritmo irregular del viento niega la sincronía.
—No habrá cortejo fúnebre —digo.
—No, obviamente —responde Dickens, y me pone furioso esbozando otra sonrisa—. Más motivo aún para concederme este último y pequeño favor antes de que nos separemos para siempre.
—¿Con qué fin? —pregunto, al final.
—Hablabas de que cada uno de nosotros resolvería un misterio esta noche. Presumiblemente el misterio que debo resolver yo es lo que hay justo después del instante de la muerte, si es que hay algo. Pero ¿cuál es el tuyo, Wilkie? ¿Qué misterio deseas resolver este bello anochecer?
No digo nada.
—Aventuremos una suposición —dice Dickens—. A ti te gustaría saber cómo acabaría El misterio de Edwin Drood. Y quizá saber qué conexión tiene «mi» Drood con «tu» Drood.
—Pues sí.
Él mira su reloj de nuevo.
—Faltan sólo noventa minutos para la medianoche. He comprado una botellita de brandy (según me has sugerido tú, aunque Frank Beard se sentiría horrorizado de saberlo) y estoy seguro de que tú mismo también has traído algún reconfortante. ¿Por qué no buscamos un lugar cómodo donde sentarnos en este lugar y tenemos una última conversación antes de que las campanas de esa torre marquen el día señalado para mí?
—Crees que cambiaré de opinión —digo, con una sonrisa maliciosa.
—En realidad, mi querido Wilkie, ni por un segundo creo que vaya a pasar eso. Tampoco estoy seguro de quererlo. Estoy muy… cansado. Pero no me parece mal tener una última conversación y beber un poco de brandy esta noche.
Tras decir esto, Dickens da media vuelta y mira entre las losas que nos rodean en busca de un lugar donde sentarnos. Tengo dos opciones: o sigo sus indicaciones o le disparo aquí mismo y arrastro su cadáver las muchas yardas que quedan todavía hasta el pozo de cal que le espera. Había esperado poder ahorrarnos esa indignidad a ambos. Y en realidad no me importa la idea de sentarme unos minutos hasta que se me pase el aturdimiento.
Las dos losas sepulcrales planas que elige como sillas, separadas casi cuatro pies entre sí por una lápida más larga y ancha que podría ser una mesa baja, me recuerdan el día, en aquel mismo camposanto, en que Dickens jugó a hacer de camarero con Ellen Ternan, con su madre y conmigo.
Después de recibir permiso, Dickens saca la petaca que lleva en el bolsillo de la chaqueta y la coloca en la lápida-mesa ante él, y yo hago lo mismo con mi petaca de plata. Me doy cuenta de que tenía que haber registrado los bolsillos del Inimitable cuando le he apuntado con la pistola por primera vez. Sabía que Dickens guardaba una pistola en un cajón en Gad’s Hill Place, así como la escopeta con la cual había matado a Sultán. La aparente falta de sorpresa de Dickens ante la propuesta de nuestra «misteriosa salida» me hace pensar que quizás hubiese escondido un arma antes de salir con el coche…, y eso puede explicar su despreocupación, inexplicable de otra manera.
Pero ahora ya es demasiado tarde. Me limitaré a vigilarle estrechamente durante el breve tiempo que queda.
Nos quedamos sentados en silencio un rato. Luego, las campanas de la alta torre tocan las once, y mis nervios a flor de piel saltan hasta el punto de que casi aprieto accidentalmente el gatillo de la pistola que todavía apunto al corazón de Dickens.
Él nota mi reacción, pero no dice nada, y coloco la pistola a lo largo de mi muslo y de mi rodilla, manteniéndola apuntada hacia él, pero quitando el dedo del interior de lo que Hatchery llamaba, según creo, «el guardamonte».
La voz de Dickens después del largo silencio me hace dar un respingo, otra vez.
—Ésa es el arma que nos enseñó el detective Hatchery una vez, ¿verdad?
—Sí.
El viento hace ondular la hierba durante un momento. Como tengo miedo de aquel silencio, ya que debilita mi resolución, me esfuerzo por decir:
—¿Sabes que Hatchery murió?
