CAPÍTULO X

 

25 de abril- 1.° de mayo, 1972

 

¿Debía siquiera molestarse? ¿Qué tenía en común con ella? ¿Qué podía aportarle ella? El concepto que Becky tenía de la vida era tan diferente del suyo... No llegaba a entender cómo podía vivir con madre, y todavía querer acostarse con él, con Henry. En esa ocasión pensó incluso que quizá ni siquiera se acostaba con madre. De hecho ni se lo había preguntado. Pero allí estaba, la cama única. Solía torturarse con esa interrogante y preguntarse luego si esto lo estaba torturando o divirtiendo.
Finalmente se lo preguntó.
Ella rió.
Y fue la primera vez que la golpeó.
—¿Qué vas a hacer de tu vida?
—No sé.
—¿Vas a quedarte aquí viviendo como una puta con esa madre?
—¡Henry! —exclamó ella, resentida.
—Lo siento. No tuve la intención. Pero es que no puedes dejar que él pague tu alquiler y te dé de comer. Has de tener tu propio dinero, has de ser independiente.
—Tengo un poco de dinero. De mi padre.
—¿Te envía dinero?
—Dijo que mantendría mi asignación de estudios hasta
fines de este año, cuando debería haberme graduado. Y para esa fecha más me valdría haber sentado cabeza, o haber vuelto a casa. O lo uno, o lo otro.
—Simpático de su parte.
—Ah, sí. Papá ha sido siempre muy gentil. Claro que no alcanza para vivir. Tendré que conseguirme algún trabajo.
—Podrías trabajar conmigo —dijo Henry.
—¿Qué? Loco. ¿Cómo?
—Mi contrato provee cierta cantidad para un ayudante de investigaciones, a media jomada. ¿Podrías trabajar por las mañanas?
—Pero no sé cómo hacerlo.
—Es un trabajo no especializado. En unos días podría enseñártelo. ¿Querrías hacerlo?
—Estupendo.

 

El lunes, primer día de trabajo, almorzaron juntos. Luego, como ella habría de trabajar sólo por la mañana, Henry la acompañó caminando hasta el metro, y ella partió a casa. A casa de madre. Henry no se sintió muy bien esa tarde.
Pero se había acostumbrado a ello, ¿no es verdad? No estaba casado con la chica. No tenían una verdadera ligazón recíproca, ¿verdad? ¿La tenían acaso?
Era simplemente una chica que, por casualidad, se había acostado con él. Se habían dado las circunstancias. La pelota había rebotado, habían caído los dados. No había un compromiso real. No, nada fijo.
El martes, después de terminar su trabajo matinal, ella sonrió alegre y le dijo adiós, Henry asintió y ella marchó del laboratorio. Henry se quedó parado y la miró partir. Miró el muro y la vio atravesar el vestíbulo, salir por la puerta, bajar los escalones, cruzar la calle, bajar al metro y volver a subir las escaleras, seguir por la calle hasta el piso de madre, entrar por la puerta, subir las escaleras ¡e ir directamente hasta ese maldito dormitorio!
El miércoles le contó a ella cuán molesto estaba. Fue en el metro con ella, pero cuando llegaron allí estaba madre aguardándolos. No habían comido, y Becky fue a la cocina a preparar algo para los tres mientras madre y Henry se quedaron sentados en la sala conversando. Madre parecía divertirse. Habló acerca de la manera en que se propone llegar a ser un
santo. Henry no se divertía. Trató de discutir seriamente, pero no pudo saber hasta qué punto eran serias las respuestas de madre. Tenían cierta lógica si uno presuponía la realidad de la Iglesia, pero Henry no creía que madre hiciera seriamente esa presuposición. El tipo era imposible.
