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Durante el otoño, el invierno y la primavera finales de la vida de Charles Dickens, él continuó escribiendo su novela y yo seguí escribiendo la mía.

Dickens, genio y figura, insistió en la locura suicida de seguir usando el nombre de Drood en el título de su nueva obra, aunque oí decir a Wills, a Forster y a ese chulito imbécil de Percy Fitzgerald (que había ocupado mi lugar en las oficinas de All the Year Round y en las confidencias de Dickens) que las primeras ideas del Inimitable para el título incluían La pérdida de James Wakefield y ¿Vivo o muerto? (Obviamente, nunca había tomado en consideración con seriedad usar el nombre de Edmond Dickenson, como me había mencionado la primavera anterior. Aquello había sido sólo para provocarme).

Por mi parte, había empezado mi libro meses antes de que Dickens comenzara el suyo, y, por tanto, había vendido y estaba empezando a publicar por entregas Marido y mujer en la Cassell’s Magazine, en Nueva York; para evitar la piratería, acordé con Harper’s publicar sus entregas una quincena antes que en Cassell’s. La primera entrega de Dickens de El misterio de Edwin Drood, por entregas y con sobrecubierta verde de Chapman y Hall, no vería la imprenta hasta abril. Pensado para una docena de entregas mensuales, acabaría después de seis.

Mi hermano Charley estaba contratado como artista para ilustrar aquella malhadada novela, y aunque se puso demasiado enfermo para acabar su trabajo, el impulso de Dickens debió de ser dar a su yerno (y por tanto a su hija) unos ingresos. También imaginé que Dickens hizo aquel encargo sencillamente para que Charley tuviera algo que hacer, aparte de haraganear en su casa de Gad’s Hill Place, sin trabajo y sufriente. Había llegado un punto en que sólo con ver a mi hermano Charles Dickens se enfurecía.

Al continuar trabajando por entregas, Dickens estaba rompiendo su norma inviolable, que era no trabajar en una novela al mismo tiempo que hacía lecturas públicas o se preparaba para ellas, ya que el tiempo de las doce «lecturas de despedida» que haría tras tanto suplicar y amenazar iba a empezar en enero.

Por mi parte, las entregas de Marido y mujer iban fluyendo con facilidad, ayudadas sustancialmente por las cartas, ahora mensuales, que recibía de Caroline, y donde se documentaba el torrente de malos tratos que su fontanero le estaba infligiendo. Como era celoso, Joseph Clow la encerraba en la carbonera cuando salía durante periodos prolongados. También se emborrachaba, y le daba patadas y la golpeaba después de pasarse horas bebiendo. Era un fanfarrón y llevaba a su casa a sus amigos y organizaba juergas con bebida y juego y decía cosas muy bastas y vulgares sobre Caroline, y se reía con los demás patanes mientras su esposa se sonrojaba e intentaba huir a su habitación. (Pero Clow había quitado la puerta de su diminuto dormitorio precisamente para que Caroline no pudiese ocultarse allí). Muy mimado por su madre, permitía que la suegra de Caroline la insultase incesantemente, y abofeteaba a mi antigua amante si ella arrojaba alguna mirada desafiante a la vieja.

Por mi parte, a todas estas cartas llenas de sufrimientos, no contestaba más que con un cortés acuse de recibo y una vaga conmiseración. Enviaba siempre las cartas a través de Carrie (suponiendo que Caroline las quemaría después de leerlas, ya que Clow podía matarla si descubría que estaba recibiendo cartas mías), pero los detalles y el tono aparecían en mi Marido y mujer.

El personaje de mi seductor, Geoffrey Delamayn, era (y sigue siendo, a mis ojos literarios) un personaje fantástico: corredor de larga distancia, de soberbio físico y diminuto cerebro; practicante de muchos deportes; ignorante educado en Oxford; un bruto, un canalla, un monstruo.

Los críticos de las primeras entregas de Marido y mujer dirían que mi novela era un libro agrio y furioso. Y le confieso, querido lector, que lo era. También era muy sincero, sin embargo. Estaba poniendo en Marido y mujer no sólo mi furia ante la simple «idea» de que alguien se vea atrapado en el matrimonio (atrapado tal y como Caroline había intentado atraparme a mí, y de la forma que Martha R., «la señora Dawson», intentaba atraparme en aquel preciso momento), sino también mi justificada indignación ante el trato que Caroline estaba recibiendo en las torvas manos y puños de aquel bruto de clase baja a quien «ella» finalmente había conseguido atrapar.