—Ah, sí.
—¿Y sabes cómo murió?
—Sí —dice Dickens—. Sí lo sé. Unos amigos de la Fuerza Policial Metropolitana me lo contaron.
No tenemos nada más que decir sobre este tema. Pero esto me lleva a la cuestión que es el único motivo de que Charles Dickens siga vivo esta hora final, de regalo.
—Me sorprendió que usaras un personaje (obviamente, un detective disfrazado con una enorme peluca de pelo falso) llamado Datchery en Edwin Drood —digo—. Una parodia semejante del pobre Hatchery, especialmente dados los… lamentables detalles de su muerte, no parece algo demasiado delicado.
Dickens me mira. A medida que mis ojos se han ido adaptando a la oscuridad del camposanto, lejos de las farolas callejeras más cercanas o de las ventanas de cualquier casa habitada, las lápidas que nos rodean (y especialmente aquella plana de mármol claro que se encuentra entre Dickens y yo como un tablero de juego sobre el cual hemos colocado nuestras manos finales de póquer) parecen reflejar la luz de la luna en el rostro de Dickens como débiles imitaciones de las luminarias de gas enfocadas hacia él que había montado para sus lecturas.
—No es una parodia —dice—. Es un afectuoso recuerdo.
Bebo un poquito de mi petaca y hago un gesto con la mano. Eso no importa.
—Pero tu relato de Drood está a menos de la mitad, sólo se han publicado cuatro entregas mensuales, y el manuscrito completo hasta la fecha sólo alcanza a la mitad del libro, y sin embargo, ya has asesinado al joven Edwin Drood. Te pregunto, de profesional a profesional, y como persona que decididamente tiene más experiencia y quizá más maestría a la hora de escribir sobre misterios, cómo piensas mantener el interés, Charles, cuando has cometido el crimen en una fase tan temprana del relato, y sin embargo sólo hay una elección lógica posible para el asesino…, ese malvado tan claramente dibujado, John Jasper.
—Bueno —dice Dickens—, de profesional a profesional, debemos recordar que… ¡Espera!
La pistola salta a mi mano y aparto de mi mente la distracción mientras apunto el cañón a su corazón, a unos cuatro pies de distancia. ¿Ha entrado alguien en el cementerio? ¿Estará intentando distraerme?
No, parece ser que al Inimitable, sencillamente, se le ha ocurrido una idea.
—¿Cómo es, querido Wilkie —continúa Dickens—, que conoces lo de la aparición de Datchery, e incluso el asesinato del pobre Edwin, cuando estas escenas, esos números, no han aparecido todavía y…? Aaah, Wills. De alguna forma has conseguido hacerte con una copia del trabajo terminado, por Wills. William Henry es un buen hombre, un amigo de confianza, pero ya no es el mismo desde aquel accidente, con las puertas que chirrían y se cierran de golpe en su cabeza.
No digo nada.
—Muy bien, pues —continúa Dickens—. Ya conoces el asesinato del joven Drood en Navidad. Ya conoces el descubrimiento del reloj de Edwin y el alfiler de corbata por parte de Crisparkle en el río, aunque no se encuentra ningún cuerpo. Ya sabes que la sospecha recae en el joven extranjero de carácter exaltado procedente de Ceilán, Neville Landless, hermano de la hermosa Helena Landless, y lo de la sangre encontrada en el bastón de Landless. Sabes que el compromiso de Edwin con Rosa se rompió, y sabes que al tío de Edwin, el comedor de opio John Jasper, por poco le da un síncope cuando se entera del crimen, cuando sabe que no había compromiso alguno y que sus obvios celos no han servido para nada. Ahora mismo tengo escritos seis de las doce entregas contratadas. Pero ¿cuál es tu pregunta?
Noto la calidez del láudano en mis brazos y piernas, y me impaciento. El escarabajo de mi cerebro está mucho más impaciente aún que yo. Noto que se desplaza a un lado y otro, pasando por el interior del puente de mi nariz, atisbando por un ojo, luego por el otro, como si empujara para obtener una vista mejor.
