CAPÍTULO XII
2 de
mayo de 1792, continuación
«Bueno», pensó madre mientras los pasos de
ambos se alejaban por la escalera, «como las golondrinas, así como
llegan, así se van».
Se volvió y echó una mirada al apartamento.
Ella no se había llevado mucho, su maleta y su guitarra. ¿Por qué
entonces estaba el lugar súbitamente tan vacío?
Para cenar se frió una lata de arenques
ahumados con tres huevos, preparó café y calentó dos salchichas
congeladas.
Escuchó a Schónberg en el estéreo, escuchó
Bach. Leyó tres capítulos de un Agatha Christie antes de darse
cuenta de que ya lo había leído con otro título.
Giró el sillón para que quedara enfrente de
la ventana, se sentó en él y miró por la ventana.
«Dios», pensó, «Señor, ¿por qué nos tienes
que probar tanto?»
—Así que de esto se trata —dijo Becky. Se
estiró lenta y
voluptuosamente, sentándose luego en la cama
poniendo los brazos en torno a las rodillas. Miró alrededor,
ampliamente satisfecha.
—¿Así que de esto se trata, qué? —preguntó
Henry.
—El capitalismo. Los adultos. ¿Estamos?
Tener uno su propio rincón. Enteramente suyo.
Henry rió.
—¿Y qué, te gusta?
Ella replicó seriamente:
—Me mata, realmente me disloca.
—Bienvenida al gremio.
—El truco es no dejar que lo arrastre a uno,
¿verdad?
Henry la miró.
—Sí, creo que estás en lo cierto.
Becky sonrió súbitamente.
—¿Te quedarás toda la noche? ¿Para celebrar
nuestra primera noche en mi piso?
—Me gustaría.
—Eso significa que no te quedarás.
—Sabes que no puedo.
Permanecieron callados un momento, y luego
ella dijo de pronto:
—Pero no quiero estar sola.
Y volvieron a callar. Pensando. En el piso
de madre ella no tenía que estar sola.
—Me sorprendes —dijo Henry, tratando de
aligerar la cosa—. Has andado sola por todo el país. Pensé que tú
eras una chica grande, valiente.
—Es eso lo que me asusta.
—¿Qué?
—¡No sé! ¡Yo no sé nada! —Se sentó y lo
miró, apartó la vista y volvió a mirarlo—. Oh, Henry, yo
simplemente no sé nada de nada. Es eso lo que me asusta. Me
corresponde vivir en este mundo, y no sé nada acerca de él, ni
puedo enfrentarme a todo lo que hay en él. Es decir, si alguna vez
tuviera que hacerlo. ¿Sabes lo que quiero decir?
—No.
—¿Cómo podría decírtelo? Me crié en un
barrio decente, ¿estamos? Tenía mi dormitorio sola. Cuando era hora
de comer estaba la cena sobre la mesa, ¿captas? Lo peor que ha
llegado a ocurrirme es que no me gustara lo que había para cenar.
¿Vale? De manera que, ¿qué sé yo acerca del hambre?
Leo al respecto, la gente me cuenta cosas
sobre ella, ¡pero yo realmente no la entiendo! No sé nada sobre el
hambre, sobre la privación, sobre el miedo. ¿Qué sé yo del miedo?
La gente vive en casas que se vienen abajo, con ratas en los muros
y sin comida para desayunar mañana y sin trabajo, ¿y qué sé yo de
todo eso?
—¿Y por qué habrías de saber?
—¡Porque ése es el mundo en que vivimos! Si
alguna vez me lo encuentro, ¿cómo podré arreglármelas? {Soy tan
vulnerable! ¿Acaso debo estar huyéndole toda mi vida? ¡No puedo
hacerlo! ¿Entiendes? Estoy asustada porque no entiendo esas cosas.
No entiendo la vida. ¡La vida pasa a mi alrededor y estoy como
encerrada y defendida contra ella y la temo!
Terminó sin aliento y se quedó sentada en la
cama, mirando las mantas, jadeante. Henry no le respondió, no sabía
qué decir.
También él estaba asustado.
¿Qué podía decirle? Que todos vivimos en una
aldea en medio de la selva, y simulamos que no hay selva, que no
hay tigres.
