14
Había una esfera brillante… No, no era una esfera, más bien era un óvalo alargado y brillante de un blanco azulado…, y una veta negra contra el fondo oscuro.
La veta estaba en el techo, y era el resultado de muchos años de humo. El óvalo blanco azulado estaba frente a mí, muy cerca, formaba parte de mí, una extensión de mis pensamientos.
Era también una luna, un pálido satélite a mi servicio. Me volví un poco hacia mi izquierda, luego del todo, y contemplé el sol… Era «un» sol anaranjado y blanco más que azul y blanco, que temblaba y arrojaba rayos hacia el cosmos negro. Como el óvalo brillante de un blanco azulado era la luna para mí, yo también era un satélite de aquel sol ardiente en la oscuridad del espacio y del tiempo.
Algo eclipsó mi sol. Noté más que vi, apartados de mí, el óvalo blanco azulado y la larga pipa que me conectaba a él.
—Aquí, Hatchery, saquémoslo de aquí. Levántelo, póngalo de pie y sujételo.
—¡Cómo que aquí, cómo que aquí! —chillaba una voz totalmente ajena y totalmente familiar—. El caballeo ha pagao por el producto y por una noche sin molestarlo. No querrán que…
—Calla, Sal —aulló otra voz familiar. La voz de un gigante perdido—. Si vuelves a chistar otra vez, el inspector te meterá en el agujero más negro de Newgate antes de que salga el sol.
No volvieron a chistar. Yo estaba flotando por encima de las nubes de colores cambiantes mientras a la vez giraba por el espacio en torno a la estrella-sol susurrante y chispeante, y mi satélite de un blanco azulado (ahora desaparecido) me hacía girar también, pero ahora notaba unas fuertes manos que me bajaban del éter cósmico hacia una tierra abollada, fangosa y sembrada de paja.
—Sujétale de pie —decía ronca la voz que yo asociaba con un índice vigoroso—. Levántale cuando sea necesario.
Estaba flotando de nuevo, entre oscuras cunas introducidas en oscuras paredes, y el sol susurrante retrocedía tras de mí. Un coloso delgado se alzó ante mí.
—Sal, quita a Yahee de nuestro camino o arrancaré de sus huesos ahumados toda la carne podrida y los venderé como si fueran flautas de tres peniques para los chicos salvajes.
—Aquí, aquí —oí de nuevo. Las sombras se fundieron. Una se tendió de nuevo en su ataúd—. Así está bien, Yahee. Descansa. Ib, alteza, ese caballeo de ahí toavía no ha pagao del todo. Me estás vaciando el bolsillo si te lo llevas de aquí ahora.
—Mientes, vieja —dijo la dominante de las dos voces masculinas—. Acabas de decir que ha pagado por toda la noche y la droga. Había bastante en su pipa para mantenerle colocado hasta el amanecer. Pero dele otras dos monedas, detective Hatchery. Calderilla.
Entonces salimos hacia la noche. Noté la frialdad del aire (olía a nieve todavía no caída) y la ausencia de mi sobretodo, de chistera y de mi bastón; era un pequeño milagro que mis pies no tocasen los adoquines, flotaba sobre ellos hacia una farola distante y balanceante. Entonces me di cuenta de que la más corpulenta de las dos siluetas que todavía me acompañaban me llevaba bajo el brazo como si fuera un cerdo de competición ganado en una feria de pueblo.
Me estaba recobrando lo suficiente de los humos de la pipa para protestar, pero la oscura silueta que dirigía el camino —nunca dudé ni por un segundo de que fuera mi archienemigo, el inspector Field— dijo:
—Calle ahora, señor Collins, hay un bar cerca que abrirá para nosotros a pesar de la hora; allí pediremos algo para que se ponga bien.
¿Un bar abierto a esa hora? Por muy nublada que estuviera mi mente (tan nublada, pensé, como el mismo aire helado de aquella noche), no podía concebir que hubiera ningún lugar semejante abierto a aquella hora terrible, justo antes de amanecer, en una madrugada áspera, ventosa, de principios de la primavera.
