CAPÍTULO VI
14 de
abril de 1972
Henry no sabía qué hacer respecto de Becky
esa primera noche. No estaba preparado para ello. En un momento
determinado iba conduciendo por la superautopista de Nueva Jersey,
volviendo a casa después de un seminario sobre investigaciones
geológicas referentes a la fractura de los escudos tectónicos del
Caribe Oriental, y al momento siguiente se deslizaba en su campo de
visión una practicante del auto-stop bajo la lluvia, y un momento
después estaba en el suelo con una chica desnuda. Fue cogido
completamente por sorpresa.
Nunca antes había hecho nada parecido. Ni
siquiera había pensado jamás en hacer nada parecido. Bueno, jamás
había pensado seriamente en hacer cosas como ésa. Jamás había
pensado que de hecho haría algo así. Ignoraba qué efecto habría
tenido sobre un tercero, pero a él le daba pavor.
Pensó al respecto, y decidió que le daba
tanto pavor no porque le agradara, sino porque lo excitaba. Y eso
sí que no le agradaba. Un hombre de su edad. Un hombre de su
profesión. Un hombre de su dignidad. Una muchacha apenas mayor que
sus hijas. Etcétera.
La cuestión era: ¿qué iba a hacer? La
respuesta era, evidentemente, nada. Olvidar el asunto. Y en lo
sucesivo, apartar la vista al encontrar vagabundos que solicitan
viaje, incluso en días de lluvia.
Desgraciadamente, ella lo había excitado. Y
una vez que se ha sentido el sabor de la emoción, es duro dejarlo
desvanecer.
¿La llamaría? Luchó con esa pregunta durante
días antes de percatarse de que no podía. No conocía el número de
teléfono de ese piso, ni bajo qué nombre estaría registrado ese
número. La única manera que tenía para comunicarse con ella era
acudir allí en persona. Y eso, ni pensarlo. Había estado pensando
en llamarla como sin darle importancia, sólo para saber cómo le
iba, si había regresado la amiga y si habían llegado a algún
acuerdo de cohabitación mutuamente compatible, si podía ayudarla en
algo. Una averiguación informal, tan sólo. Pero ir a verla —ella
sabía que él no vivía por allí cerca, que estaba a una hora de
viaje de cualquier lugar adonde él pudiera tener que ir—, no, ni
pensarlo.
Y luego, quizás al cabo de una semana o más
tarde, soñó con Citizen Kane, el filme de Orson Welles. Bueno,
despertó en medio de la noche tras soñar con aquello. Súbitamente
se encontró tendido de espaldas, del todo despierto, pensando en
ese filme. Había estado soñando algo de eso. Acerca de su trineo,
el que tuvo cuando niño, y el cómo su última palabra al morir era
el nombre de su trineo. Y todos pensaban que se trataba de una
mujer...
No podía recordar el nombre del trineo.
Rosemund... Milkwood... Inútil, no podía. Es exasperante no poder
recordar algo, en medio de la noche. Así debe sentirse uno al
envejecer, al sentir que pierde la memoria. Da ira. Era tan
estupenda, en el filme, la manera en que hacía repasar por su mente
los placeres de su niñez mientras moría. Era tan grato... Somos
unos críos, durante toda nuestra vida; jamás nos apartamos de ello,
y cuando finalmente envejecemos, todo lo que queremos es volver a
aquello. Lo mostraban con tal belleza, con aquel trineo quemándose,
y las últimas palabras del personaje. ¡Maldita sea!, ¿cuál era el
nombre?
Volvió a dormirse finalmente, y a la mañana
siguiente cuando se despertó se percató de que quizás ella ni
siquiera estaba allí. La amiga podría haber regresado —la amiga que
ella jamás conoció, con quien jamás habló—, y haberse sentido
molesta al hallar una desconocida viviendo en su apartamento.
—¿Realmente, no quieres probarla?
—No.
—¿Por qué no?
—Para empezar, es ilegal.
—¿Y qué más?
—¿No basta con eso?
—¿Te parece bastante? Si te dejan consumir
tabaco y alcohol y te prohíben usar la hierba, y todos sabemos que
la hierba no es una droga tan mala como el alcohol ni cancerígena
como el tabaco, ¿crees en verdad que se les puede hacer caso?
—Está bien. En otra ocasión.
—¿De verdad?
—¿De verdad?
—¿Prometido?
Rió.
—Bueno, te lo prometo. ¿Es tan
extraordinaria, realmente? —No —dijo ella—. Es tan sólo como
amistosa. Oye, ¿quieres almorzar algo?
Henry rió nuevamente.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó ella.
—Estaba tendido aquí pensando que según
parece se me ha abierto el apetito.
—No es de extrañar —dijo ella—. Tú, dale que
dale.
—¿Haciendo preguntas?
—No. Haciendo el amor.
—Lo siento.
—No. Me encanta. Es estupendo. ¿Quieres
huevos? ¿Patatas fritas?
Henry contestó afirmativamente, y ella se
levantó, volvió a encajarse la maxi y preparó de comer mientras él
se vestía. Acababan de terminar con huevos y patatas cuando Sean
hizo su aparición.