26
Me desperté de mi pesadilla de opio y me di cuenta de que me había quedado ciego.
La oscuridad era absoluta. El Rey Lazaree siempre tenía unas luces difusas en cada habitación de su fumadero; además, la luz de la sala principal se filtraba siempre a través de la cortina roja, y la estufa de carbón junto a la entrada de mi nicho del fumadero siempre dejaba escapar un resplandor cálido y anaranjado. Ahora la oscuridad era absoluta. Me llevé las manos a los ojos para asegurarme de que estaban abiertos y con las yemas de los dedos me toqué el globo del ojo. Me aparté, estremecido, y no podía ver mis dedos.
Grité en la oscuridad y, a diferencia de mi sueño, sí que podía oír mis gritos, muy bien, en realidad. Hacían eco en la piedra. Grité pidiendo ayuda. Llamé al Rey Lazaree y a su ayudante. Nadie respondió.
Lentamente me di cuenta de que no estaba echado en mi camastro acolchado, como siempre ocurría en el fumadero del Rey Lazaree. Yacía en un suelo frío de piedra, o de tierra apisonada. Y estaba desnudo.
Igual que en mi sueño. O en mi secuestro auténtico por parte de Drood.
Temblaba violentamente. Era el frío lo que me había despertado. Pero podía moverme, y al cabo de un minuto ya estaba a cuatro patas y tocando a mi alrededor en mi ceguera, intentando encontrar el borde de uno de los camastros de madera o incluso la estufa o la puerta.
Mis dedos, sin embargo, tocaron piedra y madera basta.
Pasé las manos por aquella superficie, preguntándome si sería la pared y luego el rincón de uno de los camastros alineados. Pero no. La piedra y la madera eran antiguas («olían» a viejo) y la piedra estaba medio caída en algunos lugares. Tocaba la madera vieja en su interior. Todo olía a vejez y a corrupción.
«Estoy en uno de los loculi…, una de las innumerables cámaras de enterramiento en uno de los muchos pisos de las catacumbas. Éstos son los sarcófagos de piedra o de argamasa con los ataúdes de madera dentro. Y en el interior de estos ataúdes de madera, están los forros de plomo. Estoy abajo, con los muertos».
Me habían trasladado.
«Pues claro que me han trasladado. Me han bajado por el ábside circular, pasando la mampara, hacia la Ciudad Subterránea propiamente dicha. Me han bajado por el río al templo de Drood. Debo de estar a millas de distancia del fumadero del Rey Lazaree, a una milla por debajo de la ciudad. Sin linterna, nunca encontraré el camino hacia la superficie».
Chillé de nuevo y empecé a moverme junto a la pila de ataúdes amontonados, me puse de pie y volví a caer a cuatro patas de nuevo; agité las manos extendidas, buscando la linterna que siempre llevaba conmigo cuando bajaba al fumadero del Rey Lazaree y que usaba para encontrar el camino de vuelta hacia el nivel superior y hacia fuera.
Pero no había linterna alguna.
Finalmente dejé de agitarme y, sencillamente, me agaché en la oscuridad, más bestia acorralada que hombre.
Había una docena de niveles en aquellas catacumbas antes de encontrar un túnel que condujese a una alcantarilla o al río subterráneo. Había centenares de loculi funerarios que llenaban los incontables corredores curvos y rectos, en esa docena de niveles. Las escaleras desde el nivel más elevado de las cámaras funerarias, el corredor que había justo debajo del cementerio de Santa Fúnebre Fosa, donde el sargento Hatchery presumiblemente me esperaba todavía («¿cuánto tiempo habré estado aquí abajo?») estaba justo a diez yardas a la izquierda junto al pasillo curvo que salía del fumadero del Rey Lazaree, luego subiendo las escaleras, metiendo la cabeza por detrás del muro roto de un loculus, más allá de la última pila de ataúdes, luego a la derecha en el último pasillo y subiendo los diez escalones hasta la cripta, y luego (quizá, posiblemente) la luz del día. Había hecho aquel recorrido un centenar de veces tras mi noche de opio.
Busqué mi chaleco, como para sacar el reloj de su bolsillo y comprobar la hora que era. Pero no llevaba reloj ni chaleco. Ni ropa alguna.
Me di cuenta de que me estaba congelando: me castañeteaban los dientes violentamente, el sonido hacía eco en invisibles muros de piedra. También temblaba tanto que mis codos y antebrazos tocaban el tambor en los sarcófagos de piedra contra los que había caído, que no estaban del todo vacíos.
