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Yo estaba fuera de la ciudad el día del desastre de mi amigo en Staplehurst, de modo que pasaron tres días enteros hasta que recibí un mensaje de mi hermano menor, Charles, que se había casado con la hija mayor de Dickens, Kate, en el que me decía que el novelista había tenido un roce con la muerte. Inmediatamente corrí a Gad’s Hill Place.
Presumo, mi querido lector que reside en mi futuro imposible, distante y póstumo, que recordará Gad’s Hill por Enrique IV, de Shakespeare. Recuerda a Shakespeare aunque todos los demás escritores como yo se hayan perdido entre las nieblas de la historia, ¿verdad? Gad’s Hill es donde Falstaff planea un robo pero acaba frustrado por el príncipe Hal y un amigo que se disfrazan de ladrones, proponiéndose robar al ladrón; después, cuando el gordo sir John huye, lleno de terror, y al volver a relatar la historia, Hal y su cómplice se transforman en cuatro malhechores, y luego ocho, y luego dieciséis, y así sucesivamente. Hay una posada de Falstaff (Falstaff Inn) muy cerca del hogar de Dickens, y creo que el autor disfrutó mucho de la conexión de su hogar con Shakespeare, tanto al menos como disfrutaba la cerveza que le servía la posada al final de uno de sus largos paseos.
A medida que me aproximaba a la casa en un carruaje, me recordaron que Gad’s Hill Place ejercía otro atractivo más sobre las emociones de Charles Dickens, que precedía muchísimo a su compra de aquel enclave, una década antes, en 1855. Gad’s Hill estaba en Chatham, un pueblo que se fundía con la ciudad catedralicia de Rochester, a unas veinticinco millas de Londres, una zona donde el escritor había pasado los años más felices de su niñez, y a la cual volvía constantemente de adulto, para vagar por allí como un fantasma inquieto, en busca de su lugar final de reposo. En uno de sus incontables paseos, su propio padre le señaló la casa misma (Gad’s Hill Place), cuando él tenía siete u ocho años. John Dickens había dicho algo del estilo de: «si trabajas lo suficiente, hijo mío, y te aplicas, un día una mansión como ésa puede ser tuya». Luego, cuando aquel niño cumplió cuarenta y tres años, en febrero de 1855, llevó a varios amigos a Chatham en uno de sus habituales paseos sentimentales, y descubrió con asombro que la inalcanzable mansión de su niñez estaba a la venta.
Dickens era el primero en admitir que Gad’s Hill Place no era una mansión en realidad, sino una casa rural de una comodidad relativa (en realidad, el antiguo hogar del autor en Tavistock House era muchísimo más imponente), aunque después de comprar Gad’s Hill Place el escritor invirtió una pequeña fortuna en renovar, modernizar, decorar, arreglar los jardines y ampliar la propiedad. Al principio había pensado destinar el sueño de opulencia de su difunto padre como propiedad para alquilar, luego empezó a pensar en dedicarlo a estancias rurales eventuales, pero después de la amarga y desagradable experiencia de su separación de Catherine, primero alquiló Tavistock House y luego puso a la venta esa casa urbana, con lo que convirtió Gad’s Hill Place en su residencia habitual. (Sin embargo, conservó la costumbre de mantener diversos lugares en Londres como residencia ocasional y a veces incluso secreta, incluida una vivienda encima de su oficina, en nuestra revista All the Year Round).
Al comprar la casa, Dickens le había dicho a su amigo Wills: «Yo la veía como una mansión maravillosa, cosa que no es, desde luego, cuando era un niñito muy raro con las primeras sombras de todos mis libros ya en la cabeza».
A medida que mi coche daba la vuelta por la carretera de Gravesend y enfilaba la curva del paseo que conducía a la casa de ladrillo rojo y tres pisos de altura, pensé en aquellas sombras, que habían tomado cuerpo para cientos de miles de lectores, y en Dickens, que, a su vez, vivía dentro de los mismos muros que su incorregible padre, fracasado tanto en los asuntos familiares como en los financieros, había señalado a su hijo como la recompensa más elevada que se podía imaginar para la ambición doméstica y profesional.
Una doncella me hizo pasar. Georgina Hogarth, cuñada de Dickens y ahora ama de casa, me saludó.
—¿Cómo está el Inimitable? —le pregunté, usando el sobrenombre favorito del autor.