—John Jasper cometió el crimen en Nochebuena —digo, agitando la pistola sólo un poquito, mientras hablo—. Incluso puedo decirte cuál fue el arma del crimen: el largo pañuelo negro que tanto te has esforzado en mencionar al menos tres veces, y apenas sin motivo. ¡Tus pistas no son muy sutiles, Charles!
—Iba a ser una corbata larga —dice él, con una sonrisa crítica—. Pero lo cambié por un pañuelo.
—Ya lo sé —digo, impaciente—. Charley me dijo que observaste que la corbata debía aparecer en la ilustración, y que luego le dijiste a Fildes que la cambiara por un pañuelo. Corbata, pañuelo, qué diferencia hay. Mi pregunta sigue siendo: ¿cómo esperas mantener interesados a los lectores durante toda la segunda parte del libro, si todos sabemos que John Jasper resultará ser el asesino?
Dickens hace una pausa antes de hablar, como si de repente se le hubiese ocurrido algo importante. Deja su petaca de whisky con mucho cuidado en la losa desgastada. No sé por qué motivo se ha puesto las gafas (como si hablar del libro que nunca acabará pudiese requerir alguna lectura en voz alta), y la luz de la luna, doblemente reflejada, convierte los lentes de sus gafas en unos discos opacos de un blanco de plata.
—Quieres acabar el libro —susurra él.
—¿Cómo?
—Ya me has oído, Wilkie. Quieres ir a Chapman y decirle que puedes acabar la novela en mi lugar: William Wilkie Collins, el famoso autor de La piedra lunar, da un paso al frente y se hace cargo de la obra de su amigo caído, su antiguo colaborador, ahora difunto. William Wilkie Collins, les dirás a los queridos Chapman y Hall, de luto, es el único hombre de Inglaterra, el único hombre en todo el mundo de habla inglesa, el único hombre en todo el mundo, que conocía la mente de Dickens lo suficiente, de modo que él, William Wilkie Collins, puede completar el misterio tan trágicamente truncado cuando el mencionado Charles Dickens desapareció de repente, casi con toda seguridad quitándose la vida. Quieres completar El misterio de Edwin Drood, mi querido Wilkie, y, por tanto, reemplazarme literalmente en los corazones de los lectores, así como en los anales de los grandes escritores de nuestro tiempo.
—¡Eso es completamente absurdo! —grito, tan fuerte que luego me encojo y miro a mi alrededor, avergonzado. Mi voz ha rebotado contra la catedral y su torre—. Es absurdo —susurro, atropellado—. No tengo ese pensamiento ni esa ambición. Nunca he tenido ningún pensamiento de ese tipo ni ninguna ambición. Yo ya escribo mis propias obras inmortales: La piedra lunar se vendió mejor que tu Casa desolada, o que tu relato actual, y un relato de misterio como La piedra lunar, como te he señalado esta noche, estaba infinitamente mejor concebido y tramado que ese confuso relato del asesinato de Edwin Drood.
—Sí, desde luego —dice Dickens, con calma. Pero sonríe de nuevo con la traviesa sonrisa de Dickens. Si tuviera un chelín por cada vez que he visto esa sonrisa, no tendría que volver a escribir.
—Además —digo—, conozco tu secreto. Conozco la «gran sorpresa» que esconde tu astuto argumento, sobre el cual se apoya obviamente ese relato bastante transparente, según mis estándares profesionales.
—¿Ah, sí? —dice Dickens, con bastante afabilidad—. Por favor, sé tan amable de iluminarme, mi querido Wilkie. Como recién llegado a este asunto del misterio, quizá no he conseguido ver mi propia y obvia «gran sorpresa».
Ignorando su sarcasmo y apuntando despreocupadamente con la pistola a su cabeza, digo:
—Edwin Drood no está muerto.
—¿No?
—No. Jasper «intentó» asesinarlo, eso está claro. Y quizá Jasper piense que tuvo éxito en sus esfuerzos. Pero Drood sobrevivió, está vivo, y unirá fuerzas con tus obvios «héroes», Rosa Bud, Neville y su hermana Helena Landless, tu cristiano musculoso, el canónigo Crisparkle, e incluso con ese nuevo personaje del marinero que introdujiste más tarde… —Hurgo en mi memoria buscando el nombre del personaje.
