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Era el cuarto día de julio de 1870, el segundo cumpleaños de mi hijita Marian. Acabé de trabajar temprano (estaba adaptando Marido y mujer para la escena) y tomé el tren de la tarde para Rochester. Me llevé del sofá un pequeño cojín bordado que Martha había cosido para mí antes de venir a Londres por primera vez. Algunos niños del coche vieron el cojín que llevaba junto con la cartera de cuero, lo señalaron y se rieron. Un hombre viejo, de 46 años y casi siete meses, calvo, con la barba canosa y los ojos débiles, llevando un cojín probablemente por motivos físicos demasiado absurdos para que un joven se atreviera a preguntarlo… Sonreí y agité los dedos como respuesta.
En Rochester caminé una milla desde la estación hasta la catedral. La entrega más reciente que había publicado Dickens de El misterio de Edwin Drood había salido ya, y esta ciudad, la catedral y el camposanto anexo (pobremente disfrazados como «Cloisterham» y «catedral de Cloisterham», como Dick Datchery aparecía en las mismas páginas con la enorme peluca que se olvidaba que llevaba), ya había adoptado unas resonancias literarias y misteriosas para el lector perspicaz.
Era justo después de ponerse el sol, y esperé con el cojín y la cartera hasta que los últimos visitantes, dos clérigos que se cogían de las manos de una forma extraña, y que obviamente habían ido a trazar inscripciones de las lápidas con carbón, salieron por la cancela abierta y desaparecieron hacia el centro de la ciudad y la estación lejana.
Oí dos voces desde la distante parte de atrás del camposanto, pero la vista de las dos personas quedaba oculta por los altibajos de los campos del cementerio, los árboles, los gruesos setos que protegían aquella zona más pobre, junto a las marismas, e incluso por los monumentos funerarios más altos, erigidos por personas arrogantes pero inseguras como el señor Thomas Sapsea, todavía vivo y coleando, que peroraba y disfrutaba del largo epitafio de la lápida de su mujer (escrito por él, y que hablaba de él, por supuesto, y tallado en piedra por el colorista picapedrero, dedicado más bien al tipo monumental, llamado Durdles). Todavía vivo y coleando, debería señalar, sólo en las páginas de la novela por entregas que se dirigía a su prematuro fin, tan seguro como que el tren de la marea de las 2.39 de Folkestone había caído irremediablemente por la brecha en el puente de Staplehurst, hacía escasamente cinco años y un mes.
—¡Es una idea estúpida! —aullaba una voz de hombre.
—Pensé que podía ser divertido —decía una voz de mujer—. Una especie de picnic junto al mar.
Me detuve a menos de veinte pies de distancia de la pareja que peleaba, pero me quedé escondido detrás de un alto y grueso monolito de mármol, una especie de obelisco a lo Sapsea de algún funcionario local cuyo nombre, nunca muy recordado, había quedado al fin borrado por la sal, la lluvia y las brisas del mar.
—¡Un maldito picnic en una mierda de cementerio! —gritó el hombre. Era obvio hasta para el oyente más parcial (y distante) que aquél era un hombre a quien nunca le molestaban sus propios gritos.
—Pero mira qué bonito esto…, una piedra…, nos sirve de mesa. —Era la voz cansada de la mujer—. Siéntate un momento y tranquilízate mientras te abro una cerveza.
—¡A la mierda la cerveza! —aulló el hombre. Llegó un ruido de porcelana al romperse, al arrojarla contra la piedra eterna… o al menos monumental—. Guarda todas esas cosas. Venga, dame el vaso y la cerveza primero. Vaca estúpida. Hace horas que no como nada. Y tú te ganarás el precio del billete de tren y me lo devolverás, o si no… ¡mira quién aparece…! ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué es lo que lleva en las manos? ¿Un cojín?
Seguí sonriendo hasta que llegué a dos pies del hombre, que apenas tuvo tiempo de ponerse en pie intentando no derramar su vaso de cerveza.
Sonriendo aún, apreté bien el cojín contra el plano pecho del hombre y apreté el gatillo de la pistola que sujetaba detrás del cojín. El tiro quedó extrañamente ahogado.
—¿Qué…? —gritó Joseph Clow.
Se tambaleó hacia atrás unos pasos. Parecía que no acababa de decidirse entre mirarme a mí, todavía sujetando el cojín, que humeaba ligeramente, o mirarse su propio pecho.
Una solitaria flor roja de geranio pero inmaculadamente blanca había florecido en la pechera de su camisa, de tejido pobre. Sus manos de sucias uñas se alzaron hasta el chaleco abierto y se agarró débilmente a la camisa florecida, hasta arrancarse los botones.
Apoyé el cojín contra su carne ahora desnuda y sin pelo, justo un ancho de mano por encima del esternón, y disparé dos veces más. Ambas balas dieron en el blanco.