—Muy alterado, señor Collins, muy alterado —susurró Georgina, y se llevó un dedo a los labios. El estudio de Dickens se encontraba nada más entrar, a mano derecha. Las puertas estaban cerradas, pero yo sabía, por mis muchas visitas y estancias anteriores en Gad’s Hill, que las puertas del estudio del amo estaban «siempre» cerradas, ya estuviera él trabajando allí o no—. El accidente le ha alterado tanto que tuvo que pasar la primera noche en su apartamento de Londres con el señor Wills durmiendo junto a la puerta —continuó con el mismo susurro—. Por si necesitaba al señor Wills, ya sabe.
Asentí. Contratado en principio como ayudante para la revista de Dickens Household Words, William Henry Wills, eminentemente práctico y poco imaginativo (en muchos aspectos, lo opuesto del voluble Dickens), se había convertido en uno de los amigos y confidentes más íntimos del famoso autor, había desplazado en esto incluso a amigos más antiguos como John Forster.
—Hoy no trabaja —susurró Georgina—. Iré a ver si quiere que le molesten. —Se acercó a las puertas del estudio con obvia inquietud.
—¿Quién es? —Una voz llegó desde dentro del estudio cuando Georgina dio unos leves golpecitos.
Y digo «una voz» porque no era la voz de Charles Dickens. La voz del novelista, tal y como recordaban muy bien los que le conocían desde hacía tiempo, era baja, rápida y teñida con un ligero acento que muchos confundían con un ceceo y que había hecho que, a cambio, el escritor pronunciase con demasiado éxtasis las vocales y las consonantes, de modo que su elocución veloz pero muy cuidadosa y vibrante a veces sonaba pomposa a los que no le conocían.
Esta voz no era así, en absoluto. Era la voz temblorosa como un junco de un anciano.
—Es el señor Collins —dijo Georgina ante la puerta de roble.
—Dile que vuelva a su lecho de enfermo —graznó la voz del anciano desde dentro.
Parpadeé incrédulo al oír aquello. Desde que mi hermano mayor Charles se casó con Kate Dickens, cinco años antes, había sufrido ocasionalmente graves indigestiones y mala salud, pero, de ello estaba seguro en aquel momento, no era nada grave. Dickens pensaba lo contrario. El escritor se había opuesto al matrimonio, sentía que su hija favorita se había casado con Charles (antiguo ilustrador de los libros de Dickens) sólo para molestarle, y obviamente se había convencido de que mi hermano se estaba muriendo. Fuentes bien informadas me habían dicho recientemente que Dickens le había comentado a Wills que la salud de mi querido hermano le hacía «totalmente incapacitado para cualquier función de la vida», aunque hubiese sido verdad (que no lo era en absoluto) decirlo era de una crueldad más que notable.
—No, el señor Wilkie —dijo Georgina a través de la puerta, mirando aprensivamente por encima de su hombro, con la esperanza de que yo no lo hubiese oído.
—Ah —llegó una especie de sílaba vacilante de anciano—, ¿y por qué demonios no me lo has dicho?
Se oyeron vagos roces y susurros, y luego la vuelta de una llave en la cerradura, cosa extraordinaria en sí misma, ya que Dickens tenía la vieja costumbre de cerrar con llave su estudio cuando no estaba, pero nunca cuando estaba… Luego las puertas se abrieron de par en par.
—Mi querido Wilkie, mi querido Wilkie —dijo Dickens con ese sonido extraño y áspero, abrió los brazos y me cogió el hombro derecho con la mano izquierda, brevemente, y luego la quitó y la unió a la otra mano, que estrechaba entusiásticamente la mía. Observé que llevaba el reloj con su cadena en la mano—. Gracias, Georgina —añadió, ausente, mientras cerraba la puerta detrás de nosotros, sin echar la llave esta vez. Abrió el camino hacia su oscuro estudio.
Cosa extraña también. En todas las ocasiones en las que había visitado a Dickens en su sancta sanctórum a lo largo de los años, jamás había visto las cortinas corridas ante las ventanas con mirador, mientras era de día. Pero ahora sí lo estaban. La única luz procedía de la lámpara que estaba encima de la mesa y en el centro de la habitación: no había lámpara alguna en el escritorio que se encontraba frente a aquellas ventanas, introducido en el pequeño hueco que creaban. Sólo unos pocos habíamos tenido el privilegio de ver a Dickens realmente en el propio acto de la creación en su estudio, pero todos habríamos sido conscientes de la leve ironía que suponía que Dickens se encontrara invariablemente de cara a las ventanas que daban a su jardín y hacia la carretera de Gravesend pero nunca «viera» el escenario que se encontraba ante él cuando levantaba la vista de su pluma y su papel. El escritor se encontraba perdido en los mundos de sus propias fantasías, y, efectivamente, estaba ciego mientras trabajaba, excepto cuando se miraba en un espejo cercano para ver sus propias expresiones al representar las muecas, sonrisas, ceños fruncidos, expresiones de alarma y otras respuestas caricaturescas de sus personajes.
