CAPITULO III

 

4 de abril de 1972

 

Sean Machri está saliendo de una zapatería, situada al otro lado de la calzada, frente a la Fontana di Trevi en Roma. Atraviesa la calle y contempla el agua burbujeante y las estatuas frías y mojadas bajo el sol brillante. Esto le hace recordar por algún motivo a Danbury, y la oferta que podría haber aceptado dos años antes.
Tuvo razón en rechazarla. Sabía que la tenía. No había sido una oportunidad, sino una ocasión para rendirse. Lo había calculado de este modo. Acababan de rechazarlo para un papel que había creído suyo, el de suplente del protagonista en la compañía ambulante que representaba My Fair Lady.
Su amiga estaba embarazada. El, tenía una llaga de extraño aspecto dentro de la boca y le era doloroso orinar.
Era tiempo de atacar. Rechazó la oferta del Danbury Stage Theatre contra el consejo de su agente. Era un trabajo para la temporada completa como miembro titular del grupo, pero los papeles para los cuales lo querían eran secundarios, papeles de carácter, y se sentía demasiado joven y confiado en sí mismo como para transigir ante eso todavía.
—Reconócelo —le dijo su agente—. Tú eres bueno como actor de carácter.
—Yo soy un buen actor.
—Eres demasiado inexperto para papeles de protagonista. ¿Qué podría decirte, Sean? Simplemente, no te tragas el escenario, no puedes controlarlo solo. Eres un buen actor, y los papeles de carácter son todo lo que interesa en la actuación. Vamos chico, hazte a ti mismo un favor, ¿sí?
Lo rechazó. Lo rechazó y fue a la clínica de la calle Flower a por unas inyecciones de penicilina, y su amiga se escapó y consiguió un aborto y los documentos para casarse, y él compró dos pasajes aéreos hacia California.
Se da cuenta de que una mujer madura y rechoncha le está hablando. Habla un italiano tan deplorable que no llega a entenderlo. Seguro que proviene de una de las provincias campesinas.
—Non capisco —le dice a la mujer—. Non capisco italiano.
—¿Es usted norteamericano? —pregunta ella.
—Sí.
—Yo también —sonríe ella—. ¿Podría tomarnos una foto?
Le pasa su cámara y vuelve a las gradas donde lo espera uno de esos hermosos muchachos italianos, sentado en la balaustrada que rodea la fuente. Ella se sienta junto a él, el muchacho le echa lánguidamente un brazo sobre la espalda y ella se apoya contra él y sonríe mirando a Sean. Éste mira a través del ocular y enfoca la cámara.
—Uno... dos... —les advierte.
Ellos le sonríen y la mujer pone con firmeza su mano posesiva sobre la bragueta del muchacho,
—... tres —y aprieta el obturador.
Continúan sonriendo un momento más para estar seguros, luego retira ella la mano, se levanta y Sean le devuelve la cámara y, sonriendo aún, ella vuelve hacia el chico y ambos se alejan.
Sean se sienta en el banco y mira sus zapatos nuevos y su reloj. Le quedan aún dos horas antes de tener que estar en el estudio. El productor de este cortometraje comercial está evidentemente haciendo tiempo, por quién sabe qué razones personales, lo cual le importa un bledo a Sean. Tan sólo divaga al respecto.
Henry Keller se sienta y mira el mapa de Nigeria. El semestre de otoño ha pasado. La vida continúa. Se le ha pedido que vuelva a dictar el curso, pero hasta allí llega su recién hallado interés y relación con la sociedad. ¿Qué había esperado? Bueno, algo más.
Vuelve a lo de sus investigaciones. Se sienta. Piensa. Mira nuevamente el mapa de Nigeria. Lo aparta. Es una idea tonta, después de todo. Pero al menos puede mantenerse al día con las investigaciones actuales en la materia. Hay un grupo de personas en la universidad de Pennsylvania con quienes él y sus colegas comparten cierto grado de interés investigador, y Henry trata de mantener un seminario semanal regular, alternando las reuniones entre dicha universidad y ésta. El viaje de hora y media en coche es más bien un fastidio, pero es sólo una vez por semana, y de vez en cuando omite una reunión; cuando va, da un seminario o asiste a una conferencia, almuerza con amigos, visita a uno u otro, cena luego, y entre una cosa y otra llena el día.
Generalmente viajan en grupo, pero cuando hay determinadas citas que desea cumplir acude solo en su coche. Este miércoles —las reuniones se celebran los miércoles— es uno de esos días, y a las nueve y media de esa noche está conduciendo solo de vuelta a Nueva York en la superautopista de Nueva Jersey. Llueve, además. Uno de esos horribles, húmedos y grises días de Pennsylvania-Nueva Jersey-Nueva York, en que los gases de los automóviles cuelgan a poca altura casi tocando la carretera, y la lluvia cae en goterones lentos y pesados echando la suciedad atmosférica sobre los coches sin llegar a limpiar el aire. Debe haber mejores maneras de que la ciencia y la tecnología sirvan a la gente, que no sea la creación de esta mugre nauseabunda. Sabe que ésta es tan sólo una cara de la moneda; que los quirófanos, los cines y los climatizadores funcionan con la misma energía que causa estos gases nauseabundos, pero aun así, de algún modo debe haber una forma de hacerlo de manera diferente. Y entonces ríe un poco porque se está poniendo tonto de veras, conduciendo por la carretera, de este talante, lamentándose por el destrozo del paisaje aun cuando él mismo pone su pequeño grano de arena para contribuir a esta desolación. Si en verdad quisiera ver desaparecer a las grandes compañías petroleras, debería haber ido hoy a Pennsylvania a caballo o en bicicleta.
Al llegar a este punto de su ensoñación de hora y media, cuyo propósito no era realmente resolver los males del mundo, sino proporcionarle una distracción en la autopista, fue cuando echó una mirada al indicador de gasolina y lo vio peligrosamente cercano a «vacío». Posiblemente le quedaba combustible suficiente para llevarlo a casa, pero quizá no. Habría de parar en la autopista y comprar unos litros a los precios exorbitantes que cobraban; más valía que se detuviese en la gasolinera más próxima. Levantó los ojos del indicador de gasolina hacia la carretera y vio cómo iba entrando en su campo visual una muchacha sentada al borde del camino sobre una maleta pequeña, empapándose en la lluvia porque estaba utilizando su impermeable para cubrir una gran guitarra apoyada en su costado. Se detuvo, por supuesto. Cuando uno ha estado manteniendo la cordura en la superautopista de Nueva Jersey elucubrando sobre la maldad de la civilización, está obligado a pequeños actos de bondad como ésos. —Por Dios, está empapada —le dijo conforme ella subía
y se acomodaba, dejando caer maleta y guitarra en el asiento trasero—. ¿Lleva mucho tiempo sentada allí?
—Un rato. Gracias.
—Yo pensaba que en un día como éste la recogería alguien inmediatamente.
—Cuando empieza a llover es el mejor momento, pues la gente se preocupa de que una se esté mojando. Pero si no tienes éxito entonces, allí sí que te mojas, porque lo único que les preocupa es cómo les mojaría el coche.
—Llego hasta Nueva York.
