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A finales de mayo me había enterado (a través de la señora G., la anciana suegra de Caroline, que ahora venía a pasar un tiempo de vez en cuando con nosotros a Gloucester Place 90, ya que habría sido inadecuado para Carrie vivir en la casa de un soltero sin que hubiera al menos de vez en cuando una acompañante, por mor de la respetabilidad) de que Caroline vivía actualmente con la madre de Joseph Charles Clow, viuda del destilador. Habían señalado la fecha de la boda para principios de octubre. Esa noticia no me desconcertó en absoluto, por el contrario, parecía el paso adecuado, en el momento adecuado y dado por las personas adecuadas. Y hablando de propiedad: después de recibir una carta algo asustada de la propia Caroline, le escribí para asegurarle que la ayudaría a crear y mantener hasta la muerte cualquier ficción sobre su familia que deseara presentar ante el clan Clow, de la baja burguesía y bastante puritano.
Mientras tanto, le había encontrado a Carrie una agradable ocupación como institutriz, a tiempo parcial, de una buena familia que conocía. A ella le encantaba el trabajo y disfrutaba teniendo algo de dinero propio, pero lo mejor era que la familia a menudo la presentaba en sociedad casi como si fuera una hija. Entre su contacto con la gente más importante de las artes y la literatura en mi mesa y las presentaciones a algunos de los nobles y miembros de la clase política y de los negocios más notorios de Inglaterra, en el salón de su hogar adoptivo, la joven Carrie estaba preparándose para su salida al mundo de una forma excelente.
Carrie cumplía dieciséis años y Martha R. todavía no tenía veintitrés. Martha era mucho más feliz ahora que me sentía ya lo bastante bien para ir a verla de vez en cuando como «señor Dawson», su amante marido que volvía de viaje, en sus habitaciones de la calle Bolsover. Martha sabía de la existencia de Caroline, y probablemente también sabía que había sido algo más que el ama de llaves que yo apuntaba cada año en los formularios del censo; sin embargo, no mostró emoción alguna ni hizo comentarios cuando le dije que la «señora G.» se había ido de casa y pensaba casarse en otoño.
Pero la pasión de Martha, que siempre era muy fuerte, pareció florecer a finales de aquella primavera y verano. Decía que quería un hijo; por aquel entonces, yo me reía de aquélla y le decía en broma que «el pobre señor Dawson» tenía que salir a viajar con tanta frecuencia a ganarse la vida para su querida esposa que no sería justo para él tener una familia en casa, cuando no podía estar allí para disfrutarla.
¡Ven, Isis, reina de los Cielos! Ordena que esta hija sea concebida en las llamas de Nebt-Het, sagrada Neftis, reina de la muerte que no es eterna. Escóndete con el hijo de Osiris, dios de nuestros Padres. Nutre y sostén a esta niña como nutriste y sostuviste a Horus, Señor de las Cosas por Venir, en el lugar oculto entre los juncos. Los miembros de esta niña crecerán con fuerza, igual que su cuerpo y su mente, y ella se verá colocada en el altar de su padre, y servirá al Templo que lleva la verdad de las Dos Tierras, ¡oh, Osiris! ¡Tú, cuyo aliento es la vida! ¡Óyenos!
Me desperté de mis sueños morfínicos y encontré esta página y otras similares en mi mesilla de noche. La letra era del Otro Wilkie. No tenía recuerdo alguno de habérselas dictado. Las palabras, sin recordar los sueños, no tenían sentido.
Pero el escarabajo parecía bastante calmado.
El primer día que encontré páginas semejantes encendí la chimenea de mi habitación y eché el texto al fuego. Después estuve dos días enteros en la cama gritando de dolor. A partir de entonces cada mañana después de los sueños producidos por una inyección de morfina vespertina de Frank Beard, recogía las páginas llenas de apretada escritura y las guardaba en una caja cerrada con llave, en un estante alto del armario de mi estudio. Luego cerraba también el armario. Algún día las entregaría todas a las llamas, pero quizá después de mi muerte. Me daba la impresión de que entonces el escarabajo ya no podría hacerme daño.
