CAPÍTULO XXIX
14 de
diciembre de 1972
Henry está soñando despierto. Las películas
de su niñez. El buen granjero, que no quiere sino que le dejen en
paz, trabajando en su tierra. Y los malvados ovejeros, que precisan
tierras de pastos, decididos a expulsarlo. Matando sus vacas,
robándole los caballos. Y, finalmente, asustando a sus hijos.
De mala gana, el buen granjero descuelga el
viejo rifle de su gancho encima de la chimenea, y pasa la tarde
limpiándolo y aceitándolo.
Al día siguiente, sale a caballo, a proteger
a su familia.
Tan simple.
¿Y ahora?
Vivimos, en esta civilización nuestra, al
borde de una selva en la cual destellan de noche los ojos de los
tigres. Pero nuestros faroles y nuestros televisores enmascaran y
encubren estos destellos de salvajismo. Creemos estar a
salvo.
Hasta que un día, un resbalón, un error, un
accidente, nos expone a la violencia que acecha.
¡La policía! Debe acudir a la policía.
Olvidarse de estas tonterías de su carrera, de una investigación
policíaca, de que lo despidan. Ninguna de ellas vale lo que las
vidas de su familia, ni pensarlo. Ya es hora de tener conciencia de
los límites a los que le están empujando, es hora de reconocer y
admitir la amenaza que plantea madre, es hora de olvidar absurdos
miramientos y darse cuenta de que de lo que está hablando no es
nada menos que de vida y muerte, como dicen.
Pero entonces, ¿qué puede hacer la policía?
En el mejor de los casos, ¿qué demonios podría hacer?
Madre ha desaparecido. Carece de identidad.
Si la policía monta guardia, para protegerlo a él, a toda la
familia, a madre le bastará esperar. Probablemente ni pueden
protegerlo. No hay bastantes policías como para proteger a todo el
que esté amenazado por algún otro en esta ciudad. No ha habido un
atentado contra su vida. Ha habido sólo la amenaza de un hombre
alterado, sin testigos, y la broma gastada a sus hijas.
¡Pero no fue una broma!
¡Si sólo pudiese encontrar a madre!
¿Cómo ocurrió todo esto? Un simple
pecadillo, a cualquier hombre le podría haber ocurrido. Debe
ocurrirle a muchos hombres. Se había acostado con una muchacha. Se
había enamorado de una muchacha. Ella lo había amado. ¿Qué había
hecho de tan terrible?
Y ella había resbalado, estaba muerta. ¡Oh,
Dios, si sólo pudiese encontrar a madre!
—¿Papá?
Su hija Catherine asomó la cabeza por la
esquina de la puerta de su oficina.
—¿Estás ocupado?
—¿Qué estás haciendo aquí? Entra.
Entró, un fantasma delicioso, irrumpiendo
ante su vista. Aunque no mucho más pequeña que muchas de sus
alumnas, por algún motivo se veía pequeñita al entrar por las
triples puertas y caminar a través del aire sombrío y polvoriento,
entre los rimeros de viejas revistas científicas y aparatos en
desuso, avanzando hacia su escritorio. Por algún motivo tenía un
aspecto de pequeñez, de juventud, de juventud e inocencia y
fragilidad. En resumen, era su hija.
—Estaba precisamente haciendo café —le
dijo—. ¿Quieres que te prepare un poco de té?
—Quisiera un poco de café.
—Tú no tomas café.
—A veces sí.
Henry sonrió, agregó agua al matraz y volvió
a ponerlo en el mechero Bunsen. A veces ella trata de sentirse como
persona mayor.
—¿Y qué estás haciendo aquí? —le
preguntó.
Ella lo miró.
—¡Ah, carajo! ¿Fue una treta?
—No digas palabras como carajo, no es
bonito.
Luego Henry advirtió lo que ella había
dicho.
—¿Fue una treta el qué? ¿Y dónde está
Cynthia?
—Ella no vino. Pensó que era una
treta.
—Pero yo os había dicho que permanecieseis
juntas después de la escuela, ¿no? ¿Dónde está ella?
—Se fue a casa.
—¿Sola?
—Te dije...
La hizo callar con un gesto y tomó el
teléfono. Llamó a su casa. Respondió su esposa.
—¿Está Cynthia ahí? —preguntó, y luego se
relajó y volvió a sentarse—. Sí, está bien, entonces. Sí, Cathy
está aquí. No sé por qué vino, acaba de llegar. Muy bien, nos
veremos más tarde.
Colgó y se volvió hacia Cathy.
—Sabes que te he dicho que no la dejes
sola.
—Lo siento, papá, pero es que no supe qué
hacer. Ella pensó que se trataba de otra broma, pero yo pensé que
se estaba poniendo neurótica...
—¿Que era una broma?
—En la escuela nos dijeron que habías
llamado y habías dicho que viniésemos aquí después de clases en vez
de ir a casa. ¿Qué, fue otra broma entonces?
Henry se las había arreglado para convencer
a su esposa que el rapto de las chicas, efectuado por madre, había
sido sólo una chanza de algunos estudiantes de la
universidad. Y las había prevenido que podría haber otras bromas
como aquélla.
—¿Fue una broma, papá?
—Me temo que sí.
¿Qué se proponía madre? Cynthia estaba a
salvo en casa. ¿Era eso todo? ¿Sólo para mantenerle los nervios de
punta? —¿Por qué no me llamaste para comprobar?
—En la escuela no nos dejan usar el teléfono
si no es para emergencias. Y no teníamos ni un céntimo. En todo
caso, me busqué protección, por si las moscas.
—¿Qué quieres decir?
—Le pedí a Paul que me acompañara hasta
aquí.
—¿Quién es Paul?