Había perdido por completo la orientación en mi ciego vagabundeo; aunque hubiera estado en el nicho que en tiempos albergaba el fumadero del Rey Lazaree, ya no sabía si iba hacia delante o hacia atrás.
Todavía temblando violentamente, con los brazos extendidos delante de mí y los dedos tiesos y separados, empecé a andar dando tumbos junto a la pila de ataúdes y sarcófagos.
Aunque llevaba los brazos por delante, me di en la cabeza con algo que me hizo caer de culo. Noté que la sangre brotaba de una herida en la sien e inmediatamente me palpé la frente con los dedos, y me puse las manos delante de los ojos por instinto, como si de repente pudiese ver. Pero no podía. Toqué de nuevo. El corte no era profundo, el sangrado fue leve.
Me puse de pie de nuevo y agité los brazos hasta que encontré la obstrucción que casi me hace caer desmayado.
Metal frío, tan oxidado que los triángulos huecos de la reja abierta casi se encontraban cerrados.
«¡La verja de hierro!». Cada loculus de los pasillos de la catacumba estaba cerrado con una antigua verja de hierro. Si había encontrado la verja, había encontrado el pasillo, o al menos un pasillo, ya que había montones de niveles diferentes allá abajo, la mayoría de los cuales nunca había visto ni explorado.
«¿Y si la verja está cerrada con llave?». Nunca llegaría al pasillo. Alguien encontraría mi esqueleto entre los sarcófagos y ataúdes al cabo de veinte, cincuenta o cien años y pensaría que era otro de los que aquel hombre de la cripta de la catedral de Rochester, Dradles, había llamado «los tíos muertos».
De nuevo presa del pánico, aporreé con las palmas, los antebrazos y las rodillas la verja de metal, notando que los bordes oxidados me rascaban la piel, y al final lo encontré: un hueco. ¡Una abertura! Justo al final, una fisura causada por un segmento vertical de la verja que se había deshecho.
Sólo tenía unas diez pulgadas de ancho y era irregular, pero conseguí meterme por allí, rozándome las costillas, la espalda y los encogidos genitales con la verja.
Ya me encontraba en el corredor. ¡Estaba seguro de ello!
«A menos que hayas pasado a través de la verja que hay “detrás” de los ataúdes, en cuyo caso, estás más perdido que antes, en algún nivel insondablemente profundo de un laberinto sin fin».
Me dejé caer a cuatro patas y noté la piedra bajo mis palmas y mis rodillas. No, aquél era uno de los pasillos principales. Lo único que tenía que hacer era seguirlo hasta una de las escaleras casi escondidas hasta un nivel superior, y luego hacia arriba, por los escalones finales, hasta la cripta donde me esperaba Hatchery.
«¿Por dónde? ¿Cómo encontrar las escaleras en esta absoluta oscuridad? ¿En qué dirección?».
Gateé hacia mi izquierda, encontré la verja por la que acababa de pasar y me levanté con mucho cuidado, porque no estaba seguro de lo alto que podía ser el techo de aquel pasillo. Cuando seguía a Dickens hacia el río aquella noche, hacía dos años, algunos de los pasillos tenían diez pies de alto, y otros en cambio eran simples túneles donde uno tenía que agacharse si quería evitar dejarse los sesos arriba. Con una linterna todo había sido muy fácil.
«¿En qué dirección?».
Volví la cara, pero no noté ningún movimiento de aire. Si hubiera tenido una vela, quizás habría podido notar la corriente…
—¡Si tuviera una maldita vela, podría encontrar el camino de salida fácilmente, sin tener que buscar las corrientes! —me grité a mí mismo.
Me di cuenta de que había chillado en voz alta. Los ecos murieron en ambas direcciones. Dios mío, si seguía mucho tiempo así, seguramente iba a perder la cabeza.
Decidí que seguiría mis instintos e iría caminando como si acabase de dejar el fumadero de opio del Rey Lazaree. Mi cuerpo recordaba ese camino de vuelta que había hecho tantísimas veces, aunque mi cerebro (sin visión ni ayuda) siguiera insistiendo en que no era así.