—El teniente Tartar —me apunta Dickens, amablemente.
—Sí, sí, el heroico teniente Tartar, que trepa por una cuerda y se enamora instantánea y convenientemente de Rosa Bud, y todos esos… ángeles benévolos… conspirarán con Edwin Drood para desenmascarar al asesino…: ¡John Jasper!
Dickens se quita las gafas, las mira, sonriente durante un momento, y luego las dobla cuidadosamente y las guarda en su funda, y vuelve a meterse la funda en el bolsillo de la chaqueta. Yo quiero gritarle: «¡Tíralas! ¡Ya no vas a necesitar gafas nunca más! ¡Si las guardas ahora, tendré que recogerlas del pozo de cal más tarde!».
—¿Y será Dick Datchery uno de esos… ángeles benévolos, que ayuden al resucitado Edwin a revelar la identidad del presunto asesino? —dice en voz baja.
—No —digo, incapaz de ocultar el triunfo que tiñe mi voz—, ¡porque el supuesto «Dick Datchery» en realidad es el propio Edwin Drood, en persona…, disfrazado!
Dickens se queda sentado en su lápida, pensando en aquello durante un momento. Ya había visto antes aquella estatua inmóvil y silenciosa de Charles Dickens, que siempre estaba en movimiento, pero sólo cuando le di jaque mate, las pocas veces que le gané en las partidas de ajedrez jugadas contra él.
—Eres…, esa extrapolación es… muy astuta, mi querido Wilkie —dijo al final.
No tengo necesidad de hablar. Debe de ser casi medianoche. Estoy nervioso y ansioso de ir al pozo de cal y acabar el asunto de la noche, y luego volver a casa y tomar un buen baño caliente.
—Pero queda una pregunta, por favor —dice él, dando unos golpecitos en la petaca con su índice, que tenía bien hecha la manicura.
—¿Cuál?
—Si Edwin Drood sobrevivió al intento de asesinato por parte de su tío, ¿por qué tiene que pasar todas esas fatigas…, permanecer escondido, buscar aliados, disfrazarse como el casi paródico Dick Datchery? ¿Por qué no se limita a presentarse y decirles a las autoridades que su tío intentó matarle en Nochebuena? Lo intentó, quizás, hasta el punto de arrojar el cuerpo de Edwin, presuntamente muerto, pero, en realidad, inconsciente, en un pozo de cal viva (en el cual tuvo que despertarse y salir a rastras mientras esa sustancia corrosiva empezaba a comerse su piel y sus ropas…, una escena deliciosa, lo admito, de profesional a profesional, pero que no he tenido motivos para escribir, también lo confieso…), pero si luego no tenemos asesinato, sino sólo un absurdo «intento» de asesinato por parte del tío, no hay motivo para que Edwin Drood siga escondido. Y entonces no hay asesinato de Edwin Drood, y queda poco misterio, la verdad.
—Puede haber motivos para que Drood permanezca oculto hasta que llegue el momento propicio —digo, confiado. No tengo ni idea de cuáles podrían ser. Tomo un largo trago de láudano, pero me aseguro de no cerrar los ojos ni siquiera por un instante.
—Bueno, te deseo suerte, mi querido Wilkie —dice Dickens, con una risa fácil—. Pero deberías saber esto, antes de intentar completar el libro según un guión que yo jamás escribí: el joven Drood está muerto. John Jasper, bajo la influencia del, mismo opio-láudano que tú estás tomando en este preciso momento, mató a Edwin en Nochebuena, tal y como sospecha el lector, que en este momento está llegando a la mitad del libro.
—Eso es absurdo —digo de nuevo—. ¿John Jasper está tan celoso de su sobrino por Rosa Bud que lo «mata»? Pero entonces… tenemos la mitad de la novela ante nosotros, y ¿con qué la llenamos? ¿Con la confesión de John Jasper?
