CAPÍTULO XIV
2 de
junio de 1972
Madre arrojó su batín de terciopelo y bajó
por la calle hasta la tienda de zarandajas del vecindario. Compró
un adorno de escritorio de veinte centímetros de altura: un asta
con una pequeña bandera de plástico de los Estados Unidos. Volvió a
su piso, abrió la puerta, puso la llave bajo el felpudo, entró,
tomó el teléfono y marcó Informaciones, y preguntó si tenían el
nuevo número de la señorita Becky Aaronson, en Manhattan, cuya
dirección desconocía.
Lo tenían, y lo marcó. Al cuarto timbrazo le
respondió ella.
—Hola —dijo tranquilamente, a una octava por
debajo de su voz normal, agregando palabras en húngaro. No había
motivo especial para lo del húngaro, fue sólo uno de esos toques de
genio propios de un verdadero artista—. Hola —dijo—. ¿La señorita
Aaronson?
—Sí.
—Usted habla con el padre Tervanti, de la
Casa de la Misión de Almas, en Calle 73 Oriente. Me figuro que esto
no le dice nada.
—Me temo que no.
—Claro que no. De hecho, ocurre que estoy
hablándole desde el piso de un tal señor Sean Machri, ¿lo conoce
usted, según creo?
—Sí. ¿Pasa algo malo?
—Bueno, estamos teniendo ciertas
dificultades, ¿ve usted? No sé hasta qué punto conoce usted al
señor Machri, quien parece estar totalmente solo en esta ciudad,
motivo por el cual la llamamos a usted, ¿ve? Un actor según creo;
no solemos tratar con ellos, pero supongo que no hay perjuicio
alguno, ¿no?
—¿Qué problema hay con Sean?
—Bueno, verá usted, señorita, eh, ¿es
Aaronson, no? Ese nombre no es húngaro, ¿no?
—No.
—¿Servicio?
—Por favor, ¿qué le pasa a Sean? ¿Está
bien?
—¿Sean? ¿Sean? Ah, el señor Machri. Sí,
claro; por cierto, por eso estoy ahora aquí. ¿Sabía usted que él
sufría de malaria?
—¿Malaria?
—Malaria. Bueno, usted sabe, estos actores,
sabía usted. Viajando por todas partes, como viajan, y no con las
mejores amistades, tienden a caer en estos problemas. De hecho,
supongo que la malaria es mejor que otras cosas que' podría haber
contraído, ah, ¿señorita Aaronson? ¿Ah?
—¿Sean tiene malaria? ¿Está enfermo?
—Está comatoso, señorita Aaronson. El
hospital no pudo hallar a nadie que lo cuidara.
—¿Está en el hospital?
—Bueno, no, verá usted, no pudiendo hallar
ningún comprobante de seguro médico entre sus papeles, y al parecer
carece de dinero y ni tiene un trabajo fijo, de manera que no
quisieron admitirlo. Bueno, claro, usted entenderá el punto de
vista de esa gente. De modo que me llamaron, pero no puedo quedarme
aquí para siempre, y encontré su nombre garrapateado por todo el
apartamento.
—¿Mi nombre?
—Sí, en las paredes, la mesa, el suelo, de
modo que pensé que quizás usted era una amiga especial y podría
hacerse cargo del pobre señor Machri.
—¿Él está allí ahora?
—Sí, sólo semiconsciente, me temo, pero
probablemente saldrá de ésta.
—Iré ahora mismo.
—Oh, bendita sea usted, niña. He de regresar
a la misión, pero dejaré la llave bajo el felpudo; un momento,
hija.
Puso la mano sobre el micrófono durante unos
segundos, y luego volvió a hablar:
—Se está moviendo. Parece que ha dicho que
usted no necesita una llave, que puede trepar por la ventana
trasera,
pero no sé lo que quiere decir;
probablemente está delirando solamente. Dejaré la llave bajo el
felpudo.
Sean empapó un estropajo en agua fría, se
desnudó y se metió en la cama. Puso el asta de veinte centímetros
con la bandera de plástico entre sus piernas, apuntando recto hacia
arriba, y se tapó con las mantas hasta la barbilla. Levantó
suavemente la cabeza y miró hacia los pies. El asta prominente daba
exactamente la impresión justa. Se cubrió la frente con el trapo
mojado y esperó.
Estaba medio adormilado cuando oyó la llave
girar en la cerradura. Dio un pequeño apretón al trapo de modo que
su rostro apareciera mojado de sudor, y se quedó quieto.
Becky entró en la habitación. Se aproximó a
la cama. Le tocó la mejilla. Aunque aparecía mojada con presunto
sudor; estaba helada por el agua.
—Dios mío —dijo ella.
Luego se detuvo. Echó una risita al advertir
el bulto que sobresalía entre sus piernas. Madre aguardó
quietamente para ver qué haría ella. Silencio por un momento; luego
ella se agachó y corrió lentamente las mantas: al descubrirle el
pecho le puso una mano sobre el vientre suavemente, y mientras la
ropa iba siendo lentamente retirada, la mano de ella siguió su
curso bajando por su cuerpo, hasta su vientre, hasta...