—También yo —dijo ella, y se acomodó junto a él.
Henry volvió su atención al camino, y partieron.
—Oiga —dijo la chica.
La miró, y volvió la vista a la carretera.
—óigame —repitió—. Hola.
Se la quedó mirando.
—Usted no me recuerda —dijo ella.
La miró nuevamente.
—No.
—Soy Becky —dijo—. Becky Aaronson.
Volvió a mirarla. No le parecía en absoluto persona conocida. Luego su mente la recordó: aquella tarde, en su estudio, con los brazos en cruz, completamente desnuda cual virgen inmolada. No, virgen .no. Miró con atención la imagen y se percató de que no podía distinguir el rostro.
—No la reconocí —dijo—. Lo siento.
—¿No me reconoció vestida?
—No, no es eso en absoluto —trató de concentrarse en maniobrar el coche, oteando a través del parabrisas salpicado de barro—. Fueron las gafas de sol: llevaba usted gafas.
—Lo siento —dijo ella.
—¿Lo siente?
—No quise ponerle incómodo.
—No sea boba. ¿Está usted bien? Quiero decir, ¿qué ha estado haciendo?
—Ah, sí —dijo ella—, estoy muy bien. Bueno, fracasé en la escuela.
Lo sabía. Después' de haber rechazado la oferta que ella le hiciera, después de haberse repartido todas las calificaciones, después que él la había suspendido, Henry habló con el consejero de la facultad correspondiente a Becky. La chica había recibido tres sobresalientes y dos suspensos. Uno de
ellos era el suyo, y el otro de algún desconocido que dictaba un curso de pedagogía dejado de la mano de Dios. Dos de los sobresalientes eran de instructores jóvenes, a los que no podía en verdad culparse; el otro lo obtuvo en Historia, del profesor Worthings, quien era aún mayor que Henry. Durante el semestre precedente la habían permitido continuar por un período de prueba, pero con notas razonables. Notas malas, regular y deficiente, pero razonables, no con sobresalientes y suspensos. Los dos fracasos, más sus antecedentes de puesta a prueba del semestre anterior, habían significado la suspensión automática. Henry había intentado discutir con el consejero de Becky, pero éste había dicho finalmente:
—Mire, no entiendo esto. Si ella hubiese tenido tres sobresalientes y un suspenso, podríamos tratar de creer que había algo erróneo en este último, pero con dos suspensos, ¿qué podemos decir? V usted fue uno de los que le colgó un suspenso. ¿Acaso quiere cambiar ahora esa calificación por un aprobado?
¿Y qué podía decir? No podía darle un aprobado, pues ella no había aprendido ni una maldita cosa en su curso. En verdad no podía hacerlo.
—No —dijo Henry—. No lo puedo hacer.
—Muy bien —contestó el asesor—. ¿Qué quiere que haga yo?
—Lamento haber ocasionado su salida de la escuela —dijo ahora Henry dirigiéndose a la muchacha.
—Está bien. No fue culpa suya. Es decir, comprendo que no pudiera cambiar su calificación por favorecerme.
—Usted se acostó con Worthings.
Ella asintió. Comenzó a sonreír y Henry temió que se pusiera impertinente respecto al asunto, pero la sonrisa se desvaneció y ella tuvo la decencia de avergonzarse. También él.
—Claro que no tengo derecho a entrometerme —dijo.
—Lo siento —dijo ella.
—No tengo derecho.
—¿Quiere que le cante? —preguntó la chica.
Henry asintió, y ella se estiró hacia el asiento trasero y sacó de allí su guitarra.
—¿Qué le gustaría, rock o folklórico?
—Folklórico, por favor.
—Estoy empezando a meterme con las viejas baladas inglesas. ¿Sirve?
—Estupendo; sólo que cuando vosotros los chicos habláis
de viejas baladas, nunca sé si son isabelinas o de la Segunda Guerra Mundial.
Rasgueó la guitarra un par de veces y luego empezó a cantar:
—«Había un mozo con su moza, y su tralalá si si, si, sí, con un trá, con un tralalá...»
Cantaba dulcemente. De allí pasó a Ay mundo cruel y Nosotros tres en la mili, y entonaba de manera realmente tierna.
Henry quedó abstraído mientras ella cantaba. El monótono vaivén de los limpiaparabrisas, el lento golpeteo melódico de los goterones de lluvia al caer en el haz de los faros, el rasgueo de la guitarra y él dulce canto de esas bellas canciones lo sacó de allí, llevándolo lejos y atrás en el tiempo, a Un lugar donde jamás se llega salvo en sueños. De hecho, ahora que lo piensa, ni siquiera ha estado allí en sus sueños desde niño. ¿Por qué perdemos esos encantadores sueños de la niñez?
Pasó de largo. Y la gasolinera: la vio apenas por el rabillo del ojo. El nivel de gasolina indicaba «vacío» ahora, pero una vez qué se ha dejado atrás una de estas salidas en la autopista no es posible detenerse y regresar. Había otra gasolinera antes del Túnel Holland, al cabo de unos treinta kilómetros. Probablemente conseguirían llegar.
—¿Algún problema? —preguntó ella.
—No. Canta usted muy bien.
—Gracias. —Volvió a su canto.
Le echó una mirada. Estaba contento de que hubiera aparecido así, en la noche, pero por alguna razón lo ponía incómodo. Desde un principio su mente parecía dividida en dos respecto de ella. Era como asomarse a un mundo diferente, un mundo que había visto con bastante frecuencia en los aledaños de la universidad, pero al cual nunca había ido, un mundo que parecía lleno de tentaciones y bienes apetecibles. Y sin embargo, quién sabe por qué, ella lo perturbaba muchísimo. No estaba nunca seguro acerca de qué pensaba esa chica.
Jamás lo está realmente, ni aun ahora. La mente de ella funciona como la de él, pero las bases sobre las cuales construye sus cimientos le son totalmente ajenas a Henry, quien se pregunta si son válidas.
—Me agradó eso —dijo cuando ella dejó de cantar.
—Gracias. Me gusta cantar. Iba a ser profesora de canto. Quiero decir, tenía intención de serlo cuando estudiaba bachillerato.
—¿Qué ha estado haciendo?
—¿Desde que dejé la escuela? Cantando, actuando. Estudiando teatro, también. Nada verdaderamente serio. A la deriva, diría yo. Cantando en un par de sitios allá en Greenwich Village, ocasionalmente.
—¿Se gana la vida con eso?
—Recojo lo suficiente para arreglármelas por un tiempo.
—¿Y después?
—Oh, siempre hay una u otra cosa. Trabajo algunas noches como camarera. Durante un tiempo trabajé como chica go-go de monokini en la Calle 45, pero no pude aguantarlo. A veces hago alguna suplencia en Macy's, pero es peor. Derivo, solamente, diría.
Una señal anunciaba que el Túnel Holland distaba dieciséis kilómetros.
—Bajaré cuando usted salga de la autopista —dijo ella.
—¿No viene a la ciudad?
—Sí, pero el piso adónde voy queda en cercanías. Quiero atravesar el Puente George Washington. Es más fácil conseguir quien me lleve en la autopista que en la ciudad.