—¿No te lo he dicho nunca? Es ese fulano,
bueno, es un viejo, realmente, que pasa siempre por la escuela
hablándonos de Jesús y cosas parecidas. Es raro, pero simpático. Y
como estaba allí hoy, le pedí que me acompañara hasta aquí.
—Muy gentil de su parte.
—Le dije que eras un científico, y entonces
me dijo que quería hablarte sobre Jesús.
—¿Dónde está?
—No sé. Como que se apartó cuando nos
metimos aquí, creo que está vagabundeando por el vestíbulo tratando
de decirles a los científicos todo lo referente a Jesús.
Henry rió.
—No llegará muy lejos, me temo. Bueno, trata
de hacer algunos deberes de la escuela o cualquier cosa por un
rato. Terminaré lo antes posible y nos iremos a casa.
—Ay, papá, no. Debo reunirme con algunas de
las chicas y se me está haciendo muy tarde. Si no me necesitas,
mejor me voy.
—No, sola no —empezó a decir Henry, cuando
una voz alegre dijo.
—Hola, y buenos días para todos
vosotros.
—¡Paul! —exclamó Catherine—. Entra y conoce
a mi padre. Pero es casi de noche, ¿sabes?
—Es siempre de día a los ojos de Dios —dijo
Paul.
Entró en la oficina. Un espectro de hombre
con una delicada, fina y esparcida aureola de delgados cabellos
blancos formando copos en torno a una cabeza calva, y unos ojos tan
bizcos que parecían caminar en ángulo recto respecto del lugar
donde miraba.
—Es siempre una hermosa mañana a los ojos de
Dios, con cada alma lista para volar al cielo como la alondra al
amanecer elevándose de la tierra adusta, y ¿no es ésta una bella
metáfora? Y muy cierta, hasta la última palabra, cierta, cierta,
cierta. Me alegro mucho de conocerlo, señor; tiene usted una
estupenda y joven hija, aquí.
—Y yo me alegro de conocerlo —dijo Henry—.
Quiero agradecerle haber acompañado a mi hija desde la escuela
hasta aquí.
—Ah, estando como están los tiempos, un
caballero no puede permitir que una damita deambule por las calles*
de esta malvada ciudad, en donde el diablo acecha aguardando a las
almas inocentes.
—No era tanto el diablo lo que me
preocupaba.
—¿Un diablo entonces, señor?
—¿Un diablo? ¿Qué quiere decir?
—Pensaba si no sería tal vez un determinado
diablo aquel en el que usted estaba pensando. ¿Un diablo joven,
quizá? Pues hay muchos diablos jóvenes por ahí, las calles están
llenas de ellos, dispuestos a asaltar por unos gramos de droga o el
pan con el cual comprarlas, o sólo para satisfacer sus naturalezas
malvadas con un poco de malevolencia y violencia; la ciudad está
llena de ellos, llena de ellos, es el juicio de Dios.
—Sí, quizá tenga usted razón —dijo
Henry.
—Ah, me da tanto alivio.
—¿Qué?
—Escuchar a un excelente hombre de ciencia
como usted expresar su creencia personal en la verdadera existencia
de Dios y en el juicio de Dios. He estado hablando con varios de
sus compañeros en estos últimos minutos, andando de aquí para allá
por estas salas, y ninguno de ellos pudo dejar que el nombre de
Dios les pasara por los labios sin palidecer al instante.
—O reír —sugirió Henry.
—O reír, en efecto, es todo lo mismo,
¿verdad que sí, cuando uno lo piensa?
—Sí, quizá tenga usted razón. ¿Puedo
ofrecerle un poco de café?
—Ah, vaya, eso sería hermoso, de verdad lo
sería, y se está tan frío y helado en estos salones húmedos y
polvorientos, y aquí abajo, en el sótano. Fantasmal, lo hallo, pero
supongo que eso no le molesta a un hombre de ciencia como
usted.
—No —respondió Henry—. No podría decir que
me molesta, siempre me ha gustado, más bien.
Puso algo más de agua en el matraz y volvió
a colocarlo sobre el mechero Bunsen.
—Vea usted; Boston, ésa es una ciudad
fantasmal —continuó Paul—. Si uno tiene ese tipo de ideas. Nacido y
criado fui en Boston.
Calló un momento y los miró, se rascó la
cabeza, sonrió.
—¿O fue en Filadelfia? —continuó—. En todo
caso, ésa era una época, ésa era una época, ¿no es verdad? No es
que todo fuese chocolate y regaliz, ¿sabe?, no en el terrible
invierno del veintinueve. Dios, Dios, Dios, uno nueve dos nueve,
¡ése sí fue un año!
Deambuló por la oficina haciendo una especie
de danza loca, a saltos.
—Los nenes se helaban en la teta de sus
madres —dijo conforme se movía—, la lengua congelada pegada a la
teta, con saliva resplandeciente y transparente en sus mejillas
blancas y escarchadas, con carámbanos desde sus barríguitas hasta
la punta de sus pichulines, y quebrándose en hielo azul,
transparente y frío sobre los desnudos suelos de madera. ¡Oh,
Señor, tanto frío hacía! Y las viejas gimiendo y llorando y
suspirando por el día en que algún joven semental habría pensado en
pensar que el cuerpo de ellas era algo que merecía la pena
calentar. Aquí estoy para decirle, que usted no sabe lo que puede
ser el frío húmedo en sus huesos si usted no estuvo en Bostozt en
el invierno del uno nueve dos nueve. El glorioso Babe corrió
sesenta batazos en el verano del veintisiete, y cincuenta y nueve
más en el verano del veintiocho —aunque dudo que queden más de diez
hombres en el país que lo sepan—, pero por Dios y la Virgen le juro
que hacia el veintinueve el país había caído en el desastre y la
ruina, el desastre y la ruina, y el Babe jamás volvió a alcanzar
esos sesenta puntos. Buen Dios, Cristo querido, el Babe jamás
volverá a alcanzar los sesenta.
