17

El mes de octubre de 1866 resultó especialmente frío y lluvioso. Repartía mis días y mis noches entre el club, mi casa y el fumadero de opio del Rey Lazaree, y pasaba muchos fines de semana como huésped en Gad’s Hill Place.

Una lluviosa tarde de sábado que estaba allí, todavía bajo la dulce influencia del láudano, le hablé a Dickens de diversas ideas que tenía concernientes a mi siguiente libro.

—Estoy pensando en algo en la línea de lo sobrenatural —dije.

—¿Quieres decir una historia de fantasmas? —preguntó Dickens. Estábamos en su estudio, disfrutando del calor del fuego. El Inimitable había acabado el trabajo del día en su historia de Navidad anual y yo había conseguido persuadirle de que la lluvia era demasiado dura para su habitual paseo vespertino. El viento arrojaba las gotas de agua contra las ventanas del mirador que había detrás de su escritorio.

—¿Algo referente a espiritismo? —continuó el inimitable, frunciendo el ceño ligeramente.

—Ni por asomo —dije—. Pensaba más bien en una mezcla ágil de los temas que te mencioné hace algún tiempo: detectives, robos, misterio…, junto con algún objeto que tenga una maldición. La realidad de esa maldición, por supuesto, será algo que decida el lector.

—¿Qué tipo de objeto? —preguntó Dickens. Puedo afirmar que había despertado su curiosidad.

—Una gema, creo. Un rubí… o un zafiro. O incluso un diamante. Veo progresar la trama a través de los efectos de la maldita piedra en cada persona que la adquiere por medios legales o ilegales.

—Interesante, mi querido Wilkie. Muy interesante. ¿Y la gema o diamante llevará alguna antigua maldición familiar?

—O religiosa —dije, excitado por la influencia del láudano de mediodía y el interés de Dickens—. Quizá si la piedra hubiese sido robada a alguna cultura antigua y supersticiosa…

—¡La India! —exclamó Dickens.

—Más bien había pensado en Egipto —dije—, pero también serviría la India. Podría servir muy bien, creo. En cuanto al título, tengo pensado El ojo de la serpiente.

—Un poco sensacionalista —dijo Dickens, juntando los dedos y extendiendo las piernas hacia el fuego—. Pero, al mismo tiempo, resulta intrigante. ¿Introducirás tu idea del «sargento Cuff» en este relato?

Me sonrojé y sólo conseguí encogerme de hombros.

—¿Y en este libro también figurará el opio? —preguntó.

—Podría ser —contesté, desafiante, todo calidez a medida que desaparecía su anterior interés. Había oído decir a través de diversos amigos comunes que Dickens desaprobaba completamente la alabanza que hacía mi Lydia Gwilt de la droga en Armadale.

Dickens cambió de tema.

—Supongo que usarás como modelo en este caso el diamante Koh-i-noor que se exhibió en el Crystal Palace en la Gran Exposición de 1850.

—He tomado algunas notas sobre ese objeto —dije, muy tieso.

—Bueno, mi querido Wilkie, existen ciertos rumores de que el diamante Koh-i-noor en realidad estaba maldito, después de lo cual fue entregado como tributo a la corona por el León del Punjab, ese pagano de marajá Dhulip Singh. La verdadera historia de cómo pasó ese diamante de contrabando desde Lahore a Bombay al propio general lord Dalhousie en persona, mientras todavía seguía en marcha el motín, daría suficiente material para dos o tres novelas emocionantes. Se dice que la propia lady Dalhousie cosió el diamante en un cinturón que lord Dalhousie llevó durante semanas, hasta que le entregó el Koh-i-noor al capitán de un buque de guerra británico en la bahía de Bombay. Dicen que éste encadenaba cada noche dos fieros perros guardianes a su lecho de campaña para que le despertasen si entraba algún ladrón o matón en su tienda.

—No había oído tal cosa —confesé.

Mi idea había sido escribir sobre un rubí o un zafiro sagrado de un antiguo culto egipcio, pero el relato verídico de Dickens sobre el Koh-i-noor hacía que mis manos temblaran, ansiosas por tomar notas.