—Está lloviendo, todavía.
—De todos modos estoy mojada, no importa. ¿Vale?
Por un rato rasgueó unos acordes perdidos en la guitarra y luego derivó hacia la Canción del tejedor. Iba casi por la mitad cuando dejó de marchar el motor. Resopló un poco, el coche dio unos tirones y luego se detuvo. Silencio. Ella continuó cantando, indiferente. Sentados allí, entre hectáreas de hediondas refinerías de petróleo en Nueva Jersey en medio de la noche lluviosa, su voz clara llegó hasta el final del estribillo: «Y lo único, único que jamás hice mal fue estrecharla en la brumosa, brumosa niebla.» Calló entonces y la noche quedó tranquila, salvo el zumbido ocasional de un coche que pasaba.
—Confío en que no vendrá con el viejo cuento del depósito vacío —dijo ella— y de pensar que voy a coquetear con usted.
Él la miró.
—Aunque es un sitio romántico —prosiguió ella, mirando hacia los voluminosos perfiles de las refinerías salpicadas por la lluvia centelleante.
Pasó un coche velozmente, tapándole el paisaje por un instante.
—Y es solitario y desierto —agregó.
—Sabía que me quedaba poca gasolina —dijo él—. Debería haber repostado en esa última estación.
—¿Qué hacemos?
—Más vale que saquemos este trasto del camino y consigamos quien nos lleve hasta la gasolinera más próxima.
Salieron del coche. La lluvia había amainado un poco, y sólo lloviznaba. Empujaron el coche al costado derecho de la autopista, hasta el bordillo. Mientras maniobraban, un coche aminoró la marcha y se detuvo. Era un Volkswagen. Se acercó hasta ellos y bajó un negro joven, con barba.
—¿Necesita ayuda? —preguntó.
—Tanque vacío —repuso Henry escuetamente.
—¿Tiene un tubo?
—¿Un tubo de qué?
—Cualquier tubo, hombre. Podemos sifonearle un poco de jugo al escarabajo.
—Muy gentil de su parte —dijo Henry—. Pero no creo que tenga.
Registró el maletero, y no había nada. Dio vuelta en torno al coche hasta donde estaban Becky y el joven negro recostados sobre el capó del coche bajo la llovizna.
—No hay nada —dijo Henry—. ¿Y si nos llevase hasta la gasolinera? Creo que hay una a poca distancia antes del Túnel Hoiland.
—Creo que está después del túnel, y es allí donde yo salgo de ésta.
Se quedaron bajo la lluvia, cavilando. Henry pensaba que la gasolinera estaba antes del túnel, pero no estaba seguro. Si uno se pasa de su salida en la autopista tiene que seguir hasta el fin del mundo antes de poder dejarla. No podía pedirle que lo hiciera.
—Bueno, y al diablo, hombre —dijo el muchacho—. ¡Qué diablos! Salgamos de esta mierda de lluvia.
—No quiero fastidiarlo —dijo Henry, pero ningún coche daba muestra alguna de parar; la lluvia seguía cayendo, la noche estaba oscura y el chico se encogió de hombros y les indicó con un gesto su coche.
En ese preciso momento se detuvo otro coche tras ellas, y al apagar sus faros vieron que era un coche de la policía.
—Muchas gracias —dijo Henry—, pero creo que ahora podremos arreglamos.
Se abrió la puerta del coche policial, bajó de él el conductor y caminó hacia ellos.
—¿Qué problemas tienen? —preguntó.
—Tanque vacío —dijo Henry.
—¿Tú? —le preguntó al joven.
—Sólo me detuve para ayudar —dijo.
—Identificación —exigió el agente.
Henry le pasó su carnet de conductor. Lo tomó, pero estaba evidentemente más interesado por el muchacho negro, quien finalmente mostró el suyo. El agente lo estudió, caminando entonces hacia su propio coche. Se apoyó en la ventanilla y habló por un micrófono.
—Tengo un Volkswagen rojo del 65 y un Chevy gris del 69 —dijo, y continuó dando los números de las matrículas.
Esperaron bajo la lluvia hasta que la voz al otro extremo dio su aprobación: nada robado, nada buscado. El policía volvió y se dirigió al muchacho:
—Okey; vacía tus bolsillos sobre el coche.
Alumbró con su linterna el capó del coche de Henry. El chico sacó su billetero, llaves, pañuelo y monedas, y las puso sobre el capó del coche.
—Apóyate —dijo el policía.
El chico se apoyó contra el coche y el agente lo cacheó de arriba abajo. Caminó hasta el Volkswagen, lo registró con la linterna, husmeó en los rincones y en las costuras de los asientos.
—Okey —dijo al muchacho, quien entonces se enderezó y repuso en sus bolsillos pañuelo, billetero, llaves y monedas, todos mojados ahora—. Debieras saber que no puedes parar en la autopista —le dijo el policía—. Mejor te marchas.
—Esto era como una emergencia, hombre.
—Para él. No para ti. Vete.
Era una situación tirante.
—Ya nos arreglaremos ahora —dijo Henry—. Gracias por detenerse, de todas maneras. Se lo agradezco.
—Sí —dijo el negro, irónicamente—. Chao, gente.
Se metió en su Volkswagen y partió, y ellos volvieron hacia el agente que estaba copiando el número de matrícula del coche de Henry en un formulario de aspecto oficial. A Henry no le agradó el viso que tenía el asunto, pero el policía no tenía cara de ser persona para permitir interrupciones, de modo que aguardó.
—Se están mojando —dijo el policía sin levantar la vista—. Igual pueden aguardar en su coche.
De modo que entraron y aguardaron.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Becky.
—No lo sé.
—¿Por qué no nos lleva simplemente hasta una gasolinera? Debe saber dónde hay una.
—No lo sé.
Finalmente se acercó a ellos y Henry abrió la puerta del coche; pero antes de que pudiera salir, el policía le entregó un papel.
—¿Qué es esto?
—Citación por quedar sin gasolina en la superautopista de Nueva Jersey. Multa automática de cincuenta dólares. —¿Qué?
—Multa automática de cincuenta dólares. Si ocurriese cuando hay mucho tránsito, tendría otros veinte dólares de multa por obstruir la circulación. Llamaré por radio a una grúa. Deberá esperarla aquí.
Dio vuelta y caminó de regreso a su coche. Henry cerró la puerta. Se quedaron silenciosos.
—Lo siento —dijo Becky.
—No es culpa suya. Fue una tontería. Lo que realmente me afecta es cuán amistosa y servicial es nuestra policía.
—La próxima vez que tenga un problema —dijo ella—, llame a un hippie.
El coche patrulla avanzó y se detuvo al costado de ellos. Henry bajó la ventanilla y el policía le gritó:
—Estará aquí dentro de una media hora. ¿Lleva cincuenta verdes?
—No. ¿Por qué?
—Es más o menos lo que le costará remolcar su coche.
—¡Pero no necesito una grúa! Todo lo que ha de hacer es traer un bidón con gasolina.
—La ley dice que deberá remolcarlo hasta su estación. Entonces puede usted decirle lo que necesita.
—No tengo tanto en efectivo.
—No le aceptarán cheques. Le retendrán el coche.