Se me ocurrió en un momento de mayo de aquel año, 1868, que perder el contacto con el inspector Charles Frederick Field iba más en mi perjuicio que en el suyo.
Por muy terrible que hubiese sido aquella noche final en el río de la Ciudad Subterránea (todavía tenía pesadillas con el chico salvaje que caía de cabeza en las aguas apestosas, y me quedaba una cicatriz cerca del nacimiento del pelo, allí donde Reginald Barris me había aporreado con la culata de su pistola) quedaba el hecho de que cuando me ponía en contacto con el inspector Field, yo recibía mucha más información de él (acerca de Dickens, de Drood, de Ellen Ternan y de todo lo que sucedía a nuestro alrededor) que el inspector recibió nunca de mí. Ahora que me acercaba a lo que, estaba seguro, sería el enfrentamiento final entre Dickens y yo (después del cual no quedaría duda alguna para nadie de que yo era igual o superior a él), me di cuenta de que precisamente necesitaba el tipo de información que el inspector Field me había proporcionado hasta enero.
De modo que en mayo empecé a buscarle.
Como antiguo reportero, sabía que la opción más segura sería contactar con alguien que tuviera autoridad en la Policía Metropolitana o en la Oficina de Detectives. Aunque Field estaba retirado, sin duda alguien de allí conocería su dirección personal y la ubicación de su oficina de investigación privada. Pero existían motivos de peso para no preguntar a la Policía. En primer lugar, la enemistad existente con el Cuerpo Policial por su pensión, por su intromisión en el caso Palmer hacía algunos años y otros problemas. En segundo lugar, me preocupaba que el propio inspector Field pudiese tener problemas con la Policía después de las escenas multitudinarias, incendios y tiroteos que había presenciado en la Ciudad Subterránea. No tenía deseo alguno de asociarme con tales conductas ilegales.
Finalmente, y lo más imperativo de todo, sabía que tanto Drood como Dickens tenían sus contactos dentro del Cuerpo Policial Metropolitano, y no tenía intención alguna de dejar que supieran que yo buscaba al inspector Field.
Entonces consideré ir al Times o a cualquier otro periódico; si alguien sabía dónde se encontraban las oficinas del inspector seguramente sería algún emprendedor reportero de calle.
Sin embargo, de nuevo los inconvenientes sobrepasaban a los aspectos positivos de tal enfoque. No deseaba que la Policía me asociara con el inspector Charles Frederick Field, pero aún quería menos que lo hicieran los periódicos. Llevaba tanto tiempo sin ejercer de periodista que ya no tenía contactos en los periódicos ni en las revistas, contactos fiables.
De modo que sólo me quedaba investigarlo por mi cuenta. Durante el mes de mayo hice todo lo que pude: me pateé las calles cuando estuve lo bastante bien para hacerlo, cogí un coche en el centro otras veces y envié a George a algunos edificios y calles prometedoras para que buscara el despacho de Field. Quizá por nuestro paseo por el Strand hacia arriba y luego por Lincoln’s Inn Fields (o quizá porque la oficina del antiguo abogado de Edmond Dickenson estaba allí), o bien por nuestros repetidos encuentros en el puente de Waterloo, tenía la clara impresión de que las oficinas del antiguo detective se encontraban entre Charing Cross y Fleet Prison, muy probablemente dentro del laberinto de antiguos edificios y oficinas legales entre Drury y Chancery Lanes.
Sin embargo, semanas de búsqueda no me condujeron a nada. Entonces hice saber en mi club que estaba buscando (con vistas a una investigación literaria) al antiguo policía del que Dickens había escrito a mediados de la década de 1850; aunque muchos recordaban que Field había sido el modelo para el «inspector Bucket» (no se le asociaba todavía con el «sargento Cuff» que tan popular se había hecho en mi novela por entregas), nadie en el club sabía dónde se le podía encontrar. En realidad, la mayoría de aquellos con los que hablaba tenían la impresión de que el inspector Field había muerto.