Nos interrumpieron unos golpes urgentes en la puerta del estudio de Dickens.

Era Georgina, llorosa y casi fuera de sí por la agitación. Cuando Dickens la calmó, ella explicó que el sabueso irlandés, Sultán, había atacado a otra víctima inocente, en este caso una niñita que era hermana de una de las criadas.

Dickens la envió de nuevo abajo. Luego suspiró, abrió una puerta de un armario y sacó la escopeta de dos cañones que yo había visto diez meses antes, la noche de Navidad. Luego fue a su escritorio y de allí sacó varios cartuchos grandes de un cajón bajo, a mano derecha. Fuera la lluvia había dejado de golpear el cristal de la ventana, pero yo veía unas nubes oscuras y rápidas que se movían bajas por encima de unas ramas negras que estaban perdiendo rápidamente las hojas.

—Temo que he mostrado demasiada tolerancia con ese perro —me dijo, bajito—. Sultán tiene buen corazón y me es totalmente leal, pero su espíritu agresivo se forjó en los fuegos del Infierno. Se niega a aprender. Puedo tolerarlo todo, en perros o en hombres, salvo la negativa a aprender o la incapacidad de hacerlo.

—¿No más advertencias? —pregunté, levantándome para seguirle, lejos del fuego, fuera de la habitación.

—No más advertencias, mi querido Wilkie —dijo Dickens—. La inevitable sentencia de muerte de ese perro fue pronunciada por un poder mucho más elevado que el nuestro, cuando Sultán era sólo un cachorro en la teta de su madre. Ahora sólo queda llevar a cabo la ejecución de esa sentencia.

La partida de ejecución fue totalmente masculina, como era de rigor: además de Sultán, Dickens y yo mismo, él había llamado a su hijo Plorn, de catorce años, que estaba en su habitación. Mi hermano Charles y su esposa Katey acababan de llegar para pasar el fin de semana; Charley también fue invitado, pero declinó el ofrecimiento. Un viejo herrero, con la cara ennegrecida por la intemperie, que vivía en la calle de enfrente, estaba herrando dos caballos en el establo de Dickens y se unió a la procesión (resultó que el herrero era antiguo amigo del condenado y disfrutaba de las gracias del asesino en el tiempo en que Sultán era un cachorro), y el viejo trompeteaba ya con el pañuelo antes de que la procesión iniciara su marcha.

Finalmente estaba también el hijo mayor de Dickens, Charley, que había ido a pasar el día, y dos criados, uno, el marido de la sirvienta a cuya hermana habían atacado. Uno de los sirvientes conducía la carretilla vacía que transportaría el cadáver de Sultán desde el lugar de ejecución; el otro transportaba con mucha cautela un saco de arpillera que sería el sudario del condenado al cabo de unos minutos. Las mujeres del servicio doméstico y otros criados miraban desde las ventanas cuando salimos por la parte trasera, pasamos los establos y nos dirigimos hacia el campo donde Dickens había quemado su correspondencia, seis años antes.

Al principio Sultán iba dando saltos a nuestro alrededor con entusiasmo y animación, sin freno alguno por el nuevo bozal que llevaba. Obviamente, pensaba que íbamos de caza. ¡Alguien iba a morir! Sultán saltaba de un hombre a otro, todos caminando con dificultad, con altas botas y capas de algodón encerado, formando ondas con las patas en los charcos y levantando barro. Pero cuando vio que los humanos no le devolvían la mirada, el perro se quedó tenso, al final de su correa (sujeta por Charley Dickens) y empezó a observar con curiosidad la escopeta abierta bajo el brazo de su amo, y luego la carretilla vacía que nunca había formado parte de ninguna excursión de caza de urogallos.

Cuando el grupo se detuvo a unas cien yardas del establo, la mirada de Sultán se había vuelto meditativa, incluso lúgubre; empezó a mirar al portador del rifle (su amo y señor) con una mirada interrogante que pronto se volvió implorante.