—Sí —dice Dickens, con una sonrisita malévola—. Eso es, precisamente. El resto de El misterio de Edwin Drood es, en realidad, o al menos en su núcleo central, la confesión de John Jasper y su conciencia alternativa, Jasper Drood.
Niego con la cabeza, pero eso empeora mi aturdimiento.
—Jasper no es el tío de Drood, como hemos creído —continúa Dickens—. Es el «hermano» de Drood.
Pretendo reírme de aquello, pero me sale un resoplido especialmente fuerte.
—¡El hermano!
—Ah, sí. El joven Edwin, como recordarás, planea ir a Egipto como miembro de un grupo de ingenieros. Planea «cambiar» Egipto para siempre, quizá quedarse a vivir allí. Pero lo que Edwin no sabe, mi querido Wilkie, es que su medio hermano (y no tío) Jasper Drood, y no John Jasper, nació allí… en Egipto. Y aprendió allí sus oscuros poderes.
—¿Oscuros poderes? —Sigo olvidando apuntarle con la pistola, pero al fin levanto de nuevo el cañón.
—Mesmerismo —susurra Dickens—. Control de las mentes y de los actos de otros. Y no simplemente nuestro nivel de mesmerismo de salón inglés, Wilkie, sino un tipo muy serio de control mental que se aproxima bastante a la lectura de la mente, es decir, a la auténtica telepatía. Precisamente, el tipo de contacto mental que hemos visto en el libro entre el joven Neville Landless y su hermosa hermana, Helen Lawless. Ambos perfeccionaron sus habilidades mentales en Ceilán. Jasper Drood aprendió las suyas en Egipto. Cuando Helen Lawless y Jasper Drood finalmente se encuentren en el campo de batalla mesmérico (y lo harán) será una escena de la que los lectores hablarán maravillados durante siglos.
«Helen Landless. Ellen Lawless Ternan. Ni siquiera en este último e inacabado fragmento de libro fracasado puede evitar Dickens conectar a la mujer más bella y misteriosa de la novela con su propia fantasía y obsesión: Ellen Ternan», me digo.
—¿Me estás escuchando, mi querido Wilkie? —pregunta Dickens—. Parece que estés a punto de dormirte.
—En absoluto —digo—. Pero aunque John Jasper sea en realidad Jasper Drood, el hermano mayor de la víctima del crimen, ¿qué interés puede tener para el lector que tiene que sufrir otros cientos de páginas de simple confesión?
—No es una «simple» confesión —ríe Dickens—. En esta novela, mi querido Wilkie, entraremos en la mente y la conciencia de un asesino de una forma que ningún lector ha experimentado jamás en la historia de la literatura. Porque John Jasper (Jasper Drood) es «dos» hombres, como verás…, dos personalidades completas y trágicas, ambas atrapadas en un cerebro estragado por el opio del maestro de coro de la catedral de Cloisterham… —hace una pausa, se vuelve, señala teatralmente hacia la torre y la gran estructura que se encuentra tras él— de Rochester. Y todo esto, dentro de esas mismas criptas…
Hace un gesto de nuevo y mi mirada borrosa lo sigue.
—… esas mismas criptas en las que John Jasper/Jasper Drood esconderá los huesos y la calavera de su amado sobrino y hermano, Edwin, reducidos por la cal viva.
—Esto es un asco… —digo, desanimado.
Dickens se ríe.
—Quizá —dice, todavía riendo—. Pero con todos los giros y desvíos que nos esperan, el lector acabará…, «tendrá» que acabar encantado de las muchas revelaciones que se encuentran…, que se encontrarán más adelante, en este relato. Por ejemplo, mi querido Wilkie, nuestro John Jasper-Drood ha cometido este crimen bajo la influencia tanto del mesmerismo como del opio. Este último, el opio, en mayores cantidades cada vez, ha sido el desencadenante del primero: la orden mesmérica de asesinar a su hermano.
—Eso no tiene sentido —digo—. Tú y yo hemos discutido repetidamente el hecho de que ningún mesmerista puede ordenar a alguien que cometa un asesinato… o cualquier otro delito que vaya en contra de las convicciones morales y éticas de esa persona.