El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens, «no» era una novela furiosa ni amarga, pero las verdades y revelaciones personales que él ponía en ella, como comprendería mucho más tarde, eran mucho más asombrosas que aquellas que yo pensaba que mostraba de manera tan franca en mi propio libro.

Cuando acabó el último otoño de la vida de Dickens, él siguió trabajando, y luego llegó su último invierno, y la primavera. Así es como nosotros los escritores gastamos los días, los años y décadas de nuestras vidas a cambio de fajos de papeles con garabatos y tachaduras. Y cuando nos reclama la muerte, ¿cuántos de nosotros no cambiaríamos todas esas páginas, todo ese tiempo vital despilfarrado en garabatos y tachaduras logrados a base de tanto dolor, sólo por un día más, un día más plenamente «vivido» y «experimentado»? ¿Y qué precio no pagaríamos nosotros los escritores por ese día más pasado con aquellos a los que ignoramos mientras estábamos encerrados garabateando y tachando en nuestros arrogantes años de aislamiento solipsista?

¿Cambiaríamos todas esas páginas por una sola hora? ¿Todos los libros por un minuto auténtico?

No me invitaron a Gad’s Hill Place para Navidad.

Mi hermano fue con Katey, pero Charley estaba en un momento pésimo en su relación con el Inimitable, y ambos volvieron a Londres poco después de Navidad. Dickens había acabado la segunda entrega de El misterio de Edwin Drood a finales de noviembre, e intentaba adelantar la ilustración de la cubierta y las primeras interiores, pero después de esbozar aquella cubierta basada en una explicación de Dickens del contenido del relato, a veces bastante vaga, Charley decidió en diciembre que no podía dibujar a aquel ritmo sin perjudicar gravemente su salud. Mostrando gran impaciencia (e incluso asco, quizá), Dickens corrió a Londres, consultó a su editor, Frederick Chapman, y ambos decidieron sustituirlo por un joven nuevo en el mundo de la ilustración, un tal Luke Fildes.

En realidad, como pasaba casi siempre, era Dickens quien decidía, esta vez basándose en el consejo del pintor John Everett Millais, que se alojó en Gad’s Hill Place y que mostró al Inimitable una ilustración de Fildes en el primer número de una revista llamada The Graphic. Cuando Fildes se entrevistó con Dickens en las oficinas de Frederick Chapman, el joven advenedizo tuvo la audacia de decir que él era una persona «muy seria», y por tanto, sería mucho mejor ilustrando (a diferencia de Charley y otros muchos ilustradores de Dickens, como «Phiz», a quienes gustaban más las escenas cómicas) los aspectos más graves de las novelas del Inimitable. Dickens estuvo de acuerdo (en realidad le gustaba mucho tanto el estilo de Fildes, más moderno, como su enfoque más serio). Así pues, después de realizar sólo un esbozo de la cubierta y dos dibujos interiores, mi hermano acabó para siempre de ser el ilustrador de los libros de Dickens.

Pero a Charley, que estaba en su propio infierno, batallando con sus constantes problemas gástricos, no pareció importarle (excepto por la pérdida de ingresos, que trastornaba los planes de la pareja).

Tampoco me importó a mí que Dickens no me invitara a Gad’s Hill para Navidad, después de tantos años de agradable tradición en el sentido contrario.

Llegaron noticias de mi hermano y de otros de que el pie izquierdo de Dickens estaba tan hinchado que pasó gran parte del día de Navidad en la biblioteca con unas cataplasmas aplicadas, y se sentó a la mesa de la cena aquella noche con el miembro hinchado y vendado apoyado en una silla. Con ayuda, pudo ir cojeando al salón después de cenar, para los habituales juegos familiares de los Dickens, aunque su contribución, cosa extraña (porque a Dickens le encantaban esos juegos) se limitó a yacer en el sofá y a contemplar cómo competían los demás.

Para Año Nuevo, Dickens aceptó una invitación para pasar el viernes y el sábado (porque Año Nuevo caía en viernes aquel año) en los lujosos aposentos de Forster, pero según Percy Fitzgerald, que se lo oyó decir a su vez a Wills, que se lo oyó decir al propio Forster, el pie izquierdo de Dickens (todavía con cataplasmas) y la mano izquierda le producían mucho dolor. Sin embargo, se rió de su incomodidad y leyó la segunda entrega de Edwin Drood con tanto espíritu y buen humor que aquel nuevo ilustrador tan serio, Fildes, casi con toda seguridad se habría sentido impotente a la hora de ilustrar aquella escena, si el único criterio que seguía era el de la «gravedad».