Charley deslizó la correa y retrocedió. Todos habíamos retrocedido detrás de Dickens, que continuaba de pie, devolviéndole la mirada a Sultán. El gran sabueso irlandés inclinó la cabeza como añadiendo un interrogante al final de su pregunta no formulada. Dickens colocó los dos cartuchos en su lugar y cerró la pesada escopeta de caza con un chasquido. Sultán inclinó más la cabeza hacia la izquierda, sin dejar de mirar a su amo.

—John —dijo Dickens en voz baja al herrero, que se mantenía alejado del semicírculo de testigos de la ejecución—, quiero que se vuelva. ¿Podría tirarle una piedra detrás, por favor?

John gruñó, se sonó la nariz por última vez, se guardó el pañuelo en el bolsillo de su impermeable, se inclinó, cogió una piedra plana, como la que habría tirado a un estanque, y la arrojó justo detrás del rabo de Sultán.

El perro volvió la cabeza. Antes de que Sultán pudiera volver a mirarle, Dickens había levantado con agilidad la escopeta y disparado ambos cañones. Aunque todos lo esperábamos, la doble explosión sonó especialmente intensa en aquel aire húmedo, frío y espeso. El tórax de Sultán explotó y se convirtió en un amasijo de pelo manchado de rojo, carne estriada y huesos destrozados. Estoy seguro de que su corazón quedó pulverizado con tanta rapidez que ningún mensaje de las terminaciones nerviosas tuvo tiempo de llegar al cerebro del animal. Ni siquiera sollozó ni gritó cuando el impacto le arrojó a varios pies de distancia por la húmeda hierba, en dirección opuesta a la nuestra, y estoy completamente seguro de que Sultán estaba muerto antes incluso de tocar el suelo.

Los sirvientes metieron el pesado cadáver en el saco y lo colocaron en la carretilla al instante. Volvieron a llevar dificultosamente el cadáver a la casa, mientras los demás nos reuníamos en torno a Dickens, que abrió la escopeta, quitó los cartuchos gastados y se guardó las cápsulas vacías en el bolsillo de su abrigo.

Levantó la vista hacia mí; nuestras miradas parecieron fundirse como la suya y la de Sultán un momento antes. Esperaba que el Inimitable me dijese, quizá en latín: «Y así muerte a todos aquellos que me traicionan», pero no dijo nada.

Un segundo después, el joven Plorn, al parecer excitado por el olor a sangre y a pólvora en el aire (ese chico a quien Dickens recientemente me había descrito como «necesitado de aplicación y continuidad de propósito», debido a una especie de «letargo impracticable en la naturaleza de su carácter») exclamó:

—¡Ha sido fantástico, padre! ¡Absolutamente fantástico!

Dickens no replicó. Ninguno de los hombres dijo palabra alguna mientras volvíamos lentamente a la casa. La lluvia y el viento volvieron a arreciar antes de llegar a la puerta trasera.

Una vez dentro, me dirigía a mi habitación para cambiarme y ponerme ropa seca y tomar una dosis adicional de láudano cuando Dickens me llamó. Me detuve en las escaleras.

—Anímate, Wilkie. Desde luego, tendré que consolar al querido Percy Fitzgerald, que fue el que me regaló a ese perro condenado. Dos hijos de Sultán corren en la paja del granero mientras hablamos. Como la herencia de sangre es un amo férreo, uno los dos seguramente heredará la ferocidad de Sultán. Y también heredará, con toda seguridad, la escopeta.

No pude añadir nada a eso, de modo que asentí y subí las escaleras en busca de mi lenitivo.

El Rey Lazaree, el rey chino de los «muertos vivientes del opio», parecía esperarme cuando volví por primera vez a su reino, casi dos meses antes de la ejecución de Sultán, a finales de agosto de aquel verano de 1866.

—Bienvenido, señor Collins —me susurró el anciano chino cuando aparté las cortinas hacia su reino escondido en el loculus que había bajo las catacumbas y bajo el cementerio—. Su lecho y su pipa están dispuestos.

