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A principios de octubre, Dickens me invitó a pasar unos días en Gad’s Hill durante la última visita de los Fields, antes de que volvieran a Boston. Había pasado algo de tiempo desde la última vez que me invitaron a pasar la noche en casa de Dickens. En realidad, después de las muestras de apoyo a mi estreno en marzo de Negro y Blanco, la relación entre ambos había sido un poco escasa y decididamente formal (sobre todo en comparación con nuestra intimidad de los años anteriores). Aunque seguíamos firmando nuestras cartas como «tuyo afectísimo», parecía que en realidad ya quedaba poco afecto por ambas partes.

Mientras viajaba hacia Gad’s Hill, miraba por la ventanilla del vagón de ferrocarril y me preguntaba por los auténticos motivos de la invitación del Inimitable, y también qué podía contarle que le sorprendiera. Me gustaba mucho sorprender a Dickens.

Podía haberle descrito mi excursión a la Ciudad Aérea cuatro meses antes, el 9 de junio, mientras él, Fields, Dolby y Eytinge visitaban los suburbios bajo la protección de su policía, pero esa revelación quizás habría sido excesiva. (Y no tenía excusa alguna para seguirles la primera parte de aquella noche).

Ciertamente, sorprendería a Dickens y a los Fields y a cualquier otro invitado que estuviera allí aquel fin de semana si describía las muecas faciales y los borboteos, supuestamente monísimos, de mi hijita Marian, y otras anécdotas baratas propias de todos los bebés, pero esa revelación, desde luego, sería absolutamente excesiva. (Cuanto menos supiera Charles Dickens y su entorno de aduladores de mi vida privada, mucho mejor).

Entonces, ¿cómo podía divertirlos?

Ciertamente, podía informar a todo el mundo de lo bien que iba mi libro, Marido y mujer. Si Dickens hubiese sido mi único interlocutor, le habría hablado de las cartas que la señora Elisabeth Harriette (Caroline) Clow me enviaba casi cada mes con detalles del distanciamiento emocional y los castigos físicos sufridos por parte de su marido, el fontanero patán. Suponían una fuente de información maravillosa. Lo único que tenía que hacer era sustituir el patán fontanero y casi analfabeto por el atleta de Oxford (en realidad había muy poca diferencia entre ambos tipos de hombres, si uno lo pensaba bien), y los golpes y encierros en la bodega que sufría Caroline se convertían al instante en la dura situación que sufría mi heroína de alta cuna, pero mal casada.

¿Qué más?

Podía contarle a Charles Dickens, si teníamos por delante largo tiempo a solas y se renovaba de alguna manera nuestra antigua intimidad, la visita nocturna que recibí el 9 de junio por parte del joven a quien él sacó del accidente de Staplehurst cuatro años antes de aquel día: nuestro Edmond Dickenson.

Dickenson no sólo había tomado posesión de mi propia silla detrás del escritorio y había apoyado sus sucias botas en mi cajón inferior, abierto, sino que el impertinente mocoso de alguna manera había conseguido subir a mi dormitorio, abrir el armario y sacar las ochocientas páginas que contenían mis sueños sobre los dioses de la Tierra Negra, garabateadas con la letra tensa e inclinada del Otro Wilkie.

—¿Qué significa esta intrusión? —exclamé.

Mi intento de autocontrol se había visto un tanto debilitado por el hecho de que aún con la capa puesta, yo estaba empapado como un gato callejero rebozado en el cieno, y el agua goteaba formando charcos en el suelo de mi estudio y mi alfombra persa.

Dickenson se echó a reír y me cedió la silla (aunque no el manuscrito). Los dos dimos la vuelta al escritorio con tanta cautela como dos adversarios en una pelea a cuchillo, en una taberna de New Court.

Me senté en mi silla y cerré de golpe el cajón inferior, y Dickenson se sentó en la silla de los invitados sin pedirme permiso. El abrigo producía unos sonidos húmedos y blandos debajo de mí.

—Tiene usted un aspecto horrible, perdone que se lo diga —me soltó Dickenson.

—Qué importa. Devuélvame lo que es mío.

Dickenson miró el fajo de papel que tenía entre las manos y mostró una cara de sorpresa.

—¿Suyo, señor Collins? Usted «sabe» que ni sus sueños de la Tierra Negra ni estas notas son de su propiedad.