Dickens me introdujo más aún en la oscura habitación y me hizo señas de que me sentara en una silla junto a su escritorio. Excepto las cortinas corridas, la habitación parecía estar como siempre: todo muy limpio y ordenado, de una manera casi compulsiva (y sin una sola mota de polvo, aunque Dickens jamás permitió a los criados que limpiaran su estudio). Allí estaba el escritorio con su superficie inclinada para escribir, el pequeño arsenal de herramientas, cuidadosamente dispuestas, nunca desordenadas, colocadas como talismanes en la parte más plana del escritorio: un calendario, una botellita de tinta, plumas, un lápiz con una goma de borrar de caucho a su lado que parecía no haber sido usada jamás, un acerico, una estatuilla de bronce que representaba a dos sapos peleándose, un abrecartas alineado con toda exactitud, una hoja dorada con un conejito estilizado encima. Eran sus símbolos de buena suerte, sus «accesorios», como los llamaba Dickens, algo, como me confesó una vez, «para descansar los ojos durante los intervalos de escritura»; ya no podía escribir en Gad’s Hill sin ellos, como tampoco podía sin sus plumas de ganso.
Gran parte del estudio estaba forrado de libros, incluyendo estantes con libros falsos (la mayor parte con títulos irónicos de la invención de Dickens) que había hecho construir para Tavistock House y que ahora se encontraban colocados detrás de la puerta, y las estanterías reales que rodeaban toda la habitación y sólo se veían interrumpidas por las ventanas y una hermosa chimenea azul y blanca decorada con veinte baldosas de Delft.
El propio Dickens parecía casi sorprendentemente viejo aquella tarde de junio, debido a su calvicie creciente, los ojos muy hundidos y las arrugas de su rostro realzadas por la áspera luz que venía de la lámpara de gas que se encontraba en la mesa ante nosotros. Él seguía mirando su reloj sin abrir.
—Qué bien que hayas venido, querido Wilkie —graznó Dickens.
—Tonterías, tonterías —dije—. Habría venido antes de no haber estado fuera de la ciudad, como espero que te haya dicho mi hermano. Tu voz suena cansada, Charles.
—¿Extraña? —dijo Dickens, con un asomo de sonrisa.
—Cansada.
Él soltó una risa. Muy pocas conversaciones con Charles Dickens no contenían una risa suya. Nunca me he encontrado con un hombre más dado a la risa. Casi ningún momento o contexto era demasiado serio para que el autor no dejase en él cierta levedad, como algunos habíamos descubierto, para nuestra vergüenza, en los funerales.
—«Extraña» es más apropiado, me atrevería a decir —afirmó Dickens, con aquel tono raro, de anciano—. Incomprensiblemente, vine con la voz de otra persona del terrible escenario del desastre de Staplehurst. Deseo que esa persona me devuelva mi voz y se lleve la suya… Encuentro este tono a lo Micawber vejete no del todo de mi gusto. Más bien parece que alguien esté aplicando simultáneamente un papel de lija a las cuerdas vocales y a las consonantes.
—Aparte de eso, ¿estás herido, amigo mío? —le pregunté, inclinándome hacia delante en el círculo de luz.
Dickens desechó la pregunta con un gesto y concentró su atención en el reloj de oro que tenía entre las manos.
—Mi querido Wilkie, tuve un sueño increíble anoche.
—¿Ah, sí? —dije, comprensivo. Asumí que oiría hablar de sus pesadillas sobre el accidente de Staplehurst.
—Parecía casi como si estuviese leyendo un libro que yo había escrito en el futuro —me dijo en voz baja, dándole vueltas aún al reloj entre sus manos. El oro captaba la luz de la lámpara—. Era algo terrible… sobre un hombre que se mesmeriza a sí mismo de modo que él o su otro yo creado por esas sugestiones mesméricas puedan llevar a cabo terribles hazañas, actos innombrables. Cosas egoístas, lujuriosas, destructivas, cosas que el hombre (no sé por qué motivo en el sueño quise llamarlo «Jasper») no haría jamás conscientemente. Y había otra… criatura implicada, de alguna manera.