Oí y vi a medias a Field, que llamaba a una puerta bajo un letrero colgante: «Six Jolly Fellowship-Porters». Ahora sabía, por mucho que me doliera la espalda por viajar a cuestas del detective Hatchery, como un cerdo de feria, que yo realmente no estaba allí, entre el frío y la oscuridad, con aquellos dos hombres, en absoluto. Tenía que estar de nuevo en mi cubículo del fumadero de opio de Sal, disfrutando del último humo de mi botellita azul.
—¡Un momento! —Una voz femenina me llegó apenas audible por encima del ruido de descorrer varios cerrojos y del chirrido de una puerta antigua—. ¡Ah, es usted, inspector! Y usted, detective Hatchery. ¿Los dos andan fuera con una noche tan mala? ¿Y es un ahogado lo que lleva usted ahí, Hib?
—No, señorita Abbey —dijo el gigante que me llevaba—. Sólo es un caballero que necesita recuperarse.
Me llevaron al interior de la taberna con cortinas rojas y aprecié mucho el calor (todavía quedaban brasas en el fuego, en la sala común), aunque sabía que todo aquello no era más que un sueño. El Six Jolly Fellowship-Porters y su propietaria, la señorita Abbey Potterson, eran ficciones de Nuestro común amigo, del maldito Dickens. No existía ningún bar con ese nombre junto a los muelles, aunque había muchos que Dickens podía haber usado como referencia.
—Aquí queman muy bien el jerez —dijo el inspector Field mientras la señorita Abbey encendía varias lámparas y hacía que un chico con los ojos somnolientos añadiese más combustible al pequeño fuego—. ¿Querrá el caballero quizás una botella?
Estaba seguro de que aquel diálogo estaba extraído directamente de Nuestro común amigo. ¿Quién habría dicho que mi mente sumida en el opio pudiese estructurar así semejante fantasía? Lo del «señor inspector», me di cuenta, era otra interpretación más de Dickens de aquel mismísimo inspector Field que había tomado asiento en una cómoda mesa.
—Al caballero le gustaría que le pusieran de pie y le dejaran —dije, en el sueño. La sangre se me había subido a la cabeza, y no era una sensación del todo agradable.
Hatchery me levantó, me enderezó y me colocó suavemente en el banco que estaba frente al del inspector. Miré a mi alrededor esperando ver en cualquier momento a Eugene Wrayburn y a su amigo Mortimer Lightwood, pero con la excepción del inspector, sentado, de Hatchery, que estaba de pie, del chico, que se apresuraba, y de la señorita Abbey, indecisa, el bar estaba completamente vacío.
—Sí, el jerez especial, por favor —dijo Field—. Para los tres. Para quitarnos el frío y la niebla.
La señorita Abbey y el chico fueron rápidamente a la habitación de atrás.
—No quiero —le dije al inspector—. Sé que todo esto es un sueño.
—Vamos, vamos, señor Collins —respondió Field, pellizcándome el dorso de la mano hasta que chillé—. El fumadero de opio de Sal no es lugar para un caballero como usted, señor. Si Hatchery y yo no le hubiésemos rescatado, le habrían quitado la cartera y los dientes de oro al cabo de diez minutos, señor.
—Yo no llevo dientes de oro —dije, procurando pronunciar cada palabra correctamente.
—Es una forma de hablar, señor.
—Mi abrigo —pedí—. Mi sombrero. Mi bastón.
Hatchery sacó como por arte de magia los tres objetos y los colocó en la mesa vacía que estaba frente a la nuestra.
—No, señor Collins —continuó el inspector Field—, un caballero como usted debería limitar su uso del opio al láudano, que se vende legalmente en farmacias tan importantes como la del señor Cowper. Debería dejar los fumaderos de opio en los muelles oscuros para los paganos chinos y los oscuros lascares.
No me sentía sorprendido al saber que conocía el nombre de mi principal proveedor. Después de todo era un sueño.
—Han pasado varias semanas sin saber nada de usted, señor —continuó Field.
Apoyé la cabeza dolorida en las manos.
—No tenía nada que decir.
—Eso es un problema, señor Collins —suspiró el inspector—. En el sentido de que viola tanto el espíritu como la formulación concreta de nuestro acuerdo.
—Al carajo nuestro acuerdo —murmuré.
—Vamos, señor —dijo Field—. Ahora le haremos tomar un poco de jerez quemado para que recuerde su deber y su conducta de caballero.