—¿Cómo me voy a casa?
—Le llamarán un taxi.
Un taxi desde aquí hasta donde vive Henry significarían otros cincuenta dólares por lo menos.
—¡Muchas gracias! —gritó.
—No se merecen. La próxima vez no se quede sin gasolina.
Se arrellanó en su asiento y el coche se alejó.
—Hijo de puta —dijo Henry.
Durante la media hora siguiente lo que más le preocupó fue el no poder llamar a su esposa para decirle dónde estaba; pero gradualmente, la inquietud se desvaneció de sus pensamientos y comenzó a relajarse. Hora y media más tarde, al llegar la grúa, estaban confortablemente instalados en el coche escuchando la guitarra de Becky mientras la lluvia repiqueteaba en el techo.
La grúa los llevó a la gasolinera, donde pusieron combustible en el depósito y un poco en el carburador, pero el motor no quiso arrancar.
—A veces se ensucian —dijo el de la gasolinera.
—¿Qué?
—A veces, cuando uno se queda sin gasolina de ese modo, el carburador chupa suciedad, y tendré que soplarlo o no arrancará.
—Curioso que pudiese chupar suciedad precisamente aquí, en medio de Nueva Jersey.
—Ajá. A veces chupan suciedad.
—Vaya a soplarlo, entonces.
—Bien, eso haremos. Lo soplaremos. Pero no siempre resulta.
—Y entonces, ¿qué?
Se encogió de hombros.
—Otro carburador; ¿qué otra cosa más?
—Bueno; puede proseguir y tratar de limpiarlo soplándolo. —Ajá —dijo, y dio vuelta para salir.
—¿No va a hacerlo ahora?
—Acaba de llegar un coche a por gasolina —dijo—. Lo haré cuando pueda.
Cuando hubo echado gasolina, verificado el aceite de ese coche y llenado los papeles de pago por tarjeta de crédito, ya había llegado otro coche. Henry fue hasta el teléfono mural y le echó una moneda, pero no hubo forma de marcar. Movió la horquilla, y luego colgó. El teléfono gorgoteó y se tragó su moneda.
No es cosa de incomodarse por cosas como éstas si se vive
en esta zona. Cierta vez, estaba en Nueva York con sólo una moneda de diez centavos y debía hacer una llamada importante. Al percatarse de que esa moneda era preciosa porque nadie en la ciudad le cambiará un billete de un dólar, estando en la calle 50 y pico, cerca de la Quinta Avenida, llevó bien apretada su moneda y caminó la larga distancia hasta el Hotel Plaza, porque calculó que si había un lugar en el mundo en donde un teléfono público había de funcionar bien, ése había de ser el vestíbulo del Plaza. Pero cuando llegó allí, esa máquina también se tragó su monedita y se rió. Uno no puede dejar que estas cosas lo alteren.
Puso otra moneda de diez centavos en la ranura, pero tampoco obtuvo la señal de llamar. Golpeó el artefacto con el puño, sin conseguir reacción alguna. Cuando colgó, la máquina tragó nuevamente la moneda.
El hombre de la gasolinera volvió a escribir el papeleo de otro pago con tarjeta de crédito.
—Su teléfono no funciona —le dijo Henry.
—Está fuera de servicio —contestó.
—Perdí dos monedas de diez centavos.
No hubo respuesta. Ni interés. El sudor corría por el entrecejo fruncido del empleado mientras escribía en el formulario de crédito.
—Podría poner un letrero de «averiado» —sugirió Henry. El hombre lo miró.
—Para el teléfono —dijo Henry.
—Está fuera de servicio.
—Gracias.
Becky le dijo:
—Hay una cafetería a la vuelta.
—¿Está abierta? —preguntó Henry al empleado.
—Mire a ver —respondió.
Así lo hizo. Caminó fuera de la gasolinera y en torno a ella, pero la cafetería estaba cerrada. Era tan sólo uno de esos pequeños puestos que sirven emparedados y café, y estaba cerrado. Miró sil reloj. Eran más de las once.
Regresó a la gasolinera y aguardó con Becky. Volvió el hombre y comenzó a trabajar en el carburador. De un rincón del garaje apareció otro hombre y se unió al primero. Estaban inclinados sobre el motor cuando se estacionó otro coche, cerca de la puerta de la gasolinera, del cual bajaron dos muchachos entrando precipitadamente. Uno de ellos llevaba un revólver.
—Tu bolsa o tu vida, nene —dijo.
El otro chico rió. Los dos hombres levantaron la vista.
—Por la Virgen, otra vez, no —dijo uno de los empleados.
—Vamos, nene, muévete rápido y tráelo. —Agitó el revólver—. ¡Rápido, hombre, muévete!
Los hombres se incorporaron y uno de ellos caminó hasta la caja registradora. La abrió, y el chico desarmado se adelantó y tomó el dinero. El muchacho del revólver le hizo un gesto a Henry.
—Tú también, hombre.
—Dejadme pagar mi cuenta pendiente, primero —pidió.
El chico rió. Henry le dio su dinero al mecánico, quien se lo pasó al muchacho.
—Vamos —dijo el otro.
—Bien. Lindo y rápido el golpe, ¿ah? Sin perjudicar a nadie.
El muchacho desarmado fue hacia la puerta. El del revólver vacilaba.
—¡Que nos vayamos, hombre!
—Bien. —Hizo un gesto a Becky—. Tú vienes con nosotros.
Ella miró a Henry.
—Vamos, nena.
Becky no se movió, y el muchacho dio un paso hacia ella.
—¡Vamos, he dicho!
—No —dijo Henry.
Ella lo estaba mirando.
—No vayas con él —dijo.
—Ella se viene.
—Ella no se mueve de aquí —dijo Henry.
—¡Por la puta! —dijo el otro chico apuntando con el revólver a Henry—. ¡Ella se viene con nosotros!
—No —dijo Henry secamente.
Nunca en su vida había estado tan asustado. El revólver apuntaba hacia su pecho. Pero Becky lo estaba mirando, y sabía lo que ellos le harían; él tenía dos hijas que podrían tener la edad de ella, y hay cosas que un hombre ha de hacer, o no podrá jamás volver a mirar nuevamente a sus hijas.
—No —repitió Henry.
—Hombre, ¿no ves esto? —preguntó el muchacho agitando el revólver.
—¿Lo has usado alguna vez? —inquirió Henry.
El muchacho rió con desprecio.
—Con un revólver como ése no le aciertas ni al costado largo de un granero, farsante. Fui de los comandos en la última guerra, y los he utilizado. Trata de apretar ese gatillo y estaré moviéndome y quizá tengas un cincuenta por ciento de posibilidades de acertarme; y, escucha: si no me das, ¡te caeré encima y te partiré el alma!
No disparó. No se movió, pero al menos no disparó.
—Y hay otros dos hombres aquí —dijo Henry—. ¿Qué, nos vas a disparar a los tres?
—¡Eh, déjeme fuera de ese baile a mí! —dijo el mecánico. —¡Toma el dinero y vete! —gritó Henry.
—¡Por la puta! ¡Vámonos! —dijo el otro chico desde la puerta.