—Mesmerizarse a sí mismo —murmuré—. Pero eso no es posible, ¿verdad? Lo dejo a tu mayor implicación y conocimientos del arte de la influencia magnética, mi querido Charles.
—No tengo ni idea. Nunca he oído hablar de ello, pero eso no significa que sea imposible. —Levantó la vista—. ¿Te han mesmerizado alguna vez, Wilkie?
—No —dije, soltando una risita—. Aunque algunos lo han intentado. —No creí necesario añadir que el profesor John Elliotson, antiguo miembro del Hospital Universitario y auténtico mentor de Dickens e instructor suyo en el arte del mesmerismo, había considerado imposible someterme a la influencia mesmérica. Mi voluntad, sencillamente, era demasiado fuerte.
—Intentémoslo —dijo Dickens, que dejó colgar el reloj de su cadena y empezó a moverlo de forma pendular.
—Charles —dije, con una risita sin humor—, ¿para qué? He venido para que me cuentes los detalles de tu terrible accidente, no para jugar a juegos de salón con un reloj y…
—Sígueme la corriente, mi querido Wilkie —dijo Dickens, en voz baja—. Sabes que he tenido cierto éxito mesmerizando a otros… Te he hablado, creo, de mi larga y satisfactoria terapia mesmérica con la pobre madame De la Rué, en el continente.
Me limité a emitir un carraspeo, sin comprometerme. Dickens había contado a sus amigos y conocidos todo lo relativo a la larga y obsesiva serie de tratamientos con la «pobre» madame De la Rué. Lo que no había compartido con nosotros, pero era del conocimiento común entre sus íntimos, era que sus sesiones con la dama, casada y desde luego demente, ocurrían a altas horas de la noche, así como de día, y habían puesto tan celosa a la esposa de Dickens, Catherine, que, quizá por primera vez en toda su vida de casada, había exigido a Dickens que les pusiera fin.
—Por favor, mantén los ojos clavados en el reloj —dijo Dickens, mientras movía el disco a un lado y otro, con aquella luz mortecina.
—No funcionará, mi querido Charles.
—Estás muy somnoliento, querido Wilkie…, muy somnoliento…, te resulta difícil mantener los ojos abiertos. Estás tan adormilado como si te hubieses acabado de tomar varias gotas de láudano.
Casi me reí en voz alta al oír aquello. Me había tomado varias «docenas» de gotas de láudano antes de acudir a Gad’s Hill, como hacía cada mañana. Y hacía un rato había bebido un poquito más de mi petaca de plata.
—Te sientes… muy… somnoliento… —ronroneaba Dickens.
Durante unos segundos intenté cumplir, sólo para seguirle la corriente al Inimitable. Era obvio que buscaba una distracción de los terrores de su reciente accidente. Me concentré en el reloj que se balanceaba. Oía la voz susurrante de Dickens. En realidad, el calor de la habitación cerrada, la luz débil, el resplandor del oro que se balanceaba a un lado y a otro, y, en especial, la cantidad de láudano que había tomado aquella mañana me indujeron (durante un brevísimo instante) un estado de difusa somnolencia.
Si me lo hubiese permitido me habría quedado dormido entonces, pero no con el trance mesmérico que Dickens tanto deseaba provocarme.
Pero me sacudí la somnolencia antes de que se apoderase de mí y le dije, bruscamente:
—Lo siento, Charles. Sencillamente, no funciona conmigo. Mi voluntad es demasiado fuerte.
Dickens suspiró y apartó el reloj. Luego se alejó y abrió un poco las cortinas. La luz del sol nos hizo parpadear a los dos.
—Es verdad —dijo Dickens—. Las voluntades de los auténticos escritores son demasiado fuertes para verse dominadas por las artes mesméricas.
Me eché a reír.
—Entonces haz que tu personaje, Jasper (si es que escribes una novela basada en tu sueño), no sea escritor.
Dickens sonrió lánguidamente.
—Eso haré, mi querido Wilkie —contestó, y volvió a su silla.
—¿Qué tal están la señorita Ternan y su madre? —pregunté.
Dickens no ocultó el ceño fruncido. Hasta conmigo, cualquier mención al aspecto más personal y secreto de su vida, por muy circunscrita que se hallase a la conversación y por mucho que necesitase hablar de ella con alguien, le incomodaba.