El chico, cuyo nombre, de eso estaba seguro, era Bob, volvió con una jarra enorme de olor dulzón. En la mano izquierda, Bob llevaba una especie de molde de hierro con forma de sombrero de copa puntiagudo (Dickens había descrito aquello, recuerdo, y presté atención a la descripción escrita, como si él y yo no hubiésemos compartido mil veces esas especialidades), en el cual vació el contenido de la jarra. Luego introdujo la parte puntiaguda del «sombrero» lleno entre las brasas, muy hondo, y atizó el fuego, lo dejó allí y desapareció, y cuando volvió a aparecer llevaba tres vasos limpios y venía con él la propietaria.
—Gracias, señorita Darby —dijo el inspector Field, mientras el chico colocaba los vasos en la mesa y sacaba el recipiente de hierro del fuego.
Lo hizo girar delicadamente (el líquido siseaba y humeaba) y luego vertió el contenido del sombrero en la jarra original. La penúltima parte de aquel pequeño sacramento consistía en que Bob sujetaba bien altos cada uno de nuestros vasos encima del líquido humeante, hasta que conseguía empañarlos hasta cierto grado de perfección neblinosa que sólo el chico conocía; luego los llenaba entre el aplauso del inspector y su secuaz.
—Gracias, William —dijo Field.
—¿William? —dije, confuso, mientras inclinaba mi rostro hacia delante para inhalar mejor el cálido aroma que emanaba de mi vaso—. ¿Señorita Darby? ¿No querrá decir usted Bob y señorita Abbey? ¿Señorita Abbey Potterson?
—Pues no, desde luego —dijo Field—. Quiero decir William, como el buen Billy Lamper, a quien acaba de ver hace sólo un segundo, y su ama, la señorita Elisabeth Darby, que es propietaria de este establecimiento desde hace veintiocho años.
—¿Esto no es el Six Jolly Fellowship-Porters? —pregunté, dando un cuidadoso sorbito a mi bebida. Todo mi cuerpo pareció hormiguear como un brazo o una pierna que se duermen. Excepto la cabeza, que me dolía.
—No conozco ningún establecimiento con ese nombre en Londres —se rió el inspector Field—. Esto es el Globe and Pigeon, y lleva aquí años y años. Probablemente Christopher Marlowe ya mojó su sabia pluma en algún cuarto trasero de este lugar, o al otro lado de la calle, en el White Swann, más peligroso. Pero el White Swann no es una taberna para caballeros, señor Collins, ni siquiera para un caballero tan aventurero como usted, señor. Además, el propietario no nos habría abierto la puerta ni nos habría calentado el jerez como ha hecho mi encantadora Liza. Beba, señor, pero le ruego que, mientras lo hace, me dé parte de lo que tendría que haberme contado ya.
La bebida caliente iba aclarando poco a poco mi mente cansada.
—Le digo de nuevo que no tengo nada que contarle, inspector —dije, con cierta acritud—. Charles Dickens se está preparando para su triunfante gira por provincias y, las pocas veces que le he visto, no ha hecho mención alguna de su fantasma compartido, Drood. No desde la noche de Navidad.
El inspector Field se acercó más a mí.
—Cuando usted dice que Drood levitó en el exterior de la ventana de Dickens, en el primer piso.
Ahora me tocaba a mí reír. Lo lamenté de inmediato. Acariciándome la frente dolorida con una mano, levanté el vaso con la otra.
—No —dije—, cuando el señor «Dickens» dice que vio la cara de Drood levitando en el exterior de su ventana.
—¿No cree usted en la levitación, señor Collins?
—La encuentro bastante… improbable —dije, hoscamente.
—Sin embargo, usted parece expresar una opinión bastante distinta en sus documentos —dijo el inspector Field. Movió su vigoroso índice y el mozo Billy corrió a rellenar nuestros dos vasos, todavía humeantes.
—¿Qué documentos?
—Creo que se han recopilado bajo el título «Tardes magnéticas en casa», y cada una de ellas está firmada claramente: «W. W. C.»: William Wilkie Collins.
—¡Dios del Cielo! —exclamé, en voz demasiado alta—. Esas cosas debieron de aparecer hace…, ¿cuánto? ¿Quince años?