«Y todo esto es un poco excesivo, ¿verdad?»,
empezó a pensar Henry mientras servía el café en los tres jarritos;
Catherine dio un salto y dijo:
—¡Dios mío, papá, mira la hora que es! Tengo
que irme.
—¿Adónde vas?
—Prometí encontrarme con las chicas y hacer
unas compras antes de cenar.
—¿Compras? ¿Para qué?
—¡Ay, papá! Tengo que irme ahora o llegaré
tarde a cenar, y tú sabes cómo se molesta mamá.
—Pero no quiero que andes por allí
sola...
—Estaré con las chicas tan pronto como las
encuentre en la tienda.
—Pero hasta que llegues allí, estarás
sola...
—Yo iré con ella —dijo Paul, poniéndose en
pie.
—Bien —dijo Catherine.
Besó a Henry en la mejilla.
—Ahora ya no estaré sola —dijo, y se
despidió con la mano de Henry y desapareció por la puerta, la
primera de las tres que daban a su oficina.
Henry salió disparado tras ella y la alcanzó
en la segunda puerta.
—¿Cuánto tiempo hace que anda por allí?
—preguntó.
—¿Quién?
—Este hombre, Paul. Dijiste que anda siempre
por la escuela, hablando con los niños...
—Sí...
—¿Desde cuándo? ¿Años, meses, cuándo?
—No sé, papá, hace una o dos semanas. Ahora,
de verdad, tengo que irme corriendo. Ven, Paul, si vas a venir
—gritó.
Y se marchó.
—Ha sido un placer conocerlo, señor —dijo
Paul al pasar junto a Henry para alcanzarla.
—¡Aguarde! —gritó Henry.
Paul se volvió.
Henry lo miró, miró la nariz aguileña, las
mejillas hundidas, la cabeza calva con el halo de niebla, los ojos
absurdamente bizcos que le devolvían, ¿o no? la mirada.
—Tengo que ir tras ella —dijo Paul—, o se
habrá ido. Conocemos a estas chicas, ¿verdad? Inquietas y llenas de
energía, y salen disparadas como una flecha y se pierden si no
estamos encima, ¿verdad que sí?
Henry se quedó mirándolo. Entonces, con
calma, dijo:
—Déjela ir.
—¿Dejarla ir?
—Déjela ir.
—¿Ir sola por esta malvada ciudad?
—No se ha servido su café.
—Bueno, no soy yo un hombre como para estar
bebiendo el café de un hombre cuando lo veo frente a mí
preocupándose por la seguridad de su dulce hija, ¿lo soy acaso?
¿Quizá pueda venir otro día a tomarme la taza de café y sostener
una buena y larga charla?
—No.
Henry pasó más allá de él y cerró la puerta
exterior. Se plantó allí de espaldas a la puerta, impidiendo la
salida de Paul. En pocos momentos Cathy se habría ido, perdida
entre las muchedumbres.
—Quédese y sírvase su café.
—Pensé que usted estaba preocupado por ella,
sola en esas calles en que ni un gato está seguro.
—Ella estará bastante segura, creo. Quédese
y sírvase su café.
Henry trató de determinar cuál de los ojos
del hombre lo estaba mirando, e intentó clavar sus ojos en él, y
súbitamente el rostro de Paul se iluminó con una amplia
sonrisa.
—Bueno, puedo ver que usted es un hombre de
carácter —dijo—, y veo que no habrá más
remedio sino hacer lo que usted quiera. De modo que estaré contento
de permanecer con usted y tomarme la taza de café y disfrutar de
nuestra
charla ahora mismo. ¡Y confiar en que Dios
guíe a la querida niña en su viaje!
Se volvió y se sentó en la silla para
visitantes. Henry se dirigió al banco de
trabajo en donde se hallaban los tres
jarros de café, humeantes todavía.
—¿Azúcar y crema? —preguntó.
—Si tiene los ingredientes.
Henry permaneció dándole la espalda a Paul,
revolviendo y revolviendo el café. Puso azúcar y crema en los
jarritos, y los revolvió una y otra vez. Miró por encima del
hombro. El viejo estaba mirando con curiosidad los montones de
revistas apiladas en el suelo en torno a la silla donde estaba
sentado. Parecía fascinado por el arcano simbolismo en que estaban
escritas. Henry repuso la azucarera en la estantería. Junto a ella
habían frascos y más frascos de productos químicos. Elevó la mirada
a la tabla siguiente superior, idénticamente poblada de
frascos.
En un determinado experimento con el que
está trabajando ahora, uno de los pasos intermedios incluye la
precipitación del zinc a partir de una solución sódica. Para esta
preparación ha elegido el método de precipitar el zinc como una sal
cianhídrica. A fin de introducir el ión cianuro en la solución de
zinc utiliza el cianuro de potasio, tan soluble. Allí está ahora,
frente a él, en el estante superior, la botella de cianuro de
potasio. Los cristales son blancos, limpios y puros, muy parecidos
a un azúcar granulado.
Volvió a mirar por sobre el hombro. Paul
estaba todavía concentrado en las revistas.
Ésta era, pues, su oportunidad. Aquí todo
llegaba a su clímax. En un movimiento, en un momento, podría acabar
con todo.
Pero, ¿cómo podría? ¿Cómo podría?
Se estiró. Su mano se detuvo. Y rápidamente,
tan rápidamente que estaba hecho y terminado y pasado antes de que
lo reconociese, tan rápidamente que se deslizó en su mente la
visión de sí mismo tanto años atrás, con la mano estirándose de
este mismo modo, y en su mano la moneda para el caramelo, y la fría
agresión del matón abriéndole violentamente los dedos, llevándose
la moneda y yéndose tranquilamente por el vestíbulo, dejándolo
impotente, impotente.