Después de comer se sentaron y se miraron uno a otro. Madre dejaba muy en claro, mediante expresiones faciales, frases a medio decir y cierto aire de propietario, que llevaría a Becky a la cama tan pronto como partiera Henry. Éste no quería irse. Permanecían allí sentados; él tenía una reunión en la facultad a las cuatro de la tarde, en la que se debatirían ciertos asuntos referentes a las investigaciones secretas que se llevaban a cabo en la universidad, asunto por el cual había estado luchando mucho tiempo, y tenía que asistir. Finalmente se marchó.
—Bon voyage, mi viejo —le dijo madre—. Tienes que pasar otro día a vemos. Ha sido muy agradable. Espero que te entretengas en tu reunión capitular y no te preocupes por nosotros. Becky y yo hallaremos algo que hacer. Hay que mantenerse ocupado, ¿verdad? El diablo encuentra trabajo para las manos ociosas, y seguramente también para otras partes de la anatomía.
—Adiós, Becky —dijo Henry.
Ella le besó en la mejilla.
—No te preocupes —le susurró—. De todos modos no importa. Tengo la regla.
El jueves volvió a acompañarla a casa. Madre no estaba.
—Le dije que tenía una entrevista —dijo Becky.
—¿Qué?
—Una entrevista. Le dije que andaba por aquí el tipo ese de California haciendo entrevistas para esto y lo otro, y si por favor podía tener el apartamento privado para mí por la tarde, de modo que dijo que no vendría antes de cenar. ¿Verdad que fui astuta?
—¿Pero qué clase de entrevista? ¿Por qué el fulano no había de tener su propia oficina?
—Haces más preguntas de las que hizo madre. ¿Jamás te enseñaron acerca de caballos regalados y dientes cuando te doctorabas?
Henry la miró.
—Maldición —exclamó.
—¿Por qué?
—Una oportunidad perdida.
—¿Por qué?
—Podríamos hacer el amor.
—Podemos hacer el amor.
—Pero estás con la regla.
Se mordió el labio.
—Oh, eso. No, de verdad. Lo dije sólo para que no te incomodaras ayer. Una mentirilla.
—¿No tenías la regla ayer?
—¿Vas a preocuparte de lo que no tuve ayer o a gozar de lo que me vas a dar hoy?
Después, descansando, sintiéndose confiado nuevamente, Henry le preguntó qué diablos le hallaba de bueno a madre. —Tiene buen sabor —dijo ella.
Quedó momentáneamente sorprendido por lo inesperado de la respuesta. Se la quedó mirando. No entendía.
—¿Tiene buen sabor? —repitió. Y, al decirlo, lentamente, comenzó a entender el significado—. ¿Qué sabe bien? —rugió. Ella asintió, quizás un poco asustada.
—Cuando dices que sabe bien —insistió Henry—, quieres decir...
No estaba seguro de expresarlo con exactitud, con adecuada decencia, pero con un significado exacto, inequívoco.
—¿Quieres decir qué sabe bien?
Tal vez ella podría haber estado, sólo en las comisuras de los labios, sonriendo. Una sonrisa de temor, preguntándose si tal vez se había excedido, deleitándose en su valentía, en su terror.
—¡Gran Dios! —aulló Henry—. ¿Entramos a los sabores, ahora?
Ella rió entonces, él levantó la mano para golpearla, y sonó el teléfono. Henry la miró.
—¿Lo contesto? —preguntó Henry.
—Como quieras.
Estiró la mano y descolgó para escuchar. Éste fue su primer error.
—Diga —exigió.
—Buenas tardes —dijo una voz con acento ligeramente español—. Aquí el sargento Ramón Flores de la Comisaría 56, Policía de Nueva York. ¿Hablo con el dos siete tres cero siete?
Henry tuvo que mirar el número en el receptor.
—Sí —replicó—. ¿Qué pasa?
—¿Quién es? —preguntó Becky.
—Un momento, por favor —dijo la voz española. Hubo el sonido de pasar el teléfono a un tercero y luego la voz de Machri, un poco cansada, y un poco frenético, inquirió: —¿Hola? ¿Becky?
—Un momento —dijo Henry, y le pasó el teléfono.
