CAPÍTULO XI
2 de
mayo de 1972
Se sentaron en el banco del laboratorio,
sonriéndose uno al otro. Becky había pasado la mañana trabajando
sola por primera vez en un lote de cortes finos, y acababa de
traerlos para que Henry los revisara. Habían quedado perfectos, y
los cortes finos no son nada fáciles de hacer. Es preciso cortar
lenta y cuidadosamente la roca en tajadas y esmerilarlas luego
hasta dejarlas tan finas que sean ópticamente transparentes. Ella
aprendía con rapidez. Luego podría comenzar a enseñarle cómo
revelar las huellas de la fisión en los cristales.
Levantó la mirada del microscopio y le
sonrió. Ella sonrió a su vez, satisfecha de sí misma.
—¿No está tan mal, verdad?
—Nada mal. Al contrario.
—¿Qué hago ahora?
—Te buscas un piso propio —dijo Henry.
—¿Qué?
—Quiero que salgas de casa de madre. No te
estoy pagando
mucho aquí, pero es suficiente como para que
te encuentres un cuarto en algún sitio.
—De acuerdo.
—¿Lo harás?
—¿Haré qué?
—¿Te irás de su piso?
—Sí. Acabo de decir que sí.
No podía explicárselo. ¿Cómo podía hacerlo
tan naturalmente, decidir el dejar a madre, sin más? Si le agradaba
lo bastante como para vivir con él, dormir con él, ¿cómo podía
decidirse a cambiar casa y dejarlo, sólo porque Henry quería que lo
hiciera? No podía explicárselo.
Henry tomó la tarde libre, y después de
haber almorzado juntos salieron a buscar piso. A ella le agradó el
primero que vieron, pero a él no le pareció suficientemente bueno,
de modo que pasaron el resto de la tarde caminando por East Side,
desde Greenwich Village hasta casi la calle 50 y luego volvieron al
primer piso que habían visto.
—Es amoroso —dijo ella.
Henry no repuso nada, porque no le parecía
tanto y ciertamente no quería influirla para que lo tomara. Pagó la
primera semana de alquiler.
—No deberías —dijo ella.
—¿Por qué no?
—¡Qué le dirás a tu mujer?
—Nada.
—¿Acaso ella no cuenta tu dinero?
—¿Estás tratando de ser mala sangre?
—No, tengo un talento subconsciente para
ello. Ahora soy tu querida. Una mujer mantenida.
—Pagué sólo la primera semana.
—No hay límites para la inmoralidad. Soy una
perdida.
Y, al decirlo, cayó atravesada sobre el
lecho. Se estiró, movió los dedos de los pies y miró la habitación
en torno. El administrador se había ido, ellos tenían las llaves,
no había nada en el cuarto excepto los muebles desnudos, los muros
y ellos.
—Todo mío —dijo Becky—. Ésta es la primera
vez que tengo todo un piso para mí sola. ¡Quisiera abrazarlo!
Le dirigió la mirada.
—¿Me escuchaste?
—Sí. ¿Qué?
—Soy una perdida. ¿Qué le haces a una mujer
caída? —¿Recogerla?
—No, tonto. Tenderla. Suavemente.
—No demasiado gentilmente.
—No. No, cariño, no. No muy
gentilmente.
Después de inaugurar el piso de Becky se
vistieron y volvieron al de madre a recoger sus cosas. Henry se
detuvo en un teléfono público y llamó a su esposa para decirle que
había un seminario especial con invitados en el laboratorio y que
no iría a cenar.
Cuando llegaron al piso de Sean, Henry se
detuvo.
—¿Seguro que quieres que te acompañe?
—preguntó.
—Por supuesto. ¿Cómo iba a poder llevar sola
todas mis cosas?
—¿Quieres decir tu guitarra y tu
maleta?
—Bueno, eso pesa.
—De acuerdo. Si no te importa.
—¿Por qué habría de importarme?
—Va a ser incómodo.
—No conoces a madre —dijo Becky.
Y tema razón. Apenas si pareció enterarse.
Los saludó, fue la cordialidad personificada, y ciertamente estaba
ya enterado. Al parecer sólo no acababa de entender por qué ella lo
dejaba. Henry había esperado bronca, quizá una pelea.
Pero nada de eso.