Con su habitual precisión, Dickens estimó que la triunfante conclusión de su lectura ante los presentes acabaría exactamente a medianoche. Así, 1870 empezó para Charles Dickens como seguiría hasta el final: con una mezcla de extremo dolor y fuertes aplausos.

Por mi parte, había pensado en ofrecer otra cena de Nochevieja en Gloucester Place 90, pero recordé que el año anterior no había ido demasiado bien. Y como los Lehmann y los Beard eran mis invitados preferidos, y sus hijos se enfadaron conmigo por decir la verdad sobre los atletas y los deportes (y me sentía un poco incómodo en las reuniones sociales con Frank desde que había asistido al parto de la niña de Martha R., el verano anterior), decidí pasar la velada con mi hermano y su esposa.

La velada fue tranquila (se podía oír el tictac de los dos grandes relojes). Charley empezó a encontrarse mal y tuvo que retirarse a media cena: subió al piso de arriba a echarse. Prometió que intentaría despertarse más tarde y unirse a nosotros a medianoche, pero a juzgar por las arrugas que el dolor ponía en su rostro, dudaba de que ocurriese tal cosa.

Yo también me puse en pie y sugerí que podía irme (ya que no había más invitados), pero Kate me ordenó que me quedara. Normalmente aquello habría sido natural. Cuando vivía con Caroline, como creo que ya he mencionado, a menudo me iba al teatro o a cualquier otro sitio y la dejaba con mis invitados varones, sin pensar nada malo, pero había existido una gran tensión entre Kate y yo desde el día de la boda de Caroline, más de un año antes.

Kate también había bebido mucho vino antes de cenar y durante la cena, y luego sacó el brandy para la sobremesa, y pasamos al salón, donde el tictac del reloj se oía mucho más aún. Ella no arrastraba las palabras (Katey era una maestra del autocontrol), pero se podía asegurar, por su postura rígida y la falta de plasticidad de su expresión, que la bebida le estaba afectando. La jovencita a la que había conocido durante tanto tiempo como Katey Dickens estaba a punto de convertirse (aunque todavía no tenía treinta años) en una mujer vieja y amargada.

—Wilkie —dijo de repente, y su voz sonó terriblemente fuerte entre los cortinajes y la oscuridad de la pequeña habitación—, ¿sabes por qué te invitó mi padre a Gad’s Hill el pasado octubre?

En realidad la pregunta hirió un poco mis sentimientos. Hasta entonces no se había requerido ningún «motivo» para ser invitado a Gad’s Hill Place. Tras beber un sorbito de brandy para ocultar mi incomodidad, sonreí y dije:

—Quizá porque tu padre quería que oyese el principio de su nuevo libro.

Kate agitó la mano con desdén, de una manera bastante grosera.

—No, en absoluto, Wilkie. Resulta que sé que mi padre había reservado ese honor para su querido amigo, el señor Fields, y que él (mi padre) se quedó conmocionado cuando acudiste a la biblioteca con él. Pero no podía decirte que era una lectura reservada, tal y como él la había planeado.

Ahora sí que me sentía herido. Intenté consolarme diciéndome que era obvio que Kate estaba ebria. Aun así, intentando que mi voz sonase agradable y ligeramente divertida, dije:

—Bueno, entonces, ¿por qué me invitó a pasar ese fin de semana, Katey?

—Porque Charles (tu hermano, mi marido) estaba muy preocupado por el distanciamiento entre mi padre y tú —dijo, bruscamente—. Mi padre creía que un fin de semana en Gad’s Hill acabaría con los rumores de distanciamiento, y animaría un poco a Charles. Pero no consiguió ninguna de las dos cosas.

—No hay distanciamiento alguno, Katey.

—¡Ah, vamos! —dijo ella, agitando de nuevo la mano—. ¿Crees que no soy capaz de ver la verdad, Wilkie? Tu amistad con mi padre ha acabado del todo, y nadie, ni de la familia ni de fuera, sabe muy bien por qué.

No supe qué decir, de modo que bebí un poquito de brandy y no dije nada. El minutero del reloj que estaba sobre la chimenea, que sonaba con fuerza, se arrastraba con demasiada lentitud hacia la medianoche.

