CAPÍTULO V
7 de
abril de 1972
Dos días más tarde, cuando Sean llegó a
casa, halló una desnuda manifestación divinal en su lecho. O tal
vez era una vampiresilla, pensamiento que también pasó por su
mente.
De hecho el día comenzó en Roma con un
teléfono campanilleante. Despertó con la visión insólita de la
lluvia contra la ventana. En un principio no supo de qué se
trataba. «Cuatro días en Roma», pensó, «y me olvido del aspecto de
la lluvia». Contestó el teléfono y se enteró de que las tomas de
ayer habían sido buenas, el corto estaba listo, el anuncio hecho,
adiós y buena suerte.
Se levantó, se bañó, se vistió, hizo las
maletas, se sirvió una última taza de cappuccino en el balcón, bajo
la lluvia, y tomó el vuelo de las once para el aeropuerto
Kennedy.
Era media tarde cuando llegó a su piso. Por
algún motivo, parece que cada vez que Sean cruza la aduana en el
Kennedy lo eligen como invitado de honor para pasar a uno de esos
pequeños cuartos laterales y lo someten a la rutina completa de
inspección. Quizá tiene aspecto de depravado, o culpable, o
siniestro, o algo así. Y por supuesto, una vez que comienzan,
detestan darse por vencidos sin hallar por lo menos un reloj o
cámara ilícitos, de tal modo que pasaron al menos un par de horas
antes de que llegara finalmente a casa.
Entró cansino y se apoyó contra el dintel, y
pensó que tenía demasiada hambre como para ir a acostarse sin comer
y demasiado cansado como para salir a comer algo. Quizás hubiera
todavía algo comestible en el frigorífico, pero el pensamiento de
abrir esa puerta inspiraba asco. La leche estaría agria, el queso
tendría verdín, las salchichas estarían moradas y malolientes como
sólo la carne podrida puede heder. La próxima vez debe recordar que
es preciso limpiar el frigorífico antes de irse, aunque siempre
continuará olvidándolo.
Entró en la cocina y apoyó la espalda contra
la ominosa caja blanca y pensó que tal vez era ésa una buena
ocasión para verificar sus pensamientos romanos. ¿Era él en verdad
un elegido de Dios? ¿Era ésa la razón por la cual había rechazado
la oferta del Danbury y había pasado sus días siguientes en el
aburrimiento, vaciedad y bazofia de la televisión comercial? ¿Era
quizás él el gorrión en quien Dios ponía su mirada?
Era un pensamiento divertido. ¿Verificarlo?
¿Por qué no?
«Shma yisroel adonai alohenu, adonai achud»,
dijo, pensando que siempre es conveniente retornar a los orígenes,
y colocarse nuevamente entre aquellos que están en el fregado,
antes de entrar en detalles.
«Tal vez», dijo luego, «podría hacerse algo
respecto del contenido de este refrigerador. Como una señal,
sabéis. Algo así como la cuestión de la zarza ardiente. No soy yo
quién para decir cómo ni qué sino tan sólo cualquier cosa que
parezca pertinente».
Se enderezó, volviéndose, y abrió la puerta
del refrigerador... y mirad y contemplad: estaba limpio y el
alimento era fresco.
—Debe tratarse de una broma.
Miró más detenidamente y vio que ni siquiera
eran los alimentos que había dejado. Pero, pensó, uno no debe
quejarse, se había hecho lo mejor que podía en tan breve tiempo, de
manera que sacó un poco de salchicha, tomate y queso y una botella
de cola, y se alegró de la bondad de alguien.
Una vez hubo terminado volvió a la sala a
recoger su maleta, y advirtió que el sillón, que generalmente
mantiene enfrentando al rincón para cuando está en ánimo de
penitencia y meditación, había sido girado de manera que quedaba
enfrentado a la ventana.
«Alguien ha estado comiendo mis gachas»,
pensó, acordándose de la cocina, «y alguien se ha estado sentando
en mi sillón».
Bueno, valía la pena probar.