—¿Quién es? —le preguntó Becky—. ¿Diga?
—¿Becky? ¿Eres tú?
—¿Sean? ¿Algún problema?
—Dios mío, me alegro de encontrarte. Oye, perdona si te descalabro tu entrevista.
—No, no importa; ¿qué pasa? ¿Algún problema?
—Me temo que estoy fastidiado, chica.
—¿Por qué razón? ¿Algo serio?
Henry se levantó de la cama y enrolló una toalla a su cintura. Fue a la cocina y puso café a calentar. Oyó la aguda risa de Becky.
—¡Oh, Sean, no me digas! ¡No puedes haberlo hecho!
Sirvió una taza de café y se quedó en la cocina revolviéndolo con la cucharilla hasta que entró Becky, ajustándose el vestido.
—Lo siento, amor —dijo—. Tendré que ir a pagar fianza por él.
—¿Fianza?
—Bueno, no exactamente, servir tan sólo de testimonio en su favor.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Oh, ese Sean! Se quedó dormido, y luego al despertar pensó que estaríamos aquí en cualquier momento —no quiero decir nosotros, sino yo y el entrevistador de que le hablé—, de modo que salió corriendo de aquí, y ha estado caminando por el parque y no había ido al baño a causa del apuro, por salir y dejarnos el piso solo, y finalmente no pudo aguantar más y se metió detrás de unas matas a hacer pipí y alguien lo vio y gritó, y un policía estaba allí mismo y se lo llevaron, y ahora lo están fichando por conducta indecente en la vía pública y exponiéndose a toda clase de cosas. Explicó, y le dijeron que si podía conseguir que alguien acudiese a identificarlo y fuese un testigo apropiado sobre su moral, de modo que dijo que llamaría a algunos amigos, pero le dicen que tiene sólo un telefonazo, de modo que más le vale encontrarme y ha de ser dentro de la próxima media hora o deberá pasar la noche en la cárcel, lo que no le importaría, sólo que hay esas cucarachas gigantes allí y él tiene esta cosa con las cucarachas, de manera que, ¿qué puedo hacer?
—Ese fulano está loco —dijo Henry.
—No te fastidies. Mira, no queda lejos y puedo ir rápido y regresar. Espérame.
—Se hace tarde.
—Espérame. Espérame en cama.
Sonrió, lo besó, y marchó.
—... que lo parió —dijo Henry, y llevó su taza de café a la cama.
Lo había terminado y estaba descansando cuando sonó el timbre. Volvió a envolverse la toalla y abrió la puerta. Un hombrecito entrecano y desgreñado, de bigote recortado, nariz enorme y acné espantosa estaba allí.
—Oh —dijo al advertir la vestimenta informal de Henry—. Lamento molestarlo. Soy el doctor Grabutkin. Busco a la señorita Rebecca, hum, Rebecca, hum, Rebecca, hum...
Sacó una tarjeta del bolsillo, la miró, volvió a guardarla.
—¿La señorita Rebecca Aaronson?
—Lo siento. No está en casa.
—Nunca están —dijo—. Hablaba con un ligero ceceo. Suspiró—. ¿Está seguro de que no está en casa?
—Lo siento.
—Bueno —dijo, echando una significativa mirada a la toalla de Henry—. Presumo que más vale que hable unas palabras con usted.
—¿De qué se trata?
—Soy el doctor Grabutkin —repitió—. ¿Puedo entrar?
—La señorita Aaronson no está, y no veo en qué podría ayudarlo yo.
—Yo soy el doctor Grabutkin, del Hospital Flower. ¿Quiere de verdad hablar de esto en el vestíbulo? ¿... que vengo de la Clínica de Enfermedades Venéreas?
Sonaba pésimo incluso con el ceceo.
—Tal vez es mejor que entre —dijo Henry.
El doctor Grabutkin se sentó en el sofá y sacó una libreta de cuero negro en tanto Henry se ponía los pantalones.