El detective Hatchery me había llevado sano y salvo hacia el cementerio muy tarde, aquella noche de agosto. Había abierto las puertas de la verja y la cripta y había trasladado de nuevo el pesado pedestal; una vez más, me había prestado aquella pistola absurdamente pesada. Tendiéndome una linterna, me prometió quedarse en la cripta hasta que yo volviera. Confieso que fue mucho más difícil bajar por las tumbas y el pasaje oculto hasta el nivel inferior esa segunda vez que cuando seguí a Dickens.

El ropaje y tocado del Rey Lazaree eran de un color distinto en aquella visita, pero la seda estaba tan limpia, reluciente y perfectamente planchada como la vez anterior que había bajado allí con Dickens.

—¿Sabía que volvería? —pregunté mientras seguía a la antigua figura hacia el rincón más lejano y oscuro del largo loculus de enterramiento.

El Rey Lazaree se limitó a sonreír y me hizo señas de que me adentrara más aún en aquel pliegue. Las formas silenciosas en los lechos de madera, en tres pisos, empotrados en los muros de la caverna, parecían ser las mismas momias orientales que entrevimos en aquella primera visita. Cada momia llevaba una pipa de opio muy ornamentada, y las exhalaciones de humo que llenaban el largo pasadizo iluminado por lámparas eran la única indicación de que respiraban.

Los demás lechos estaban ocupados, pero aquella litera de madera de tres pisos, al fondo de la habitación, separada por una cortina propia de color rojo oscuro, estaba vacía.

—Será nuestro huésped de honor —dijo Lazaree muy bajito con su extraño acento de Cambridge—, y como tal, tendrá usted privacidad. ¿Khan? —Hizo un gesto y otra figura con una túnica oscura me tendió una larga pipa con una hermosa cazoleta de cristal y cerámica en el extremo.

—Esta pipa no se ha usado nunca —dijo el Rey Lazaree—. Es para su uso exclusivo. Este lecho también es para su uso exclusivo. Nadie más se echará jamás en él. Y la droga que probará esta noche es de la calidad reservada para reyes, faraones, emperadores y aquellos hombres santos que desean convertirse en dioses.

Intenté hablar, pero tenía la boca demasiado seca; me humedecí los labios y lo intenté de nuevo.

—¿Cuánto…? —empecé.

El Rey Lazaree me silenció con un toque de sus largos dedos amarillentos y de sus uñas, también amarillas.

—Los caballeros no hablan de precios, señor Collins. Primero experimente esta noche, y luego ya me dirá si tal calidad y exclusividad vale el dinero que esos otros caballeros —y movió las largas y curvadas uñas en un movimiento amplio que incluía las hileras de silenciosos lechos— han decidido pagar. Si no, desde luego, no le cobraremos nada.

El Rey Lazaree se deslizó entre las sombras y la figura con túnica llamada Khan me ayudó a echarme en mi litera. Colocó un bloque de madera con una muesca bajo mi cabeza (era extrañamente cómodo) y encendió mi pipa. Luego Khan se fue y yo me quedé echado de lado, inhalando el fragante humo y permitiendo que mis ansiedades y preocupaciones se alejaran de mí.

¿Desea conocer, querido lector, los efectos de este opio? Quizás en su época todo el mundo tome esa sorprendente droga. Pero aun así, dudo de que la eficacia de su opio pueda igualar o aproximarse siquiera a la perfección de la receta secreta del Rey Lazaree.

Si son los efectos normales del opio lo que atrae su curiosidad, puedo citar aquí el primer párrafo del último libro escrito por Charles Dickens, un libro que no vivió lo suficiente para terminar:

¿Una antigua ciudad catedralicia inglesa? ¿Cómo puede haber aquí una antigua ciudad catedralicia inglesa? ¿La maciza y conocida torre gris de su vieja catedral? ¿Cómo puede estar aquí? No hay agujas de hierro oxidado en el aire, entre el ojo y la ciudad, desde ningún punto de la perspectiva real. ¿Qué aguja es pues la que se interpone, y quién la ha erigido? Quizás haya sido erigida siguiendo órdenes del sultán para empalar a una horda de ladrones turcos, uno por uno. Y así es, porque resuenan los címbalos y el sultán aparece a la luz del sol, y tres veces mil jóvenes danzarinas arrojan flores. Luego siguen elefantes blancos engualdrapados con incontables colores maravillosos, e infinitos en número y asistentes. Sigue alzándose la torre de la catedral al fondo, donde no puede estar, y sigue sin retorcerse figura alguna en la adusta aguja. ¡Espera! ¿Puede ser esa aguja algo tan prosaico como la aguja oxidada en el extremo superior del poste de una antigua cama que ha caído y ha quedado torcido? Se debe dedicar un vago periodo de perezosa risa a la consideración de tal posibilidad.