Clow dio unos cuantos pasos más hacia atrás hasta que sus talones tropezaron con el borde de otra piedra baja y horizontal, similar a aquella en la cual se disponían a cenar. Entonces cayó hacia atrás, dio media vuelta y se quedó allí, de espaldas.
Abrió la boca para chillar pero no emergió sonido alguno, excepto una especie de borboteo o gorgoteo que procedía, según pude ver, no de su garganta, sino de sus pulmones, recién perforados. Abrió mucho los ojos, que se quedaron en blanco, como si buscase ayuda. Sus largas piernas ya se retorcían, espasmódicas.
Caroline corrió, se agachó junto a su marido y cogió el pequeño cojín de mis manos firmes. Arrodillándose, con ambas manos apretó el cojín humeante firmemente sobre la boca abierta de Joseph Clow y sus ojos desorbitados.
—Te queda una bala —me dijo—. Úsala. Ahora.
Apreté la pistola contra el cojín con tal ferocidad que parecía que usaba el cañón para introducir las plumas y la tela en la boca abierta de Clow, como si intentara asfixiarle. Sus quejidos e intentos de chillar quedaron completamente ahogados. Apreté el gatillo y aquella arma tan fiable disparó por última vez. En esa ocasión oí un sonido familiar (al menos para mí, de mis sueños de morfina): el de un cráneo que se abre como si se cascara una gigantesca nuez.
Aparté el cojín quemado.
Caroline miraba aquel rostro blanco y rojo, con su expresión deshecha, pero ahora eternamente congelada. Su propia expresión era absolutamente hermética, incluso para alguien como yo, que la conocía desde hacía tanto tiempo.
Luego ambos miramos a nuestro alrededor, esperando oír gritos y carreras. Casi creí ver al canónigo Crisparkle venir trotando varonilmente por las colinas herbosas que nos separaban de la catedral y la calle.
Pero no apareció nadie. Ni siquiera el eco distante de una alarma. El viento soplaba hacia fuera aquella noche, hacia el mar, en lugar de venir de él. La hierba de la marisma se agitaba al mismo tiempo.
—Coge sus pies —dije, bajito.
Yo ya sacaba de la cartera el largo delantal amarillo que Caroline me había dicho que llevara al escribirme; incluso me había recordado en qué cajón de la cocina de Gloucester Place podía encontrarlo.
—No queremos que sus talones dejen surcos en el barro, ¿no? —añadí—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Estoy recogiendo los botones de su camisa —dijo Caroline, desde el lugar donde estaba agachada. Hablaba con mucha calma, con los largos dedos, entrenados en la costura y en los juegos de cartas, bailando ágilmente entre la hierba mientras retiraban los pequeños circulitos de cuerno. No se apresuraba.
Luego llevamos el cadáver de Joseph Clow hasta el pozo de cal viva, a sesenta pies o más. Ése fue, posiblemente, el momento más arriesgado. Yo lo llevaba cogido por debajo de los brazos, y agradecía el delantal, que iba absorbiendo el contenido de la parte de atrás de su cabeza, aunque no tengo ni idea de cómo había sabido Caroline que eso sería un problema; ella llevaba sus pies cogidos por los tobillos. Pero aunque yo iba girando la cabeza a un lado y otro, no había ninguna otra persona en el cementerio ni más allá. Incluso miré aprensivamente hacia el mar, sabiendo que la gente con aficiones náuticas siempre lleva pequeños catalejos o telescopios. De repente, ella se echó a reír: me sentí tan sobresaltado por el sonido que casi dejo caer nuestra carga.
—¿Qué es lo que encuentras divertido, en el nombre del Cielo? —jadeé, no por falta de aliento por llevar a Clow (el fontanero muerto parecía estar hueco, tan ligero resultaba), sino sencillamente por la caminata.
—Nosotros —dijo Caroline—. Ya te puedes imaginar el aspecto que tenemos…, yo casi doblada en dos como una jorobada, tú con el delantal de color amarillo chillón, los dos volviendo la cabeza a ambos lados como marionetas mal manejadas…
—No le veo la gracia —dije, cuando conseguimos llevar a Clow a su destino temporal y bajé suavemente su parte superior, con mucha más suavidad de la que requerían las circunstancias, de eso estoy seguro, junto al borde del pozo.