¿Y era aún impotente?
¡No!
Estiró la mano, bajó el frasco de cianuro de
potasio, tomó nuevamente la cucharilla, la sumergió en los blancos
y puros cristales, la llenó hasta el borde, y luego la vació en uno
de los matraces y lo revolvió una y otra vez.
Y volvió a respirar.
Revolvió una vez más la taza de Paul, sacó
la cuchara, casi la metió por movimiento reflejo en su propio café
para darle una última vuelta, se detuvo con un respingo, y arrojó
la cuchara al lavadero. La enjuagó con agua corriente.
Se volvió hacia Paul, sosteniendo su propio
café en la mano izquierda y le ofreció el otro a Paul.
—Tenga —dijo.
Paul levantó la mirada, apartándola de las
revistas.
—Una excelente colección de escritos tiene
usted aquí —dijo—. Y todo para la gloria de Dios, si sólo lo
supieran aquellos que los escribieron.
—Tenga —dijo Henry.
—Ah, gracias.
Paul estiró la mano y tomó el jarro.
«No sé lo que ocurrió», se dijo Henry,
ensayando. «No tengo la más vaga idea de lo que ocurrió. A mi hija
le da miedo caminar sola por las calles, así que este anciano muy
gentilmente la acompañó desde su escuela hasta mi oficina. Traté de
ser amable con él por agradecimiento. Nos sentamos y charlamos. Le
hice una taza de café. Durante algún descuido mío debe haberse
puesto cianuro. Quizá quería matarse. Quizá estaba enfermo. Era un
viejo loco, hablando siempre sobre Dios. Quizá sólo lo confundió
con azúcar. Quizá no sabía leer. No sé.»
«¿Pero cómo puede haberlo tomado él sin que
usted lo viese? ¿No estaban conversando en su oficina con él todo
ese tiempo?»
(«En la oficina, en la oficina, ¿cómo podría
él haberlo tomado sin que yo lo viese?»)
«No, no. Salí por un momento. Tuve que ir al
lavabo. Sí, eso es, lo dejé solo en mi oficina por un
momento.»
—Excúseme —le dijo a Paul—. Debo ir al
lavabo por un momento, volveré inmediatamente. Está usted en su
casa. Disfrute de su café.
—Estaré muy bien y muy cómodo aquí, no
faltaba más, no se preocupe. Me quedaré mirando estas revistas para
ver si entiendo lo que dicen.
Henry se escabulló hacia el vestíbulo. No
había nadie allí. Era tarde, habían terminado la mayoría de las
clases, y casi todos habían marchado a casa. Pero sería tanto mejor
si alguien pudiera verlo yendo al lavabo. Por otra parte, no podía
ser demasiado ostentoso al respecto. Tenía que ser perfectamente
natural. Recorrió el vestíbulo, mirando las puertas de las oficinas
mientras avanzaba, pero no vio a nadie.
Cuando estaba a punto de entrar al lavabo se
abrió la puerta y de allí salió un conocido suyo, de física, según
recordaba. Se saludaron con un gesto.
—¿Qué tal? —preguntó Henry al pasar.
El hombre se detuvo, se volvió.
—Lo mismo de siempre —dijo—. ¿Y tú?
—Estupendo —dijo Henry—. Estupendo. Tengo
una especie de loco en mi oficina ahora, parece que es uno de esos
melenudos que hablan de Jesús.
—¿Cómo entró?
—Oh, es un amigo de mi hija, algo así. Es
bastante complicado. Espero que se marche pronto.
El otro sonrió.
—Quizá mejor te escondes allí dentro hasta
que se vaya.
Henry rió y se separaron.
«No recuerdo su nombre», pensó Henry, «pero
estoy seguro que trabaja en física. Quizá en química. En todo caso,
puedo encontrarlo, podría siempre encontrarlo. Será un testigo
perfecto.»
Se lavó las manos y regresó a su oficina.
Antes de pasar la puerta sintió miedo. Confiaba que madre estuviera
ya muerto, no agonizando, no sofocándose antes de morir.
Le palpitaba el corazón, le temblaban las
manos, y cuando puso su mano derecha en la perilla de la puerta
estaba tan mojada de sudor que la perilla le resbaló en la mano. La
asió con fuerza con ambas manos, la hizo girar y abrió.
Paul estaba aún sentado allí, dándole la
espalda, hojeando las revistas. Sorbiendo el café.
Henry se detuvo en el umbral y lo
observó.
Un sorbo, varias páginas hojeadas, otro
sorbo.
¡Dios mío, es que nunca se lo va a
beber!
Henry no tenía idea de cuánto cianuro era
necesario.
Respiró hondamente, metiéndose el aire a la
fuerza en los pulmones, y penetró en la oficina.
—¿Está usted contento? —preguntó.
Paul levantó la mirada y sonrió.
—Muy interesante —dijo—. Es todo muy
interesante.
—¿Le agrada el café?
Henry pensó en Rasputín. ¿Y si no muriese?
¿Qué haría entonces? Tomó su propia taza y se sirvió un largo
trago, esperando servir de ejemplo.
—Tiene un sabor un tanto peculiar, ¿no le
parece? —dijo Paul.
—Achicoria —dijo Henry—. Este café contiene
mucha achicoria.
—¿Ah, es eso? Sabía que había algo peculiar,
lo noté de inmediato, lo noté.
—¿Le parece un sabor agradable?
—Sí. Sí, ahora que usted lo dice, es un
sabor delicioso, en verdad, un sabor delicioso.
Henry levantó su jarro a modo de brindis y
tomó un gran sorbo.