—Hola, amor —gritó cuando entraron. Luego,
al ver a Henry, dijo—: Oh, hola, tenemos compañía. ¿Te quedas a
cenar, mi viejo?
—No.
—Nos vamos dentro de poco —dijo Becky.
—Yo también.
—Lamentable.
—Para siempre.
—¿Para siempre?
—Para siempre.
—¿Para siempre? —preguntó Sean a
Henry.
—Ella ha encontrado un piso propio —dijo
Henry.
—Bueno, estupendo entonces —dijo—. ¿Quién lo
está pagando?
—Henry —terció Becky.
—La primera semana —aclaró Henry, y ella se
lo quedó mirando.
—Muy generoso de tu parte —dijo madre—.
¿Puedo pagar la segunda?
—No —dijo Becky—. Me lo pagaré sola.
—Bueno, creo que haces bien, en el fondo
—opinó Sean—. Es tan difícil que dos personas creativas y
artísticas convivan en la serenidad que exige la contemplación del
infinito, ¿no crees?
Becky comenzó a hacer la maleta. Henry iba a
ayudarla, pero no sabía cómo. Se sentó.
—¿Y tú? —preguntó madre.
—¿Qué?
—¿Piensas que es difícil que dos personas
creativas y artísticas convivan en la serenidad que exige la
contemplación del infinito? A mí siempre me ha parecido exacto. Es
por eso que la Iglesia es tan sabia al exigir que sus sacerdotes no
se casen. Por eso no he vuelto a casarme.
—No sabía que te hubieras casado.
—Oh, Dios, sí. Antes de sentir la vocación.
En cierto modo es bueno que lo estuviese —casado una vez, quiero
decir—, porque uno ha de conocer los abismos antes de poder
elevarse a las alturas, ¿no crees? Y mi matrimonio, permíteme
decirte, era el abismo.
—A él no le interesa —dijo Becky.
—Tienes una visión deplorable de la
humanidad —replicó madre—. A veces pienso que eres casi Juana de
Arco, eres la hermosura misma en la cama, y luego delatas tu bajeza
con calumnias como ésa. Todos los hombres están interesados en las
almas de los demás, es eso lo que nos eleva por sobre los animales.
Y por sobre las mujeres. Mira —dijo, acomodándose junto a Henry en
el sofá, dándole golpecitos en la rodilla—, imagínate tú mismo la
escena. Yo no era un eclesiástico entonces, sino un humilde actor,
bregando por conseguir trabajos, pasándole el cepillo a los bien
colocados, arrastrándome entre las piernas de los poderosos. Pero
era un hombre aún, con un destello de la bondad en algún rincón del
alma. Mientras ella, mi esposa..., bueno, todas las mujeres son
irracionales. No son sino unas brujas exasperantes, irritantes,
vacilantes, calculadoras, indignantes, enloquecedoras, e
injuriantes, ¿no te parece?
—My Fair Lady —dijo Becky—. Pickering.
—No, de hecho es Henry Higgins —dijo madre—.
Pensaron en ofrecerme el principal papel en la compañía
ambulante.
—No pensaron nada de eso.
—Sí que lo pensaron. Prácticamente. Como
suplente del titular, y éste era un alcohólico tísico que no podía
durar hasta más allá de Chicago; y además, ¿quién puede? Estando
los tiempos como están. Pero, ¿por qué tienes que interrumpir?
Imagínate viéndome la noche antes de la prueba, tratando de
aprender mis «bocadillos», y esta esposa mía colgada de mi cuello,
muy como la piedra de molino del proverbio. Así que al final dije:
«Podrías por lo menos hacer un café de cuando en cuando.» ¿Ves la
escena? Estoy tratando de memorizar los condenados «bocadillos», y
ella sabe eso que me pasa con la concentración cuando estoy
nervioso, y ¿sabes cómo son los exámenes para actuar?
—Pero ella no lo sabía —terció Becky—. No
era actriz.
—No, no captas nada. No se trata de que no
se percatara tan sólo. Quiero decir, como que supiera. Era una
campaña organizada. Mira, déjame decirte: es como si estuviese yo
ahí sentado en el sofá y ella se sienta al otro extremo y no se
mueve, ni un solo movimiento; y así al final, ella sabe que me está
matando. Cuando la tensión ha llegado a eso que llaman un clímax
inexorable, ella se levanta de súbito, va hasta la tele, enciende
el aparato y, ¡bang!, suena como una bomba; ella lo apaga y dice
algo como: «Ay, olvidaba que no puedes aprenderte tus papelitos si
el televisor está encendido», y vuelta a sentarse como una piedra.