—Sí que lo son. Y quiero que me las devuelva.

Saqué la pistola de Hatchery del bolsillo de la capa, apoyé la base del pesado mango o agarre o culata, o como se llame, en la superficie de mi escritorio y con ambas manos eché atrás el pesado martillo, que chasqueó y luego se colocó en su posición. La boca del cañón apuntaba directamente al pecho de Edmond Dickenson.

El insufrible jovenzuelo se echó a reír. Una vez más, pude comprobar lo extraños que eran sus dientes: eran blancos y sanos cuando yo le vi en la Navidad de 1865. ¿Se habrían estropeado, o se los habría afilado hasta formar esos raigones y picos?

—¿Es ésta su letra, señor Collins?

Dudé. Drood había conocido al Otro Wilkie un año antes, aquella misma noche. El emisario de Drood seguramente también sabría algo de aquello.

—Quiero que me devuelva esas páginas —dije. Apoyé el dedo en el gatillo.

—¿Y se propone de verdad dispararme, si no se las devuelvo?

—Sí.

—¿Y por qué iba a hacer tal cosa, señor Collins?

—Quizá para averiguar si usted es el espectro que finge ser —dije, bajito.

Estaba muy cansado. Parecía que habían pasado semanas, y no sólo unas doce horas, desde que vi a Dickens llevar a sus huéspedes a comer al cementerio de Cooling.

—Ah, sí, sangraré si me dispara —dijo Dickenson, con ese mismo tono irritantemente feliz que me enfureció en Gad’s Hill, hacía ya tanto tiempo—. Y moriré, si apunta bien.

—Pues así sea —dije.

—Pero ¿con qué fin, señor? Sabe usted que esos documentos son propiedad del Maestro.

—Por el Maestro se refiere usted a Drood.

—¿Y quién si no? No existe duda alguna de que me iré con estas páginas (prefiero enfrentarme a su pistola a tres pasos que a la ligera contrariedad del Maestro a una distancia mil veces mayor), pero como usted me tiene en ligera desventaja, quizás haya algo que desee saber antes de irme…

—¿Dónde está Drood?

Dickenson se limitó a echarse a reír. Quizá fuera la visión de aquellos dientes lo que me movió a hacer la siguiente pregunta:

—¿Come usted carne humana al menos una vez al mes, Dickenson?

La risa y la sonrisa desaparecieron.

—¿Dónde ha oído usted decir eso, señor?

—Quizá sepa más cosas de su… Maestro y sus esclavos de lo que usted cree.

—Quizá —dijo Dickenson. Había bajado la barbilla y me miraba con los ojos levantados y las cejas bajas, de una manera extrañamente perturbadora—. Pero debería saber —añadió— que no existen esos esclavos…, sólo discípulos y aquellos que desean voluntariamente servir al Maestro.

Esta vez me reí yo.

—Está hablando con una persona que tiene uno de los malditos escarabajos de su Maestro en el cerebro, Dickenson. No puedo pensar en ninguna forma peor de esclavitud.

—Nuestro común amigo, el señor Dickens, sí que puede —dijo Dickenson—. Por eso ha elegido trabajar con el Maestro hacia su objetivo compartido.

—¿De qué demonios está hablando? —exclamé—. Dickens y Drood no tienen ningún objetivo compartido.

El joven (las facciones que antes eran redondas hasta el punto de resultar angelicales estaban ahora demacradas) meneó la cabeza.

—Usted ha estado en New Court, Bluegate Fields y las zonas colindantes esta noche, señor Collins.

«¿Cómo sabe que he estado allí?», pensé, con pánico. «¿Habrán cogido y torturado a ese pobre loco de Barris?».

—El señor Dickens comprende que ese mal social tiene que acabar —continuó Dickenson.

—¿Mal social?

—La pobreza, señor —dijo Dickenson, algo acalorado—. La injusticia social. Los niños obligados a vivir en las calles, sin padres. Las madres que se han convertido en… mujeres de la calle, por pura desesperación. Esos niños y mujeres enfermos que nunca recibirán tratamiento, los hombres que nunca encontrarán trabajo en un sistema que…

—Bah, ahórreme toda esa cháchara comunista —dije. El agua me chorreaba de la barba hacia el escritorio, pero la mira de la pistola no vacilaba—. Dickens ha sido reformador la mayor parte de su vida, pero no es ningún revolucionario.