—¿Puede decirme su nombre, por favor? —pidió el doctor Grabutkin.
—¿Por qué?
El doctor Grabutkin suspiró. Se hurgó la nariz. Un hombre con bigote y una acné espantosa, que se hurga la nariz, que viene de la Clínica de Enfermedades Venéreas y le pregunta su nombre a uno, un hombre tal es una visión muy poco agradable.
—Cuando la gente viene a pedirnos tratamiento —explicó—, se lo proporcionamos confidencialmente, pero les pedimos que nos den los nombres y direcciones de sus contactos, porque todos esos contactos son obviamente posibles fuentes de infección para terceros. La sífilis está alcanzando ahora mismo proporciones epidémicas entre ciertos sectores de esta ciudad, y no podemos permitirnos tonterías con esto. Tengo aquí el nombre de la señorita Aaronson como uno de tales contactos. Obviamente esto lo pone a usted en igual condición, ¿no?
—¡No! Mire, yo sólo estaba...
—Esperando un tranvía, por supuesto. —Hurgó aún más hondo en su enorme nariz—. Mira, chato —dijo—. Soy un hombre cansado, agotado y mal pagado. No tenemos leyes apropiadas para obligarte a identificarte como portador de sífilis y seguir un tratamiento, pero si no obtengo tu nombre y no me cercioro que tanto tú como tu esposa estáis recibiendo tratamiento dentro de esta semana, te haré la vida tan desagradable que desearás que la sífilis fuera tu único problema. Y no se precisa mucha imaginación para encontrar veinte maneras en que podría hacerlo, de forma que, ¿para qué vas a pelear?
—¿Mi esposa?
—Lo que hayas agarrado con la señorita Aaronson ya se lo has pasado, probablemente. ¿El nombre, por favor?
Golpearon en la puerta. Henry saltó para ir a abrir. Era Becky.
—Ese estúpido hijo de puta me dio mal la dirección —dijo—. No hay ninguna comisaría allí. ¿Ha vuelto a llamar?
—No.
—Ya lo hará cuando vea que no aparezco. ¿Verdad que es indignante? Espero que ya sea demasiado tarde y tenga que pasar la noche con las cucarachas. Se lo merece. Oh, hola.
—Éste es el doctor... ¿cómo era su nombre?
—Doctor Grabutkin. ¿Ella es la señorita Aaronson?
—Sí.
—El doctor Grabutnik viene de la Clínica de Enfermedades Venéreas —explicó Henry.
—Del Hospital Flower —agregó el hombrecillo. Volvió a sentarse, escribió algo en su libreta, y se hurgó otra vez la nariz mientras Henry y Becky se miraban.
Henry estaba sudoroso. Hacía frío en la habitación, sobre todo sin camisa ni zapatos, pero sudaba igual. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo se lo podía decir a su mujer? Y tendría, que hacerlo, ¿pero cómo podría? ¿En qué se había metido? ¡Debería haberlo sabido! Maldición, tendría que haber...
—¡Aaah! —chilló Becky.
Grabutkin se había estado hurgando más y más la nariz, y ahora al sacar el dedo, salió con nariz y todo.
—Lo siento —dijo—. Lepra, ¿saben? La gente la confunde con el acné.
Y volvió a encajar la nariz en su sitio. No muy bien. De medio lado quedó colgada allí por un momento, y luego se le cayó sobre el regazo. Les hizo una mueca.
—¡Madre! —chilló Becky.
Se quitó el bigote y se puso de pie. Se pasó la mano por el cabello sacudiéndose el talco. Enderezó los hombros y las rodillas y creció unos cinco centímetros. Tomó un poco de papel higiénico y se limpió la cara de la horrible acné-lepra. Sonrió.
—Loco primaveral —dijo.
Becky corrió hacia el baño y se encerró, dando un portazo. Henry no sabía qué decir. Su asombro era mayúsculo, su alivio aún mayor. ¡Era todo una broma! Gracias a Dios.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó.