Por mi parte, todavía creía firmemente que Field volvería a ponerse en contacto conmigo antes de que acabase el verano. Por muy disgustado que estuviera porque su subordinado me hubiese golpeado con una pistola en enero (suponía que Field temía que pudiera demandarle por daños y perjuicios), estaba seguro de que todavía quería sacarme información. Más tarde o más temprano, uno de sus golfillos callejeros o cualquier otro hombre anodino con un traje marrón (aunque dudaba seriamente de que usara a Reginald Barris como agente suyo para tal servicio) se acercaría a mí en la calle; de ese modo, reemprendería mi relación con el obsesionado inspector.
Hasta que eso se produjera, comprendí que debía usar mis propios espías para prepararme para mi enfrentamiento con Charles Dickens.
A primeros de junio, Dickens me escribía casi diariamente desde el Hôtel de Helder, donde se alojaba, en París. Fechter se había unido a él para supervisar los ensayos, pero el verdadero director de la obra (tal y como había prometido) era el propio Dickens. Los franceses llamaban a mi obra L’Abîme («El abismo»), y estaba previsto estrenarla el 2 de junio. También me informaba de que la versión francesa de Calle sin salida (según Fechter y Didier, el traductor que tenía Dickens allí, así como sus amigos y actores parisinos) suponía una inmensa mejora con respecto a la versión de Londres, y decía que seguramente sería un éxito. Me indicaba también que con toda probabilidad permanecería en París hasta mediados de junio.
Supuse que su predicción del enorme éxito que tendría la obra no eran más que buenos deseos, y que sus planes de quedarse allí durante dos semanas no eran más que una simple y pura mentira. Con o sin escarabajo, sabía que Drood atraería a Dickens de vuelta a Londres para el aniversario del accidente de Staplehurst, el 9 de junio. De eso no tenía duda alguna.
Por lo tanto, activé mi modesta red de espionaje. A Fechter, en París, le envié una carta confidencial pidiéndole que me telegrafiase en el momento en que Charles abandonase la ciudad para volver a Londres. Le explicaba que estaba pensando en una pequeña pero agradable sorpresa para el Inimitable que requería que yo supiera el momento de su regreso, y pedí a Fechter que mantuviera el telegrama como un secreto entre nosotros. (Como el actor me debía más de 1500 libras, tenía bastante claro que accedería a mi petición). A continuación, pedí un favor igualmente confidencial a mi hermano Charley, que, con Katey, estaba pasando unas semanas en Gad’s Hill, recuperándose de un brote de dolores estomacales relativamente graves. (Charley y Katey tenían una persona de servicio, pero era bastante informal y mala cocinera. El servicio de Gad’s Hill Place era infinitamente más adecuado para un convaleciente que el hogar pequeño y caluroso de la joven pareja en Londres). En cuanto al papel de Charley en mi red de espionaje, simplemente le pedí que me enviase una nota discreta haciéndome saber cuándo llegaba Dickens a casa en Gad’s Hill, y otra cuando partiese para Londres, cosa que estaba seguro de que haría poco después de su llegada.
Y también sabía que Londres, en sí, no sería el destino real del Inimitable después de hacer escala en su base de Gad’s Hill Place, después de volver de Francia. Dickens acudiría de nuevo a Peckham a ver a Ellen Ternan. Desde Peckham, seguramente, Dickens volvería a la ciudad para reunirse con Drood en el «aniversario».
Por mi parte, hice mis pequeñas gestiones de espionaje. Una prima mía anciana, más de la generación de mi madre que de la mía propia, vivía en Peckham, y tras años de haber perdido el contacto con la vieja solterona, la visité dos veces en mayo. La razón ostensible era consolarla después de la muerte de mi madre, pero en realidad en cada viaje que hice a Peckham pasé bastante rato caminando o cogí un coche junto a la casa de las Ternan (pagada por Dickens bajo el nombre supuesto de «Charles Tringham», como recordarán) en Linden Grove, 16. También pasé junto al oscuro apartamento que Dickens tenía en secreto junto al Five Bells Inn, en New Cross, a sólo veinte minutos andando (a paso de Dickens) de Linden Grove 16.