—Está usted equivocado, señor —dijo Dickenson, en voz muy baja—. Él trabaja con nuestro Maestro precisamente por la revolución que nuestro Maestro quiere traer primero a Londres y luego al resto del mundo, donde se deja morir de hambre a los niños. El señor Dickens ayudará a nuestro Maestro a crear un nuevo orden…, uno en el cual el color de la piel de cada uno o la cantidad de dinero que tenga no se interpondrá nunca en el camino de la justicia.

De nuevo me vi forzado a reír y de nuevo mi risa era sincera. Cuatro años antes, en otoño de 1865, una turba de negros jamaicanos atacó el Tribunal de Morant Bay. Nuestro gobernador, Eyre, había dispuesto que se fusilase o colgase a 439 de esos negros, y que 600 más fueran azotados. Algunos de nuestros liberales más ilusos se opusieron a la conducta del gobernador Eyre, pero Dickens me dijo que él habría deseado que las represalias y el castigo hubiesen ido algo más allá. «Me opongo totalmente —dijo por aquel entonces— a esa simpatía pública por los negros (o nativos, o el Diablo) y creo que es moralmente erróneo tratar con hotentotes como si fueran idénticos a los hombres con camisa limpia de Camberwell…».

Durante el Motín de la India, mucho antes de que le conociera, Dickens alabó al general británico cuya respuesta a la rebelión fue atar a los indios amotinados ante las bocas de los cañones y devolverlos «a casa» a trocitos. La ira y el desdén de Dickens, en Casa desolada y en otra docena de novelas suyas, apuntaba desde hacía tiempo más bien a los idiotas misioneros que estaban más preocupados por el sufrimiento de la gente nativa morena y negra en otros países que por los problemas de los ingleses e inglesas buenos y sus pobres niños blancos, aquí, en nuestro país.

—Es usted un idiota —le dije aquella noche de junio al joven Edmond Dickenson—. Su maestro es un idiota si cree que Charles Dickens quiere conspirar contra los hombres blancos en favor de lascares, hindúes, chinos y asesinos egipcios.

Dickenson sonrió tenso y se levantó.

—Tengo que entregar esta parte de las notas al Maestro antes de que amanezca.

—Quieto —dije, y levanté la pistola hasta que quedó apuntando al rostro del hombre—. Quédese los malditos papeles, pero dígame cómo sacarme este condenado escarabajo del cuerpo. De la cabeza.

—Se irá cuando el Maestro le ordene que se vaya, o cuando usted muera —dijo Dickenson, con esa mirada suya hambrienta, caníbal—. No antes.

—¿Aunque yo estuviera a punto de matar a una persona inocente? —dije.

Las cejas del joven, de color claro, se alzaron.

—Ya ha oído hablar del ritual de la excepción, ¿verdad? Muy bien, señor Collins. Puede intentarlo. No hay garantías de que funcione, pero puede intentarlo. Yo mismo se lo enseñaré. Ah, y puede estar seguro de que la joven que me ha dejado entrar esta noche mañana no recordará haberlo hecho.

Y sin más palabras, giró sobre sus talones y se fue.

Y resultó que Dickenson tenía razón al decir que Carrie no recordaría su visita. Cuando le pregunté a la mañana siguiente si el aspecto de nuestro visitante no la había asustado, me miró de una forma extraña y me dijo que no recordaba a ningún visitante, sólo recordaba haber tenido una pesadilla en la que un extraño llamaba a la puerta bajo la lluvia y que ría entrar.

Sí, pensé mientras llegábamos a la estación, donde me estaría esperando alguien de Gad’s Hill Place con un coche o un calesín, si contaba mi historia del final de aquella atareada noche de junio, lograría sorprender al Inimitable.

Pero luego pensé que sería terrible «no» sorprenderle…

El domingo del agradable fin de semana que pasé en Gad’s Hill Place (y resulta difícil para mí incluso ahora olvidar o exagerar lo agradables que eran de verdad aquellos tiempos de camaradería en casa de Dickens) me encontraba en las habitaciones de James Fields hablando con él de la vida literaria en Boston cuando llamaron a la puerta. Fue uno de los sirvientes más antiguos de Dickens quien entró en la habitación, tan formal como un cortesano ante la reina Victoria, entrechocó los talones y le tendió a Fields una nota escrita con una letra muy bien caligrafiada, en un rollo de pergamino fino. Fields me lo mostró y luego lo leyó en voz alta:

El señor Charles Dickens presenta sus saludos más respetuosos al honorable James T. Fields (de Boston, Massachusetts, Estados Unidos) y le complacerá mucho recibir una visita del Hon. J. T. F. En la pequeña biblioteca de arriba, cuando disponga el Hon. J. T. F.