Aquí lo tienen. Un adicto al opio luchando para recuperar la conciencia en un decadente fumadero de opio al anochecer.

Diez mil cimitarras brillando a la luz del sol. Tres veces mil jóvenes danzarinas. Elefantes blancos engualdrapados con incontables colores maravillosos. ¡Cuánta poesía! ¡Cuánta inspiración!

Y cuánta tontería.

Charles Dickens no tenía ni la menor idea del poder o el efecto que producía el opio. Una vez alardeó ante mí, durante su segunda gira de lecturas, todavía en nuestro futuro aquel verano y otoño de 1866, que cuando se sentía acosado por el dolor y no podía dormir se regalaba «el Morfeo del láudano». Pero cuando le interrogué más a fondo (o a Dolby más que al Inimitable, puesto que quería saber la verdad), averigüé que las alas de Morfeo a las que se abandonaba consistían en dos diminutas gotitas de opio diluidas en un vaso bastante grande de oporto. Por aquel entonces, yo bebía varios vasos llenos de láudano puro, sin diluir en vino.

Dickens no tenía ni idea de los efectos del láudano, y no digamos ya del opio puro.

Déjeme que le cuente, querido lector de mi futuro póstumo, cómo era realmente el efecto del opio del Rey Lazaree:

1. Era un calor que empezaba en el vientre y las venas, como el buen whisky, pero que, a diferencia del whisky, no dejaba de expandirse y crecer.

2. Era un elixir que transformaba al pequeño, angelical, normalmente amable, raramente entusiasta de William Wilkie Collins, el de la frente grande en exceso, de mala vista y barba cómica y voluminosa, el que siempre estaba «a punto para unas risas», y por lo general servía como lo que los norteamericanos llaman un«buen colega», en el coloso lleno de confianza que sabía, en lo más íntimo de su corazón, que siempre fue y siempre sería.

3. Era un agente transformador que eliminaba la ansiedad que ponía el alma enferma y que me había acosado y debilitado desde que era niño, que ahondaba la percepción y que restauraba la capacidad de ver en la gente, en uno mismo y en las relaciones, que iluminaba hasta el objeto o la situación más prosaica con una luz brillante, dorada, muy parecida a lo que debía de ser la visión de una divinidad.

Es una descripción inadecuada, me temo, pero dudo si escribir o no una descripción completa de los efectos únicos y benéficos del opio de ese viejo chino. (Demasiadas personas sin mi innata resistencia a los aspectos negativos de la droga, tan citados, podrían correr a probarlo, sin darse cuenta de que ya no se puede encontrar, ni en Londres ni en ningún otro lugar, un opio de la calidad y la esencia del que suministraba el Rey Lazaree). Baste decir que la droga valía hasta el último céntimo que me había pedido por ella el viejo chino…, bueno, que me pidió muchas horas después, cuando me ayudaron a levantarme de mi catre y la sombra llamada Khan me escoltó de vuelta a las escaleras y hacia arriba, donde me esperaba el fiel Hatchery y valía los miles y miles de libras que seguí pagando durante los meses y años que vinieron después.

Gracias a Dios, tenía la abultada cantidad recibida de George Smith de Cornhill como adelanto por mi Armadale. No diré que hasta el último céntimo de aquella imprevista ganancia fuera a parar al opio, puesto que recuerdo haber gastado unas 300 libras en vino e invertir al menos 1500 en valores (y, por supuesto, también hice regalos a Caroline y a Carrie, como llamábamos en casa a su hija Harriet, y envié también dinero a Martha R.), pero la mayor parte de la asombrosa cifra de 5000 libras que recibí de Smith acabó en las manos de largas uñas del mandarín subterráneo.