La casita de dos pisos que el autor había proporcionado a Ellen y a su madre habría podido albergar cómodamente a una familia de cinco miembros, con el adecuado número de sirvientes. La casa, que era más una pequeña casa solariega que una casita de campo, estaba rodeada por un bonito jardín que, a su vez, estaba rodeado por campos vacíos, lo que daba a aquel hogar de las afueras una sensación campestre casi exultante. Era evidente que la recompensa por ser amiga íntima y secreta del escritor más famoso del mundo era sustancial. Se me ocurrió que Martha R. quizá no estuviese tan complacida con sus pequeñas habitaciones de la calle Bolsover, si llegaba a ver el hogar que habían conseguido Ellen Ternan y su madre.
Las dos veces que visité a mi prima en Peckham recorrí la distancia más breve desde la casa de las Ternan hasta la estación de ferrocarril de Peckham.
Mi suposición final era que Dickens saldría de París al cabo de un día o dos después del estreno de su obra.
Sólo me equivoqué en esta suposición final. Resultó que tanto Dickens como Fechter estaban medio locos de tensión la noche del 2 de junio, en el estreno de L’Abîme, y aunque Dickens intentó entrar en el teatro, al final no pudo hacerlo. De modo que en lugar de asistir a la obra, el escritor y el actor fueron traqueteando por las calles de París en un coche abierto toda la velada, y volvían frecuentemente a un café junto al teatro donde Didier, el traductor, acudía entre acto y acto a informar a los nerviosos hombres de que hasta el momento la obra era un éxito tumultuoso.
Durante el último acto, Dickens intentó de nuevo entrar en el teatro, perdió los nervios de nuevo y ordenó al coche que le llevase a la estación para coger el tren a Boulogne. Fechter y Dickens se abrazaron, se despidieron, se felicitaron el uno al otro por su éxito, y luego el actor volvió solo a su hotel, deteniéndose sólo a enviar el telegrama que yo le había pedido.
Al día siguiente, miércoles 3 de junio, Dickens estaba en casa, en Gad’s Hill Place, y mi hermano me envió una nota diciendo que el autor partiría a la mañana siguiente «hacia Londres». Yo había dejado a mi criado George en la estación de Peckham con instrucciones de que siguiera a Dickens (a quien conocía por las múltiples visitas del escritor a mi hogar) a una distancia discreta (tuve que explicarle a George el significado de la palabra «discreta»). Para el caso de que el Inimitable viera a George, había preparado una nota para mi prima que mi empleado debía entregar, como explicación para la presencia en aquella calle de mi hombre, no demasiado listo, pero al final Dickens no se dio cuenta de que le seguían a corta distancia. Siguiendo las instrucciones, George confirmó que Dickens entraba en casa de las Ternan, esperó dos horas en las proximidades (era de esperar que discretamente) para confirmar que el autor no salía hacia su alojamiento en la Five Bells Inn, y luego George tomó el tren de vuelta a la ciudad y vino directo a casa a informar.
Ninguna de estas maquinaciones hubiese sido posible, por supuesto, si Caroline G. todavía hubiese vivido conmigo en Gloucester Place 90. Pero no era así. Además, su hija, Carrie, estaba ausente la mayor parte de los días y muchas noches, debido a su empleo como institutriz.
Pero si quería interceptar a Dickens cuando iba a reunirse con Drood (y esta cita anual con el egipcio no pensaba perdérmela) entonces tenía que hacer el trabajo final detectivesco yo mismo. (Aquí habría deseado tener una vez más la ayuda del inspector Field y sus muchos agentes). Dickens había vuelto tarde a Gad’s Hill Place el miércoles 3 de junio, había viajado a Peckham a visitar a Ellen el jueves cuatro, y posiblemente no se reuniría con Drood hasta el siguiente martes, el nueve.
¿O seguiría el plan veraniego habitual y vendría a la ciudad el lunes, y se alojaría en su piso de Wellington Street encima de las oficinas de la revista el martes?
Dickens era una criatura de costumbres, de modo que eso indicaba que vendría a la ciudad el lunes por la mañana, día ocho. Pero en este caso me habría escrito antes desde Francia para decirme que, con toda probabilidad, se quedaría en París al menos hasta la semana siguiente, de modo que era mucho más probable que planease quedarse con Ellen Ternan hasta el martes 9 de junio, con la idea de que ninguno de nosotros (Wills, Dolby, nadie) supiera que había vuelto al país o a la ciudad.