Los documentos a los que se refería se habían escrito para el escéptico Leader, de G. H. Lewes, en algún momento a principios de la década de los cincuenta. Sencillamente, yo informaba de los diversos experimentos de salón que estaban de moda por aquel entonces: hombres y mujeres a los que se magnetizaba, objetos inanimados como vasos de agua magnetizados por un mesmerista, «sensitivos» que leían mentes y predecían el futuro, intentos de comunicarse con los muertos… Sí, ahora lo recordaba, a pesar del opio y el alcohol y el dolor de cabeza… Una mujer que se había hecho levitar a sí misma y la silla de alto respaldo en la que estaba sentada.
—¿Ha tenido algún motivo para cambiar de opinión desde que observó esas cosas, señor Collins? —Encontré la suave pero perentoria e insinuante voz de Field tan irritante como siempre.
—No eran opiniones mías, inspector. Sencillamente eran observaciones profesionales de aquella época.
—Pero usted ya no cree que un hombre o una mujer, digamos alguien iniciado en las artes antiguas de una sociedad largamente olvidada, pueda levitar diez pies en el aire y mirar por la ventana de Charles Dickens, ¿verdad?
Basta. Ya había tenido bastante.
—Nunca he creído una cosa semejante —dije con dureza, alzando la voz—. Hace catorce o quince años, cuando era mucho más joven, informaba de las… actuaciones de determinados místicos de salón y de la «credulidad» de los que se reunían a contemplar tales cosas. Soy un hombre moderno, inspector Field, cosa que en mi generación se puede traducir como «hombre de poca fe». Por ejemplo, ya no creo que su misterioso señor Drood exista siquiera. O más bien, para afirmarlo positivamente de una manera más clara, creo que tanto usted como Charles Dickens han usado la leyenda de esa figura para sus propios objetivos personales, distintos en cada caso, y mientras tanto se han empeñado en usarme «a mí» como una especie de peón en su juego…, sea el que sea.
Era un discurso demasiado largo para un hombre en mi estado, a aquella hora de la mañana, de modo que acabé enterrando la cara en el vaso de jerez humeante.
Levanté la cabeza cuando el inspector Field me tocó el brazo. Su rostro rubicundo y venoso había adoptado una expresión seria.
—Ah, sí, desde luego que hay un juego, señor Collins, pero de ninguna manera se juega con usted. Y sí que hay prendas, y muy importantes, en juego, pero usted no es ningún peón, señor. Aunque es casi seguro que su señor Dickens sí que lo es.
Tiré de mi manga para librarme de su mano.
—¿De qué me está hablando?
—¿Se ha preguntado usted, señor Collins, por qué he dado tanta importancia al hecho de encontrar a ese Drood, exactamente?
No pude resistir una sonrisita.
—Quiere usted que le devuelvan su pensión —dije.
Pensaba que aquello enfurecería al inspector, y por tanto me sentí sorprendido por su risa rápida y fácil.
—Bendito sea, señor Collins, es cierto. Así es. Pero ése es el menor de mis objetivos en este juego de ajedrez en particular. El señor Drood y yo estamos a punto de convertirnos en ancianos, y cada uno de nosotros ha decidido poner fin a este juego del gato y el ratón que llevamos jugando veinte años o más. A cada uno de nosotros le quedan las suficientes piezas en el tablero para hacer un movimiento final, es cierto, pero lo que creo que usted no comprende, señor, es que el final de este juego debe resultar…, «debe» resultar en la muerte de uno u otro de los dos. O bien muere Drood, o bien muere el inspector Field. No hay otra salida para esto, señor.
Parpadeé varias veces.
—¿Por qué? —pregunté finalmente.
El inspector Field se acercó más a mí; noté el cálido aroma a jerez en su aliento.
—Quizá pensaba usted que exageraba, señor, cuando le dije que Drood ha sido responsable, personalmente y a través de esos subalternos mesmerizados que envía al exterior, de las muertes de trescientas personas desde que llegó aquí desde Egipto, hace más de dos décadas. Bueno, pues no exageraba, señor Collins. El recuento actual es de trescientos veintiocho. Y no es el final, señor. Hay que detener a ese Drood. Hasta el momento, en todos estos años, en mi servicio con la Policía Metropolitana y fuera de ella, he tenido algunas escaramuzas con el demonio, cada uno de nosotros ha sacrificado peones, torres y piezas mejores aún en este largo juego…, pero ésta es la «jugada final» de verdad, señor Collins. O bien el diablo me come mi rey, o bien yo me como el suyo. No hay otra forma de hacerlo, señor.