Fields lanzó una risita, luego tosió, violento por haberlo leído en voz alta, y me preguntó:

—Estoy seguro de que Charles quiere decir que nos espera «a los dos» en la biblioteca. Sonreí y asentí, pero estaba seguro de que Dickens no había pensado ampliar la invitación para incluirme a mí. Él y yo no habíamos compartido ni dos palabras en privado en los cuatro días que yo llevaba en Gad’s Hill Place; me resultaba más y más obvio que el Inimitable no tenía plan alguno de alterar esa penosa situación de cortesía en público, pero de silencio privado entre los dos.

Sin embargo, seguí a Fields, ya que el norteamericano subió corriendo a la pequeña biblioteca.

Dickens no pudo ocultar su contrariedad cuando me vio entrar a mí, aunque la expresión cruzó por sus rasgos durante una fracción de segundo nada más (sólo un viejo amigo que le conociera desde hacía muchos años habría notado el asomo de disgusto y sorpresa); luego sonrió y exclamó:

—¡Mi querido Wilkie, qué casualidad! Me has ahorrado escribir laboriosamente mi invitación para ti también. La caligrafía nunca ha sido mi mejor habilidad, y temía que me costaría media hora más escribir ese documento. ¡Entrad los dos! Sentaos, por favor, sentaos.

Dickens estaba apoyado en el borde de una pequeña mesa de lectura y tenía a su lado un fajo reducido de páginas manuscritas. Había preparado sólo dos sillas donde podía sentarse la audiencia. Durante un momento de vértigo estuve seguro de que nos iba a leer unas notas de sus propios sueños sobre los dioses de la Tierra Negra.

—¿Somos nosotros el único público de… lo que sea? —preguntó James T. Fields, encantado.

Los dos hombres parecían deleitarse cada uno en la presencia del otro, rejuvenecían casi literalmente al emprender sus juveniles aventuras, y yo había notado la tristeza de Dickens durante los últimos días. «Bueno, ¿por qué no? —pensé en aquel momento—. Cuando Fields y su mujer se vayan de Inglaterra a Estados Unidos esta semana, será la última vez que los dos hombres se verán el uno al otro. Dickens habrá muerto mucho antes de que Fields vuelva a Inglaterra».

—Los dos, queridos amigos, sois realmente la única audiencia de esta lectura —afirmó Dickens; fue a cerrar él mismo la puerta de la biblioteca y volvió a su apoyo en el borde de la mesa de delgadas patas—. «Capítulo primero. El amanecer» —leyó Dickens—. «¿Una antigua ciudad catedralicia inglesa? ¿Cómo puede haber aquí una antigua ciudad catedralicia inglesa? ¿La maciza y conocida torre gris de su vieja catedral? ¿Cómo puede estar aquí? No hay agujas de hierro oxidado en el aire, entre el ojo y la ciudad, desde ningún punto de la perspectiva real. ¿Qué aguja es pues la que se interpone, y quién la ha erigido? Quizás haya sido erigida siguiendo órdenes del sultán para empalar a una horda de ladrones turcos, uno por uno. Y así es, porque resuenan los címbalos y el sultán va a su palacio en larga procesión. Mil cimitarras relampaguean a la luz del sol, y tres veces mil jóvenes danzarinas arrojan flores.

Luego siguen elefantes blancos engualdrapados con incontables colores maravillosos…».

Y así siguió leyendo durante casi noventa minutos. James Fields estaba embelesado, era obvio. Yo, cuanto más escuchaba, más fría notaba la piel, el cuero cabelludo y los dedos.