Casi di un salto cuando Katey exclamó de repente:

—Habrás oído los rumores de que he tenido amantes, ¿verdad?

—¡Pues claro que no! —dije, aunque, por supuesto, sí que los había oído…, en mi club y en todas partes.

—Esos rumores son ciertos —dijo Katey—. He intentado tener amantes…, incluso Percy Fitzgerald, antes de que se casara con esa encantadora bobita suya, toda hoyuelos y pechera y sin seso.

Me puse de pie y dejé la copa.

—Señora Collins —dije, formalmente, notando lo extraño que era que otra mujer hubiese adoptado el nombre y título de mi madre—, ambos, tal vez, hemos brindado con este maravilloso vino y brandy con exceso. Como hermano de Charles (a quien quiero mucho) hay cosas que no debería oír.

Ella se echó a reír y volvió a agitar la mano.

—Vamos, por el amor de Dios, Wilkie, siéntate. ¡Siéntate! Así, buen chico. Pareces tan tonto cuando finges que estás ultrajado… Charles sabe que yo he tenido amantes, y sabe «por qué». ¿Acaso tú lo sabes?

Pensé en ponerme en pie de nuevo y salir sin decir una palabra más, pero, por el contrario, me senté allí, abatido. En otra ocasión, en Gad’s Hill, como recordarán, ella intentó mencionar aquel rumor de que mi hermano nunca había consumado el matrimonio. Entonces cambié de tema. Ahora, lo único que podía hacer era apartar la mirada de ella.

Me dio unas palmaditas en las manos, que yo tenía cruzadas, apoyadas en el regazo.

—Pobrecillo —dijo. Pensaba que hablaba de mí, pero no, no era así—. No es culpa de Charley. En realidad, no. Charles es débil, en muchos aspectos. Mi padre…, bueno, ya conoces a mi padre. Aunque se esté muriendo (que se está muriendo, Wilkie, de alguna aflicción que ninguno de nosotros comprende, ni siquiera el doctor Beard), aunque se esté muriendo, decía, sigue siendo fuerte. Para sí mismo. Para todo el mundo. Por eso no puede soportar la visión de tu hermano en la mesa del desayuno o de la comida. Mi padre siempre ha aborrecido la debilidad. Y por eso no te permití que acabaras tu propuesta matrimonial, después de que muera Charles, por supuesto, la que me hiciste la noche que esa… mujer que vivía contigo se casó.

Me puse de pie otra vez.

—De verdad que tengo que irme, Kate. Y tú deberías subir a ver cómo está tu marido, antes de medianoche. Tal vez necesite tu ayuda. Os deseo a los dos lo mejor para el año nuevo.

Ella se puso de pie, pero no se movió del salón, mientras yo iba hacia el vestíbulo y me ponía el abrigo y el sombrero y la bufanda, y buscaba mi bastón. Su única criada se había ido a casa después de hacer la cena.

Me dirigí a la entrada del salón, me toqué el ala del sombrero y dije:

—Buenas noches, señora Collins. Le doy las gracias por la maravillosa cena y el excelente brandy.

Los ojos de Katey estaban cerrados, y sus largos dedos se apoyaban en el brazo del sofá para mantenerse erguida cuando dijo:

—Volverás, Wilkie Collins. Te conozco. Cuando Charley esté en la tumba, volverás antes de que se enfríe su cuerpo. Volverás, como un sabueso…, como el sabueso irlandés de mi padre, Sultán, ladrándome, como si yo fuera una perra en celo.

Me toqué de nuevo el ala del sombrero y casi tropiezo en mi precipitación por escapar hacia la noche.

Hacía mucho frío, pero no había nubes. Las estrellas brillaban muchísimo. Mis botas bien lustradas resonaban con fuerza al aplastar los restos de la nieve que había caído aquella semana en la acera y los adoquines. Decidí volver andando a casa.

Las campanadas de la medianoche me sorprendieron. Por todo Londres, las campanas de iglesias y otros lugares celebraban el Año Nuevo. Oí unas cuantas voces distantes que gritaban, ebrias y festivas, y en algún lugar, muy lejos, hacia el río, algo que sonaba como una descarga de mosquete.

De repente noté la cara fría, a pesar de la bufanda, y cuando levanté las manos enguantadas para tocarme la mejilla, me asombró comprobar que había estado llorando.