Encontrar a Dickens en la estación de Charing Cross sería difícil. Hacerlo de tal manera que pareciese que había dado con él por casualidad, más difícil aún. La multitud, aunque fuera en un martes por la tarde, sería enorme; la confusión, general. Yo tenía que llevarme a Dickens a cenar para la conversación que proyectaba. Durante aquella larga conversación le hablaría de que me llevase con él, cuando se reuniera con Drood aquella noche. Convencerle de que cenara conmigo para tener esa larga conversación requería que me encontrara con él pronto, o bien en la estación de Peckham, o bien en el tren mismo.
Pero también era posible que Dickens no partiera hacia Peckham, si no iba a reunirse con las Ternan, sino que volviera desde su alojamiento junto a Five Bells Inn. La estación más cercana a ese lugar era New Cross. Yo tenía que arriesgarme y elegir entre Peckham o New Cross…, o adoptar la alternativa más segura de Charing Cross.
Decidí que acudiría a la estación de Peckham.
Pero ¿a qué hora del 9 de junio viajaría Dickens a la ciudad?
Los dos primeros aniversarios de Staplehurst, Dickens había escapado a los agentes de Field y al parecer se había reunido con Drood muy tarde, por la noche. Fue después de medianoche cuando le vi en mi propio estudio, hablando con Drood y con el Otro Wilkie.
Si el Inimitable se quedaba con las Ternan (o al menos con Ellen Ternan) hasta el momento de su cita del tercer aniversario, suponía que dejaría su hogar en algún momento entre la tarde y la noche, tomaría el tren hacia Charing Cross, cenaría en uno de sus bares predilectos y luego desaparecería por una de sus entradas secretas a la Ciudad Subterránea, en algún momento después de las 10 de la noche.
De modo que lo mejor que podía hacer era quedarme vigilando en la estación de Peckham desde algún momento de la tarde hasta el momento en que apareciese Dickens.
Esto implicaba ciertos problemas. La estación de Peckham, como ya he mencionado, nunca estaba terriblemente atestada, y ver a alguien con un aspecto tan respetable como yo seguro que atraía la atención oficial, quizás incluso de la Policía de Peckham, si me quedaba allí siete u ocho horas sin subir a ningún tren. Estaba también el problema de cómo esperar a Dickens sin ser visto. Lo último que quería era que el escritor supiera que le había estado acechando.
Afortunadamente, mi reconocimiento previo me dio una solución a esas dificultades.
Detrás de la estación de Peckham, entre el depósito y la carretera que iba hacia el pueblo cercano y a Linden Grove 16, se encontraba un pequeño parque público —unos jardines no demasiado cuidados, una fuente central y unos cuantos caminitos de grava, incluido uno que daba la vuelta al parque—. Para dar privacidad al parque y a sus ocasionales visitantes (presuntamente viajeros aburridos de esperar en la estación o en el andén), las autoridades de Peckham habían colocado un seto que bordeaba por completo el pequeño espacio y que en su punto más elevado (unos siete pies de altura) se encontraba entre el parque y la modesta carretera. El parque mismo, aunque abierto a la zona del andén mediante un camino que pasaba bajo una pérgola, daba sólo a la parte trasera del edificio de la estación, ciega y casi sin ventanas.
Un viajero que quisiera pasar un rato tranquilamente en aquel diminuto parque sería mucho menos visible que alguien que permaneciera en el andén durante muchas horas. Sobre todo si el viajero era un caballero respetable, con gafas, sentado al sol y trabajando en un manuscrito (en este caso, las galeradas de la entrega final de La piedra lunar).
Dos de los bancos de piedra estaban a la sombra de árboles jóvenes, pero también, por suerte, muy cerca del seto vivo que bordeaba la carretera. Hasta que el jardín no estuviese demasiado cuidado facilitaba mis propósitos: había estrechos huecos entre el seto a través de los cuales un caballero ocioso podía contemplar la carretera desde Peckham sin revelar su propia presencia a los que se aproximaban tanto a pie como en carruaje.