—Sí —dice Dickens. Bebe el brandy que le queda y se guarda la petaca en el bolsillo superior izquierdo (me fijo en ello para más tarde). Como siempre, cuando discutimos sobre alguna estratagema argumental o cualquier otro elemento de su arte, la voz de Charles Dickens es una mezcla de la profesionalidad de un veterano y de la ansiedad emocionada de un niño al contar una historia—. Pero tú no me escuchabas, mi querido Wilkie, cuando te expliqué que un mesmerista con el poder suficiente (yo mismo, por ejemplo, pero ciertamente, también John Jasper Drood o esas otras figuras egipcias, todavía desconocidas, que se encuentran bajo la superficie de esta historia) puede mesmerizar a una persona como el maestro de coro de la catedral de Cloisterham para que viva en un mundo de fantasía, donde literalmente no sepa lo que está haciendo. Y es el opio y quizá, digamos, la morfina en grandes cantidades lo que da combustible a esa fantasía perpetua que puede conducirlos, sin que lo entiendan, al asesinato o a algo peor.
Me inclino hacia delante.
—Si Jasper mata a su sobrino…, a su hermano…, bajo el control mesmérico de ese «otro» en la sombra —susurro—, ¿quién es el «otro»?
—Ah —exclama Charles Dickens, palmeándose la rodilla con deleite—, ¡ésa es la parte más maravillosa y satisfactoria del misterio, mi querido Wilkie! Ni un solo lector entre mil, ni uno entre diez millones, ni un compañero escritor entre los cientos y cientos a los que conozco y estimo, será capaz de adivinar, hasta que se complete la confesión de John Jasper Drood, que el mesmerista y el verdadero asesino en el misterio de Edwin Drood no es otro que…
Las campanas del alto campanario detrás de Dickens empiezan a tañer.
Parpadeo.
Dickens se vuelve a mirar, desde la losa, como si la torre fuese a hacer otra cosa que albergar silenciosa, fría y ciegamente las campanas que anuncian su condenación.
Cuando suenan las doce campanadas y el eco final muere encima de las calles oscuras de Rochester, Dickens se vuelve hacia mí y sonríe.
—Ya hemos oído tocar la medianoche, Wilkie.
—¿Qué estabas diciendo? —le animo—. ¿La identidad del mesmerista? ¿El auténtico asesino?
Dickens cruza los brazos sobre el pecho.
—Ya he hablado suficiente de esa historia, por esta noche. —Menea la cabeza, suspira y esboza una levísima sonrisa—. Y por esta vida.
—Ponte de pie —digo. Me noto tan mareado que casi me caigo al levantarme. Me resulta difícil agarrar la pistola adecuadamente, y también la linterna apagada, como si hubiese olvidado cómo hacer las dos cosas a la vez—. Anda —le ordeno, aunque no estoy seguro de si se lo digo a Dickens o a mis propias piernas.
Me doy cuenta más tarde de lo infinitamente fácil que habría sido para Dickens huir en ese breve momento en que hemos caminado hacia la parte de atrás del cementerio, pasando luego entre las hierbas altas, y al borde de la marisma, donde nos espera el pozo de cal.
Si Dickens hubiese echado a correr, si yo hubiese fallado en mi primer disparo apresurado, habría sido un juego de niños para él correr y agacharse, escondido entre las hierbas de la marisma. Resultaría difícil encontrarle allí a la luz del día, y casi imposible de noche, aun con la pequeña linterna que yo llevo. Hasta el sonido de su carrera o de sus movimientos se vería disfrazado por el viento y el romper de las olas distantes.
Pero él no corre. Dirige el camino. Parece tararear una cancioncilla entre dientes. No capto la melodía.
Cuando nos detenemos, está ya al borde del pozo de cal, pero dándome la cara.
—Debes recordar —dice— que los objetos de metal que llevo en los bolsillos no se disolverán en la cal. El reloj, que me dio Ellen…, la petaca…, mi alfiler de corbata, el…
—Lo recuerdo —gruño. De repente me resulta difícil respirar.