—No es problema para un buen actor. Basta con pequeñas modificaciones. Un poco de bigote, un poco de acné, y no notas los rasgos de la persona. Un poco de giba, otra manera de andar, un leve ceceo, una narizota para reírse —no la necesitaba, en verdad—, y heme aquí. Me vendría bien una taza de té.
Caminó ágilmente hacia la cocina. Tembloroso aún, Henry lo siguió. Hicieron el té y lo llevaron a la sala. Machri cotorreaba agradablemente y, gradualmente, conforme se le pasaba la impresión, Henry le siguió la vena. Cuando Becky volvió a salir ambos estaban allí cual viejos amigos, al menos ante los ojos de ella. El cuadro no le agradó al parecer, lo
cual hizo disfrutar perversamente a Henry. Pero, tal vez, quien más disfrutaba era Machri.
Le pasó a Becky una taza de té.
—¿Con limón? —preguntó.
—No, creo que sin limón. O, espérate, parece que era mi mujer la que...
—Estoy segurísimo —dijo Henry—. Con leche. Y dos de azúcar,
—¡Por Dios! —dijo Becky, tensamente—. ¡No me importa, limón o leche, no me importa!
—Limón, entonces —dijo madre—. Vi a Sada Thompson contratada para una nueva obra. ¿Viste Caléndulas?
—Sí —dijo Henry—. ¿Estás segura de que no preferirías leche, más bien?
Becky no contestó, sino que siguió bebiendo su té.
—Linda cosa —opinó madre—. Caléndulas.
—La hija me agradó especialmente —dijo Henry.
—¿Cuál, la prostituta?
—No, la estudiante. Lo hacía muy bien, no sé cómo se llama. —Pamela Payton-Wright —replicó madre—. Es una chica preciosa. Sensible. —Miró a Becky—. Virginal.
—Por eso me agradó —dijo Henry.
—Sí, claro, ese tipo de cosas son mucho más agradables de ver en la escena que convivir con ellas. En la vida real uno prefiere una cualidad más terrenal, ¿verdad?
Becky se puso en pie.
—Si dices una sola palabra más —dijo—, te echaré este té por la cabeza.
Madre pensó. Abrió la boca, la volvió a cerrar y siguió pensando. Otras dos veces decidió hablar, al parecer, pero luego lo pensó mejor. Finalmente se irguió, triunfal.
—Omphaloskepsis —dijo.
Becky le derramó el té sobre la cabeza.
Sean se puso de pie y se quitó la camisa chorreante.
—¿Te duchas conmigo? —le preguntó.
—No —dijo Becky.
—¿Tú, mi viejo?
—No, gracias —respondió Henry.
Sonrió, inclinó la cabeza y los dejó.
—Debo irme —dijo Henry.
—Te acompañaré hasta el metro.
Caminaron en silencio. En las gradas de la estación quiso
decirle algo, pero temió ser ridículo. La besó en la mejilla y bajó pausadamente los escalones.
El viernes, madre los estaba esperando. Permanecieron tiesos hablando un momento, luego Becky fue a hervir el agua y madre y Henry volvieron a derivar hacia sus debates religiosos, con gran disgusto de Henry.
—Tú no sabes lo que dices —afirmó—. Y no crees lo que dices. Ni siquiera crees realmente en Dios.
—Por cierto que creo en Dios —respondió madre—. Hasta puedo decirte quién es Él, con precisión.
—¿Quién?
—Laurence Olivier.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—De Nuestro Señor. No es sino ese viejo Sir Larry. Lord Olivier para ti.
—¿Por qué siempre tienes que decir estas payasadas?
—¿Crees que estoy jugando? Quizá lo esté, pero lo hago en serio de todos modos. Él solía ser Beethoven...
—¿Quién?, ¡por la...!
