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Acabé mi novela Marido y mujer la tarde del miércoles 8 de junio de 1870.

Le dije a George y a Besse (que de todos modos no seguirían a mi servicio mucho tiempo más) que necesitaba que la casa estuviera en silencio para poder dormir, y los mandé fuera, un día entero, a visitar a quien deseasen.

Carrie se había ido durante toda la semana, de viaje con los Ward.

Envié una nota a mi editor del Cassel’s Magazine y otra a mi futuro y próximo editor, F. S. Ellis, en la que le informaba de que el manuscrito estaba terminado.

Envié una nota a Dickens para decirle que había terminado mi libro y recordarle nuestra cita al día siguiente, la tarde del 9 de junio. No teníamos cita alguna el 9 de junio, por supuesto (nuestra cita era para la noche del 8 de junio), pero yo confiaba en que la nota no llegaría hasta la mañana siguiente, de modo que serviría como lo que aquellos duchos en la ley llaman por su nombre latino: «alibi», es decir, «coartada». También envié afables notas a los Lehmann, los Beard y otros, en las que les aseguraba que había terminado Marido y mujer, después de una noche de bienvenido y bien ganado sueño, y que planeaba celebrar ese final visitando Gad’s Hill Place la tarde siguiente, la del día nueve.

Aquella tarde, a última hora, vestido con ropa negra de viaje, con una capa con amplia capucha, tomé un coche de alquiler y me dirigí a Gad’s Hill Place, y lo aparqué bajo los árboles más antiguos, junto a la Falstaff Inn, mientras el sol se ponía y la oscuridad enviaba sus dedos desde el bosque que se encontraba detrás del establecimiento.

No había conseguido encontrar a ningún marinero hindú a punto de abandonar Inglaterra (para no volver) en diez días. Ni a ningún marinero alemán, americano o aun inglés dispuesto a convertirse en cochero. Ni tampoco había encontrado el coche negro de mis fantasías estimuladas por el opio y la morfina. De modo que tuve que conducir yo mismo aquella noche. Tenía poca experiencia a la hora de llevar coches o carruajes, y fui a Gad’s Hill mucho más despacio de lo que había corrido en mi fantasía con el conductor hindú; además, el vehículo alquilado que llevaba era un diminuto coche abierto, en lugar del calesín en el que Dickens solía venir a recogerme.

Pero coloqué la pequeña linterna bajo el único asiento que tenía detrás y llevaba también la pistola de Hatchery (con las cuatro balas sin disparar, bien colocadas en su sitio) en el bolsillo de la chaqueta, junto con el saco de arpillera para los objetos de metal, tal y como había planeado. En realidad, aquello de conducir yo mismo era mucho más lógico: no había conductor, ni hindú ni de ningún otro tipo, que pudiera amenazar con chantajearme.

La noche tampoco era la perfecta noche de junio que yo había imaginado.

Llovía mucho durante el fatigoso viaje, y entre los chaparrones y las salpicaduras que llegaban a aquel pescante absurdamente bajo del coche en miniatura, estaba completamente empapado cuando llegué a la Falstaff Inn, justo después de anochecer. Y el anochecer mismo fue una consecuencia gris, borrosa y acuosa del día, en lugar de la hermosa escena que había recreado en mi mente.

Até el único caballo (viejo) y el temblequeante carruaje lo más metido que pude bajo los árboles que había a un lado de la posada, pero los chaparrones me seguían empapando, y cuando cesaban, los árboles goteaban y me mojaban también. El espacio para las piernas en el diminuto coche estaba lleno de charcos.

Y Dickens no acudió.

Habíamos establecido el momento de la cita treinta minutos después de ponerse el sol (y se le podía perdonar no ser capaz de calcular el momento exacto de aquel crepúsculo nublado, tan engañoso), pero pronto había pasado una hora después del anochecer y todavía seguía sin haber ni rastro de Dickens.

Quizá, pensé, no viese mi oscuro coche, ni el caballo negro y chorreante, ni a mi propia persona empapada allí en la oscuridad, bajo los árboles. Pensé en encender uno de los faroles laterales del coche.