Paul sonrió, asintió con la cabeza, devolvió
el brindis con su propio jarro, y lo vació de un solo trago.
Henry sintió que se le aflojaban las
piernas, y se reclinó contra su escritorio. «No sé nada de esto»,
se dijo. «Salí de la oficina al lavabo y no sé nada de esto. Debe
haber tomado cianuro entonces. No sé quién es. No sé nada sobre él.
En el peor de los casos, fui descuidado al dejar el cianuro en mi
estantería. ¡Pero es mi oficina privada! En el peor de los casos,
fui descuidado, tan sólo descuidado.»
—¿No encuentra usted también el sabor un
poquitín curioso?
—No.
Henry tomó el jarro vacío de Paul, y miró en
su interior. No quedaba nada dentro. Estaba listo, acabado.
—Lo que encuentro curioso —dijo, respirando
hondamente—, eres tú, madre.
—¿Madre?
Paul levantó los ojos y lo miró.
—¿Es quizá Padre lo que usted tal vez quiere
decir? ¿Por respeto a mi aprendizaje y estudio de la palabra de
Dios todos estos y muchos años? ¿Es eso lo que quieres decir,
hijo?
—No, madre. No es eso lo que quiero
decir.
—¿Y qué podría ser entonces?
—Quiero decir que estoy cansado de esto.
Cansado de estar acechado como un conejo por un tigre, cansado de
ser un juguete. Se acabó, madre, se acabó ahora mismo.
—No entiendo una palabra de lo que dices,
muchacho.
—¡Se acabó, madre! —gritó Henry—. ¡Maldita
sea, se acabó!
Estiró súbitamente el brazo y hundió los
dedos en la nariz de águila del perplejo anciano, y dio un
tirón.
—¡Ay! —chilló Paul—. ¿Qué estás tratando de
hacer, loco absurdo?
Henry lo quedó mirando con súbito
horror.
La larga y encorvada nariz no se había
desprendido.
—Ésa... ésa es su nariz —tartamudeó.
—¿Y de quién había de ser, condenado
idiota?
Henry trastabilló contra su
escritorio.
—Dios mío —murmuró.
—¿Dios, dices Dios? ¡Dios, verdaderamente!
¡Bien podrás invocar la merced de Dios por atacar a un pobre viejo
de esa manera! ¿Y de quién es la culpa si no te agrada la forma de
mi nariz? ¿Acaso querrías cambiarla tú mismo arrancándomela?
—Usted no es madre —dijo Henry.
—No, no soy la madre de nadie, ni tampoco el
padre de nadie, que yo sepa, aunque con los tiempos que había y
siendo la juventud lo que es, ninguno de nosotros puede estar muy
seguro de ello, vergüenza me da decirlo. Aunque el que me ve ahora
no se lo pensaría.
—Oh, Dios —murmuró Henry.
—¿Qué pasa, qué le molesta, qué hay de
malo?
—El café —dijo Henry.
—Sí, no era un buen café, ¿verdad que no? Le
dije que estaba teniendo un gustillo un tanto raro. ¿Es que le está
haciendo daño en la barriga, ahora? A decir verdad, yo mismo no me
siento del todo bien.
Se sentó y pasó el revés de la mano por su
frente, mientras Henry lo miraba con horror.
—Me siento de repente todo sudoroso —dijo—.
Pienso que había algo de malo en ese café, aunque denigrar la
hospitalidad de un hombre es algo que detesto. ¿Tendría usted un
pañuelo o cualquier clase de trapo o algo?
Henry lo miró de hito en hito.
—Para enjugarme la cara —explicó Paul—.
Parece que me brota un tremendo sudor de repente, sin ningún
motivo.
—Fue un error —dijo Henry.
—Sólo algo para secarme la frente.
—¡La culpa es de madre!
—¡Cada vez siento más calor! ¿Quiere ver el
sudor?
—¡Es culpa de madre! ¡Esto es lo que él
quería! ¡Estaba tratando de llevarme a esto! ¡Obligarme a hacer
algo como esto!
—¿Podría tenderme por un momento, un
momentito nada más?
—¡Oh, Dios!
—Estás hablando mucho de Dios, muchacho
—Paul comenzó a jadear con dificultad—, y para decir la verdad yo
mismo estoy empezando a pensar en algo muy parecido. Me gustaría
confesarme contigo.
—¿Confesar?
—Mis pecados mundanos, muchacho. Tengo una
sensación... Lo que siento es mareo, muchacho. Creo que mi
corazón... Me gustaría confesarte los pecados de mi vida,
muchacho.
Miró enloquecido en derredor.
—¿No tenéis un sacerdote en un lugar ateo
como éste, verdad que no?
—No.
—No, ya pensaba que no. No en un lugar como
éste, no en un lugar carente de la presencia de Dios, no en un
lugar del Infierno y la Ciencia, no podíais tener un sacerdote
aquí, ¿verdad muchacho? ¿Podrías tú mismo, entonces, escuchar mi
confesión?
Henry sólo lo miró.
—¡Escucha mi confesión! —chilló Paul,
estirando una mano hacia él, intentando incorporarse, resbalando y
cayendo. Henry se agachó junto a él.
—Sí —dijo—. Sí, lo que usted quiera.
—¿Pero tienes tú el alma pura, hijo
mío?
—No, no la tengo.
—En pro de mi única y querida alma eterna
—rogó Paul, mientras la saliva le caía por una comisura y le corría
por la barbilla—, en pro de mi alma eterna, ¿te limpiarías tú ante
mi de modo que pueda confesar mis
pecados y aliviar la carga que debo llevar ante Dios?
—¿Qué debo hacer?
—Confesarte conmigo. Confesar tus pecados
para que puedas quedar limpio, y puedas entonces ser un receptáculo
para los míos.