La primera lectura de Dickens de su nueva serie en Londres, la última, fue en Saint James’s Hall, la velada del 11 de enero. El plan para el resto del mes era leer dos veces a la semana, los martes y viernes, y luego una vez a la semana hasta que la serie se completase, el 15 de marzo.

Frank Beard y sus demás físicos se oponían totalmente a estas lecturas, por supuesto, y más aún a que Dickens hiciese los viajes frecuentes a la ciudad por tren. Para tranquilizarlos, Dickens alquiló la casa de Miller Gibson en Hyde Park Place, número 5 (justo enfrente de Marble Arch), desde enero hasta principios de junio, aunque volvió a decirle a todo el mundo que había hecho aquello para que su hija Mary tuviese un lugar donde alojarse mientras se iba introduciendo activamente en la sociedad aquel invierno y en la primavera siguiente.

Estando Dickens en Londres la mayor parte del tiempo, se podría pensar que él y yo nos veíamos frecuentemente, como en los viejos tiempos, pero cuando él no estaba leyendo estaba trabajando en su libro, y yo continuaba trabajando en el mío.

Frank Beard me había pedido que me uniera a Charley y a él para asistir a las lecturas nocturnas del Inimitable, pero yo había declinado tanto por motivos de trabajo como por mi propia salud. Beard asistía cada noche por si había una emergencia, y admitió que le preocupaba mucho que Dickens pudiera morir en escena. La noche de la primera actuación, Frank le dijo al hijo de Dickens: «Charley, he colocado unos cuantos escalones a un lado de la plataforma. Debes colocarte ahí cada noche, y si ves que tu padre vacila en lo más mínimo, debes correr, agarrarle y traerlo conmigo, o si no, por todos los santos, morirá delante del público».

Dickens no murió aquella primera noche.

Leyó de David Copperfield y la escena del juicio de Pickwick, siempre popular; la velada, según su propio relato, «transcurrió con la mayor brillantez». Pero después, cuando el Inimitable se dejó caer en el sofá de su camerino, Beard vio que el pulso de Dickens había subido de 72, que era lo normal, a 95.

Y siguió subiendo durante cada actuación y después de ellas.

Dickens había previsto dos de sus actuaciones para la tarde, y una incluso por la mañana, al recibir una petición de varios actores y actrices que deseaban verle leer, pero que no podían acudir por la tarde o por la noche. Fue en esa inusual lectura matutina del 21 de enero, con todos los asientos ocupados por jóvenes actrices que parloteaban y lanzaban risitas, cuando Dickens volvió a leer la escena del asesinato. Varias de las «hierbas doncellas» se desmayaron, a otras hubo que sacarlas, e incluso algunos de los actores entre el público gritaron, alarmados.

Dickens estaba demasiado cansado después para mostrar su habitual deleite ante tal respuesta. Beard me dijo más tarde que el pulso del autor aquella mañana, sólo con pensar en el asesinato de Nancy, se había acelerado hasta noventa; después de la actuación, cuando Dickens estaba postrado en el sofá e incapaz de recuperar el aliento («jadeaba como un moribundo» fueron las palabras exactas que me dijo Beard), el pulso del Inimitable estaba a ciento doce; quince minutos después sólo había bajado hasta cien.

Al cabo de dos días (se reunía con Carlyle por última vez), Dickens llevaba el brazo en cabestrillo.

Pero aun así siguió, continuó la serie de lecturas como tenía planeado. Su pulso se elevó a 114, luego a 118, luego a 124.

En cada intermedio, Beard tenía a dos corpulentos hombres preparados que llevaban a Dickens medio en volandas a su habitación, donde el Inimitable se echaba, jadeando, sin aliento ni para hablar, excepto sílabas sin sentido o sonidos incoherentes, y pasaban al menos diez minutos enteros antes de que el autor de tantos libros largos pudiera pronunciar una sola frase coherente. Luego, Beard o Dolby ayudaban a Dickens a beber un poco de brandy flojo mezclado con agua, y éste se levantaba, se ponía una flor fresca en la solapa y corría de nuevo hacia escena.

Su pulso continuaba subiendo con cada actuación.

La primera noche de marzo de 1870, Dickens realizó la lectura final de su amado David Copperfield.

El 8 de marzo asesinó por última vez a Nancy. Unos pocos días después de que me encontrara con Charles Kent en Piccadilly y mientras comíamos, Kent me dijo que fue al teatro a ver aquel asesinato y que Dickens le susurró: «Me romperé en pedazos».