—La madre de la señorita Ternan no sufrió ninguna herida, aparte de la conmoción en el organismo de alguien de su edad —dijo con su voz ronca—, pero la señorita Ternan sufrió diversas contusiones graves, lo que el médico sugiere que es una ligera fractura o dislocación cervical de la parte baja del cuello. Le resulta muy difícil volver la cabeza sin sentir un fuerte dolor.
—Lo siento muchísimo —dije.
Dickens no habló más de ello. Me preguntó:
—¿Deseas que te cuente los detalles del accidente y sus consecuencias, querido Wilkie?
—Claro que sí, mi querido Charles. Claro que sí.
—Te das cuenta de que tú eres la única persona a la cual puedo revelar todos los detalles de este acontecimiento, ¿verdad?
—Me sentiré muy honrado de oírlo. Y puedes confiar en mi discreción hasta la tumba, y más allá.
Entonces Dickens sonrió… Esa súbita, confiada, traviesa y algo infantil exhibición de unos dientes manchados entre la maraña de la barba que se había dejado para mi obra, Profundidades heladas, ocho años antes, y que nunca se había vuelto a afeitar.
—¿Tu tumba o la mía, Wilkie? —preguntó.
Durante un momento, me quedé confuso, incluso violento.
—Ambas, te lo aseguro —dije, al fin.
Dickens asintió y empezó a contarme en voz áspera la historia del accidente de Staplehurst.

—Dios mío —susurré cuando Dickens hubo acabado, unos cuarenta minutos después. Y una vez más—: Dios mío.
—Exactamente —dijo el novelista.
—Pobre gente —dije, con la voz casi tan forzada como Dickens—. Pobre gente.
—Inimaginable —repitió Dickens. Nunca le había oído usar aquella palabra antes, pero en su relato la había usado al menos una docena de veces—. ¿Recuerdas que te he hablado del pobre hombre a quien sacaron de aquel extraordinario montón de ruinas oscuras, que estaba caído boca abajo y que sangraba por los ojos, los oídos, la nariz y la boca, mientras buscaba frenéticamente a su esposa? Parece que unos minutos antes del accidente, aquel hombre había cambiado el sitio con un francés a quien no le gustaba llevar la ventanilla bajada. Encontramos al francés muerto. La mujer del hombre que sangraba también murió.
—Dios mío —repetí de nuevo.
Dickens se pasó la mano por los ojos como si intentara protegerlos de la luz. Cuando volvió a levantar la vista había una intensidad especial en aquellos ojos; confieso que nunca he visto nada igual en ningún ser humano. Como veremos en este relato auténtico que comparto con usted, querido lector, era imposible negar la voluntad de Charles Dickens.
—¿Y qué piensas de mi descripción de la figura que se llamaba a sí mismo Drood? —El interrogante áspero de Dickens era suave, pero muy concentrado.
—Increíble —dije.
—¿Significa que no crees en su existencia, o más bien en la descripción que he hecho de él, querido Wilkie?
—No, en absoluto, en absoluto —dije, apresuradamente—. Estoy seguro de que su aspecto y su conducta eran exactamente tal y como las has descrito, Charles… No hay nadie que haya observado con más talento los rasgos individuales y las flaquezas humanas, ni vivo ni enterrado con todos los honores literarios en la abadía de Westminster, que tú, amigo mío…, pero el señor Drood es… increíble.
—Precisamente —dijo Dickens—. Y nuestro deber ahora, querido Wilkie, el tuyo y el mío, es encontrarle.
—¿Encontrarle? —repetí, estúpidamente—. ¿Por qué íbamos a hacer semejante cosa, en el nombre del Cielo?
—Debemos desenterrar la historia del señor Drood —susurró Dickens—, si me perdonas las alusiones fúnebres de esta frase. ¿Qué hacía ese hombre, si es que era un hombre, en el tren de la marea, en aquel momento? ¿Por qué, cuando le pregunté, me dijo que iba a Whitechapel y a las zahúrdas del East End? ¿Cuál era su objetivo allí, entre los muertos y moribundos?
Yo no lo comprendía.
—¿Qué objetivo podía tener, Charles —le pregunté—, aparte del mismo que tú: ayudar y consolar a los vivos y localizar a los muertos?
Dickens sonrió de nuevo, pero no había ni calidez ni infantilismo alguno en su sonrisa.
—Había en juego algo siniestro allí, mi querido Wilkie. Estoy seguro de ello. Varias veces, tal y como te he explicado, vi a ese Drood…, si es ése el nombre de semejante criatura…, inclinándose sobre las personas heridas, y cuando más tarde volvía a atender a esas personas, habían muerto.