—Cada segundo que aguardes puede llegar otro coche —dijo Henry—. Más vale que te marches.
El chico alzó el revólver, apuntando hacia Henry. Éste estaba tenso, listo para saltar a un costado. Iba a morir, pero qué caray, no le importaba...
El muchacho se volvió y corrió hacia afuera, ambos saltaron dentro del coche y se fueron. Las rodillas de Henry empezaron a temblequear y caminó hasta la puerta, se apoyó contra ella y vio desaparecer al coche en la noche. Becky se le acercó, y puso la mano en el brazo de Henry.
—Gracias —dijo.
El asintió. Temía mirarla. Temía desmayarse.
—Gracias por cuidarte de mí —repitió.
Se echó a llorar, y entonces él se volvió hacia ella, halló unas toallas de papel y la ayudó a enjugarse el rostro y sentarse en el sofá de plástico resquebrajado adosado al muro.
El mecánico había ido a su escritorio, abriendo el cajón inferior, del cual extrajo un teléfono. Llamó a la policía.
—Muchas gracias, cabrón —dijo Henry.
—Eso no cuenta, el que nos pagara antes de que nos robaran —dijo—. No le di ningún recibo.
La policía acudió al cabo de unos minutos. Cada uno de ellos hubo de hacer una declaración y se les dijo que quizá serían llamados como testigos si agarraban a los chicos.
—Si avisan por radio a todas las salidas ellos no podrán abandonar la autopista —dijo Henry.
—Probablemente el coche era robado. Lo meterán en una
zanja por ahí y saldrán a pie de la autopista, hasta donde otro coche ya les estará aguardando. Jamás los veremos.
Finalmente arreglaron el carburador, tomaron su tarjeta de crédito como pago, y pasada la una de la madrugada pudieron irse.
—Bueno, ha sido una noche movida —opinó Henry.
—¿A dónde vamos ahora?
—Donde quieras. Donde te convenga. ¿Vas al otro lado del Puente George Washington?
—Sí, pero eso te aparta mucho de tu ruta.
—Te llevaré.
Bueno, no es cosa de salvarle la vida a una muchacha exponiéndose a morir agujereado, para luego dejarla en medio de la autopista, en una noche tormentosa, aunque ahora sólo lloviznara.
—No quiero incomodarte —dijo ella.
Él rió. Pensó en ese revólver apuntándole, y ella que no quería incomodarlo, y no pudo dejar de reírse; ella se echó a reír también, y se rieron hasta pasado el Túnel Lincoln.
—Nunca había visto a alguien tan valiente —dijo Becky, cuando lograron serenarse.
Y lo había sido. Jamás pensó que pudiera hacer algo así.
Por la manera en que lo hizo imaginó que el muchacho apretaría sin duda el gatillo. «No pienses en nada: tan sólo muere con dignidad.» Ése es todo el truco: tan sólo morir con dignidad.
—Canta alguna otra cosa —pidió—, y te llevaré a casa.
—Cuéntame antes cómo participaste en los comandos.
—¿Qué?
—Dijiste que habías sido de los comandos; le dijiste eso al chico del revólver.
—¿Acaso vosotros los niños sabéis algo? —preguntó sonriendo—. Los comandos eran ingleses. Dije lo primero que me vino a la cabeza.
—¿Qué hiciste, entonces?
—¿Cuándo?
—En la Segunda Guerra Mundial.
Se la quedó mirando. No estaba bromeando, ella.
—Era demasiado joven para eso —dijo—. ¿Qué edad crees que tengo?
—No sé —replicó ella—. ¿Qué edad tienes?
—No sé. No interesa. De hecho, era joven todavía al finalizar la guerra. Estaba en la universidad, y me conseguí un aplazamiento en la reserva. Luego me dejaron ir mientras hacía el doctorado y entonces supongo que simplemente se olvidaron de mí. Habría sido un buen comando, sin embargo.
—Lo hiciste estupendamente esta noche —contestó ella, y él rió y volvió a pedirle que cantara.
—Canta un poco más y te llevaré a casa.
—No es precisamente mi casa —aclaró Becky—. Es el piso de una persona amiga, lo estoy compartiendo.
—Lo que sea —replicó él—. ¿Dónde queda?
Atravesaron el Puente Washington, cruzaron la ciudad en línea recta, bajaron por Third Avenue, dieron unas vueltas en falso porque ella indicó mal las calles, y finalmente Becky dijo:
—Me parece que es allí, en la próxima esquina.
Estacionaron el coche y ella se asomó.
—Sí, ésta es la dirección. Se volvió hacia él, dedicándole una amplia sonrisa. Qué criatura tan graciosa, pensó Henry.
—Fue muy cortés por tu parte traerme de tan lejos hasta aquí —dijo—. Y salvarme de algo peor que la muerte, fue también muy gentil.
—No ha sido nada.
Ella estiró la mano, Henry la tomó, e hicieron el gesto de despedirse, pero ninguno de ambos aflojó la suya. Se sentaron dentro del coche, bajo la lluvia, tomados de la mano por un rato, y ella se inclinó y lo besó en la mejilla. Habría sido un gesto muy infantil, sólo que al retirar ella su mejilla, no La separó simplemente, sino que la deslizó suave y sostenidamente por el rostro de Henry.
Y, por Dios santo, él no quería dejarla.
¿Qué diría? Algo como «Becky, niña, no es posible que te deje aquí como fardo mojado en medio de la noche sobre un pavimento desierto. Te he traído toda esta distancia, y he de verte en casa y bien instalada.» Pero, ¿cómo podía hacerlo? No es una nena. La mira. Una hermosa niña, pero no una cría. Y así pues, no sólo cómo podría quedarse, sino cómo es posible que se quede. ¿Con qué fin? Deja la tontería. Vete a casa. La está mirando y ahora advierte que ella está hablando.
—¿Qué? ¿Qué dijiste?
—¿Te importaría esperarme un minuto? Tan sólo hasta que entre.
—Por supuesto.
Abre su propia puerta mientras ella abre la suya.
—Oh, no lo hagas —dice ella—. Te mojarás.
—Ha dejado de llover. Ahora es sólo una llovizna.
No es sólo llovizna, está lloviendo, pero luchan por sacar la guitarra y la maleta del asiento trasero y llevarlas al vestíbulo del viejo edificio de apartamentos. Ella descubre el pulsador y lo oprime. No hay respuesta. Aguardan, mirándose el uno al otro, y en torno del vestíbulo más bien lúgubre; ella vuelve a pulsar el timbre.
—Nadie en casa —dice él—. ¿Tienes llave?
Ella pulsa el timbre una y otra vez. Finalmente mantiene oprimido el botón. Nadie responde.
—Creo que no hay nadie —dice ella.
—¿No te esperaban?
—No exactamente. No estaba todo demasiado claro. Cuando una viaja a dedo, sabes, no sabe nunca de seguro cuándo va a llegar.
Volvió a pulsar el timbre.
—¿No tienes la llave?
—Bueno, como pensaba que...
—No tienes la llave.
—La perdí.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—No sé. Intentaremos entrar por la puerta trasera.
—¿La trasera?
—Vamos.