Miré al inspector. Desde hacía algún tiempo dudaba de la cordura de Charles Dickens; ahora sabía con certeza que había otro hombre demente que influía en mi vida.
—Ya sé que le he pedido su colaboración sin ofrecer como retribución otra cosa que mi ayuda a la hora de ocultar el conocimiento de la señorita Martha R. a su dama, Caroline, señor —dijo el inspector Field. Pensé que era una forma muy educada de describir el chantaje que me había hecho—. Pero hay otras cosas que puedo ofrecerle a cambio de su ayuda, señor. Cosas sustanciales.
—¿El qué?
—¿Cuál es su mayor problema en la vida en este momento, señor Collins?
Estuve tentado de decirle: «usted», y lo habría hecho, pero me sorprendí pronunciando otra palabra: «dolor».
—Sí, señor… Usted ha mencionado la gota reumatoide y lo mucho que sufre por ella. Y se puede ver en sus ojos, si me permite el atrevimiento de mencionarlo, señor Collins. El dolor constante no es nada insignificante para ningún hombre, y especialmente para un artista como usted. Los detectives dependen de la deducción, como ya sabrá, señor, y mi deducción es que usted ha llegado esta horrible noche de marzo al fumadero de opio de Sal y a este asqueroso barrio sólo con la esperanza de aliviar un poco su dolor. ¿No es así, señor Collins?
—Sí —afirmé.
No me molesté en contarle a Field que Frank Beard, mi médico, me había sugerido recientemente que la «gota reumatoide» que llevaba sufriendo tanto tiempo podía ser muy bien una forma virulenta de enfermedad venérea.
—¿Le atormenta ahora mismo mientras hablamos, señor Collins?
—Noto los ojos como sacos de sangre —dije, con total sinceridad—. Lo noto cada vez que los abro, corro el riesgo de sufrir una hemorragia y que litros de sangre me corran por la cara y la barba.
—Terrible, señor, terrible —dijo el inspector Field, meneando la cabeza—. No le culpo por buscar en un momento dado cierto alivio con su láudano y su pipa de opio. Pero si no le importa que se lo diga, señor, la calidad del producto del fumadero de Sal, sencillamente, no sirve.
—¿Qué quiere decir, inspector?
—Quiero decir que diluye el opio demasiado para los que están en su nivel de malestar, señor Collins. Para empezar, no es un producto puro. Es cierto que una adecuada combinación de su láudano y la pipa de opio tendría efectos saludables, incluso milagrosos, en su aflicción, pero ese opio de los tugurios de Bluegate Fields y Cheapside sencillamente no tiene la calidad necesaria para ayudarle, señor.
—Entonces, ¿dónde? —pregunté, pero ya mientras le preguntaba sabía lo que me diría.
—El Rey Lazaree —dijo el inspector Field—. El fumadero secreto del chino allá abajo, en la Ciudad Subterránea.
—En las criptas y catacumbas —dije, desanimado.
—Sí, señor.
—Usted lo que quiere, sencillamente, es que yo vuelva abajo, a la Ciudad Subterránea —dije, buscando la mirada del anciano. Las ventanas con rojos cortinajes del Globe and Pigeon filtraban una luz tenue y fría—. Usted quiere que vuelva a intentar conducirle hasta Drood.
El inspector Field sacudió su cabeza calva y con patillas canosas.
—No, no encontraremos a Drood de ese modo, señor Collins. Indudablemente, el señor Dickens le contó la verdad el otoño pasado cuando dijo que había vuelto regularmente a la guarida de Drood, pero no pasó por el cementerio cercano. Hemos tenido hombres apostados allí durante meses. Drood le debió de hablar de otra ruta hacia su mundo subterráneo. O bien ese demonio egipcio ha estado viviendo en la superficie todo este tiempo y le ha revelado alguna de sus direcciones a su señor Dickens. De modo que su amigo el escritor no tiene que entrar ya en la Ciudad Subterránea por esa ruta, señor Collins, pero «usted» puede obtener, si lo desea, el alivio del opio puro del Rey Lazaree.
Yo tenía el vaso vacío. Miré al inspector a los ojos, que de repente se habían puesto acuosos.