El capítulo primero era una descripción impresionista (y muy sensacionalista) de un fumador de opio que sale de sus sueños en un fumadero de opio, obviamente basado en el fumadero de Sal. La propia Sal aparecía allí (adecuadamente descrita como «una mujer demacrada» que «parloteaba, susurrante») junto a un comatoso chino y un lascar. El personaje que ostenta el punto de vista, obviamente, es un hombre blanco que se despierta de su sueño opiáceo, y murmura «ininteligible» mientras escucha al incoherente chino y al inconsciente y murmurante lascar (y lucha contra ellos). Sale y vuelve a una «ciudad catedralicia», que es Rochester, desde luego, bajo el torpe seudónimo de «Cloisterham», y allí, en el segundo capítulo, conocemos a un puñado de los personajes habituales dickensianos, como por ejemplo el canónigo, reverendo Septimus Crisparkle, que es uno de esos amables y estúpidos aunque bienintencionados «cristianos musculosos», precisamente del tipo que yo parodiaba en mi actual novela.

También quedó claro en este segundo capítulo que el deshonesto fumador de opio al que habíamos entrevisto en el primer capítulo era un tal John Jasper, el maestro de coro laico de la catedral. Jasper, según entendemos de inmediato, tiene una bonita voz (extrañamente, más bonita unas veces que otras) y un alma oscura y retorcida.

También en este segundo capítulo conocemos al sobrino de Jasper, el sencillo y complaciente, aunque obviamente perezoso, señor Edwin Drood… Admito que di un respingo cuando Dickens leyó aquel nombre en voz alta.

En el tercer capítulo se nos ofrecen algunas descripciones bien escritas, pero bastante sombrías, de Cloisterham y su antigua historia, y se nos presenta otro personaje perteneciente a la casi infinita serie dickensiana de heroínas jóvenes y románticas, perfectas, virginales y de rosadas mejillas: ésta tiene el nombre empalagosamente insípido de Rosa Bud. Las pocas páginas donde aparece me hicieron desear estrangularla de inmediato (igual que a otros tantos personajes de jóvenes perfectas y virginales de Dickens, como la «Pequeña Dorrit»), y cuando Edwin Drood y Rosa Bud dan un paseíto juntos (sabemos que ambos están comprometidos desde la niñez a través de unos padres convenientemente relacionados, pero muertos, pero también que el joven Edwin se muestra condescendiente y complaciente con Rosa y el asunto del compromiso, mientras que Rosa simplemente quiere «dejarlo»), percibí los ecos del alejamiento de Dickens y Ellen Ternan, como cuando les oí discutir junto a la estación de tren de Peckham, aquella tarde.

Y en esos primeros capítulos, Fields y yo supimos que Dickens había creado a «su» Drood (el niño-hombre, Edwin Drood) como joven ingeniero que se va a Egipto a cambiarlo todo, y que acabará, como dice una estúpida mujer en el orfanato donde vive Rosa (¿por qué todas las jóvenes vírgenes de Dickens deben ser siempre huérfanas?), enterrado en las pirámides:

—Pero ¿acaso odiaría a los árabes, turcos y fellahs, y a todo el mundo? —pregunta Rosa, hablando de la perfecta pareja de ficción para «Eddy» Drood.

—Pues claro que no. Desde luego.

—Al menos debería odiar las pirámides, ¿no? Vamos, Eddy.

—¿Por qué iba a ser tan boba como para odiar las pirámides, Rosa?

—¡Ah! Tendrías que oír a la señorita Twinkleton, cuando se pone a menear la cabeza y a darnos la paliza con todo eso tan aburrido, y no lo preguntarías. ¡Esos lugares de enterramiento tan viejos y fastidiosos! Isis, Ibis, Keops y faraones, ¿a quién le importa todo eso? Y luego ese tal Belzoni o algo así, que sacaron arrastrando por los pies, medio asfixiado por los murciélagos y el polvo. Todas las chicas dicen: «¡Le está bien empleado, ojalá le den bien fuerte y ojalá se atragante!».

Y yo ya veía que Dickens se dirigía hacia una larga y bastante elaborada comparación entre el polvo de las criptas y tumbas de Cloisterham, que es lo mismo que decir Rochester y su catedral muy real, con los auténticos exploradores de tumbas egipcias como Belzoni, «medio asfixiado por los murciélagos y el polvo».

El tercer capítulo (que fue hasta donde nos leyó aquel día) acababa cuando Rosa, muy coqueta (pero que seguía sin estar interesada, al menos en Edwin) decía a aquel Drood:

—Y ahora dime, ¿qué ves?