Dejaron la maleta y la guitarra y volvieron a salir a la lluvia. Caminaron hasta el extremo de la manzana, dieron la vuelta a la esquina, y siguieron caminando hasta hallar un pasaje que conducía hasta detrás del edificio. En la mayoría de los pisos que bordeaban el pasaje había luces, pero estaban corridas las persianas y se filtraba muy poca luz. Fueron esquivando cubos de basura, pisaron unos gatos —por Dios, él confiaba que fuesen gatos—, y Henry preguntó:
—¿Cómo sabes cuál es el piso?
—Cuarto a partir de la esquina —dijo ella.
Detrás del edificio había un jardín en el cual se hundieron en el barro hasta el tobillo. Henry comenzaba a incomodarse consigo mismo. Es una muchacha crecidita. De modo que ¿qué diablos estaba haciendo él allí, embarrado hasta los tobillos con gatos o más probablemente ratas escurriéndose entre sus pies?
—Dame un empujón —dijo ella.
Juntó las manos y ella puso un pie sobre ellas, tomó impulso hacia arriba, subió vacilante pisando en su hombro, mientras él se hundía en el fango hasta la rodilla. Ella se contorsionó de un lado y otro, le cayó sobre la cabeza, recuperó el equilibrio al meterle astutamente un dedo en el ojo izquierdo y el pulgar adyacente en la ventanilla de la nariz, y usando estos órganos como palancas para empujarse, afirmó sólidamente su peso sobre los hombros de Henry mientras él se hundía aún más en el lodo, y de pronto desapareció. El quedó inmóvil allí, bajo la lluvia. ¿Para qué moverse? Ya no podía estar más mojado, enlodado, o adquirir más cara de imbécil. La oyó revolver cosas arriba y luego gritar:
—¡Ah! Está abierto.
Al cabo de un momento se encendió una luz sobre su cabeza y ella le gritó:
—Vuelve a la puerta y nos encontramos allí. ¿O quieres trepar de esta manera? Es algo difícil si no tienes a nadie que te empuje.
—Iré por la puerta.
Logró zafar sus piernas del barro pegajoso y se fue chapoteando, con las piernas separadas y las rodillas tiesas por el lodo, hasta la puerta principal. Ella ya estaba allí, aguardándolo.
—¿Qué te ocurrió? —preguntó Becky.
Sin responder, entre ambos llevaron al piso la maleta y la guitarra.
—Hay una chimenea —dijo ella.
Había un montón de leña apilada al lado y unos periódicos en la cocina. Los metió conjuntamente en el hogar y comenzó a formarse una hermosa fogata.
—Dios mío, qué bueno es esto —exclama ella—. Quítate la ropa, iré a buscar toallas para ambos.
—No —dice él—, mejor voy a casa, ahora que ya estás bien.
Ella da media vuelta, se detiene y lo mira.
—Quiero decir, ahora que ya estás aquí y todo eso. Creo que mejor será que me vaya.
Ella no le responde. La única iluminación de la habitación es la del fuego, y la distingue vagamente en la oscuridad, per-
filada contra el resplandor, pero su rostro está en sombras cambiantes. Se siente incómodo. Las costumbres de ella son tan diferentes de las suyas...
Se despide con la mano, sintiéndose idiota, y se dirige hacia la puerta.
—No te vayas —dice ella.
Se detiene. Se vuelve y la mira. No entiende.
—No me dejes sola aquí. Tengo miedo.
—¿Miedo?
—Alguien me está siguiendo. Un hombre. Me quiere matar.
—Vamos, Beckie —dice él.
—¡Pero si es verdad! He estado aterrorizada mientras atravesaba todo el país. Pensé que una vez aquí estaría a salvo, pero ahora no hay nadie aquí y no tengo ningún otro lugar hacia el cual escapar. Estoy asustada. Henry, por favor, quédate conmigo.
—No puedo quedarme contigo toda la noche.
Becky se muerde el labio y se retuerce las manos. Se la ve asustada.
—Tal vez sería mejor que me contaras lo que te ocurre —pide Henry.
Ella se encoge de hombros.
—Te reirás de mí, pero es cierto. Estaba yo en Montana. En Billings, Montana, y resultó ser un lugar precioso. Simplemente precioso. Y pensé que quizá me quedaría allí.
—¿Así, sin más?
Henry no llega a acostumbrarse con estos críos.
—Así, sin más. ¿Por qué no? No tenía ningún motivo especial para volver aquí.
—Pero volviste, después de todo; no te quedaste en Montana.
—Eso es lo que estoy intentando contarte.
Ella comienza a hablar precipitadamente ahora.
—El último conductor que me llevó me dejó en Billings, de modo que en vez de tratar de conseguir otro allí mismo pensé quedarme y ver cómo era el pueblo, porque, ¿sabes?, lo ves en las películas de vaqueros, y tenía curiosidad, y resultó ser un lugar realmente bonito, me enamoré de él. —Sonríe. Respira—. Bien. Así que pensé en quedarme. Conseguí habitación en una pensión regentada por una señora vieja y gentil que usaba botas de vaquero, y luego salí y me compré un trozo de queso y una salchicha y un poco de tomate y me
fui caminando por la vía férrea hasta donde se pone como desierto, y me senté a merendar al aire libre.
—¿Nada de beber?
Las piernas de sus pantalones están mojadas y frías. Se acerca al fuego.
—No entres en detalles, déjame contarte el cuento. Sí, tenía algo. Gaseosas. En todo caso, estaba sentada allí, disfrutando realmente, ¿sabes?, gozando del desierto y todo: es tan grande y vacío, y estás sola allí con esa vía férrea que se adentra como una línea negra hacia el infinito. Y mientras la estaba mirando venía este hombre caminando por la línea férrea. Es una visión tan fantástica que si no lo has visto no te lo crees. El aire es tan claro y, supongo, tan seco, y miras a lo largo de la vía del tren y puedes ver a lo largo de ella hasta el infinito, recto hasta el horizonte. Una sola línea negra, nítida y recta, y por allá lejos, tan pequeño que al principio ni lo notas, viene este hombre. Todo temblón con las oleadas de calor, ¿sabes? Y puedes seguirlo hasta que lo ves acercarse más y más y hacerse más y más grande, y era tan fabuloso, que ni siquiera advertí que finalmente había llegado hasta donde yo misma estaba y estaba plantado frente a mí, mirándome hacia abajo. Es decir, yo estaba como hipnotizada. Entonces rompí el encanto, como quien dice, y le ofrecí un poco de salchicha.
—¿Así, simplemente?
—Por supuesto, ¿por qué no? Henos aquí, dos desconocidos en el desierto. ¿No debíamos compartir el pan? Pero dijo que prefería beber y le di una gaseosa; se sentó y estuvimos charlando un rato, y él era muy extraño, ¿sabes?
—No, no sé.
—Bueno, para empezar, vestía de negro y daba, además, una impresión de negrura, qué sé yo, quizá por estar en el desierto, todo tan brillante y claro, y él tan oscuro y fantasmal. Pero agradable. Bueno, estábamos sentados allí y seguimos conversando, y él empezó a hablar de cosas como sexuales; y, no supe por qué, era un día tan especial que no podía decidirme a nada, y pensé que le seguiría la corriente y vería qué pasaba. Sabes, si me excitaría o lo contrario: nada más ver qué pasaría. Entonces se puso todo muy raro, y no recuerdo exactamente cómo ocurrió, como en un sueño, y entonces yo estaba tendida de espaldas y él se agachó y me puso la mano en el cuello y empezó a apretar, empezó a asfixiarme.