Hatchery (enorme, robusto, con su sempiterno bombín) siempre me esperaba en la cripta de arriba, por muy tarde que se produjera mi regreso por la mañana (o incluso por la tarde). Siempre me dejaba la enorme pistola (siempre la colocaba a mi lado en el fumadero del Rey Lazaree, aunque me sentía allí más seguro que en ningún otro lugar del mundo); luego me escoltaba fuera de la cripta, del cementerio y de los barrios bajos, y de vuelta al mundo de los tristes, cansinos y ciegos mortales, que no conocían la gloria del excepcional opio de Lazaree.

Deseaba casi tanto como mi quejosa Caroline que la casa de Gloucester Place se abriera al fin para nosotros. Nuestro hogar de entonces en el número 9 de Melcombe Place, Dorset Square, siempre había sido bastante cómodo para mí, pero parecía más pequeño ahora entre las quejas constantes de Caroline y la llegada a la edad adulta de Carrie.

Sin embargo, lo que hacía más pequeño aquel hogar eran sus habitantes no invitados.

La mujer de la piel verde y los dientes de colmillo seguía embrujando las escaleras cuando no estaban bien iluminadas, pero era el Otro Wilkie el que me causaba más consternación.

El Otro Wilkie no hablaba nunca; sencillamente, observaba y esperaba. No importaba cómo fuera yo vestido cuando me encontraba con él, él siempre iba en mangas de camisa y con chaleco y corbata. Sabía que si de repente me hubiese afeitado toda la barba (que formaba parte de mí de tal manera que nunca la notaba en el espejo, excepto cuando me la recortaba), el Otro Wilkie habría conservado la suya. Si me quitaba las gafas, él se las ponía. Nunca salía de mi estudio, y sólo estaba allí de noche; sin embargo, esas noches en que me lo encontraba allí, su presencia resultaba cada vez más irritante.

Al notar que había alguien más en la habitación conmigo, levantaba la vista y veía al Otro Wilkie sentado en silencio en la silla tapizada de amarillo y con el respaldo como una telaraña que estaba en el rincón más alejado. A veces, la silla estaba del revés (obra suya, de eso estoy seguro) y él se sentaba a horcajadas, con los brazos en mangas de camisa apoyados en el respaldo, la cabeza baja y la mirada fija, la luz de la lámpara reflejada en sus diminutas gafas. Entonces volvía al trabajo, pero cuando levantaba la vista, el Otro Wilkie, no sé cómo, había avanzado en silencio, hasta que se encontraba sentado en la silla con el respaldo curvado de madera que reservaba para mis visitantes, junto al escritorio. Sus ojitos se clavaban muy atentos (y hambrientos, pensaba) en el manuscrito en el que yo estaba trabajando y no parpadeaban jamás.

Al final levantaba la vista con sobresalto; entonces, veía y notaba al Otro Wilkie de pie o sentado tan cerca de mí que nuestros brazos casi se tocaban. Esos momentos de puro espanto y terror empeoraban cuando el Otro Wilkie intentaba apoderarse de mi pluma. Quería continuar y acabar el trabajo él mismo (de eso no tengo ninguna duda), y ya he relatado lo violentas que se habían vuelto esas luchas intentando apoderarse de la pluma, el tintero y los manuscritos; a veces, la tinta que se derramaba. Finalmente, abandoné el estudio y empecé a trabajar allí sólo de día, en los momentos en que sabía que él no aparecería.

Sin embargo, aquel otoño de 1866 oía al Otro Wilkie respirar y a veces hasta arrastrar los pies en el exterior de las puertas cerradas de mi estudio incluso a plena luz del día. Me acercaba de puntillas a esas puertas, esperando que fuese un criado, Caroline o Carrie, que me querían gastar una broma. Abría la puerta, pero no había nadie en el vestíbulo, nunca. Siempre oía el golpeteo de unos zapatos de mi misma medida que se escabullían y bajaban por la escalera de servicio, en la cual habitaba también la Mujer de la Piel Verde.