Todos haciendo juegos.
Simulamos no estar asustados. Pero ¿qué
haríamos si nos enfrentásemos al tigre? Si nos enfrentásemos con la
violencia insensata, con la brutalidad, con el terror que acecha
tras el poquitín de luz que mantiene a nuestra aldea en
seguridad.
¿Qué podía decirle? ¿Seguir el juego?
¿Pretender que tales temores no existen?
—¿Henry?
«Déjate de pensar en esas cosas»; ¿eso era?
«Si no tienes hambre, no te preocupes de quienes la tienen. Si no
estás amenazada, haz como que nadie lo estuviese.» ¿Cómo podía
decir eso?
—¿Henry?
Se acercó a la cama y abrazó sus hombros
desnudos.
—Me quedaré contigo —dijo.
Ella reclinó la cabeza contra él.
«¿Funcionará esto?», se preguntó.
No podía quedarse con ella toda la noche,
pero le había dicho a su esposa que estaba en un seminario
especial, y esas cosas pueden llevar luego a unos tragos, y eso
puede durar horas enteras.
—Me quedaré un rato —dijo—. Me quedaré hasta
que te duermas.
—Gracias —dijo Becky. Se incorporó alegre,
respiró hondo y lo miró con cara de felicidad. Él le tocó la nariz.
Ella la arrugó—. Ya sé —dijo.
—¿Qué?
—Echemos una pitada.
—¿Una pitada?
—Te introduciré en los daños de la
marihuana. Recuerda que lo prometiste.
—¿Marihuana?
—Oh, Henry. No seas tan gazmoño.
Se levantó de la cama y escarbó en su
maleta, de donde sacó un paquete de papel de fumar y una tabaquera.
Los llevó a la cama y comenzó a liar un pitillo.
—¿No estás enviciada? —preguntó Henry.
—No, ya te dije, no he tocado ninguna cosa
fuerte desde hace meses, desde que dejé la universidad.
—No terminaste de contarme al
respecto.
—¿De qué? ¿De la escuela?
—Eso mismo. Y de lo que hiciste después del
último semestre, cuando te fuiste. Te fuiste a California.
—Ah, ah.
—¿Y?
—Anda, Henry, que no te interesa.
—Me interesa. —La tomó por el mentón y le
levantó la cabeza para poder mirarla a los ojos—. Me interesa. Me
gustaría entenderte.
—Muy bien, pues —dijo Becky—. Enciéndelo y
veamos qué pasa.
Henry no podía conseguir encender el
cigarrillo, y ella tuvo que enseñarle cómo hacerlo. Se atragantó
con la primera chupada.
—No sé inhalar —dijo—. No puedo fumar esta
cosa.
—Sí que puedes. Escucha bien y deja de decir
que no puedes. Es como comer encurtidos, vale la pena.
—No me gustan los encurtidos.
—Como beber café. Igual que beber café;
tienes que querer aprender a tomarlo.
Le mostró cómo aspirar aire por una comisura
de la boca para diluir el humo, y una vez que aprendió no fue tan
difícil.
—¿Dónde estábamos? —preguntó Becky,
acomodándose entre los almohadones.
—Bueno, no estoy seguro. Dejaste la
universidad, partiste hacia California. Eso es todo lo que
recuerdo.
—Sí. Tienes que comprender el ambiente,
¿sabes? Es decir, entonces, en setiembre, yo no sabía qué hacer de
mi vida, así que como que no hice nada en todo el semestre,
esperando que algo sucediera, y no sucedió nada, y vino a ser algo
como diciembre y se acababa el semestre, y yo no había asistido a
clases en todo ese tiempo, así que pensé: «Nada ha ocurrido, creo
que simplemente he desertado de la escuela.» Y bueno, ¿ves?, como
te estaba diciendo, durante todo ese tiempo había estado viviendo
con ese grupo de chicos.
—¿Un dormitorio? ¿Qué quieres decir?
Ella rió.
—No. Eso no era lo que la escuela
reconocería como un dormitorio. Se parecía más a lo que vosotros
llamáis una comuna.
—¿Qué quieres decir con eso de
vosotros?