¿Entiendes ahora?
—Parece que era un adiestramiento excelente
para un aspirante a santo —dijo Becky.
—No seas anacrónica, cariño. En esa época yo
no estaba en entrenamiento. No había sentido la llamada, como
dicen. Era un pobre actor, tratando de ganarme las judías, nada
más. ¿Y qué crees que respondió —se volvió hacia Henry—, cuando le
pedí que por favor se callara e hiciera un poco de café de vez en
cuando?
—¿Qué? —fue todo lo que Henry pudo
decir.
—Ella dice, comillas, hazte tu propio café
maternal, cierra comillas. Ya me dirás cómo son las mujeres. Yo te
aconsejaría, como amante y marido de antaño y eclesiástico y
celibatarío de hogaño, que no te comprometas muy hondamente, si
entiendes lo que quiero decir. ¡Ah, pero si lo olvidaba! Tú ya
estás casado.
—Y tú no eres soltero —dijo Becky—. ¿Dónde
está mi guitarra?
—El celibato es un estado mental —replicó—.
Yo me siento soltero. De hecho, conforme haces la maleta, me siento
cada vez más soltero. —Suspiró—. No me imagino que el sentimiento
vaya a durar.
Becky le dio la espalda y salió de la
habitación para buscar la guitarra. Madre se volvió hacia
Henry.
.—No vivíamos lejos de aquí entonces —dijo—,
pero teníamos un pisito roñoso, con lo que yo había ganado durante
doce semanas agitando las extremidades en algún tugurio en una de
esas calles hediondas a orín de las que ni has oído hablar. Quiero
decir, mi viejo, háblame de Broadway, y esto estaba como a diez mil
años luz de distancia. Me fui con el libreto a la azotea y traté de
concentrarme. Todos los agentes son unos cabrones, como
sabes.
Miró a Henry, esperando una respuesta.
—No —dijo Henry—. No lo sabía.
—Oh sí, todos los agentes son unos cabrones.
Las mujeres son unas perras, los agentes son unos cabrones, los
actores son unos incompetentes. ¿Crees en todo eso?
—No.
—Te lo probaré, mi viejo. Escucha con
atención. —Se inclinó hacia adelante con aire de conspirador—.
Después de estar yo metido en ese hoyo inmundo en medio de la nada,
él organizó este examen como quien dice para mañana y a mí me lo
dijo como quien dice hoy. Es decir, ¡sin darme ningún tiempo!, y el
cabroncete sabía que yo era lento para aprender papeles. Quería
joderme, que fracasara, ¿ves?, para tener una excusa y librarse de
mí. De modo que eran casi las cinco de la mañana y yo no había
memorizado los malditos diálogos, para no hablar de preparar mi
actuación sobre ellos. Lo siento, pero no puedo preparar un papel
hasta que me conozco bien las palabras. De modo que me llevé el
libreto al terrado e intenté concentrarme.
—¡Mi guitarra no está donde la dejé! —dijo
Becky.
—¿No está? —preguntó madre.
—No, no está.
—¿Rezaremos?
Becky volvió al dormitorio.
—Hacía demasiado frío y viento en el
terrado, las páginas no querían quedarse quietas y mis dedos no
podían recoger-
las, y me dio miedo caerme de allí, de modo
que volví al piso. Bueno, Maureen había preparado café, sintiéndose
evidentemente culpable a causa de su malignidad, lo cual después de
todo no es ni siquiera culpa de ella, ¿verdad?, porque ella es
mujer.
Becky estaba en el umbral con su
guitarra.
—La hallaste —dijo Henry.
—Yo no puse la guitarra en la ducha —dijo
Becky a madre. —Churro para ti —dijo madre.
—¿Y por qué la hallé entonces en la
ducha?
Madre pensó por un momento.
—Porque miraste allí —decidió.
Henry se puso de pie.
—En todo caso, ahora la tienes —dijo.
—¿Dónde están las cuerdas? —preguntó
Becky.