Usando la mano izquierda como guía, empecé a caminar por el pasillo. Llegué a otras verjas, otras aberturas, aunque ninguna de ellas tenía la cortina desgarrada que separaba el fumadero de Lazaree del pasillo. En cada abertura que no estaba protegida por una verja, me ponía de rodillas y palpaba buscando escaleras u otro pasillo, pero sólo había verjas caídas, más ataúdes o nichos vacíos en los muros.
Seguí avanzando, jadeando, temblando, con los dientes todavía castañeteando audiblemente. Mi mente consciente me decía que no moriría congelado allí abajo, ¿acaso las cuevas no permanecen a una temperatura constante, a unos 10 grados? No importaba. Mi cuerpo arañado, destrozado y tembloroso se estaba congelando.
¿Se curvaba acaso aquel pasillo ligeramente hacia la izquierda? El camino hacia el fumadero de Lazaree torcía un poco hacia la derecha cuando uno se aproximaba desde las escaleras ocultas y bajaba desde el primer nivel de las catacumbas. Si me encontraba en aquel nivel y a la derecha de las escaleras, los muros tendrían que curvarse ligeramente hacia la izquierda.
No tenía ni idea. Era imposible saberlo. Pero sabía, sin duda alguna, que había caminado al menos dos veces la distancia que había desde la entrada hasta el nivel segundo e inferior, hasta la alcoba con su cortina, que era el fumadero del Rey Lazaree.
Seguí adelante, de todos modos. Dos veces noté corrientes frías desde mi derecha. El toque del aire frío en mi carne hizo que mi piel se erizase, llena de repulsión, como si algo muerto y sin ojos me acariciase con unos dedos largos, de un blanco de leche, sin huesos.
Temblé y seguí avanzando.
«Había dos pasillos hacia la izquierda (ahora mi derecha) cuando Dickens y yo encontramos el fumadero del Rey Lazaree, la primera vez. Desde entonces he pasado junto a ellos sin dedicarles una mirada ni volver la linterna. Uno de ellos era el pasillo que conducía, pasando por más loculi, hasta la sala circular con el altar y la mampara y las escaleras ocultas hasta los niveles más hondos de la Ciudad Subterránea».
Donde esperaba Drood.
Pero yo podía estar «ya» en uno de aquellos niveles inferiores.
Dos veces tuve que parar a vomitar. Ya tenía el estómago vacío (recordaba haberme mareado en el primer loculus, donde me desperté), pero todavía me doblaban en dos las arcadas, que hacían que me inclinara y me apoyara en la piedra fría hasta que pasaba el espasmo.
Pasé por otra abertura sin verja, sin nada más que escombros en el nicho, y anduve tambaleante otros veinte pasos o así antes de estrellarme con una pared sólida.
El pasillo acababa allí. A la derecha de aquella pared, el muro del pasillo se extendía de vuelta hacia el lugar de donde yo había venido.
Entonces grité. Y seguí gritando. Los ecos resonaban a mi alrededor.
Habían tapiado el pasillo en el que me habían dejado. Lo habían cerrado para que nadie encontrase siquiera mis huesos.
Arañé la pared, notando que caía argamasa antigua, piedras y ladrillos, y también que me arrancaba las uñas y me desgarraba las puntas de los dedos.
Pero no sirvió de nada. Detrás de los ladrillos había más ladrillos. Detrás de esos ladrillos estaba la piedra dura.
Me dejé caer de rodillas, jadeando y soltando arcadas, y luego empecé a volver a gatas por donde había venido.
La última abertura estaba ahora a mi derecha, el nicho con los escombros, pero esta vez me metí en su interior, lacerándome las rodillas y las manos ya laceradas en el montón de piedras.
No eran sólo piedras. Eran unos escalones hundidos en tierra fría y suelta.
Fui trepando por ellos, sin tener en cuenta para nada cualquier obstáculo que pudiera sorprenderme y golpearme en la cara.
Me estrellé contra una pared, casi me caigo por las invisibles escaleras, pero me agarré al borde de una abertura. Porque había una abertura. Casi «veía» la mampostería recortada a cada lado.
Me metí por allí, rascándome la mejilla y la sien derecha contra la piedra viva. Otro pedestal. Me puse de pie y me di cuenta de que había más ataúdes apilados en la piedra tallada o la argamasa moldeada. Estaba en otro loculus. Me castañeteaban los dientes, miré a mi izquierda y me pareció notar una leve mejora de la visión en aquella dirección.
Me estrellé contra otra verja de metal, la manché con sangre invisible de mis dedos desgarrados y fui palpando hasta que encontré la abertura, y entré dando trompicones en un vacío que debía de ser otro pasillo.