Volvió a reír.
—Bueno, bueno. Perdona. Supongo que es lo
que mi padre, esa gente, llamaría una comuna. ¿Estamos?
—Bueno. Pero no sé lo que quieres
decir.
—Quiero decir eso de que todos vivíamos
juntos, había cuatro chicas y cinco o seis tipos, y todos vivíamos
juntos. Mira, no lo estás haciendo bien. —Le tomó el cigarrillo—.
Tienes que chupar el humo hasta dentro, a fondo, y retenerlo, así,
mira.
—¿Cómo puedes hablar mientras retienes el
aliento de ese modo?
—Es un arte. Toma, inténtalo.
Lo hizo, y se atragantó. Creyó morir. Su
garganta ardía.
—Dios mío —dijo—. No puede valer la pena
hacerlo.
—No seas niño. Si fumaras cigarrillos
corrientes no tendrías problema ninguno.
—No, entonces sólo tendría cáncer.
—Al menos eso es legal —replicó ella, y él
asintió e intentó nuevamente.
—I Qué ridículo es el mundo en que vivimos!
—dijo.
Becky asintió.
—De eso se trata, exactamente.
—Pero no sé a qué te refieres.
—¿Respecto de qué?
—De lo que estabas diciendo. ¿Qué estabas
diciendo?
—No sé. ¿Es un mundo ridículo?
—No, yo dije eso. Tú hablabas de vivir
juntos. Vosotros estabais, el lote completo, viviendo juntos. ¿Qué
quieres decir con vivir juntos?
—Bueno, teníamos esa casa vieja, de las de
ladrillo, ¿sabes?, y comíamos juntos y cocinábamos juntos y
dormíamos juntos. Vivíamos juntos.
—¿Dormíais juntos? ¿Cómo en un dormitorio,
quieres decir?
—Bueno, no. Para decirte la verdad, creo que
era más bien como una casa de putas.
—¿Quieres decir que todos, así por las
buenas, dormíais juntos?
—Supongo que habría que llamarlo así.
—¿Hay otra manera de decirlo?
—Podrías decir que todos nos fornicábamos
mutuamente.
—¡Sabes que no me gusta oírte hablar
así!
—¡Bueno, por eso dije que era como que
dormíamos todos juntos! ¡Pero tú sigues acosándome hasta hacerme
decir lo que dices que no quieres que yo diga, y entonces te
enojas!
—De acuerdo, no me enojo. ¿Hacías eso de
verdad?
—Supongo que sí lo hice. Es decir, ¡si de
eso se trataba!
Se suponía que todo era hermoso, todo
natural, sin todo ese cuento, ¿sabes?
—¿Y no te importaba con cuál de ellos
durmieras una noche cualquiera?
—¡Pero si ésa era toda la cuestión! El
asunto importante era que se esperaba de ti que estuvieras relajada
y sin preocuparte por cosas como ésa, sin ponerte tensa, relajarse
solamente y ser natural y dejarte ir, y fuese quien fuese que
estuviera en la cama en que se antojaba dormir, te metías en cama
con él y te echabas a dormir.
—Sólo que no te echabas a dormir.
—¡De nuevo estás tratando de hacérmelo
decir!
Todo el asunto residía en que uno ha de ser
natural y fácil, como que Dios es amor y todo ese párrafo.
—¡Dios mío, Becky! ¿Cómo pudiste hacer
eso?
—Bueno, en realidad no pude. Por eso me
marché. Pero déjame contarte el cuento. No sigas
interrumpiendo.
—De acuerdo. No volveré a interrumpir.
—Pues no te quedes ahí repitiendo sólo que
no vas a interrumpir, ¡no interrumpas!
Becky quedó aguardando, pero él no contestó.
Lo miró.
—De acuerdo, entonces —dijo—. Bien. Así que
esto era allá por diciembre pasado y había terminado el curso y,
pensé: «Bueno, qué diablos, he estado acostándome con todo el que
se me ponía por delante, quizá me den un título en eso mismo.» De
modo que me fui al cómo-se-llama ese que tenía en Historia, y le
dije que, tú sabes, dormiría con él si me daba un sobresaliente. Y
dijo que bueno. Y realmente dijo que bueno. Y así lo hicimos. Y
luego fui donde, no me acuerdo de sus nombres, ¿crees que me he
amnesiado? En todo caso, dijo también que bueno, y yo pensé:
«Bueno, qué diablos, esto le gana a los estudios de todo un año», y
entonces fui a verte.