—¿Qué veo, Rosa?

—Bueno, pensaba que vosotros, los chicos de Egipto, podíais mirar las líneas de la mano y ver toda clase de fantasmas. ¿No ves un futuro feliz?

Desde luego, ninguno de los dos veía un feliz presente, al abrirse la cancela y cerrarse de nuevo, y entrar uno de ellos y alejarse el otro.

Era como si Dickens me estuviera describiendo lo que yo mismo había visto entre Ellen Ternan y él en la estación de Peckham.

Cuando Dickens dejó la última página de aquel breve manuscrito (su lectura había sido tranquila, profesional, fría, opuesta a la actuación demasiado acalorada de sus recientes giras de lectura, y especialmente a la del «asesinato»), James Fields irrumpió en aplausos. El norteamericano parecía estar a punto de echarse a llorar. Yo me quedé en silencio, mirándole.

—¡Fantástico, Charles! ¡Absolutamente increíble! ¡Un comienzo excelente! ¡Un comienzo maravilloso, provocativo, intrigante y seductor! Nunca has mostrado de un modo tan absoluto tus habilidades.

—Gracias, mi querido James —dijo Dickens, con suavidad.

—¡Pero el título! No nos has dicho cuál es. ¿Cómo quieres llamar a ese maravilloso libro nuevo?

—El título será El misterio de Edwin Drood —dijo Dickens, mirándome por encima de sus gafas de leer.

Fields aplaudió con aprobación y no notó que yo aspiraba aire de una manera repentina. Pero estoy seguro de que Charles Dickens sí que se dio cuenta de ello.

Fields había subido al piso de arriba a cambiarse para la cena cuando yo seguí a Dickens de vuelta a su estudio y le dije:

—Tenemos que hablar.

—¿Sí? —dijo el Inimitable, mientras introducía las aproximadamente cincuenta páginas manuscritas en una carpeta de cuero y la guardaba bajo llave en uno de los cajones de su escritorio—. Muy bien, salgamos, así nos libramos de los oídos acechantes de familiares, amigos, niños, criados y perros.

El mes de octubre había sido cálido, y aquella tarde-noche también lo era. Dickens me condujo hacia su chalé. Normalmente, por aquella época del año el chalé estaba cerrado al avecinarse el húmedo invierno, pero aquel año no.

Hojas amarillas y rojas caían rozando el césped, y acababan capturadas por los arbustos o los geranios rojos sin flores plantados a lo largo del paseo, y Dickens me llevaba no hacia abajo, al túnel, sino en línea recta, cruzando la carretera. Aquel domingo por la tarde no había tráfico, pero sí que vi hileras de caballos briosos y bien alimentados atados o recibiendo atenciones junto a la Falstaff Inn. Un grupo del zorro había llegado a tomar un refrigerio después de la caza.

En el primer piso de aquel chalé, Dickens me indicó que me sentara en la silla Windsor que quedaba libre, y luego se arrellanó en la suya. Por las cajas bien arregladas de papel azul y color crema, las plumas, los tinteros y las estatuillas de ranas practicando esgrima comprendí que Dickens había escrito allí hacía poco.

—Bien, mi querido Wilkie, ¿de qué crees que tenemos que hablar?

—Lo sabes perfectamente, mi querido Dickens.

Él sonrió, sacó las gafas de un estuche y se las puso en la nariz, como si fuese a leer algo más.

—Asumamos que no lo sé y procedamos, a partir de ahí. ¿Es que no te gusta el principio de mi nuevo libro? He escrito más. Quizás un capítulo o dos más, y tu interés podría verse atrapado.

—Es un material peligroso, Charles.

—¿Sí? —Su sorpresa no parecía totalmente fingida—. ¿Qué es lo peligroso? ¿Escribir un cuento de misterio? Te dije hace algunos meses que estaba tan intrigado por los elementos de tu Piedra lunar (la adicción al opio, el mesmerismo, los villanos orientales, el misterio central del robo) que yo mismo intentaría algo, por mi parte, en una novela. Y aquí lo tengo. O al menos, la he empezado.

—Estás usando el nombre de Drood —dije, tan bajo que salió como un susurro apenas. Oía voces masculinas que iniciaban una canción de taberna, cerca.

—Mi querido Wilkie —suspiró Dickens—. ¿No te parece que ya es hora de que nosotros, o tú al menos, superes ese miedo a todas las cosas que recuerdan a Drood?