De modo que fue al dormitorio, echó un
vistazo y, por Dios Santo, allí estaba ella.
—Y alguien ha estado durmiendo en mi lecho
—dijo—, ¡y allí está ella!
Rugió este último parlamento
melodramáticamente, muy a lo Charles Laughton haciendo el Enrique
VIII, y alargó un dedo largo y delgado a beneficio del público
ausente; ella abrió sus ojos redondos, e hizo muy bien el papel de
la Ingenua Aterrada Despertada por el Intruso Misterioso. Bastante
agradable, pensó él, agradeciendo en particular la manera como
saltó ella de la cama de modo que pudo advertir sus hermosos
pechos, y luego asió las mantas tapándose hasta el
cuello y miró con ojos muy abiertos, con
boca entreabierta, a lo Marilyn Monroe.
—No te preocupes —la tranquilizó—. Soy sólo
yo.
Y se acercó, se sentó en la cama y comenzó a
desvestirse. Se quitó los zapatos y calcetines y desabotonó su
camisa.
—¿Sabes? —dijo—, es ciertamente verdadero.
Nunca lo había sentido antes con tanta fuerza.
—¿Qué? —atinó a decir Becky.
—El Señor obra sus milagros de maneras
misteriosas.
Le sonrió y se quitó la camisa. Ella
continuó mirando.
—Bueno, quiero decir —prosiguió—, fíjate en
ti misma. Todo lo que realmente pedí fue un refrigerador limpio.
Eso podría haberse realizado de muchísimas maneras, con mucho menos
problema del que le debe haber costado a Él arrastrarte hasta aquí
desde donde quiera que hayas estado en tu propia vida. ¿Por qué,
por qué crees tú que Él se tomó la molestia?
Ella continuó mirándolo. Sean se sacó los
pantalones.
—Creo que debe ser la humildad —dijo—. A Él
le interesa mucho la humildad, como sabes. Creo que quizá lo
impresionó el pensamiento de que todo lo que yo pedía era un
frigorífico limpio, y que estaba dispuesto a sufrir los rigores de
una cama fría y vacía por su Nombre, ¿no crees tú que así ha sido?
Debo recordar eso, debo ser siempre humilde. En cualquier caso, fue
muy amable de su parte.
La miró sonriendo. Ella lo contemplaba. Él
elevó los ojos al techo, dijo «Gracias, Padre», se quitó los
calzoncillos y saltó dentro de la cama.
Ella saltó fuera por el otro lado.
—Aber was ist
das? —preguntó Sean—. Por qua,
gnädige, señorita?
—¿Qué es eso de «por qua»? —Estaba bastante
indignada, lo cual parecía idiota dadas las circunstancias—.
¿Espera que me meta en cama con usted, sin más? {Ni siquiera lo
conozco!
—Pero me asombra —replicó Sean—. En primer
lugar, fui yo quien me metí en la cama contigo. Segundo, si no me
conoces, ¿qué haces durmiendo en mi apartamento? Y tercero, si vas
a ser tan modesta y virginal, ¿no deberías cubrir tu desnudez en
vez de ponerte así, floreciendo y brotando como la aurora de
rosadas puntas, como decían los griegos?
—Aurora de rosados dedos.
—De rosadas puntas, en este caso —sonrió
Sean.
Ella se cubrió los pechos con las
manos.
Fue entonces cuando él pensó que quizá
podría ser una vampiresilla, de pie allí, desnuda y tentadora,
enfocándolo con su ombligo.
—«Ésta es la maligna diablesa vampiresilla»
—dijo—. «Empieza al anochecer, y camina hasta el primer canto del
gallo; da la catarata y las agujetas, bizquea el ojo y produce el
labio leporino; marchita el blanco trigo y perjudica a la pobre
criatura terrestre. ¡Vade retro, bruja, vade retro!»
Ella lo miró, echando a un lado la
cabeza.
—«Lear» —decidió.
—Muy bien —aplaudió Sean—. Acto cuarto,
escena tercera. Ven a la cama ahora, moza.
Ella movió la cabeza para negarse.