—No puedo —dije—. Lo he intentado. Pero no puedo desplazar el pedestal de la cripta, que es muy pesado, para acceder a las escaleras.
—Ya lo sé, señor —replicó el inspector Field, con una voz profesionalmente cortés y triste, como la de un enterrador—. Pero Hatchery se alegrará muchísimo de ayudarle cuando quiera bajar allí, de día o de noche. ¿Verdad, Hib?
—Con mucho gusto, señor —intervino Hatchery desde el lugar donde se encontraba, cerca. Confieso que casi me había olvidado de que el otro hombre se hallaba presente.
—¿Y cómo le puedo llamar? —le pregunté.
—Aquel muchacho sigue esperando en su calle, señor Collins. Mándele recado con Gooseberry, y el detective Hatchery aparecerá allí al cabo de una hora para escoltarle a través de esos barrios peligrosos, abrirle el camino a las escaleras y esperar a su vuelta. —El infernal inspector sonrió—. Incluso puede prestarle de nuevo su revólver, señor Collins. Pero usted no debe temer nada del Rey Lazaree y de sus clientes. A diferencia de la sospechosa clientela del fumadero de opio de Sal, Lazaree y sus momias vivientes de allá abajo saben que sólo se les permite existir a regañadientes.
Dudé.
—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarle a cambio de su ayuda para encontrar a Drood a través del señor Dickens? —preguntó Field—. ¿Algún problema en casa, quizá?
Miré con recelo a aquel hombre. ¿Qué sabía de mis problemas en casa? ¿Cómo podía conocer que mis peleas cotidianas, día y noche, con Caroline me habían enviado al fumadero de Sal con la misma certeza que mi necesidad de aliviar el dolor de mi gota?
—Llevo más de treinta años casado, señor Collins —dijo dulcemente, como si me leyese el pensamiento—. Mi especulación es que su dama, después de todo este tiempo, le exige el matrimonio…, mientras su otra dama, en Yarmouth, le pide volver a Londres junto a usted.
—Maldito sea, Field —exclamé, golpeando con el puño la gruesa y gastada madera de la mesa—. Nada de todo eso es asunto suyo.
—Por supuesto que no, señor. Claro que no —dijo el inspector, con su voz más untuosa—. Pero tales problemas son una distracción para su trabajo, así como para nuestros objetivos comunes. Estoy intentando ver cómo podría ayudarle…, igual que haría un amigo.
—No hay ayuda posible para esto —gruñí—. Y usted no es amigo mío.
El inspector Field asintió, comprensivo.
—Aun así, señor, si no le importa recibir un consejo de un casado con experiencia, a veces un cambio de lugar consigue un periodo de paz y tranquilidad en estos desacuerdos domésticos.
—¿Quiere decir mudarse? Ya hemos hablado de ello, Caroline y yo.
—Creo, señor Collins, que usted y la dama han ido varias veces a ver una bonita casa en Gloucester Place.
No me sentía ya sorprendido ni escandalizado al saber que los hombres de Field nos habían seguido. No me habría sorprendido saber que había introducido en secreto un enano entre las paredes de nuestra casa de Melcombe Place para que anotase todas nuestras discusiones.
—Es una casa estupenda —dije—. Pero la residente actual, la señora Shernwold, no desea vender. Y en este momento me costaría mucho reunir los fondos necesarios, de todos modos.
—Ambos impedimentos podrían eliminarse, señor Collins —susurró el inspector Field—. Si trabajamos juntos de nuevo, podría garantizarle que usted, su dama y su hija se trasladaran a esa bonita residencia en Gloucester Place dentro de un año o dos, mientras su señorita R. se reinstala en Bolsover Street, si lo desea usted, con nuestra ayuda a la hora de proveer su viaje y otros gastos inmediatos.
Entrecerré los ojos y miré al hombre. Me dolía la cabeza. Quería irme a casa a desayunar y luego a la cama. Quería subirme las mantas por encima de la cabeza y dormir una semana entera. Habíamos pasado del chantaje al soborno. En conjunto, creo que me sentía mucho más cómodo con el chantaje.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer, inspector? —Nada más que lo que hemos discutido ya, señor Collins. Use sus buenos oficios con Charles Dickens para averiguar dónde está Drood y qué anda haciendo.
Sacudí la cabeza.