Sí, había luz, decididamente: una luz muy débil, gris y fantasmal, a mi derecha, a menos de veinte yardas de distancia.
Chasqueando con los pies desnudos en el suelo de piedra o ladrillos de aquel pasillo más ancho, casi corrí hacia la luz.
Sí. De pronto podía verme las manos y los brazos. Tenía los dedos completamente rojos.
Había una escalera, unos enormes escalones de piedra que se alzaban y curvaban, perdiéndose de vista.
Conocía aquella escalera.
Llorando, llamando a gritos al detective Hatchery, resbalé, caí y me volví a levantar como pude, subí los escalones y me introduje por la conocida abertura.
La luz de la cripta, me di cuenta más tarde, era sólo un resplandor muy leve previo al amanecer de enero. Ciertamente no bastaba para leer, pero a mí me cegó con su brillo.
Avancé tambaleante hacia la repisa de piedra que ocultaba la entrada secreta de la Ciudad Subterránea (una entrada que juré en aquel momento que nunca jamás volvería a usar) y tuve que apoyarme en el sarcófago vacío para no desmayarme.
—¡Hatchery! ¡Por el amor de Dios, socorro! ¡Hatchery!
Mi propia voz me sobresaltó tanto que casi me orino sin querer. Miré hacia abajo, mi cuerpo desnudo y blanco. Veía la parte que quedaba encima del vientre, justo debajo del esternón.
Allí había una herida o un arañazo rojo.
«Por donde ha entrado el escarabajo».
Sacudí la cabeza y me libré de la imagen de la pesadilla opiácea. Tenía rozaduras y boquetes en todo mi cuerpo. Los pies, las rodillas y los dedos eran los que se habían llevado la peor parte. Me dolía espantosamente la cabeza.
«El movimiento del enorme escarabajo… avanzando».
—¡Basta! —grité, en voz alta.
¿Por qué no estaba allí Hatchery? ¿Por qué me había abandonado precisamente aquella vez, cuando más le necesitaba?
«Quizá lleves aquí días enteros, Wilkie Collins».
Oí «ssseñor Wilkie Collinsss» haciendo eco en mi dolorido cráneo.
Entonces me reí. No importaba. «Ellos» habían intentado matarme, quien quiera que fuesen, ciertamente, el Rey Lazaree y sus amigos paganos y extranjeros y los adictos al opio, pero habían fracasado.
Era libre. Estaba fuera. Estaba vivo.
Al mirar hacia arriba, me sorprendió mucho ver que alguien había decorado los elevados espacios interiores de la pequeña cripta con una especie de guirnaldas resplandecientes. Las tiras brillantes no estaban allí cuando Hatchery y yo entramos, horas antes (¿o días, o semanas?). De eso estaba seguro. La Navidad había pasado hacía más de dos semanas. ¿Y además, por qué decorar una cripta vacía?
No importaba. Nada importaba —ni siquiera mi cuerpo dolorido, tembloroso, mi feroz dolor de cabeza, la sed terrible, el hambre rabioso…—, excepto salir de aquel lugar para siempre.
Evitando la fría y negra entrada a la Ciudad Subterránea, que era un agujero en el suelo, rodeé la repisa rápidamente, ya que mi imaginación de escritor me había proporcionado la visión de un brazo largo y gris con unos dedos blancos y sin huesos que salían de pronto de aquel agujero como una serpiente y tiraban de mí, chillando, de vuelta a la oscuridad, pero entonces tuve que detenerme de inmediato.
No tuve elección.
Mi camino estaba bloqueado por un cuerpo tendido en el suelo de la cripta.
Era el sargento detective Hibbert Hatchery, con el blanco rostro distorsionado en un grito silencioso, con los blancos ojos mirando sin ver hacia los bajorrelieves festoneados de guirnaldas y las diminutas gárgolas colocadas en las esquinas de los pequeños techos de la cripta. Esparcidos por el suelo alrededor de su cuerpo se encontraban los restos de su almuerzo de las tres de la mañana, una petaca pequeña, su sombrero hongo y la novela de Thackeray. De su vientre surgían las guirnaldas grises brillantes y extendidas que no eran guirnaldas, en absoluto. Incapaz de chillar siquiera, salté por encima del cuerpo, esquivé las tensas cuerdas grises y corrí desnudo por el cementerio de Santa Fúnebre Fosa.