Pero aquel coche barato no llevaba faroles laterales ni en la parte de atrás. Pensé en encender la linterna que llevaba y colocarla en el pescante, a mi lado. Dickens podría verme desde la casa o desde su jardín delantero, me di cuenta, pero también pasaría lo mismo con cualquiera que entrase o saliese de la Falstaff Inn, o que pasara por la carretera.

Pensé en entrar en la taberna, pedir un ron caliente con mantequilla y enviar al chico a Gad’s Hill Place a hacerle saber a Dickens que estaba esperándole.

«No seas idiota», me susurró la parte de mi cerebro que había estudiado Derecho y la que escribía novelas de misterio. Y surgió otra vez la palabra fea, pero necesaria: «coartada».

Noventa minutos después de anochecer, todavía no había señal alguna de Charles Dickens, quizás el hombre de 58 años más puntual de toda Inglaterra. Se aproximaban las diez en punto. Si no partíamos pronto hacia Rochester, todo el viaje sería en vano.

Até el caballo somnoliento a una rama, me aseguré de que estaba puesto el precario freno del cochecito, y fui andando por el borde de los árboles hacia el chalé suizo de Dickens. Cada vez que se levantaba el viento helado de la noche, el abeto y los árboles de hoja caduca dejaban caer Niágaras de agua encima de mí.

Había visto al menos tres coches girar hacia la entrada de la casa de Dickens en los últimos noventa minutos, y dos todavía estaban allí, visibles. ¿Era posible que Dickens se hubiese olvidado (o sencillamente, hubiese decidido ignorar) nuestra misteriosa cita? Durante un momento tuve la glacial certeza de que mi falsa nota recordándole nuestra cita para «mañana» de alguna manera había llegado a Gad’s Hill aquella tarde, pero luego recordé que, deliberadamente, la había enviado a última hora de la tarde. Ningún correo de la historia de Inglaterra podía entregar tan rápido aquel mensaje; en realidad, sería un golpe de extraordinaria competencia que en Gad’s Hill Place se entregase aquel recordatorio a última hora del viernes (y estábamos a miércoles por la noche).

Toqué la pistola que llevaba en el bolsillo exterior y decidí acercarme a la casa por el túnel.

¿Qué ocurriría si atisbaba por una de las ventanas del nuevo invernadero de la parte de atrás (que acababan de construir aquella primavera y que encantaba a Dickens) y veía al Inimitable todavía sentado a la mesa del comedor? ¿O leyendo un libro?

Daría unos golpecitos en el cristal del invernadero, le haría señas y le secuestraría a mano armada. Así de sencillo. Hasta ahí había llegado.

Mientras Georgina y los demás que dependían del socorro y los ingresos de Dickens, como lampreas que chupan la sangre a un pez mayor, no estuvieran por ahí alrededor… (Y tenía que incluir a mi hermano Charles en aquel grupo metafórico piscícola).

El túnel estaba muy oscuro y olía a los rastros dejados por muchas criaturas silvestres, que quizás hubieran evacuado sus intestinos allí. Me sentí como uno de ellos aquella noche y, empapado como estaba, no pude evitar echarme a temblar.

Al salir del túnel evité la grava ruidosa del camino principal y caminé por el bajo seto, junto al jardín delantero. Pude ver entonces que tres coches se apiñaban junto a la curva interna, aunque estaba demasiado oscuro para identificarlos, y uno de los caballos levantó súbitamente la cabeza y piafó al captar mi olor. De nuevo me pregunté si olería a depredador.

Desplazándome hacia la derecha me puse de pie, de puntillas, para atisbar por encima de los setos y la parte inferior de los cedros, bien podada, y así ver entre las cortinas. Las ventanas del mirador del estudio de Dickens estaban oscuras, pero aquélla parecía ser la única habitación no iluminada de la casa. Vi la cabeza de una mujer (¿Georgina? ¿Mamie? ¿Katey?) pasar ante una de las ventanas delanteras. ¿Se movía con cierta precipitación, o era sólo una ilusión de mis nervios tensos?

Retrocedí varios pasos para poder ver mejor las ventanas superiores, iluminadas, y me saqué la pesada pistola del bolsillo.

«La bala de un asesino anónimo, atravesando el cristal de la ventana, ha asesinado al autor más famoso de todos…». Pero ¿qué tontería era ésa? Dickens no sólo tenía que morir; debía «desaparecer». Sin dejar rastro. Y aquella noche. Y en cuanto saliese por aquella puerta, recordando tardíamente su cita conmigo, lo haría. Eso lo juré no sólo ante Dios, sino también ante todos los dioses de las Tierras Negras.