Y no podía detenerlo, no podía hacerlo parar. Pensé que estaba sólo jugando, ¿sabes?, pero lo hacía muy fuerte, y me asusté porque no podía respirar y pensé que él creía que era sólo una broma y entonces seguiría haciéndolo y yo no podría respirar. Y de súbito se me pasó este pánico, este pánico de no poder respirar, y me resigné a ello. Es decir, pensé que iba a morir; quedé tendida ahí, sin más, pensando que iba a morir y no me importaba, y de pronto él quitó la mano y comencé a respirar otra vez. Se levantó y me dijo: «Te veré de nuevo, Becky Aaronson. Te veré una y otra vez, y finalmente te mataré.» Y entonces debí haberme desmayado.
—¿Cómo sabía tu nombre?
—¡Te conté que estuvimos conversando! Le dije mi nombre, y que acababa de llegar al pueblo ese día, pero que me gustaba y que me quedaría, y dónde vivía; se lo dije todo. Y entonces debí haberme desmayado, no sé, porque lo próximo que recuerdo es que estaba sentada sobre el suelo y él no estaba por ninguna parte. El lugar estaba todo vacío.
—El desierto.
—Sí, el desierto entero estaba vacío, hasta donde podía divisarse. Me incorporé y corrí de vuelta al pueblo, a mi pensión, y le dije a esa señora, la que regenta el lugar, ¿sabes?, que había cambiado de idea, que después de todo no me quedaría en Billings, que me iría a la mañana siguiente, ¿entiendes?
—Dos preguntas —dijo Henry.
—¿Qué?
—¿Por qué no fuiste a la policía?
Con una risita de colegiala, Becky respondió:
—Debes estar bromeando. Realmente venimos de polos opuestos, tú y yo, ¿verdad? La primero que harían sería revisarme, y encontrar la grifa que tenía en la mochila.
—Grifa.
—Marihuana. Tú sabes.
—Sí, sé que grifa es marihuana. No sabía que tuvieses. Podrías haberla tirado antes de hablar con ellos.
—No, siempre quedan trazas, se mete en todo. Ellos lo advierten. ¿Cuál era tu segunda pregunta?
—¿Por qué no te fuiste del pueblo al instante?
—¿Cómo? No tenía dinero. Hacía dedo. Comenzaba a oscurecer entonces, y no sería el momento de salir a hacer dedo al camino, especialmente habiendo un bicho como ése por ahí. Pensé que estaría bastante segura en esa casa, estaba llena de gente. En todo caso, le dije a la señora que me levantaría temprano por la mañana, porque pensaba que de ese modo saldría del pueblo antes de que él se enterara. Y así le pagué por mi cuarto por esa noche y me encerré en él con llave. No dormí muy bien, y cuando me quedé dormida, dormí demasiado, y ya había amanecido cuando desperté. Cuando bajé estaba la señora vieja, ésa que regentaba el lugar preparándome un desayuno.
—Muy amable de su parte.
—Sí. Tú sabes cómo les gusta a las señoras viejas alimentar a los críos. No quería dejarme pagarlo. De modo que comí y le agradecí mucho, y entonces mientras yo comía dijo algo respecto de que no tendría que esperar demasiado para conseguir que me llevaran, y me contó que mientras ella preparaba el desayuno, hacía poco rato, había pasado mi amigo preguntando por mí, y ella le había dicho que me iba del pueblo y que estaría tratando de conseguir un viaje dentro de un rato. Le pregunté que cuál amigo, y me lo describió, al hombre que había intentado matarme. Bueno, entonces me aterré verdaderamente y supongo que me entró el pánico y me eché a llorar y me preguntó cuál era el problema y le conté lo que ocurría. Y dijo: «Por Dios», o algo parecido...
—¿Por Dios?
Becky rió.
—Sí, algo así. Así hablaba ella. Dijo «Por Dios», pero con acento del Oeste; era tan bonito escucharla, sólo que, claro, yo no estaba pensando en cosas de ésas en ese momento, y dijo: «Ése debe ser el asesino.»
—¿Qué asesino?
—Eso fue lo que dijo. Le pregunté: «¿Qué asesino?»
Y ella me contestó que en los últimos meses habían asesinado a tres chicas en Billings, todas estranguladas. Y entonces me aterré realmente. Quiso que yo fuese a la policía, pero no podía, como le dije, pero no quería contarle a ella el porqué; así que le dije que estaba demasiado aterrada y qué sé yo. Y mientras conversábamos, uno de los hombres que vive allí bajó y ella le contó todo el asunto y él convino en que yo no debía ir a la policía. Porque, dijo, ¿por qué había de entrometerme yo y esperar a que la policía cogiese a ese chalado, cuando él estaría todo el tiempo tratando de matarme? Así que me llevó en su coche hasta Butte, que está a unos ciento sesenta kilómetros de distancia. Odiaba el pedirle que lo hiciera; bueno, de hecho no se lo pedí, fue idea suya, pero estaba asustadísima y no iba a decirle que no cuando él me lo sugirió. De manera que me llevó hasta allí, y de allí me vine a dedo.
—¿No has visto a aquel hombre desde entonces?
—¿Cuál? ¿El que me llevó a Butte?
—No, el asesino.
—No. Es decir, no sé. Creo que sí lo vi, pero quizás estaba sólo tan asustada, ¿sabes?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, un par de veces creí haberlo visto. En Chicago, y luego nuevamente en Washington. Pero, cuando pensé haberlo visto, me entró el pánico y salí corriendo, y entonces nunca lo vi nuevamente, ni me siguió ni nada parecido, de manera que no sé si era realmente él, o si estaba sólo tan asustada que huía de las sombras. No sé si me está siguiendo o no. Pero me da miedo quedar sola.
—Es demasiada distancia para seguirte. Hay muchas muchachas para matar en Montana.
Ella sonrió.
—Sí, suena como una tontería, ¿verdad? Pero no lo es.
Y, ¿sabes?, no es que él estuviera matando a cualquiera. Es decir, era algo especial; quiero decir, la forma en que me habló. Él se estaba urdiendo un tremendo asunto sexual, tú me entiendes, y creo que una vez que él se ha excitado de ese modo no se va a calmar así tan fácil, y va agarrar la primera chica que vea. Yo pienso que ha de ser conmigo. No puedo evitarlo. Estoy asustada. No me dejes sola todavía, por favor.
Henry se quitó la chaqueta, la camisa, zapatos y calcetines.
Se sentó en el suelo frente al fuego, sintiendo el calor acariciarle agradablemente el rostro, los hombros y el pecho. ¡Qué inmundicia eran sus zapatos y calcetines! ¿Cómo se lo explicaría a su mujer? Lodo en Filadelfia, ¿y qué? Todos saben que hay lodo en Filadelfia. Pero no había estado lloviendo en Filadelfia. No importa, no podía contarse con que ella lo supiese.