Dickens mira por encima del hombro la cal, pero sigue de cara a mí.
—Sí, aquí precisamente es donde yo habría hecho que Jasper Drood confesara que trajo el cadáver de Edwin Drood… Jasper era más joven que tú y que yo, Wilkie, de modo que aunque el opio redujese su capacidad física a la mitad, acarrear el cadáver unos cuantos centenares de yardas no le habría supuesto ninguna dificultad…
—Cállate —digo.
—¿Quieres que me dé la vuelta? —pregunta Dickens—. ¿Que aparte la vista? ¿Que me ponga de cara al pozo?
—Sí. No. Haz lo que te dé la gana.
—Entonces debo seguir mirándote, mi querido Wilkie, antiguo amigo mío, compañero viajero y antiguo entusiasta colaborador.
Disparo la pistola.
El enorme ruido que hace y el inesperado retroceso en mi mano (no puedo decir, con toda sinceridad, que recuerde en realidad la experiencia de disparar en la escalera de servicio, el invierno anterior) casi hacen que se me caiga el arma.
—Dios mío —dice Dickens. Todavía está de pie. Se toca el pecho, el vientre, la entrepierna y los muslos casi cómicamente—. Creo que has fallado —dice.
Pero aun así, no huye.
Me quedan tres balas en la pistola, lo sé.
Con el brazo entero temblando, apunto esta vez y disparo de nuevo.
El borde de la chaqueta de Dickens salta casi al nivel de su cintura. De nuevo se toca. Esta vez sujeta la chaqueta levantada a la luz de la luna y veo que introduce el dedo índice por el agujero que ha hecho la bala. Habré fallado a su cadera por menos de una pulgada.
—Wilkie —dice Dickens, muy calmado—, quizá sería mejor que los dos…
Disparo de nuevo.
Esta vez la bala alcanza a Dickens en la parte superior del pecho (no hay confusión posible con ese sonido, como el de un martillo pesado que golpea el metal frío); él da una vuelta sobre sí mismo y cae de espaldas.
Pero no en el pozo de cal. Cae al borde del pozo.
Y aún está vivo. Oigo el pesado y doloroso jadeo de su respiración. Parece que borbotea y gorgotea un poco, como si tuviera sangre en los pulmones. Me acerco más aún, hasta que estoy justo encima de él, a un lado del pozo. Cuando mira hacia arriba, me pregunto si me ve como una silueta terrible antelas estrellas.
En mis escritos, en unas pocas ocasiones, he usado ese terrible término francés: coup de grâce, y no sé por qué motivo, siempre me ha costado mucho recordar cómo se escribe. Pero no tengo ningún problema a la hora de recordar en qué consiste: el tiro final debe ser en el cerebro, para estar bien seguro.
Y sólo me queda una bala en la pistola de Hatchery.
Pongo una rodilla en el suelo y me agacho junto al Inimitable, el creador de idiotas tales como Dedlock, Barnacle, Dombey y Grewgious, pero también de granujas y parásitos con el alma tan oscura como Fagin, Artful Dodger, Squeerse, Casby, Slyme, Pecksniff, Scrooge, Wholes, Smallweed, Wegg, Fledgeby, Bumbles, Lammles, Hawk, Fang, Tigg…
Apoyo el cañón de la pesada pistola de Hatchery contra la sien del quejumbroso Charles Dickens. Me doy cuenta de que estoy colocando mi mano izquierda, vacía, como una especie de escudo para proteger mi propio rostro de la salpicadura de fragmentos de calavera, sangre y materia cerebral que surgirá dentro de un segundo o dos.
Dickens murmura, intentando hablar.
—Ininteligible… —le oigo susurrar. Y luego—: Despierta, despierta… Wilkie, despierta…
El pobre iluso está tratando de despertarse de lo que cree que es una terrible pesadilla. Quizás así es como nos vemos todos arrastrados fuera de esta vida, quejándonos, haciendo muecas y rogando a un dios ausente e insensible que podamos despertarnos.