—Lamento haberte desilusionado.
—¡Tú no me desilusionaste, sino ellos!
Quiero decir que era la misma cosa, la misma mentira que hace la
vida de mi padre algo tan mugriento, ¡todo aquello de lo que quería
alejarme! Todos timando, engañando al sistema, sin darse cuenta de
que ellos mismos son el sistema, que todos somos el sistema, y que
si cada cual engaña por conseguir un polvo, al final nos joden a
todos. Tú fuiste el primero en decirme que no, y me fui a casa y
estuve tan feliz de que te hubieses negado que me acosté y lloré
toda la noche.
—¿En la cama de quién? ¿Cuál de los seis
tipos?
—¡Henry, siempre tienes que decir algo
impropio! Y de nuevo estás interrumpiendo.
—Lo siento.
—No me entiendes; yo no dormí con nadie esa
noche. Me dejaron sola. ¡No era como una casa de tratantes de
blancas!, ¿sabes? Eran almas muy sensibles. Cuando veían que algo
andaba mal, o si querías estar sola, ¡te dejaban en paz! Y no puedo
decir lo mismo de mis padres. De modo que al día siguiente decidí
que tenía que salir, que debía poner mi cabeza en orden. Quiero
decir que me sentí mucho mejor, debido a ti, pero estaba todavía
hecha polvo, ¿vale? ¿Sabes lo que quiero decir? O sea, no sabía si
iba o venía, o si había aprendido algo, o si había fracasado en la
escuela; estaba tan confundida, tan confundida, que no sabía dónde
tenía la cabeza. De modo que corté por lo sano.
—¿La escuela?
—¡La escuela, el pueblo, todo! Tomé sólo mi
guitarra y las ropas que pude apilar en la maleta, y mis buenas
gafas para el sol, que las quiero tanto, y partí hacia
California.
—¿Cómo llegaste hasta allá?
—Auto-stop. No sé qué andaba buscando, pero
por cierto que no lo hallé allá. Bueno, supongo que no podría
haberlo encontrado, ¿verdad que no?, porque si no sabes lo que
andas buscando, ¿cómo puedes hallarlo? No sabrías que lo has
encontrado aunque lo hallaras.
Estiró el brazo y tocó el rostro de
Henry.
—Pero te encontré a ti, ¿verdad que sí?
—preguntó.
—Cuando regresaste.
—Sí. Cuando regresé. Estuve por allá cosa de
un mes, creo, y en todo caso fue peor que aquí. No, quizá no sea
justo decirlo. No quiero decir que California sea peor que Nueva
York, porque en los círculos que estuve frecuentando allá había la
gente más estrafalaria que puedes hallar en parte alguna. Ya lo
entiendes, que dando tumbos de un piso a otro no te vas a topar con
las personalidades más estables de ese modo. Era como estar
atrapada en una pesadilla. Así que finalmente decidí mandar todo al
diablo y regresé aquí.
—¿Por qué regresar aquí?
—¿Qué?
—¿Qué esperabas encontrar aquí?
—Por Dios, Henry, yo no sabía. Estaba tan
perdida. Estaba plantada allí en la superautopista de Nueva Jersey
esa noche y llovía y estaba tan perdida. Pensé: «Estoy plantada
aquí en medio de la superautopista de Nueva Jersey, asfixiándome
con los gases de petróleo, ahogándome en la lluvia, y ni siquiera
sé adónde voy o qué ando buscando.» Pensé que tanto me valía
morirme. Me quedé allí en medio de la carretera y esperé que
viniese alguien disparado a ciento veinte por hora y no pudiese
detenerse con la lluvia y me matara. Pero apareciste tú.
—No.
—Sí. ¿Qué quieres decir, con no?
—Que no, no estabas de pie en medio de la
carretera esperando que te mataran. Estabas sentada sobre tu maleta
al borde del camino.