—Pero me has dicho también que muchas de las personas a las que tú mismo atendías, Charles, morían también cuando volvías a ayudarlas.
—Sí —exclamó Dickens con aquella extraña voz, bajando la barbilla hacia el cuello de su traje—. Pero yo no los «ayudaba» a pasar al otro lado.
Me eché atrás, conmocionado.
—Dios mío. Estás sugiriendo que ese hombre con la capa de ópera, esa figura de aspecto leproso, en realidad… ¿«asesinó» a algunas de las pobres víctimas de Staplehurst?
—Estoy sugiriendo que allí se produjo algún tipo de canibalismo, querido Wilkie.
—¡Canibalismo!
Por primera vez me pregunté si el accidente había desequilibrado mentalmente a mi famoso amigo. Era verdad que durante su narración del accidente yo había albergado serias dudas sobre la descripción e incluso acerca de la existencia real de aquel «Drood» (el hombre parecía más un personaje de una espantosa novelucha de un penique que un ser humano al que se pudiera encontrar en un tren de la marea de Folkestone), pero había atribuido la posibilidad de la alucinación a la misma conmoción y desorientación que le había robado la voz a Dickens. Pero si Dickens se imaginaba que había «canibalismo», era bastante posible que el accidente le hubiese despojado de la razón, así como de la voz.
Él me sonreía de nuevo, y la intensidad de su mirada era precisamente del tipo de las que convencían a sus interlocutores primerizos de que Charles Dickens podía leerles la mente.
—No, mi querido Wilkie, no estoy desequilibrado —dijo, bajito—. El señor Drood era tan corpóreo como tú y como yo, y mucho más extraño aún, de alguna manera indefinible, de lo que lo he descrito. Si lo hubiera imaginado como un personaje de alguna de mis novelas, no le habría descrito tal y como le conocí en realidad: es demasiado extraño, demasiado amenazador, demasiado grotesco físicamente para la ficción, mi querido Wilkie. Pero en la realidad, como tú bien sabes, tales figuras fantasmales existen. Uno se cruza con ellos por la calle. Se los encuentra durante los paseos nocturnos por Whitechapel o por otras partes de Londres. Y a menudo sus historias son mucho más extrañas que cualquiera de las que pueda imaginar un simple novelista.
Ahora me tocaba a mí sonreír. Pocos habían oído al Inimitable referirse a sí mismo como «un simple novelista», y estaba bastante seguro de que tampoco lo había hecho en aquella ocasión. Hablaba de «otros» simples novelistas. Yo mismo, quizá. Le pregunté:
—¿Qué propones, pues, para encontrar a ese tal señor Drood, Charles? ¿Y qué hacemos con el caballero, una vez le localicemos?
—¿Recuerdas cuando investigamos aquella casa embrujada? —preguntó.
Sí, lo recordaba. Varios años atrás, Dickens, como jefe de su nueva revista All the Year Round, que había sustituido a su anterior Household Words después de una discusión con sus editores, se había enzarzado en disputas con diversos espiritualistas. En la década de 1850 causaron verdadero furor las mesas parlantes, las sesiones de espiritismo, el mesmerismo (algunas de estas cosas no sólo las creía firmemente Dickens, sino que también era un entusiasta practicante), y otras como la fascinación por las energías invisibles. Aunque Dickens creía y confiaba en el mesmerismo, a veces llamado también magnetismo animal, y aunque yo sabía que era supersticioso de corazón (creía de verdad que el viernes era su día de la suerte, por ejemplo), había decidido, como editor de su nueva publicación, iniciar una disputa con diversos espiritualistas. Cuando uno de sus adversarios en el debate, un espiritualista llamado William Howitt, le dio detalles de una casa encantada en Cheshunt, cerca de Londres, para apoyar sus argumentos, Dickens decidió inmediatamente que nosotros, los editores y jefes de All the Year Round, debíamos preparar de inmediato una expedición para investigar el encantamiento.
W. H. Wills y yo fuimos por delante en un cupé, pero Dickens y uno de sus colaboradores, John Hollingshead, fueron andando las dieciséis millas que había hasta el pueblo. Después de algunos problemas para encontrar la casa en cuestión (afortunadamente Dickens había enviado junto con Wills y conmigo un ágape con pescado fresco, ya que no confiábamos en los alimentos locales), al final encontramos una villa que se decía que se encontraba en los terrenos de la llamada casa encantada, y pasamos el resto de la tarde y el principio de la noche interrogando a los vecinos, a los comerciantes cercanos e incluso a los viandantes, pero al final decidimos que los «fantasmas» de Howitt consistían en ratas y un criado llamado Frank que disfrutaba cazando conejos furtivamente a altas horas de la noche.