—Algún día la verás, Wilkie —dijo Caroline, sacudiéndose las manos cuando por fin soltó su parte de la carga—. Tú encárgate de todo aquí. Yo iré a recoger las cosas del picnic. —Antes de echar a andar, miró hacia el agua y luego de nuevo hacia la torre—. En realidad, éste podría ser un lugar muy agradable para un picnic. Ah…, y no te olvides de la bolsa que llevas en la cartera, y de los anillos, el reloj, las monedas, la pistola…
A pesar de mi mayor experiencia con todo aquello (al menos me lo parecía), yo me habría olvidado de todo y habría arrojado a Clow al pozo con anillos, una cadena de oro y un relicario que pronto encontrarían, con la foto de una mujer que «no» era mi Caroline, así como su reloj y varias monedas, cosas que habrían sido muy difíciles o imposibles de encontrar en el pozo de cal al cabo de una semana o dos, cuando yo volviese…, si no hubiera sido porque ella me lo recordó. Los objetos de metal, incluida la pistola de Hatchery, ya vacía e impotente (por la cual no sentía nostalgia alguna), estaban en el saco de arpillera al cabo de un minuto; por su parte, Clow se encontraba fuera de la vista, bajo la superficie de la cal viva, dos minutos después.
Arrojé a un lado la varilla de metal que había guardado tanto tiempo allí, entre las hierbas, y volví andando al antiguo lugar del picnic.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté. Mi voz sonaba extraña. No podía recuperar el aliento, como si estuviéramos trepando a algún lugar muy alto de los Alpes, en lugar de permanecer en un camposanto al nivel del mar.
—Encontrar y guardar todos los trozos de la fuente que ha roto. Era una fuente muy bonita.
—Ah, por el amor de Dios… —Me detuve al notar voces que se alzaban en dirección a la carretera. Era un carruaje abierto que pasaba por el camino. Un hombre, una mujer y dos niños se reían y señalaban hacia las nubes rosas que el sol había colocado, en dirección opuesta a la catedral y el cementerio. Sus rostros y sus miradas no se volvieron en nuestra dirección cuando los miré.
—Tienes que hacer algo con «esto» —dijo Caroline, que me tendió el cojín manchado, ennegrecido y que todavía ardía por dentro.
Entonces me tocó el turno de reír a mí, pero resistí el impulso porque no estaba seguro de poder parar, una vez empezase.
—Y por el amor de Dios, Wilkie —dijo ella—, ¡quítate ese delantal tan chillón!
Lo hice y llevé el cojín y mi maletín de abogado de viaje con los objetos desechables al pozo de cal. En el mismo pozo no se veía ni rastro de Clow. Había notado, por mis experimentos con los diversos cuerpos de perros, que aun con el hinchamiento y la putrefacción de la descomposición añadido a la flotación del cuerpo muerto, una vez bien introducido bajo la superficie, cualquier objeto hundido en la cal tendía a quedarse abajo hasta que se sacaba.
Pero ¿qué hacer con el cojín? El pozo de cal se lo comería seguramente en un día o dos, igual que los diversos artículos de ropa que probé allí. Los botones y cinturones (excepto las hebillas de latón) y los tirantes, cordones de zapato y suelas de las botas eran los objetos más resistentes. Pero ¿permanecería sumergido el cojín? Y además ya había tirado la varilla de hierro, y tenía pocas ganas de meterme entre el barro y los juncos para recuperarla.
Al final arrojé el objeto marrón y bordado lo más lejos que pude, hacia el mar. Si hubiera aparecido en una de las novelas de misterio tanto mías como de Dickens, seguramente habría sido una pista fundamental y la clave para mi ruina y la de Caroline. Alguna versión más aguda e inteligente del inspector Bucket, o el sargento Cuff, o incluso el detective Dick Datchery nos acabaría descubriendo y Caroline y yo subiríamos los trece escalones que conducen al patíbulo pensando: «¡Ese maldito cojín!» (aunque yo nunca pondría un lenguaje semejante en boca de una mujer).
En la realidad, el miserable cojín, apenas visible a la débil luz, ya que la luna todavía tenía que salir, se limitó a caer mucho más allá de los juncos y las aneas, y luego desapareció en el barro y la marisma.
Recordando quién me había entregado aquella pesadilla bordada como regalo, acabé por sonreír, mientras pensaba: «Que ésta sea la mayor contribución de Martha R. a mi futura felicidad».
Caroline ya estaba preparada —ya había recuperado y había guardado los fragmentos de su bandeja rota en su cesta de picnic—, y salimos del cementerio juntos.
Cogeríamos el mismo tren expreso de las 9.30 a Londres, pero no nos sentaríamos juntos, ni siquiera en el mismo vagón. Todavía no.
—¿Has recogido y enviado todas tus cosas? —le pregunté bajito, mientras caminábamos por las estrechas y antiguas calles de Rochester hacia las luces de la estación.
Ella asintió.
—¿No tienes que volver para nada?
—No.
—Tres semanas —dije—. Y ya tengo la dirección de la señora G. en el hotelito junto a los jardines de Wauxhall, donde se alojará.
—Pero ningún contacto hasta que pasen las tres semanas —susurró Caroline, cuando salíamos a una calle con más movimiento—. ¿Crees que podré volver a casa a principios de septiembre?
—Estoy absolutamente seguro de ello, querida —dije. Y así fue.