Naturalmente, podía decirle simplemente la verdad.
Becky regresó totalmente desnuda llevando dos grandes y hermosas toallas playeras. Se envolvió en una y pasó la otra a Henry y luego se sentó a su lado frente al fuego. ¿Qué podía
decir él? No entiende a estos críos. Recuerda las fotos de Woodstock en Life, la desnudez desenfadada, nadando en conjunto, tan inocente y sin embargo provocativa. No los entiende en absoluto. ¿Qué se espera, qué significa? Se puso de pie, se quitó los pantalones y calzoncillos, se envolvió en la toalla y volvió a sentarse junto a ella.
—Tu ropa está sucia —dijo ella.
—Ya lo sé.
—¿Verdad que es agradable estar helado y mojado cuando hay una buena fogata? —preguntó Becky.
Tuvo que reconocer que así era, ahora que todo empezaba a parecer un poquitín menos espantoso.
—Tiéndete —dijo ella—. Te frotaré. Toma este cojín.
Puso la cabeza en el cojín frente al fuego y se tendió de bruces. Ella lo secó detenidamente.
—Ahora tú a mí —dijo.
Se volvió y levantó la vista hacia ella. Estaba reclinada de costado y la toalla le había resbalado, de manera que colgaba en torno a sus muslos y rodillas. La luz roja jugueteaba sobre su vientre y sus pechos, mientras sus ojos reflejaban el amarillo. Henry se sentó. Tomó la toalla y secó a Becky suavemente. No creía ni una palabra de su relato.
Se incorporó. En una mesita vecina a un gran sillón había una botella de brandy y unos vasos. Se sirvió un poco y se sentó en el sillón. Sorbió el licor. Ella levantó la cabeza, buscándolo con la mirada. Cuando lo vio, sonrió y se sentó.
—Ése es un trago de viejos —dijo.
—Sabes mucho de viejos.
—Sé mucho de viejos.
—¿Qué sabes?
—Los viejos beben brandy. Se sientan en viejos sillones y estiran las piernas y suspiran y beben brandy, y son muy buenos en la cama.
—No deberías hablar de ese modo.
—¿Por qué no?
—Porque no sabes nada sobre eso.
—Sí sé.
—Me gustaría entenderte mejor.
Ella se le acercó y se sentó en el suelo junto al sillón, un poco frente a él, apoyando la cabeza en su rodilla. Henry dejó que su mano se posara sobre la cabeza de la chica. Le tocó el hombro. No veía manera en que pudiera tocarle el pecho
inocuamente. Deseaba que ella se alejase. Deseaba que ella se levantase, se vistiese y se fuese.
—¿Tienes que ir a casa? —preguntó ella.
Lo había olvidado. Era él quien debía irse.
—No sé. ¿Qué hora es?
—Debe ser tarde.
—¿Quieres que me vaya? Ya no estás asustada, ¿verdad?
—No te vayas.
Bebió el brandy. No porque quisiera más, sino por quitarlo de en medio. Bien podría haber puesto el vaso lleno sobre la mesa adyacente al sillón, pero temió que ella volviese a embromarlo al respecto. Él no era un viejo.
Bueno, sí lo era. Pero no lo era.
—Becky —dijo.
Ella volvió la cabeza y la levantó, y pudo ver sus pechos en donde los iluminaba el reflejo del fuego, dejando una depresión oscura sobre ellos en el cuello. Tocó uno. Muy ligeramente, a uno y otro lado y subiendo y bajando en torno al pezón. Retiró la mano, pero cuando la pasaba frente al rostro ella la cogió con los dientes y mordió fuerte, bajo el pulgar. Luego la lamió y la soltó. Se agachó y apartó la toalla de sus caderas extendiéndola en torno a sí sobre el piso.
—Eres traviesa —dijo Henry.
Ella no sonrió. Le tomó la mano y, reteniéndola, se tendió de espaldas sobre la toalla, atrayéndolo hacia sí.
Más tarde, echado de espaldas frente al fuego, con la cabeza de ella apoyada en su brazo, trató de discernir exactamente cuándo había decidido hacerlo. Y no pudo. Ciertamente no cuando la recogió en la superautopista de Nueva Jersey, ni cuando hizo la gran escena de decirle que no se fuera con aquellos rufianes. Pero luego, no podía dejarla suelta en la jungla, ¿verdad que no? Había de seguir la cosa adelante. Y sin embargo, no había decidido, no había tomado ninguna decisión consciente, ni siquiera en el momento en que se había negado a dejarla en el Túnel Holland, ni después que cruzaran el Puente Washington. Ni siquiera cuando estaba de pie y enterrado con fango hasta los tobillos y ella pisoteaba sobre su cabeza y sus hombros. Después de todo, habría sido inconcebible dejarla salir del coche para quedarse en una lluviosa esquina de Manhattan. Él sabía que ella no tenía llave del piso. Es decir, era simplemente impensable que pudiese tener la llave. No, conociéndola. Y estaba empezando a conocerla. Si la dejaba salir y se iba, sabía que permanecería allí en la esquina bajó la lluvia hasta que apareciera alguien para ayudarla. Y si a la mañana siguiente hubiese leído que la habían violado y acuchillado, ¿cómo se habría sentido entonces? Después, en esta ciudad, ¿quién sabe quién será ese próximo que aparecerá por la calle?
«¿Qué pensaría mi madre?» Casi rió ante la idea de que su madre lo viese en cama con esta mujer. Bueno, viéndolo en el suelo con esta mujer. Esta muchacha. Henry Keller, catedrático, casado.
Y aunque no estuviese casado, ¿qué pensaría su madre de esta muchacha? A ella le había agradado su esposa. Cuando la llevó a casa por primera vez y la presentó a su madre, habían simpatizado de inmediato. Bueno, él sabía que ocurriría eso. Eran del mismo tipo.
Claro que eso trajo problemas después que se casaron, problemas que él no había previsto, siendo básicamente estúpido como era. Pero bueno, no podía esperarse que los previese, no podía esperarse que entendiese tales asuntos. Nadie entiende, mientras está intentando tan arduamente capturar una, que una esposa, una amiga o una amante es tan sólo otra madre.
¿Fue por eso que se casó con ella? ¿Porque sabía que su madre lo aprobaría? Qué pensamiento tan terrible es ése. No lo pensaba así entonces, jamás se le ocurrió, pero ahora, en retrospectiva, se pregunta si después de todo no sería eso. ¿Sabemos acaso por qué nos casamos con quienes nos casamos?
Miró a esta muchacha dormida sobre su brazo.
«Madre, ésta es Becky. Becky es una especie de hippie, supongo que podríamos calificarla así, y tengo serias sospechas de que se droga. Vino a mi oficina un día y se sacó toda la ropa. Sí, madre, toda. Dijo que se acostaría conmigo si le daba un sobresaliente. No se lo di, pero está durmiendo conmigo de todas maneras. Para ser bien franco, no creo que fuera virgen. Antes de esta noche, quiero decir. Pero, por mi barba, seguro que no es ya virgen ahora. Sí, son curiosas estas chicas de hoy en día, ¿verdad?»