—Si —dijo Henry—. ¡Sí, yo te he
asesinado!
—¿Asesinado, a mí? ¿Qué estás
diciendo?
—Había veneno en el café. No era mi
intención, fue un error. ¡Créeme por favor! ¡No quise
hacerlo!
—Por supuesto, hijo mío, tranquilízate. Todo
está bien. Te perdono. Te Deum, requiescat in
pace. Ya es hora, de todos modos, de que un viejo pecador como
yo abandone este valle de lágrimas, ya es la hora bendita de Dios.
Ahora, continúa, continúa.
—¿Continúa?
—Sigue con ello. ¿Qué más tienes que
confesar?
—Eso" es todo. Eso es todo lo que puedo
decir.
—Lava todos tus pecados, muchacho. ¿No has
hecho ningún otro daño a nadie?
—No. Fue un error.
—Olvida este pecado, hijo mío. Ya ha pasado
y terminado, perdonado y olvidado. Esta vieja vida no importa, lo
que cuenta es el alma. Limpia tu alma ante mí. ¿Qué otros pecados
has cometido?
—No sé, no se me ocurre.
—¿No has causado ninguna otra muerte?
—¡No!
Se miraron el uno al otro.
—Es decir —dijo Henry—, hubo una
muchacha.
—¿Una muchacha, hubo?
—¡Pero fue un accidente!
—¿Un accidente? Todo es un accidente ante
los ojos de Dios.
—Ella se cayó. Resbaló.
Sus miradas se cruzaron.
—Sí, fue culpa mía —dijo Henry.
—¿La mataste?
—¡No quise matarla! Ella resbaló, pero la
situación en conjunto fue culpa mía. La llevé a eso. Debiera
haberla dejado en paz.
—¿Y tú no la empujastes?
—¡No! No, ella resbaló. Yo resbalé, y ella
trató de salvarme, y entonces ella resbaló y yo no pude agarrarla.
Y ella cayó.
—¿Y es eso todo lo que dirás?
—¡Pero si ésa es la verdad!
—¿En pro de mi alma inmortal, no vas a decir
más? A un hombre que está muriendo y abandonando esta tierra, que
ya no puede hacerte daño, ¿no le dirás más?
—¡Se lo juro, que ésa es la verdad!
Paul asintió con un gesto.
—Bueno, entonces —dijo.
Miró en los ojos de Henry, y sus ojos bizcos
se enderezaron. Se sentó sobre el piso, estiró la mano detrás de su
cabeza, sacando el pelo blanco y vaporoso y la piel calva, dejando
al descubierto su propio y abundante cabello castaño. Se irguió, se
enderezó y miró hacia abajo a Henry, espatarrado aún en el
suelo.
—Cuando me tironeaste la nariz —dijo—,
—estabas tan tenso y ansioso y metiste los dedos tan adentro que me
agarraste mis verdaderas narices. Y claro, por supuesto, no se
desprendieron. Tienes que ser gentil, como en tantas cosas en la
vida. Tienes que hacer algo como pelar una cáscara —dijo y lo
demostró, pelando la gran nariz de halcón para extraerla de sus
propios rasgos.
—Madre —dijo Henry sin aliento.
—Madre, en efecto. Y una madre que no está
muriendo.
—¡Tú bebiste el café!
—Yo bebí un café,
mi viejo.
Calló un momento, miró a Henry, y
sonrió.
—Y también tú, mi viejo.
—Se miraron uno a otro.
Madre sonrió.
Henry trató de chillar.
En vez de eso tosió, atragantándose con el
nudo que se formó en su garganta.
—Tú cambiaste los cafés —jadeó.
Madre sonrió.
—Cuando saliste de la habitación, mi
viejo.
Henry trató de ponerse en pie. No pudo. Le
vinieron náuseas y se torció hacia un lado y vomitó en la papelera.
Quedó luego tendido en el suelo, convulsionándose, haciendo
arcadas, y madre dijo:
—Un poco demasiado tarde, mi viejo, ¿no es
así? Entiendo que así como el cianuro se disuelve inmediatamente en
el café, igual lo hace en la sangre, y ahora ya debe estar
revolviéndose y girando locamente por todos los poros de tu viejo
cuerpo carcomido de culpas.
Henry estaba aturdido de dolor y
terror.
—Ayúdame —dijo convulsivamente.
—Por supuesto —dijo madre—. Para eso es que
estoy aquí. Para ayudarte. Para salvar tu alma. Para oír tu
confesión. Tú la empujaste, ¿no? ¡Tú la asesinaste!
—¡No! —chilló Henry—. ¡Te juro que no lo
hice! —susurró—. No quise hacerle daño.
—Está muerta.
—¡Sé que está muerta! ¡Lo sé!
Henry estaba llorando ahora.
—Juro que fue un accidente. Yo la amaba. ¡No
quise matarla!
—Pero lo hiciste, ¿verdad?
—Sí. Oh Dios, sí, lo hice. Pero fue un
accidente. Ella se cayó. Se cayó tratando de ayudarme. ¡Y no pude
hacer que mis dedos se movieran, no pude moverme para agarrarla y
que no cayese!
—¿Y realmente no la empujaste?
—No —lloró Henry, con el rostro mojado
puesto sobre el frío suelo de madera—. ¡No, no lo hice!
—Ahora que dejas esta tierra, ahora que
dejas este valle de lágrimas, ahora que tu alma se eleva para
enfrentarse a tu Hacedor, aun si no crees que Él está allí,
¿dejarás esta vida jurando aún que no la empujaste a su
muerte?
—Lo juro, madre —sollozó Henry—. Lo
juro.
—Bueno, entonces —dijo madre.
Miró larga y escudriñadoramente a Henry.