¿Qué iba a decir yo? Por un momento me quedé sin habla. Nunca le había hablado a Dickens de la muerte de Hatchery, de aquellas cuerdas grises y brillantes en la cripta. Ni de mi noche en el Templo de Drood. Ni de la invasión de la Ciudad Subterránea por parte del inspector Field, y las duras consecuencias que tuvo para Field y sus hombres. Ni de Reginald Barris…, andrajoso, barbudo, viviendo entre harapos y mugre, escondido por miedo…, ni de los templos escondite de la Ciudad Aérea que me había enseñado Barris sólo unos meses antes…

—Si tuviera tiempo esta noche —dijo Dickens, como si hablase para sí—, te curaría de esa obsesión. Te liberaría de ella.

Me puse de pie y empecé a caminar impacientemente arriba y abajo por aquella pequeña habitación.

—Tú te liberarás de la vida, si publicas ese libro, Charles. Una vez me dijiste que Drood te había pedido que escribieras su biografía…, pero esto es una «parodia».

—No, en absoluto —se rió Dickens—. Será una novela muy seria que explore las capas y los niveles de contradicciones de la mente criminal…, en este caso, la mente de un asesino, pero también de un adicto al opio, maestro y víctima del mesmerismo.

—¿Cómo se puede ser a la vez maestro y víctima del mesmerismo, Charles?

—Sé tan amable de leer mi libro cuando esté acabado, mi querido Wilkie, y lo verás. Se revelarán muchas cosas…, y no sólo del misterio, sino quizá de algunos de tus propios dilemas.

Ignoré esas palabras, pues me parecieron incomprensibles.

—Charles —dije, muy serio, apoyándome en su mesa y mirándole, allí sentado—, ¿crees realmente que el humo de opio hace soñar con cimitarras resplandecientes, bailarinas y…, cómo era…, «incontables elefantes blancos con diversos colores maravillosos»?

—«Elefantes blancos engualdrapados con incontables colores maravillosos, infinitos en número y ayudantes» —corrigió Dickens.

—Muy bien —dije, retrocediendo, y me quité las gafas para limpiarlas con mi pañuelo—. Pero ¿crees de verdad que el número que sea de elefantes engualdrapados y cimitarras resplandecientes figuran en un sueño de opio real?

—Yo he tomado opio, ¿sabes? —dijo Dickens, tranquilo. Parecía casi divertido.

Confieso que lancé un bufido al oírle decir eso.

—Eso me dijo Frank Beard, Charles. Una diminuta cantidad de láudano, y sólo unas pocas veces, cuando no podías dormir en alguna de tus últimas giras de lectura.

—Aun así, querido Wilkie, láudano es láudano. Opio es opio.

—¿Y cuántas dosis usaste? —Se lo pregunté mientras todavía caminaba arriba y abajo, de una ventana abierta a otra. Quizá fuera mi propio abuso del láudano, aquella mañana, lo que me mantenía tan excitado.

—¿Dosis? —preguntó Dickens.

—Sí, gotas del opiáceo diluido en el vino —dije—. ¿Cuántas gotas?

—Ah, no tengo ni idea. Dolby era el que preparaba las dosis, las pocas noches que intenté esa solución medicinal. Diría que dos.

—¿Dos dosis…, dos gotas? —repetí.

—Sí.

No dije nada durante un minuto. Aquel mismo día, como invitado de Gad’s Hill Place y habiendo llevado sólo un frasco y una botellita pequeña para rellenarlo en mi equipaje para el largo fin de semana, me había bebido al menos doscientas gotas, o quizás incluso el doble. Luego dije:

—Pero no me convencerás, ni a mí ni a cualquiera que haya investigado de verdad la droga como yo, mi querido Charles, de tu sueño de los elefantes, las cimitarras y las cúpulas doradas.

Dickens se echó a reír.

—Mi querido Wilkie, igual que dijiste, tú… «probaste», creo que ésa fue la palabra exacta…, la posibilidad de que tu personaje de La piedra lunar, Franklin Blake, entrase en el dormitorio de su prometida mientras ella dormía…

—En la sala que estaba junto al dormitorio de ella —le corregí—. Mi editor insistió en ello, por el decoro.