Sean bostezó. Era pasada la medianoche en
Roma.
—De hecho estoy bastante cansado —dijo—, de
manera que quizá Nuestro Señor me perdone si no tengo vigor
suficiente para hacer frente a tu belicosa conducta y me echo
simplemente a dormir. Si te cuidas de deslizarte gentilmente al
entrar, prometo no tocarte —y se volvió sobre un lado y cerró los
ojos.
—¿Este apartamento es tuyo? —preguntó
ella.
—Sí.
—Estaba por levantarme, de todas maneras.
Bien, puedes dormir.
—Muy bien, pues eso haré. ¿Me rascas la
espalda?
Ella se acercó, se sentó junto a él y le
pasó sus hermosas uñas hacia arriba y hacia abajo, hacia un lado y
hacia el otro, y eso fue todo lo que él pudo recordar por un
rato.
Despertó esta vez con el aroma del café, que
de todos los placeres del mundo, pensó, es el que más echará de
menos en el Paraíso. Habían pasado varias horas, y nuevamente tenía
hambre. Ahora estaba siempre hambriento, al parecer. Tal vez era
sólo el recuerdo de toda aquella cocina romana. «Si yo fuera
mujer», pensó, «supongo que estaría todo el tiempo convencido de
estar embarazada, porque tengo esta costumbre de estar siempre
sintiendo hambre a horas absurdas. Y también porque, por supuesto,
me gusta muchísimo hacer el amor.»
Se puso su vieja bata, que ella
evidentemente había estado usando puesto que olía con aromas que no
eran los suyos, y fue a la cocina. La mesa estaba puesta para una
persona, el café servido, y cuando él se sentó ella le sirvió
huevos y tostadas.
—¿Sin tocino? —preguntó.
—No me gusta el tocino —dijo ella.
—Pero éste es mi piso; ¿no podemos tener
tocino simplemente porque a mí me gusta?
—Yo no te esperaba. ¿Vale?
—Vale. Buen café.
—Gracias. Tengo todavía las maletas por
deshacer.
Había una pequeña maleta y una guitarra
junto a la puerta. La señaló con la cabeza.
—¿Tú tocas?
—Un poco.
—¿Y cantas?
—Un poco menos. —Ella sonrió. Agradable
sonrisa, en verdad.
—¿Cómo entraste?
—Por la ventana. La ventana trasera. No
deberías dejar tus ventanas sin cerrojo cuando te vas; seguro que
te dejan pelado cada vez.
Tragó el bocado de huevos y tostadas que
tenía en la boca y lo empujó con delicioso café caliente. Sacudió
la cabeza.
—Me apena oírte decir eso —dijo—. Una niña
encantadora como tú, hablando con tal cinismo y dolor. ¿Quién
habría de robarme? Un prójimo, nadie más. ¿Y no somos todos
hermanos? ¿De qué le serviría a un hombre el tener cerrojos en su
ventana si al fin perdiera su alma? Confianza, chica, confianza es
todo lo que necesitamos. Amor, hermandad y confianza.
—Aparte lo cual —dijo tras otro sorbo de
café—, podrás haber advertido que todas las demás ventanas del
vecindario están acerrojadas, lo cual implica una gran riqueza
encerrada detrás de los cerrojos, ¿no? De modo que, ¿quién se va a
molestar en robar un piso que ni vale la pena cerrar? ¿Cómo te
llamas?
—Becky.
—Yo me llamo Sean. ¿Te agradaría quedarte?
¿Rasguear la guitarra, cantar la canción ocasional, hacer el
café?
—¿No te importa que te haya invadido y haya
estado viviendo aquí durante tu ausencia?
—No.
Lo miró. Él levantó su taza.
—¿Más café?
Ella le echó más.
—Muy bien —dijo—, me quedaré.
Por cierto, que para elaborar las
ramificaciones de su conversión religiosa, Sean necesitaba una caja
de resonancia, alguien con quien discutir, un oponente contra el
cual aguzar el filo de sus ideas recién descubiertas. Necesitaba a
Henry.