Suspiró.
—Bueno, entonces, supongo que debo creerte.
Y así, supongo que hemos arreglado cuentas. Pues tan ciertamente
como tú no pretendiste matarla y sin embargo lo hiciste, tan
ciertamente no pretendía yo matarte si tú no la hubieses matado a
ella.
Bajó la vista hacia Henry.
—Pero, supongo —continuó—, que eso es lo que
quiere decir la expresión de que así se cuecen las habas.
Henry no respondió.
Madre vagabundeó por la habitación, tomando
y examinando diversos objetos esotéricos de experimentación
científica. Terminó detrás del escritorio de Henry, en donde se
sentó. Hizo girar la silla, se echó hacia atrás y puso los pies
sobre el escritorio.
—Lo único que me sorprendería, si estuviese
en tu caso —dijo—, es la eterna perversidad, malignidad, y acabada
ruindad de las mujeres, personificadas como están por Agatha
Christie. ¿Se te ha ocurrido esa idea, mi viejo?
Henry había pasado el punto en que podía
escucharlo. Se enteraba de su presencia sólo como un ruido vago de
fondo, fondo contra el cual el tema de su vida menguante se iba
desarrollando.
Madre sacó los pies del escritorio de Henry
y se apoyó sobre él, para ver cómo le iba yendo a Henry.
—Quiero decir —dijo—, todos esos cuentos y
novelas que ella ha escrito en todos estos, y tantos, años, en las
que figura el envenenamiento por cianuro. ¿Te acuerdas de
El asesinato de Roger Ackroyd, por
ejemplo? ¿O La Muerte Nogal Mortal, si
mal no me acuerdo? ¿Y no se iban las víctimas de un patatús,
así?
Chasqueó los dedos, pero no sonó chasquido
alguno.
—¿Me creerás que jamás he podido hacer
chasquear los dedos? Perdí un papel por esa deficiencia cierta vez,
sí señor. No pude chasquear los dedos en escena en el momento en
que se requería. Me echaron en el acto. Supongo que Olivier puede
chasquear sus dedos como así.
Y otra vez los chasqueó, y esta vez le
sonaron como un petardo. Los miró y sonrió.
—¿Verdad que es bonito eso?
Su sonrisa se desvaneció.
—También habría sido bueno para ese
papel.
Volvió a fijar su atención en Henry.
—Y ahí estás tú, todavía —dijo—. Tendido de
esa manera en el suelo, gritando en la agonía, dale que dale en la
cosa. ¿No te hace pensar, estoy seguro que a mí me lo haría, el
cómo doña Agatha podría haber sido tan ruin como para escribir
todos esos cuentos todos esos años sin entender realmente cómo
funciona de hecho el cianuro?
Calló un momento.
—¿O quizá se te ocurre, mi viejo, que quizá
eres tú el que no sabe cómo funciona el cianuro?
Henry oyó sus palabras a través de las vagas
nieblas del mundo que se iba, y el mundo que se iba frenó hasta
detenerse. Levantó la vista hacia él.
—Si un hipocondríaco es una persona que sólo
piensa que está enferma —prosiguió madre—, ¿cómo llamarías tú a una
persona que sólo cree estar muriendo?
Henry se sentó. Tenía efectivamente un
espantoso dolor de estómago, en los intestinos, pero ahora se
percató de que ello quizá se debía a que estaban completamente
convulsionados por la angustia. Los obligó a distenderse y el dolor
empezó a menguar.
—Madre —dijo.
—Exáminemos las pruebas científicamente
—dijo madre—. Un científico no debiera abandonar su oficio,
¿verdad?, ni siquiera en los espasmos de una presunta muerte. Sé
tan sólo leal contigo mismo, y entonces no podrás ser desleal con
hombre alguno, como le agradaba decir a Chejov. Prueba número uno,
pues.
Tomó su jarro de café vacío.
—Un jarro de café vacío. Bebido por mí.
Ciertamente habría ingerido bastante cianuro para ocasionar la
muerte instantánea, si hubiese habido cianuro en el jarro. Pero en
éste no había nada.
Dejó nuevamente el jarro.
—Prueba número dos.
Tomó el jarro semivacío de Henry y se agachó
junto a éste. —Un jarro de café semivacío, semibebido por ti. Otra
vez, ciertamente, se habría ingerido cianuro suficiente para
ocasionar la muerte, si hubiese habido
cianuro en este jarro. Pero... ¡Ah! Incluso en la ciencia el
eterno pero. ¿Pero tú pusiste cianuro en
un jarro, o no? Y así pues, si no estaba en mi jarro, como
ciertamente no estaba, debe entonces haber estado en el tuyo.
¿Correcto? Como ella solía decir. ¿Correcto? ¡No! ¡Erróneo! Porque,
mi viejo, recuerdas, ¡había tres
jarros!
Y ambos giraron la cabeza y miraron hacia
arriba, al banco de trabajo de Henry, en donde el tercer jarro de
café, el destinado originalmente para Catherine, estaba aún.
—Y ese fue el jarro que yo cambié —dijo
madre—, cuando saliste de aquí para dejarme entregado a mi
perdición.
—Yo no lo bebí —dijo Henry.
—Ciertamente, no, puesto que aún permaneces
ahí.
Se incorporó y se estiró.
—De hecho, creo que todo funcionó bastante
bien. Becky ya no está asesinada, su ánima puede descansar. Ya no
tendrá que levantarse y penar en mis noches, susurrando
fantasmalmente: «¡Venganza, Venganza, Villanísimo Crimen!» Puede
dormir para siempre, en paz, en su tumba silenciosa. Pues así como
los espectros son reales sólo en la mente de los vivos, así los
crímenes que rigen su conducta deben también tener su existencia
sólo en nuestras mentes. Y ahora que el crimen de su asesinato ya
no existe en mi mente, la querida Becky puede descansar y dejar de
penarme. Así que, gracias, mi viejo. Me disculparía por todo esto,
pero no obstante, siento que necesitabas alguna especie de castigo
por lo que sucedió aquella noche, ¿no crees tú?