—Ah, sí —dijo Dickens, con una sonrisa. El editor era él, por supuesto—. Entrar en el salón junto al dormitorio de su prometida, robar un diamante, todo ello mientras estaba dormido, simplemente bajo la influencia del láudano, que no sabía que había tomado…

—Ya expresaste tus dudas en cuanto al realismo de esa escena —dije, agriamente—. Aunque yo te había dicho que experimenté situaciones similares bajo la influencia de la droga.

—Exactamente ahí es donde quiero ir a parar, mi querido Wilkie. Tú adaptaste el caso para que sirviera a tu trama. Y del mismo modo actúan mis paquidermos engualdrapados y las cimitarras resplandecientes…, para servir a la historia.

—No se trata de eso, Charles.

—¿De qué se trata, entonces? —Dickens me miraba con sincera curiosidad. También parecía muy cansado. Aquellos días, cuando el Inimitable no estaba leyendo a otros o en alguna obra, parecía un viejo, ese anciano en el que se había convertido de repente.

—El asunto es que Drood te matará si publicas ese libro —dije—. Tú mismo me dijiste que quiere una biografía que pueda hacer circular privadamente, estoy seguro, no una novela sensacionalista llena de opio, mesmerismo, montones de cosas egipcias y un personaje débil llamado Drood…

—Débil, pero importante para la historia —interrumpió Dickens.

Negué.

—No haces caso a mis advertencias. Quizá si hubieses visto la cara del pobre inspector Field, la mañana después de que le asesinaran…

—¿Asesinaran? —dijo Dickens, enderezándose de pronto. Se quitó las gafas y parpadeó—. ¿Quién dice que Charles Frederick Field fue asesinado? Sabes muy bien que el Times dijo que había muerto mientras dormía. Además, ¿qué es eso de que si hubiera visto su cara? «Tú» seguro que no la has visto, mi querido Wilkie. Recuerdo que estuviste enfermo y en cama durante semanas, por aquel entonces, y ni siquiera te enteraste de que el pobre Field había muerto hasta que yo te lo dije, varios meses después.

Dudé, no sabía si hablarle a Dickens entonces de la explicación que me dio Reginald Barris de la auténtica causa de la muerte del inspector Field. Pero tendría que contar también quién era Barris, por qué y dónde le había visto, y todo lo de los templos de la Ciudad Aérea…

Mientras dudaba, Dickens suspiró y dijo:

—Tu creencia en Drood es muy divertida, a su propia manera oscura, Wilkie, pero quizá sea hora ya de cerrar este tema. Quizá fuera un error haber empezado, ya desde un principio.

—¿La creencia en Drood? —exclamé—. ¿Puedo recordarte, mi querido Dickens, que fue la historia que «tú» me contaste de tu encuentro con él en Staplehurst y luego de «tus» encuentros posteriores con el monstruo en la Ciudad Subterránea lo que me metió en todo este asunto, de entrada? Es un poco tarde para que me digas que deje de creer en él, como si fuera el fantasma de Marley o de las Navidades Futuras.

Pensaba que Dickens se reiría al oír aquella última invectiva, pero sólo adoptó un aire triste y más cansado que antes y dijo, como si fuera para sí mismo:

—Quizá sea demasiado tarde, mi querido Wilkie. O quizá no. Pero lo cierto es que es demasiado tarde este domingo en concreto. Debo ir a prepararme y disfrutar de una de las últimas comidas que compartiré con los queridos James y Anne…

Su voz se había vuelto tan baja y triste al final de la frase que tuve que esforzarme para oír las palabras por encima del sonido de los cazadores de zorros que se alejaban al galope de la Falstaff Inn.

—Hablaremos en otra ocasión —dijo Dickens, al levantarse.

Noté que su pierna izquierda parecía incapaz de soportar su peso ni un segundo, y que se estabilizaba con la mano derecha en la mesa, equilibrándose allí durante un momento, mientras la mano y la pierna izquierda se agitaban, inútiles, como las de un bebé que da sus primeros pasos, y luego sonrió de nuevo, arrepentido esta vez, me pareció; salió por la puerta y bajó las escaleras, y nos dirigimos hacia la casa principal.

—Hablaremos de esto en otro momento —dijo de nuevo.

Y lo hicimos, querido lector, pero fue demasiado tarde, como verá, para evitar las tragedias que se avecinaban.