De pronto me cogieron por detrás muchas manos y me llevaron medio a rastras, medio en volandas, y me echaron de espaldas, lejos de la casa.

Esta frase no hace justicia a la violencia que se infligió a mi persona en aquel momento. Eran varias manos de hombre, y eran «fuertes». Los poseedores de aquellas rudas manos no tenían escrúpulo alguno acerca de mi bienestar, mientras me arrastraban a través de un seto, de las ramas bajas de un árbol, y luego me arrojaban sobre las piedras y los tallos duros de un parterre de geranios.

¡Los geranios rojos! Llenaron toda mi visión, junto con las estrellas que relampagueaban en mi cráneo debido al impacto con el suelo, y el rojo de las flores me golpeó de una manera clara, imposible, aun en la oscuridad.

Los geranios rojos de Dickens. Flores de sangre. Una flor de disparo, floreciendo en el campo blanco de una camisa de etiqueta. La flor de geranio roja del «asesinato de Nancy», cuando Bill Sykes destrozaba a golpes su cabeza.

Mis pesadillas habían sido premoniciones, quizás impulsadas por el opio que tanto alimentaba mi creatividad, cuando fallaba todo lo demás.

Intenté levantarme, pero las fuertes manos me obligaron a quedarme echado en el barro. Tres rostros blancos flotaban por encima de mí, y percibí una luna creciente que se deslizaba entre unas nubes negras que se movían con rapidez.

Como para probar mi clarividencia, el rostro de Edmond Dickenson apareció en mi campo de visión a un pie de mi rostro. Llevaba los dientes afilados hasta formar diminutas dagas blancas.

—Tranquilo, ssseñor Collinsss. Tranquilo. No habrá juegosss artificialesss esta noche, señor. No esssta noche.

Como para explicar aquella críptica afirmación, otras fuertes manos me quitaron la pistola de las manos temblorosas. Había olvidado que la llevaba.

El rostro de Reginald Barris ocupó el lugar del de Dickenson. El hombre fuerte y poderoso sonreía o hacía una mueca horrible (no sabría decir la diferencia), y me di cuenta de que no era la caries dental lo que había abierto huecos en su sonrisa, cuando le vi por última vez en aquel callejón oscuro. Barris se había afilado también los dientes hasta formar puntas agudas.

Ésssta esss nuestra noche, ssseñor Collinsss —susurró el pálido rostro.

Forcejeé, pero no me sirvió de nada. Cuando levanté la vista de nuevo, el rostro de Drood flotaba por encima de mí.

Empleo la palabra «flotaba» intencionadamente. «Todo» Drood parecía flotar por encima de mí, con los brazos abiertos, como haría alguien que se fuera a lanzar al agua. Me miraba desde arriba y su cuerpo envuelto en una capa negra flotaba, apoyado en invisibles corrientes, y se cernía paralelo al mío sólo a tres o cuatro pies por encima del suelo.

El lugar donde habrían debido estar los párpados y la nariz de Drood estaban tan en carne viva que parecían recién cortados con un escalpelo, hacía sólo unos minutos. Había olvidado cómo entraba y salía la larga lengua de Drood, como la de un lagarto.

—¡No puede matar a Dickens! —jadeé—. ¡No puede matar a Dickens! Debo ser yo quien…

—¡Cállessse…! —dijo el rostro, que era como una calavera, flotante, y se expandía. El aliento de Drood llevaba en sí el hedor de la tumba, el dulzor putrefacto de la muerte, de las cosas hinchadas y muertas flotando en un río de la Ciudad Subterránea. Sus enormes ojos estaban rodeados y surcados de sangre—. Cállessse ahora —susurró Drood, como si aplacara a un demonio niño—. Esss el alma de Charlesss Dickensss lo que nos llevamosss esta noche. Puede quedarssse lo que quede, ssseñor Billy Wilkie Collinsss. Lo que quede es sssuyo.

Abrí la boca para chillar, pero en aquel mismo instante el flotante Drood sacó un oloroso pañuelo negro del bolsillo de su capa de ópera y lo apretó encima de mi rostro, totalmente tenso.