Sabía que sería cuestión de tiempo que el Otro Wilkie apareciese también en el estudio durante el día. Así pues, empecé a llevarme las notas y el material de escritura al Club Ateneo, donde encontraba un cómodo sillón de cuero y una mesa junto a una ventana alta y donde podía trabajar en paz.

El problema era que no tenía en qué trabajar. Por primera vez en algunos años, desde que Charles Dickens me había puesto en la nómina para que escribiera para Household Words diez años antes (unos cinco años después de conocerle), las ideas no cuajaban en argumentos. Había garabateado algunas notas después de mi discusión ambulante con Dickens sobre la novela de aventuras sobrenaturales que pensaba llamar El ojo de la serpiente, pero aparte de copiar algunas de las entradas más relevantes sobre joyas de la India, de la edición de la biblioteca del club de la Enciclopedia británica (8.a edición, 1855), no había hecho más progresos. Volví a mi antigua idea de escribir sobre un antiguo detective de la Policía entregado ahora a las investigaciones privadas (el inspector Field en la forma de mi sargento detective Cuff), pero mi comprensible renuencia a pasar más tiempo con Field del imprescindible, combinada con cierta aversión a la idea algo insidiosa de las intrusivas investigaciones de un detective, retrasaba también aquella investigación.

En parte, sencillamente no estaba de humor para escribir. Prefería los jueves por la noche y el viaje escoltado al cementerio de Santa Fúnebre Fosa, y las horas y horas de éxtasis y de viaje lúcido que lo seguían. La gran frustración es que aquella lucidez divina no podía llevarse al papel, nadie podría, por muy dotado que estuviera para las palabras; de eso estaba seguro durante mis viajes de jueves por la noche y viernes por la mañana: ni Shakespeare ni Keats lo lograrían, aunque alguno de los dos genios se reencarnase por sorpresa en un fumadero de opio de Londres. Ciertamente, no lo conseguiría un hombre tímido y un escritor tan poco imaginativo como Charles Dickens. Cada semana veía en los ojos oscuros del Rey Lazaree su absoluto conocimiento de mi creciente divinidad y de mi creciente frustración al no ser capaz de compartir mi nuevo conocimiento mediante el peso muerto de unas letras inertes colocadas y alineadas en una página en blanco, como otros tantos trilobites acorazados y ensartados por la pluma. Estos torpes símbolos escritos eran una simple abreviatura, ahora lo comprendía, de los sonidos quejosos que emiten los monos solitarios, y que han venido emitiendo desde que la Tierra y su hermana la Luna eran jóvenes.

Todo lo demás que giraba a mi alrededor a finales de aquel otoño de 1866 me parecía demasiado absurdo para tener alguna trascendencia: el continuo sinsentido de Drood o no Drood; el inacabable juego de ajedrez por el poder entre el inspector Field, el Inimitable y yo; los dulces atractivos y maullidos de las mujeres que había en mi vida; mi incapacidad para encontrar una entrada a la cueva para mi siguiente libro, escondida bajo el papel; mi competición no expresada y sin resolver con Charles Dickens…

No obstante, todo aquello iba a cambiar cuando, un viernes por la mañana, a finales de noviembre, después de una larga y dulce noche en la tumba del Rey Lazaree, volví a casa con el traje todavía perfumado de opio y me encontré con Dickens en el salón con Caroline. Los ojos de ella estaban cerrados, tenía la cabeza echada hacia atrás y su rostro tenía una expresión de éxtasis rara y poco común. Dickens realizaba pases mesméricos en torno a su cabeza y por encima de ella, sólo se detenía para tocarle las sienes y susurrarle algo.

Antes de que pudiera hablar, las dos cabezas se volvieron en mi dirección. Caroline abrió los ojos; Dickens se puso de pie de un salto y exclamó:

—¡Mi querido Wilkie! Justo el hombre a quien venía a buscar. Debemos partir hacia la estación en este mismo momento. Tengo que enseñarte algo asombroso en Rochester.