El asta.
Madre abrió los ojos.
—Juro lealtad —dijo—, a la bandera de los
Estados...
—Eres un patán —dijo Becky.
—En realidad no, querida —replicó madre,
adquiriendo de inmediato un aire a lo George Sanders—. Tengo sólo
una mente traviesa. —Se levantó con presteza de la cama, poniéndose
su batín de terciopelo—. ¿Jerez?
—Madeira.
—Madeira, querida. —Con una mano en el
bolsillo, hizo una reverencia, fue a la cocina, y volvió con dos
latas de cerveza—. Prosit —dijo—.
L'chayim.
Ella se sentó en la cama y aceptó la
cerveza. La bebió y sonrió.
—¿Cuál es el chiste?
—Tú —dijo Becky—. Eres cosa seria, mama
vieja, de verdad. ¿Sabes lo que pensé?
—¿Cuándo?
—Cuando llegué aquí y te vi tendido,
inconsciente en la cama, con la cara cubierta de sudor frío, y ese
bulto sobresaliente en las mantas.
—¿Qué pensaste?
—Pensé, ¡oh, esa madre, incluso cuando está
moribundo está cachondo! Y sí que lo eres.
—Pero yo no estaba moribundo.
—No, pero cuando lo estés, lo estarás.
Madre asintió.
—Creo que sí. —Se miraron. Madre rió.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó Becky
ahora.
—Tu cara. Cuando echaste atrás la ropa de la
cama esos últimos centímetros y viste la bandera. Tendrías que
haberte visto la cara.
Ella también rió.
—Qué canalla eres.
—¿Cómo está Henry?
Dejaron de reír. Se miraron uno a
otro.
—Está muy bien —dijo ella.
—¿Se estará preguntando dónde estás
tú?
—No. Él está en Bermuda.
—¿En Bermuda? ¿Con la mujer y la
familia?
—No seas venenoso. Él da unas clases allí
cada verano. Durante un mes.
—¿Otra cerveza?
Ella negó con la cabeza. Evitaron
mirarse.
—¿Te vienes a vivir aquí? —preguntó madre—.
¿Mientras él no está?
Ella negó nuevamente y echó las piernas
fuera de la cama. —No —dijo, y salió de la cama y empezó a
vestirse.
—¿Te quedarás esta noche, por lo
menos?
Becky negó con la cabeza.
—¿Pero por qué diablos no? ¿Por qué volver a
un piso vacío? —Empezaría todo de nuevo —dijo ella—. ¿No sabes por
qué te dejé, para empezar?
—No sé por qué viniste aquí, en primer
lugar, o por qué me dejaste en segundo lugar, ni por qué volviste
en tercer lugar.
—Volví en tercer lugar porque el padre
Cómo-se-llame dijo
que tenías malaria, y vine en primer lugar
porque me gustó tu piso y tú parecías bastante simpático y un poco
tentador.
—¿Y por qué me dejaste en segundo
lugar?
Ella se encogió de hombros.
—Porque Henry te pidió que lo
hicieras.
—Bueno, sí, por supuesto; pero eso no
explica nada. ¿Por qué lo hice debido a que él me lo pidió?
—¿Porque estás enamorada de él?
Ella se encajó la blusa por la cabeza y la
abotonó cuidadosamente.
—Lo amo —dijo.
—Arriesgándome a entrar en las
disquisiciones que lo llevan a uno a la Inquisición, me atrevo
respetuosamente a adelantar que ésa no es exactamente la respuesta
a la pregunta planteada. ¿Estás enamorada de él?
Ella se puso la falda.
—No lo sé.
—¿Me amas?
—No —repuso, y se puso los zapatos.
—¿Estás enamorada de mí?
—Vete a la mierda, madre.
Él rió, contentísimo.
—¡Por esa razón me dejaste!
—¡No dije que estuviese enamorada de ti!
—aclaró Becky—. Dije...
—Oí lo que dijiste, querida, y harto
chocante que fue, pero en el agrado del momento lo dejaremos pasar.
Cuando Henry te dijo que me dejaras, accediste porque temías estar
enamorándote de mí, nest ce pas? Y yo
soy el tipo de hombre contra el cual siempre te previnieron tus
padres, ¿no es así?
—¡No me importa lo que ellos piensen!
—No, por supuesto que no te importa, niña
querida. Pero no obstante, muy en lo profundo y en la misma médula
de tu almita, te carcome la sospecha de que después de todo el
papaíto es el papaíto, ¿no es así?, quizás él sigue estando en lo
cierto, como solía estarlo cuando eras una muchachita. Y después de
todo, cariño, ¿no sería encantador si lo fuera? ¿No sería un
consuelo saber, al fin y al cabo, que después de que has cometido
todos tus pequeños pecadillos, puedes siempre correr a casa hasta
donde el papaíto y decir que lo sientes y conseguir que papaíto
perdone? ¿No sería encantador después de todo?
—¡Eres una verdadera peste, madre!
¡Realmente lo eres! —¿Y entonces por qué no te casas conmigo?
—¿Qué?
—¿Por qué no te casas conmigo?