Según Frank Beard, casi se rompió en pedazos. Pero siguió adelante.

A mediados de marzo, cuando la gira le estaba cobrando su mayor peaje, la Reina convocó a Dickens a una audiencia en el palacio de Buckingham.

Dickens no había sido capaz de caminar la noche anterior ni aquella mañana, pero pudo acudir cojeando a la presencia de Su Majestad. La etiqueta de la corte no le permitía sentarse (aunque el año anterior, al recibir el mismo honor, el anciano Carlyle anunció que era un hombre viejo y débil, se sentó en una silla y mandó al cuerno la etiqueta).

Dickens permaneció de pie durante toda la entrevista (también Victoria, apoyada ligeramente en el respaldo de un sofá, una ventaja que se le negó al autor, que se mantuvo de pie, sacudido por el dolor, frente a ella).

Esa entrevista tuvo lugar, en parte, porque Dickens le había mostrado algunas fotografías de la guerra civil norteamericana al señor Arthur Helps, secretario del Consejo Real, y Helps se las había descrito a Su Majestad. Dickens entonces le mandó a la Reina tales fotos.

Con su habitual gusto por las diabluras, Dickens envió al desventurado Helps una nota en la cual fingía creer que le convocaban a palacio para nombrarle barón: «Me gustaría que se uniera el nombre de “Gad’s Hill Place” al título de barón, por favor… —escribía—, para honrar al divino William y a Falstaff. Con esta estipulación se incluyen mi bendición y mi perdón».

Se decía que el señor Helps y otros miembros de la corte quedaron muy afectados y avergonzados por el malentendido, hasta que alguien les explicó el sentido del humor del Inimitable.

Durante su entrevista con la Reina, Dickens rápidamente llevó la conversación hacia el sueño clarividente que se decía que tuvo el presidente Abraham Lincoln (y contó a otras personas) la noche antes de que le asesinaran. Tal premonición de la muerte inminente se hallaba, como es obvio, en la mente del Inimitable en aquel momento, y había comentado el sueño de Lincoln con muchos de sus amigos.

Su Majestad le recordó el tiempo en que ella asistió a la representación de Profundidades heladas, trece años antes. Ambos discutieron el destino evidente de la Expedición Franklin durante unos momentos, y luego la situación actual de la exploración ártica, y no sé cómo llegaron al tema inmortal de los problemas del servicio. De ahí, la larga conversación de la audiencia real derivó hacia la educación nacional y hacia discutir sobre el asombroso precio de la carne en las carnicerías.

Sólo puedo imaginar, querido lector, igual que usted podrá hacer dentro de tantas décadas, qué aspecto tuvo y cómo sonó aquella audiencia, con Su Majestad de pie junto al sofá y comportándose, como le dijo más tarde Dickens a Georgina, «con extraña timidez…, con unos modales de jovencita», y Dickens tieso como un palo, pero aparentemente relajado, quizá con las manos crispadas a la espalda, mientras la pierna izquierda, el pie izquierdo y el brazo izquierdo le latían y le dolían y amenazaban con traicionarle y dejarle caer.

Antes de que acabase la audiencia, se dice que Su Majestad comentó, con serenidad:

—¿Sabe?, una de las cosas que más lamento en esta vida es no haber tenido la oportunidad de asistir a una de sus lecturas.

—Yo también lo lamento, madame —dijo Dickens—. Lo siento muchísimo, pero hace sólo un par de días lo he dejado por fin. Después de tres años, ya no hago más lecturas.

—¿Sería imposible entonces una lectura privada? —inquirió Victoria.

—Me temo que sí, Majestad. No es que me importe llevar a cabo una lectura privada, de ningún modo. Pero, madame, resulta que un público amplio resulta esencial para el éxito de mis lecturas. Quizá no sea el caso de otros autores que leen para el público, pero para mí siempre ha sido así.

—Lo comprendemos —dijo Su Majestad—. Y también comprendemos que sería inconsecuente que alterase su decisión. Sabemos, señor Dickens, que usted es el más consecuente de los hombres. —Entonces ella sonrió.

Más tarde, Dickens le confió a Forster que estaba seguro de que ella pensaba en aquella ocasión, trece años antes, cuando él se negó en redondo a comparecer ante Su Majestad todavía con el traje y el maquillaje después de la farsa que seguía a Profundidades heladas.