—¿Sí? ¿En serio? Debí haberme cansado,
entonces. En todo caso, allí venías tú por mí. ¡No hagas eso!
Estiró el brazo y sujetó la mano de
Henry.
—¿Qué? —preguntó éste—. Sólo voy a apagar el
cigarrillo. —Tonto, si ésa es la mejor parte.
—No queda nada.
—Dámelo a mí.
Sólo quedaba una colilla minúscula. Tuvo que
apretarla entre las uñas para sostenerla, pero lo logró, se la
llevó a los labios y la aspiró hasta que Henry pensó que le saldría
el humo por las orejas, y luego, por fin, apagó lo que quedaba. Se
lo quedó mirando con una sonrisa de satisfacción, reteniendo aún el
humo.
—Ya ves —dijo con una voz extraña y aguda—.
Es la mejor parte.
Finalmente dejó escapar el humo. Seguía y
seguía saliéndole, un chorro delgado, blanco e inacabable que se
enredaba en torno a sus cabezas. Se miraron uno a otro en medio de
las volutas.
—Viniste por mí.
—¿Cuándo?
—Nueva Jersey. Viniste por mí en un caballo
blanco.
—Chevrolet gris.
—Lo que sea. Viniste por mí y me llevaste
contigo. Y me salvaste en la gasolinera, de esa gente horrible. ¡Me
cuidaste! ¡Te adoré! Y luego me llevaste al apartamento de madre
—claro que entonces no sabíamos que era el de madre—, y yo quería
que me dejases.
—Y yo no quería dejarte.
—Pero no te habrías quedado, ¿verdad que
no?
—No se me ocurrió que tú quisieras. Eres tan
joven y bonita y yo soy un viejo.
—No, tú eres un hombre hermoso, Henry. Y te
necesitaba tanto... Apenas te vi, supe que habías venido por mí. Es
decir, allí estaba yo, sola y perdida en medio de Nueva Jersey,
bajo la lluvia, y luego de pronto hubo unos alfileres de luz allá
lejos en la carretera, y se fueron acercando más y más, saliste de
la nada, de la noche, y me llevaste al coche, y, ¿no te das cuenta?
Tú eras el que lo había empezado todo, el que me había dicho que
no, y allí estabas de nuevo en medio de la noche cuando más te
necesitaba. Oh Dios, Señor, si te necesitaba esa noche. Estaba
aterrada, tenía pavor de la oscuridad y el vacío, mi vida entera
estaba vacía, había atravesado de un lado a otro el país, y de
vuelta a Nueva York, ahí estaba, en mi primera noche de regreso, ¡y
esto no era llegar a casa!
No era mi casa, nada que yo conociera. Me
había metido en el piso de un desconocido y estaba más perdida que
nunca. ¡Parecía que no había lugar ninguno para mí! ¡Y era tanto
peor ahora, porque éste era el lugar al que había ido! Por Dios,
Henry, tú conoces ese sentimiento, es una pesadilla. Le das la
vuelta a todo el mundo para llegar a casa, y cuando llegas allí no
hay nada sino el piso vacío de un desconocido. Nadie que te quiera,
nadie que te cuide, nadie que te diga: «Qué bueno verte, Becky.
Bienvenida a casa.»
—¿Por qué fuiste a Nueva York, entonces?
¿Por qué no regresaste a casa de tus padres?
—¡Porque no me iba a dar por vencida!
¡Seguían estando equivocados! ¿No lo entiendes? Yo no había
aprendido nada, no había descubierto ningún secreto, ¡pero eso no
cambiaba ninguna cosa! ¡Eso no cambiaba el hecho de que ellos
estaban equivocados, que el mundo de ellos seguía estando podrido y
que en él no había cabida para mí! Tenía que encontrar el mío.
¡Tengo que encontrar el mío! Por eso es que te conté lo del hombre
de Montana.
—¿Te tenía asustada, de veras?
—Henry, yo estaba asustada de todo. Asustada
de las estrellas en la noche, y de los coches en la calle, y de
toda la gente en todos los cuartos de esta ciudad. Estaba asustada
de todo, Henry.
—Está bien. No tienes por qué estar asustada
ahora.