—Dickens está completamente absorto en sus preparativos para su inmediata gira de lecturas. Estoy seguro de que no tiene contacto alguno con Drood desde Navidad. Además de sentirse muy asustado por lo que creyó ver en el exterior de su ventana aquella noche, Dickens ahora está agobiado por las gestiones. No tiene ni idea de la cantidad de preparativos que implica una gira semejante.
—Desde luego, señor Collins —dijo el inspector Field—. Pero sé que su amigo empezará su gira con una velada de lectura inaugural dentro de una semana, el 23 de marzo, en la Sala de la Asamblea en Cheltenham. Luego el 10 de abril aparecerá en Saint James Hall, aquí en Londres, seguido inmediatamente por lecturas en Liverpool, luego en Mánchester, luego en Glasgow, luego en Edimburgo…
—¿Tiene usted el itinerario completo? —le interrumpí.
—Por supuesto.
—Entonces sabrá lo imposible que sería para mí conseguir la atención de Charles Dickens durante la gira. Todas las lecturas públicas de los autores son extenuantes para el autor. Una lectura de Dickens es extenuante para el autor y para todas las personas que le rodean. Sencillamente, no hay nada en el mundo como una lectura de Charles Dickens, y él promete que su gira sea más intensa aún.
—Eso me han dicho —observó el inspector Field, calmadamente—. De alguna manera, Drood está implicado en esa gira de lectura de su amigo.
Me eché a reír.
—¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo puede viajar con Dickens o ser visto en sus lecturas sin despertar comentarios un hombre de su aspecto?
—Drood es un hombre que adopta infinitos disfraces —dijo Field. Bajó mucho la voz, como si Hatchery, la señorita Darby o Billy, el mozo, pudieran ser el criminal egipcio disfrazado—. Le aseguro que su amigo Dickens está llevando a cabo, de forma consciente o inconsciente, deliberadamente o como instrumento de Drood, los oscuros propósitos de ese demonio con esta gira.
—¿Cómo podría…? —empecé a protestar, pero me detuve, recordando la insistencia de Dickens en que magnetizaría al público entero durante cada lectura. Los «mesmerizaría». Pero ¿con qué oscuro objetivo?
Todo aquello era absurdo.
—Aun así —dije, cansado—, usted conoce el calendario de Dickens. Y sabe que sólo viaja con él un pequeño séquito.
—El señor Dolby —dijo el inspector Field—. Su agente el señor Wills. —Field siguió nombrando al hombre del gas, al experto en iluminación e incluso a los agentes enviados de antemano para inspeccionar los teatros, acordar el precio de las entradas, anunciarlo y demás—. Pero, desde luego, señor Collins, Dickens disfrutaría mucho viendo a su querido amigo durante esa gira extenuante. Sé que planea ver a su amigo actor Macready en el estreno, en Cheltenham. ¿No podría usted pasar unos cuantos días de viaje con su famoso amigo y asistir a una o dos de sus lecturas?
—¿Es lo único que quiere de mí?
—Su ayuda en esas pequeñas cosas, sencillamente, observar, hablar e informar, sería impagable —susurró el inspector Field.
—¿Y cómo demonios planea que el número noventa de Gloucester Place esté disponible para nosotros, aunque sea el año que viene, si la señora Shernwold la reserva para su hijo misionero y se niega en redondo a vender? —pregunté.
El inspector sonrió. Esperaba casi ver unas plumas de canario sobresaliendo entre aquellos labios del color del hígado.
—Ése será mi problema, señor, aunque no espero problemas en absoluto. Es un privilegio ayudar a alguien que nos ayuda en el servicio público de librar a Londres de su menos notorio pero más exitoso asesino en serie.
Suspiré y asentí. Si el inspector Field hubiera tendido su mano entonces para sellar nuestro oscuro trato, no estoy seguro de que yo le hubiese tocado. Quizás él sentía lo mismo, porque se limitó a asentir con la cabeza (el trato estaba cerrado) y miró a su alrededor.
—¿Le gustaría que la señorita Darby y el chico nos quemaran un poco más de jerez, señor? Es un preparado excelente para el sueño.
—No —dije, intentando ponerme de pie y notando al momento la enorme mano de Hatchery en mi brazo, que me le yantaba sin esfuerzo alguno del asiento—. Quiero irme a casa.