Caminó hasta el lavadero y derramó el café
envenenado por el desagüe.
—Pues hasta esta catarsis nuestra, yo
realmente creía que tú la habías asesinado, mi viejo, realmente
creía eso. Bueno, después de todo, parecía tan lógico, ¿no es así?
Y yo no sabía qué hacer al respecto. No quería asesinarte, ¿sabes?,
ni mucho menos tocar un solo cabello de tus encantadoras hijas...
¿Crees que yo realmente lo quería hacer?
—Tema miedo —murmuró Henry, comenzando a
volver finalmente a la vida.
—¡Pero si ése era todo el juego! Quería
asustarte. Quería asustarte para que cometieras algún error. Para
que fueses a la policía, eso habría sido lo mejor, y les contaras
el cuento completo, farfullando interminablemente con un balbuceo
ligeramente incoherente y aterrado e incapaz de retroceder en el
último momento de la verdad; de manera que todo hubiera salido a la
luz, ¡incluyendo el momento en que empujaste a la querida Becky a
su perdición!
—Yo no...
—Ya lo sé ahora, mi viejo. Te estoy contando
como me sentía entonces. Quería inducirte por terror a hacer algo
que te hubiera llevado a tu destrucción. Y entonces, hace apenas
una breve hora, cuando saliste de este cuarto, ¡ahí estaba! El
jarro de café envenenado en mi mano oh, sí, mi viejo, lo que habías
hecho estaba perfectamente claro, no eres en absoluto tan hábil de
manos como quisieras creerlo. Y así pues, ¿qué debía hacer yo?
¿Cambiar los jarros, darte el veneno? ¿Vengar por mi mano el
terrible asesinato, y al diablo con la policía? Pero luego, en el
último momento, algo me detuvo, algo simplemente no me dejó
hacerlo, de modo que en vez de eso hice el cambio con la tercera e
inocua taza. ¿Qué fue lo que detuvo mi mano, de modo parecido al
detenerse la mano de Abraham en el momento fatal del
sacrificio?
Se detuvo.
—¿Fue Dios, crees tú? ¿Estaba Él aquí en
este cuarto con nosotros? Un Dios, después de todo, en el cual
ninguno de nosotros cree realmente. ¿Existe Él, sin embargo?
Bajó la mirada hacia Henry.
—¿O tal vez —dijo pensativamente—, tal vez
fue simplemente algo en mí? Tal vez este asunto que la gente
denomina Dios es sólo algo, no sabemos qué, que existe en cada uno
de nosotros y surge en los momentos de crisis para susurrar en
nuestros oídos: «No matarás.» Dios mío, ¿crees que es
posible?
Se agachó hacia Henry.
—Puede que yo esté en marcha hacia algo aquí
—dijo—. Siento una especie muy sutil de comprensión, de
penetración. ¿Crees que podría ser cierto? ¿Crees que tal vez es
esto lo que estuve buscando todo el tiempo? ¿Es ese percatarse el
verdadero significado de la santidad? Algo en cada uno de nosotros,
algo que de hecho existe, ¿no sería eso maravilloso? Me pregunto si
podrá ser cierto. Debo pensar sobre esto.
Le sonrió a Henry.
—He disfrutado con nuestras charlas. No
podría decirte cuán importantes han sido para mí. Y ahora,
finalmente, creo, quizá esté yo en camino hacia algo. Debo
marcharme a alguna parte y cavilar. ¿No sería hermoso? Si todo ello
significara algo, quiero decir. Si efectivamente existe algo, al
menos en nuestras mentes. Bueno, adiós, mi viejo. No nos veremos
nuevamente, creo. Nuestra labor está hecha.
Y en un lento pestañear del pesado párpado
de Henry se había marchado.
Henry no supo cuánto tiempo estuvo allí
sentado. Eventualmente descubrió que el calambre de su estómago se
había desvanecido y que estaba respirando normalmente, y podía
ponerse de pie sin sentir debilidad en las rodillas. Enjuagó los
tres matraces para el café y los volvió a enjuagar, y una tercera
vez, y los puso nuevamente en su repisa. Ordenó su escritorio y
salió de la oficina, cerrando detrás de sí las tres puertas.
Al empujar las pesadas puertas exteriores de
madera para abrirlas y salir del edificio vio que estaba oscuro y
había empezado a nevar ligeramente. Se detuvo en las escaleras y
sintió la nieve posándose sobre su cabello, su rostro, sus hombros.
La ciudad se veía quieta y enmudecida, y pasaban las luces de los
coches deslizándose por las calles. De pie en las escaleras
escudriñó los brillantes ojos de la selva.
Henry ha enfrentado los terrores indecibles,
y aunque perdió, ¿no ha ganado también? Ahora que finalmente ha
visto, finalmente ha enfrentado, finalmente mirado cara a cara a la
muerte, la violencia, la agresión desnuda, ¿puede volver a sentir
temor? ¿No ha emergido, ensangrentado tal vez, golpeado y contuso,
pero con el conocimiento de su propia fuerza? ¿Y no lo hace a uno
más fuerte el conocer sus propias fuerzas?
¿No es así?
Escucha el sonido de una risa hueca.
Y un rugido.
Se sube el cuello de su gabán y baja
caminando las gradas, solo y vulnerable, asustado y solo, como
siempre ha de serlo, baja los escalones y se pierde en la noche,
hacia la familia y cena que lo aguardan.
Y, maldita sea, ese rugido aún suena
real.