—¿Cuerdas? ¿Cuerdas? Tengo una cinta para
empaquetar —sugirió madre.
Becky dio media vuelta y fue una vez más al
dormitorio.
—De modo que me serví el café —continuó
madre, empujando nuevamente a Henry sobre el sofá—, y comencé a
meterme en la cosa. Era una de las obras de Pinter, te diría de
cuál se trata, pero como son todas iguales, no hay diferencia
ninguna, ¿verdad? Nada es más difícil de memorizar que sus
interminables peroratas, porque es todo igual. Pero estaba todo muy
rico y tranquilo, y me había tomado mi café y ella puso una música
suave e iba bien yo con mi asunto cuando se me vino de repente cuál
era la música. «Mira, carajo», le dije. «¿Qué?», pregunta ella,
toda inocencia y Vivien Leigh. «Tú misma, caraja», dije nuevamente,
pero me temo que me salió con un tono a lo Jason Robards cuando yo
realmente estaba tratando de hacer el Richard Burton. Un degenerado
reconocido, pero con derecho a la simpatía a causa de una poesía
innata en el alma, por cuanto Burton es galés. ¿Qué te imaginas que
es Robards?
—Sé que no debería preguntar —dijo Becky,
regresando a la sala—, pero, ¿por qué ella era una caraja?
—Porque es mujer.
—No, hombre, digo que por qué le dijiste
caraja a ella.
—Había puesto el disco del Trío de Brahms
—dijo Sean.
—No me parece divertido —opinó Becky, y
volvió a salir de la habitación.
—Saqué el disco de alta fidelidad —le dijo
madre a Henry,
mientras éste trataba de entender todo el
asunto—, y lo tiré por la ventana. Dio de canto, destrozó la
ventana y salió volando como uno de esos platillos voladores de
juguete. Y ella dice: «Lo siento, se me olvidó.» ¿Verdad que son
todas unas carajas?
—No entiendo.
—El Trío de Brahms era la música que ella y
un amigo chulo que tenía, te ahorraré los detalles mórbidos, usaban
como fondo para hacer el amor.
—Las mujeres son así —dijo Becky, entrando
con las cuerdas de la guitarra ovilladas en una mano.
—Esas cuerdas se te van a enredar si no
tienes cuidado —advirtió madre.
—Ya estaban algo enredadas cuando las
encontré debajo de la cama.
—Las cuerdas más tirantes de ratas y de
hombres se retuercen a menudo1.
Becky echó el ovillo dentro de la caja de su
guitarra y la cerró.
—Bueno, estoy lista.
—¿Te vas realmente? —preguntó madre.
—Sí, me voy. Adiós.
—Qué lástima. Así y todo, quizá tenga razón.
Si alguna vez quieres volver, tú sabes, mi hospitalidad no conoce
límites. El pan y el vino están siempre al alcance y disponibles
del peregrino desconocido.
—Gracias. Adiós.
—Aguarda, amor querido, aguarda. —Dio un
salto y los alcanzó junto a la puerta. La besó en ambas mejillas—.
¿Cuál es tu número de teléfono?
—¿Teléfono? —Ella miró a Henry—. Me parece
que no hay allí, ¿verdad?
Éste no recordaba.
—Bueno, amor querido, lo primero que debes
hacer cuando te mudas es llamar a la compañía de teléfonos para que
vayan de una vez y te instalen uno. Lo que harás inmediatamente
después es llamarme y decirme tu número. E insisto en pagar la
cuenta de tu primer mes de teléfono. Excluyendo las llamadas a
California, por supuesto.
Metió la mano en el bolsillo buscando su
billetero, pero Becky lo interrumpió.
—No. Al parecer no entiendes. Esto es una
despedida. Es que me voy.
—¿Adiós? Aber nicht
wiedersehen?
—Adiós.
—Espera —dijo. Corrió hacia el tocadiscos
que había en una esquina, sacó un disco, volvió, y se lo dio—.
Música para el recuerdo —dijo.
Ella tomó el disco. Henry miró por encima
del hombro. Era el Trío de Brahms.
—Gracias —dijo Becky—, pero no, gracias.
—Puso el disco en el suelo—. Adiós.
Henry recogió la maleta, ella tomó la
guitarra y salieron, dejando a madre parado en la puerta.