—Despierta… —dice, y yo aprieto el gatillo.
Está hecho. El cerebro que concibió y trajo a la vida a David Copperfield, a Pip, a Esther Summerson, a Uriah Heep, a Barnaby Rudge, a Martin Chuzzlewit, a Bob Cratchit, a Sam Weller, a Pickwick y a un centenar más de seres que viven en la mente de millones de lectores está ahora caído en el borde del pozo de cal, en una franja de cieno gris y rojo que parece aceitosa a la luz de la luna. Sólo los fragmentos del cráneo destrozado relucen, blancos.
A pesar de su valiosa advertencia, casi me olvido de quitarle las posesiones de oro y de metal, antes de arrojar el cadáver al pozo.
Me repugna entrar en contacto con él e intento tocar sólo la tela, cosa que es posible al quitarle el reloj, la petaca, las monedas que lleva en el bolsillo y el alfiler de corbata, pero en lo que respecta a los anillos y gemelos, me veo obligado a entrar en contacto con su piel, que ya se enfría.
Enciendo la linterna para realizar esta operación final y observo, con algo de satisfacción, que tengo la mano firme al encender la cerilla y acercarla a la mecha. Me he traído un saco enrollado en el bolsillo trasero de la chaqueta, y ahora meto en él todos los objetos de metal, procurando que no caiga nada a la hierba que queda junto al pozo.
Finalmente, acabo e introduzco el saco en mi gran bolsillo, junto a la pistola. Tendré que recordar que debo parar junto al río, cerca de allí, y arrojar todas esas cosas (incluida la pistola y el saco) a las aguas profundas de aquel lugar.
Dickens yace despatarrado en una actitud de despreocupación total, sólo conocida por los muertos. De pie, apoyando mi pie con la bota en su pecho, pienso en decir unas palabras, pero luego decido no hacerlo. Hay veces en que las palabras resultan superfluas, incluso para un escritor.
Cuesta más esfuerzo de lo que había imaginado, pero después de varios empujones fuertes con la bota y una patada final, Dickens rueda una vez y se desliza hacia la cal viva. Abandonado a su propio peso, el cuerpo habría flotado y permanecido visible hasta que llegase la luz del día, pero yo cojo la larga barra de hierro que había dejado a un lado, entre las hierbas, preparada para esta noche, y empujo, aprieto y apoyo mi peso en ella. Es la misma sensación que si apretase con una pértiga una bolsa grande de sebo, hasta que el cuerpo se introduce bajo la superficie y se queda allí.
Luego, enciendo la lámpara el tiempo suficiente para comprobar que no hay sangre ni ningún otro material incriminatorio en mi persona, apago la luz y vuelvo andando a la carretera para llamar al conductor-marinero y el coche. Silbo una melodía mientras ando entre las lápidas, que relucen. Quizá sea la misma melodía que silbaba Dickens por lo bajo, unos minutos antes.
—¡Despierta! Wilkie…, ¡despierta! Despierta.
Me quejaba, daba vueltas, me ponía el antebrazo delante de la frente, pero conseguí al fin abrir un ojo. La cabeza me retumbaba con un dolor de láudano y morfina que hablaba de sobredosis. La leve luz de la luna pintaba rayas al azar a través de los muebles de mi habitación y a través de un rostro que estaba sólo a unas pulgadas del mío.
El Otro Wilkie estaba sentado al borde de mi cama. Nunca había estado tan cerca de mí antes…, nunca.
Habló.
En aquella ocasión, su voz no era mi voz, ni siquiera una imitación alterada de mi voz. Era la voz de una mujer vieja y quejumbrosa, la voz de una de las brujas en la escena inicial de Macbeth.
Él —o ella— me tocó el brazo desnudo. El tacto no me pareció el de un ser vivo.
—Wilkie… —me susurró él o ella, con el rostro barbudo casi tocando el mío. Su aliento (mi aliento) apestaba a carroña—. Mátale. Despierta. Escúchame. Acaba tu libro… antes del 9 de junio. Acaba Marido y mujer rápidamente, la semana que viene. Y el día que lo acabes, mátale.