Dickens se había mostrado bastante valiente en aquella expedición, a la luz del día y en compañía de otros tres hombres, pero oí decir que en otra expedición de caza de fantasmas, en esa ocasión de noche y para investigar un monumento supuestamente embrujado junto a Gad’s Hill Place, el escritor se llevó a sus criados varones y una escopeta cargada. Según el hijo menor del autor, llamado Plorn por la familia, su padre se mostraba muy nervioso y anunció: «Si alguien está gastando bromitas y tiene cabeza, se la volaré». Y ciertamente, oyeron un terrorífico, ululante y quejumbroso «ruido aterrador, humano y, sin embargo, sobrehumano».
Resultó ser una oveja asmática. Dickens se abstuvo de volarle la cabeza. Cuando volvieron a la casa ordenó para todo el mundo (criados y niños incluidos) una ración de ron con agua.
—Sabíamos dónde estaba la casa encantada —señalé a Dickens aquel día de junio, en su oscuro estudio—. Pero ¿cómo encontraremos al señor Drood? ¿Dónde buscar, Charles?
De pronto, la expresión y el aspecto físico de Dickens cambiaron. Su rostro pareció alargarse y arrugarse, y se puso más pálido aún si cabe. Sus ojos se abrieron mucho, hasta que pareció que carecía de párpados, y el blanco de esos ojos relumbró a la luz de la lámpara. Adoptó la postura de un anciano encorvado o un enterrador acechante, o un buitre. Su voz, aún áspera, se volvió aguda y aflautada, afectada por un silbido, mientras sus dedos largos y pálidos apuñalaban el aire, como los de un mago oscuro.
—A Limehoussse —siseó, encarnando al Drood de su anterior relato—. Whitechapel. Ratcliff Crosss. Gin Alley. Three Foxesss Court. Butcher Row y Commercial Road. The Mint y otras zahúrdasss.
Admito que se me erizó el vello. Charles Dickens fue antes que nada, de chico, antes incluso de empezar a escribir, un mimo tan bueno que su padre le llevaba a las tabernas para que imitase a los vecinos que se habían encontrado en sus paseos. En aquel momento empecé a creer que existía una criatura llamada Drood.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Ensssseguida —siseó Dickens, pero ahora sonriendo, él mismo de nuevo—. Ya hemos hecho antes excursiones parecidas a Babilonia, mi querido Wilkie. Hemos visto el Gran Horno de noche.
Sí, lo habíamos visto. Siempre nos habíamos sentido fascinados por el bajo vientre de nuestra ciudad. Y «Babilonia» y el «Gran Horno» eran las expresiones favoritas del autor para los peores barrios de Londres. Algunas de mis excursiones nocturnas con Dickens a esos oscuros callejones y tugurios de los años anteriores todavía me obsesionaban, en sueños.
—Estoy dispuesto, mi querido Dickens —dije, con entusiasmo—. Mañana por la noche acudiré a la llamada del deber, si es tu deseo.
Él meneó la cabeza.
—Primero tengo que recuperar mi voz, mi querido Wilkie Y voy muy retrasado con los últimos números de Nuestro común amigo. Hay otras cosas que debemos tener en cuenta también en los días venideros, aparte de la recuperación del paciente. ¿Vas a quedarte esta noche? Tu habitación está preparada, como siempre.
—Ay, no puedo —suspiré—. Tengo que volver a la ciudad esta tarde. Hay asuntos de negocios que debo atender. —No le dije que aquellos «asuntos de negocios» consistían sobre todo en comprar más láudano, una sustancia de la que no podía prescindir, ya en 1856, ni por un solo día.
—Muy bien —dijo, levantándose—. ¿Podrías hacerme un gran favor, querido Wilkie?
—Cualquier cosa en el mundo, mi querido Dickens. Ordena y manda, amigo mío.
Dickens miró su reloj.
—Es demasiado tarde para que cojas el próximo tren para Gravesend, pero si Charley trae el coche pequeño podemos llevarte a tiempo a Higham para que tomes el expreso a la estación de Charing Cross.
—¿Tengo que ir a Charing Cross?
—Sí, mi querido Wilkie —dijo, agarrándome con fuerza por el hombro mientras salíamos de la oscuridad de su estudio a la brillante luz del vestíbulo—. Te diré por qué mientras te acompaño a la estación.