De modo que ése se convirtió en mi plan final: esperar a Charles Dickens en el parquecito detrás de la estación de Peckham, permitirle subir primero al tren, subir luego yo mismo y entonces encontrarme con él por «casualidad», y convencerle de que cenase conmigo en Londres.
La mañana del martes 9 de junio, estaba enfermo de preocupación y convencido de que mi plan no conduciría a nada, y que pasaría al menos otro año entero antes de que Dickens me condujese hasta Drood. Más aún: la cena con su conversación correspondiente tenía que haberse celebrado hace mucho tiempo. Aquella noche planeaba acabar para siempre con la imagen de Wilkie Collins como dócil y amistoso pero suplicante protegido del «maestro literario» que era Charles Dickens. Aquella noche Dickens tendría que reconocer mi igualdad, incluso mi superioridad.
Pero ¿y si él no venía a la ciudad aquella noche, después de todo? ¿Y si ya no estaba con las Ternan, y tomaba el tren desde New Cross? ¿Y si en realidad viajaba desde Peckham, pero, por algún motivo, no conseguía verle en la estación o…, algo peor aún, me veía vigilándole allí y se enfrentaba a mí?
Cien veces consideré esos factores y cien veces cambié mis planes; al final siempre acababa volviendo al plan de la estación de Peckham. Estaba lejos de la perfección, pero me pareció la mejor oportunidad que tenía.
Aquella tarde del 9 de junio era agradable. Después de días de lluvia, brillaba el sol, las flores de mi jardín resplandecían y el aire era limpio; prometía el pleno verano, pero lejos del calor opresivo y de la humedad de los estíos londinenses.
Para mi viaje a Peckham y mi espera, que iba a tener una duración desconocida, preparé mi viejo maletín de cuero, que llevaba colgado al hombro con una correa, las pruebas de mi última entrega de La piedra lunar, un conjunto de pluma y tintero portátil, una copia de la novela más reciente de Thackeray (por si acababa pronto el trabajo en mi propia novela), un almuerzo ligero y un tentempié para última hora de la tarde consistente en queso, galletitas, unas lonchas de carne, un huevo duro, una botella con agua, otra botellita con mi láudano y la pistola del difunto detective Hatchery.
Había examinado el cilindro de aquel revólver. Al principio me sentí sorprendido al ver que todas las balas estaban en su sitio y que los redondos círculos de latón permanecían en sus cubículos: me pregunté si habría soñado que disparaba el arma en la escalera de servicio. Pero luego me di cuenta de que la base de los casquillos de latón se quedaba dentro de aquella pistola cuando se disparaban las balas de plomo.
Había disparado cinco de las nueve balas. Quedaban cuatro.
No sabía si quitar los casquillos gastados o dejarlos en su sitio (sencillamente, ignoraba cuál era el protocolo adecuado), pero al final decidí sacar los casquillos vacíos del arma (y los eliminé en secreto), y sólo después recordé que debía asegurarme de que la munición restante estaba en el lugar adecuado para disparar cuando apretase el gatillo. Esto se conseguía sencillamente haciendo girar el cilindro hasta la posición que tenía antes de eliminar los casquillos vacíos.
Me pregunté si cuatro balas útiles serían suficientes para mi propósito de aquella noche. Pero era una pregunta más bien retórica, ya que no tenía ni idea de dónde podía comprar balas nuevas para aquella extraña pistola.
De modo que tendría que bastar con cuatro. Al menos tres para Drood. Recordé que una vez el detective Hatchery me dijo, después de nuestra visita de cada jueves al bar y mientras íbamos de camino hacia el cementerio de Santa Fúnebre Fosa, que hasta para una pistola de un calibre tan grande como la que me había dado (y yo no tenía ni idea de qué calibre indicaba) a los policías se les enseñaba a apuntar y disparar al menos dos veces en el centro del torso de su blanco humano, y una vez más en la cabeza. La noche que me lo dijo, aquellas palabras me hicieron temblar, lleno de repulsión. Ahora las recordé como un consejo desde la tumba.
Al menos tres para Drood. Dos para el centro del torso y una para esa extraña, calva, pálida, repulsiva y reptiliana cabeza.
La cuarta y última bala…
Lo decidiría más tarde, aquella noche.