CAPÍTULO IX
24 de
abril de 1972
Lunes. Los huevos están puestos en una
fuente junto a la estufa. Las patatas están friéndose hasta ponerse
crujientes. Henry y Becky pueden olerías desde el dormitorio.
—Se están quemando —dice ella.
—Están quemadas —asegura él.
—Quemándose, quemadas, quemandurum.
—No sabía que hubieses estudiado lenguas
muertas.
—Oh, yo sé muchas cosas.
—Ya lo creo,
—Me parece ver humo —dice ella.
—Debo ser yo.
—No, idiota —ríe ella—. Las patatas.
Él musita:
—Te amo.
Y entonces ella saltó fuera de la cama en un
esfuerzo final y desesperado por salvar ¡as patatas. Abrió el
armario y se puso la bata que Henry le había visto usar por primera
vez cuando llegó aquí hace cinco días. «Su bata», pensó Henry, como
perplejo. Y cuando ella se apartó del armario pudo ver que estaba
lleno de ropas de él.
—¿De quién es toda esa ropa?
—preguntó.
—¿Éstas? Oh, de Sean.
—¡Maldita sea! ¿Anda aún esa madre por allí?
—preguntó Henry, saliendo nuevamente de sus casillas.
—Las patatas se están quemando —dijo ella, y
salió corriendo.
—¿Aún ronda él por aquí? —preguntó
nuevamente, siguiéndola hasta la cocina.
—Quemadas como carbón —dijo ella—. Caramba,
mira esa sartén. ¿Crees que pueda arreglarse esto?
—Becky.
—Buscaré un estropajo de alambre. ¿Te
importaría fregarla, tú que eres más fuerte, en tanto yo pelo otras
patatas? Estás muy bien desnudo.
Volvió al dormitorio y se vistió. Cuando
volvió a la cocina la sartén requemada estaba limpia y ya se freían
otras patatas en ellas.
—Me dijiste que él se iba de Nueva
York.
—Se fue. Lo llevaron en avión a Miami para
filmar un anuncio.
—¿Cuándo regresará?
—El fin de semana. A menos que surja otra
cosa.
Henry se sentó y ella sirvió el almuerzo.
«¿Estaba enojado», se preguntó a sí mismo, «o divertido»? La miró
mientras servía la comida. Era todo tan irreal. Las patatas, por
ejemplo, habían sido fritas con un exceso de aceite y no estaban
escurridas, sino chorreaban grasa. Si su esposa se las sirviera
así, él se molestaría, no las comería. Pero ahora las pinchó con el
tenedor y se las comió. De algún modo, que no aceptaba a poner en
claro, todo era más bien simpático, entretenido. Un viaje hacia
otra vida, en donde la selva de Rousseau era suave, verde y
benevolente y desprovista de ojos acechantes, en donde nada
realmente importaba. ¿Y esta madre, Sean? ¿Tenía importancia?
No.
¿Pero en rigor debería importar?
Sí, pensó.
Era más bien cómo actuar en un teatro. Dadas
las circunstancias, él debería estar celoso. Si todo fuese real,
claro está. De modo que, por cierto, él debe estar celoso. Debe
fruncir el ceño mientras come los huevos y patatas grasientas, y
gritarle después, y quizás hasta golpearla. Sí, quizás hasta tendrá
que golpearla.
Se preguntó si podría.
—No me mires así —dijo Becky—. Lo
siento.
Henry gruñó. Qué entretenido, pensó, salirse
del público y meterse a la escena. Y era además, una buena obra.
«Ven a almorzar el lunes», había dicho ella; y él, claro, había
venido. Había tocado el timbre abajo y subido las escaleras y
golpeado en la puerta. Ella abrió, él entró y dijo: «Hola»; al
cerrar la puerta, Becky se metió en sus brazos y dijo: «Las patatas
ya están friéndose», y él la besó. Luego, únicamente recordaba que
pataleaban sobre la cama y las ropas volaban en todas direcciones
hasta que, desnudos, por un momento se detuvieron y se miraron el
uno al otro y luego, por Santiago, ¡la había gozado!
—¿Bueno, el almuerzo? —preguntó Becky.
Asintió. No sabía qué hacer, qué decir. ¿Qué
derechos tenía? ¿Qué derechos quería? ¿Por qué se acostaba ella con
él, por último? Su hija Cynthia es sólo unos años menor que Becky,
y podría haber engendrado a Cynthia unos años antes. Becky es
literalmente lo bastante joven como para ser su hija. «¿Cómo
apareceré ante sus ojos?»
—No te enfades —dijo ella.
—¿Qué?
—No me gusta cuando te enfadas; me haces
sentir culpable.
—No estoy enfadado: estoy pensando.
—¿En qué estás pensando?
—¿Adónde iremos a parar con todo esto?
Ella se encogió de hombros.
—Podrías traer a tu esposa a almorzar la
próxima vez.
—¡No estaba pensando en mi mujer! Estaba
pensando en Sean.
—Oh. —Becky rió brevemente.
—¿De qué te ríes?
Imitándolo, con cejo fruncido y gruñendo con
voz cavernosa, repuso:
—¡Anda aún esa madre por ahí!
Ambos rieron.
—¿Por qué vives aquí con él?
Ella volvió a encogerse de hombros.
—Me gusta. Me deja vivir aquí gratis. Hasta
me alimenta. ¿Por qué no habría de estar aquí?
¿Un desafío directo? ¿O una simple
afirmación? No quiso mostrar una reacción excesiva. De modo que
simplemente la miró y sonrió con tristeza.
—¿Otra taza de café?
—Gracias.
Ella le sirvió la taza.
—Dos de azúcar, sin crema, ¿verdad?
—preguntó Becky y sonrió.
—No —replicó—. Una de azúcar y yo le pongo
crema.
—Oh —dijo ella pensativamente, para luego
exclamar—: Por supuesto. Es Sean quien lo toma solo. —Y le pasó la
crema.
Henry se la quedó mirando. ¿Lo estaba
provocando? ¿Debía pegarle?