Georgina no salió de la casa con nosotros, pero enviaron al hijo mayor del Inimitable, Charley, que había venido a pasar unos días con su padre, a buscar el calesín. El jardín delantero de Gad’s Hill estaba tan ordenado y limpio como todo lo demás que se hallaba bajo el control de aquel hombre: las flores favoritas de Dickens, geranios rojos, plantados en precisas hileras; los dos enormes cedros del Líbano justo al otro lado del césped, bien cortado, y que ahora arrojaba sus sombras hacia el este, a lo largo de la carretera.
Algo en las hileras de geranios por entre los que caminábamos, mientras venía Charley con el calesín, me molestaba. De hecho, hacían que mi corazón latiese más deprisa y mi piel se pusiera fría. Me di cuenta de que Dickens me había estado hablando.
—… Le llevé en el tren de emergencia directo al Charing Cross Hotel inmediatamente después del accidente —estaba diciendo—. Pagué a dos enfermeras para que le atendiesen, de modo que no se quedase solo ni de día ni de noche. Te agradecería muchísimo que fueras a verle esta noche, mi querido Wilkie, le dieras recuerdos míos y le hicieras saber que en cuanto pueda volver de nuevo a la ciudad (mañana, con toda probabilidad), iré a verle yo mismo. Si las enfermeras te dicen que sus heridas han empeorado de cualquier modo, me tomaría como un favor personal que enviases un mensajero a Gad’s Hill con la información lo antes posible.
—Por supuesto, Charles —dije. Me daba cuenta vagamente de que debía de estar hablando del joven al que había ayudado a sacar de entre los escombros en Staplehurst, y al que había alojado personalmente en el hotel de Charing Cross. Un joven llamado Dickenson. Edmond o Edward Dickenson, me parecía recordar. Una coincidencia extraordinaria, si se piensa bien.
Mientras enfilábamos el camino y nos alejábamos de los geranios rojos, la sensación de pánico me abandonó tan rápida y curiosamente como había llegado.
El calesín era pequeño, pero Dickens insistió en meterse en él con Charley y conmigo, y el joven arreó al caballo hacia Gravesend y luego por la carretera de Rochester hacia la estación de Higham. Teníamos tiempo suficiente.
Al principio, Dickens estaba a gusto, charlando conmigo de pequeños detalles de la publicación de All the Year Round, pero cuando el poni y el cochecito cogieron velocidad y se desplazaron junto a otros coches por la carretera (con la estación de Higham ya casi a la vista), vi que el rostro del escritor, todavía moreno por el sol debido a la temporada pasada en Francia, se ponía cada vez más pálido y de color plomo. Gotas de sudor perlaban sus sienes y sus mejillas.
—Por favor, ve un poco más despacio, Charley. Y deja de balancear el coche de lado a lado. Molesta bastante.
—Sí, padre. —El coche fue aminorando hasta que el poni ya no trotaba.
Vi que los labios de Dickens se adelgazaban cada vez más hasta que se convirtieron en una simple línea sin sangre.
—Más lento, Charley, por el amor de Dios, menos velocidad.
—Sí, padre.
Charley, de veintitantos años, parecía tan aprensivo como un niño al mirar a su padre, que se agarraba al lateral del coche con ambas manos, inclinado innecesariamente hacia la derecha.
—¡Más despacio, por favor! —gritó Dickens.
El coche ya se movía a la velocidad de un caminante, aunque ciertamente no a las cuatro millas por hora que podía alcanzar el paso de Dickens, velocidad que era capaz de mantener durante doce, dieciséis y hasta veinte millas por día.
—Perderemos el tren… —empezó Charley, mirando hacia delante, a las agujas distantes y a la torre del depósito, y luego de nuevo el reloj.
—¡Para! Déjame bajar —le ordenó Dickens. Su rostro estaba tan gris como la cola del poni. Salió tambaleándose del coche y rápidamente me estrechó la mano—. Volveré andando. Hace un día estupendo para andar. Que tengas un buen viaje, y, por favor, envíame un mensaje esta noche si el joven señor Dickenson necesita algo, cualquier cosa.
—Así lo haré, Charles. Y te veré pronto.
La última imagen de Dickens desde atrás me pareció la de un hombre mucho más viejo, que no caminaba con su habitual paso confiado, sino casi palpando el suelo por un lado de la carretera y apoyándose pesadamente en su bastón, mientras volvía hacia Gad’s Hill.