Al final de la entrevista, la Reina le regaló una copia autografiada de su Diario de la vida en las Highlands y le pidió sus obras completas.

—Preferiríamos, si es posible, recibirlas esta tarde.

Dickens sonrió, se inclinó ligeramente y dijo:

—Una vez más pido la amable indulgencia de Su Majestad y algo de tiempo para hacer encuadernar mis libros de una forma más adecuada para Su Majestad.

Más tarde le envió sus obras completas encuadernadas en tafilete y oro.

La lectura final que le había mencionado a la Reina tuvo lugar el 15 de marzo.

Aquella última noche leyó fragmentos de los Cuentos de Navidad y el «juicio». Siempre habían sido los favoritos de la gente. Su nieta, la diminuta Mekitty, estaba presente por primera vez aquella noche, y Kent me dijo más tarde que se echó a temblar cuando su abuelo («Fenerable» le llamaba ella) hablaba poniendo voces extrañas. Lloró desconsolada cuando vio «llorar» a su Fenerable.

Yo estaba entre el público aquella noche, detrás, sin que me vieran, en la sombra. No podía faltar.

Por última vez en esta Tierra, me di cuenta, el público inglés iba a oír a Charles Dickens dar voz a Sam Weller, a Ebenezer Scrooge, a Bob Cratchit y a Tiny Tim.

Había muchísimo público, desbordante. La multitud se había reunido fuera, en las dos entradas de la sala, en Regent Street y en Piccadilly, horas antes del acontecimiento. Más tarde, el hijo de Dickens, Charley, le dijo a mi hermano que «pensaba que nunca le había oído leer tan bien, y con tan poco esfuerzo».

Pero yo estuve allí y sí que noté el esfuerzo que Dickens tenía que hacer para mantenerse sereno. Luego, la escena del juicio de Los papeles póstumos del Club Pickwick acabó y, como siempre, Dickens salió del escenario andando.

El numeroso público se volvió loco. La ovación, en pie, derivó hacia la pura histeria. Dickens volvió al escenario varias veces y salió otra vez, y cada vez le hacían volver. Finalmente, calmó a la multitud y les dedicó un breve discurso que había elaborado durante algún tiempo, superando su visible emoción (las lágrimas corrían por sus mejillas a la luz de gas, mientras su nietecita lloraba en el palco familiar).

—Damas y caballeros, sería peor que frívolo, porque sería hipócrita e insensible, si ocultara que estoy cerrando este episodio de mi vida con un sentimiento de considerable dolor.

Habló brevemente de los quince años durante los cuales había leído al público (de cómo había visto tales lecturas como un deber ante sus lectores y ante el público) y habló de la simpatía que obtuvo de los lectores y del público, a cambio. Como compensación por su despedida, mencionó que El misterio de Edwin Drood aparecería muy pronto (el público estaba demasiado embelesado y paralizado para aplaudir siquiera esa buena noticia).

—Desde estas luces estridentes —concluyó, colocándose ligeramente más cerca de las luces de gas y de su silencioso público (excepto por los débiles sollozos)—, me desvanezco ahora para siempre, con una despedida de corazón, agradecida, respetuosa y afectuosa.

Salió cojeando del escenario, pero la ovación incesante le obligo a salir una vez más.

Con las mejillas húmedas de lágrimas, Charles Dickens se besó la mano, la agitó, y luego salió cojeando del escenario por última vez.

Caminando de vuelta hacia Gloucester Place 90, bajo un ligero chaparrón, aquella noche de marzo, con una nueva carta sin abrir de Caroline Clow (con más detalles de malos tratos, estaba seguro) en el bolsillo, bebí un buen trago de mi petaca de plata.

El público de Dickens (aquella multitud a la que había visto y oído rugir aquella misma noche), cuando quiera que aquel amadísimo escritor suyo decidiese morir al fin, insistiría en que le enterrasen en el camposanto de la abadía de Westminster, junto a los mayores poetas. Ahora ya estaba seguro de ello. Lo llevarían allí aunque tuvieran que transportar el cadáver a hombros, sus hombros forrados de basta lana, y cavar la tumba ellos mismos.

Decidí tomarme un día libre y no escribir al día siguiente, miércoles, y acudir a Rochester a visitar la catedral y al señor Dradles, y allí hacer los arreglos finales para el auténtico fallecimiento y enterramiento de Charles Dickens.