—Dios. Estábamos hablando de Dios, ¿no, mi viejo? Solía ser Beethoven, Dios, y antes de eso Él era Shakespeare, Felipe II, Wotan, y muchos otros. Jesús, entre otros. Ahora mismo es Larry Olivier. ¿Te cabe alguna duda? ¿Viste su Enrique V? ¿O Ricardo III? Sin duda que el tipo es Dios. Si yo pudiese hacer algo así, sólo una cosa como eso, no me preocuparía de ser santo. ¿Verdad que me pongo bobo? —rió—, Claro que uno se preocuparía de llegar a santo si fuese Dios.
Entró Becky y preguntó si querían café o té. Henry quería café, pero pidió té, porque si se servían café, Becky simularía confundirse respecto de cuál se servía leche o azúcar, pero con el té ambos le habían hecho el juego la vez pasada. Sean lo miró de reojo y también pidió té.
Esperaron tranquilos mientras ella lo traía, y entonces madre dijo:
—¿Puedo servirlo? —y le tomó la bandeja—. ¿Limón? —preguntó a Henry.
—Por favor.
—¿Azúcar?
—Uno.
—Bien.
Dejó caer un terrón, lo agitó brevemente, echó a flotar la rodaja de limón y le dio la taza a Henry.
—¿Té? —preguntó a Becky.
Ella meneó la cabeza.
—¿Limón?
—Bueno.
—Creo que prefiere leche —dijo Henry.
Becky guardó silencio.
—Y dos de azúcar —agregó.
—Un terrón —dijo madre autoritariamente, dejándolo caer en la taza y agitando con energía la cuchara.
—Dos —insistió Henry, levantándose y encarándose con madre. Echó otros dos terrones en la taza y revolvió el té.
—Limón —dijo madre, dejando caer una rodaja.
—Leche —replicó Henry, tomando el jarro y vertiéndola sobre el limón.
Ambos revolvieron el contenido por turno, luego tomaron taza y platillo, cada uno por su lado, y atravesaron la habitación hasta llegar a Becky. Se la ofrecieron.
Ella se puso bruscamente de pie, haciendo caer la taza, que se rompió contra el piso. Dio media vuelta y salió del cuarto.
Se miraron uno a otro.
—¿Te tomas una cerveza conmigo? —preguntó madre—.
¿En el bar de la esquina?
A Henry le agradaba la idea, pero no podía llegar tan lejos.
—Creo que no deberíamos dejarla sola —dijo.
—Quizá tengas razón. Echemos a suertes quién se queda.
—Sacó una moneda del bolsillo—. Tú mandas.
Henry negó con la cabeza.
—Entonces pido yo. Cara. —Y la lanzó, la cogió, le dio vuelta sobre la manga y la miró—. Pierdes —dijo a Henry, guardando la moneda—. Tienes que quedarte con ella.
Se volvió y marchó.
—Condenado santo.
Henry fue al dormitorio y halló a Becky sentada en la cama. Se sentó a su lado.
Becky le dio una bofetada.
Pudo imaginar lo que habría hecho madre. Haría esa mueca especial a lo Humphrey Bogart y susurraría roncamente: «No hay hembra que me abofetee a mí», y luego le devolvería el sopapo.
«Pero», pensó Henry, «si lo intento, me pareceré más a Woody Allen que a Bogart.»
De modo que en vez de abofetearla, dijo: «Lo siento», y ella aseguró: «Es culpa de él», y se reclinó contra Henry, echándose sobre la cama.
E hicieron el amor. Pero aquello marchó mal. Bueno, mal como puede ser algo bueno. Madre estaba con ellos, por supuesto, todo el tiempo.
Condenado santo.
Henry caviló todo el fin de semana. No le gustaban estos juegos con madre. No le agradaba en absoluto, pero era imposible resistir. Era preciso hacer algo. Sabía que en ese juego llevaba las de perder. Ella tenía que irse de ese piso. Tema que apartarla de madre. No era tanto por el hecho de que él no pudiese afrontar esos juegos, sino porque veía que Becky era quien no podía. Ella tenía que darle un corte al asunto.