CAPÍTULO XXI
21 de
julio de 1972, continuación
Ella fue a Ja cocina a preparar café para
ambos, y él se quedó sentado en el sofá de la sala, esperándola.
Ninguno de
ambos dijo una palabra hasta que volvió con
el café en una bandeja. Ella se arrodilló en el suelo, al otro lado
de la mesita y frente a él, colocando allí la bandeja. Sirvió las
tazas, echó el azúcar y la leche sin embromarlo acerca de si lo
tomaba con o sin, y le pasó su taza. Bebieron el café.
—Bueno —dijo Becky.
—Bueno.
—¿Qué podría decirte?
—¿Está madre por ahí?
—Está en Vermont, rodando una especie de
film educativo.
Se marchó hace unos días.
—¿Cuánto hace que regresaste?
—Sólo unos días. £1 se marchó casi apenas
volvimos.
—¿No te fuiste con él?
—Bueno, ¿sabes?, como que hemos estado
viajando un montón... Te cansas de eso. Y quería hablar
contigo.
—Sí, claro.
—¡Sí, quería! No te llamé inmediatamente
porque, no sé. Quería pensar. No sabía si querías hablar conmigo.
Verme. Porque, tú sabes...
—Sí, yo sé. Recuerdo.
—¡Oh, Henry! ¡No te pongas cruel
conmigo!
La miró. Bebió su café. No, no iba a ser
cruel con ella. La iba a matar, eso iba a hacer. La habitación se
desdibujó, y estaban en un desierto, extendido hasta el infinito
por todos lados, blanco y amarillo resplandeciendo y destellando
bajo el sol del desierto, y él le iba a poner las manos en torno a
la garganta y a estrangularla.
—¿Lo inventaste del todo? —preguntó.
—¿Qué?
—El hombre del desierto.
—Ah, eso. Sí. ¿Por qué lo mencionas ahora?
¿No sabías que yo lo había inventado?
—¿Por qué?
—Para que te quedaras conmigo. Ibas a
dejarme, y yo no quería que te marcharas.
—Ah. Bueno, claro. Si alguna vez voy a hacer
algo que no quieras que haga, basta con que me mientas. Por
supuesto.
—Henry, te estás poniendo cruel.
No, no lo estaba.
—Veo que tu nariz va mejor.
—Sí. Bueno, no del todo, en verdad. Ha
quedado un tremendo chichón, ¿no lo notas?
—No, se ve perfecta.
—Anda, mira.
Ella se inclinó sobre la mesilla. £1 estiró
un dedo para tocarla. Ella se apartó.
—¡No, no lo hagas! —gritó—. ¡No la toques!
Duele horrores si la tocas.
—Quizás harías mejor en hacerla revisar
nuevamente.
—Ya lo hice. Dicen que está muy bien. Sólo
quedará sensible por cierto tiempo. ¡Pero duele! Para lo que a él
le importa. —No es su nariz.
—Exacto, le importa Un bledo. Y ha quedado
con este chichón horrendo.
—No veo ningún chichón.
—Eso es lo que dice madre. Pero aquí lo
tengo.
—¿Aún lo llamas madre?
—Sí.
—¿A él no le importa?
—Piensa que es gracioso. Ya sabes que jamás
toma nada en serio.
Becky tomó su taza y bebió un sorbo de
café.
—¿No me vas a contar sobre aquello?
—preguntó Henry. Ella se encogió de hombros.
—No te va a gustar —dijo.
Quedaron callados un momento.
—¿Y?
—¡Por Dios, Henry! ¿Qué puedo
contarte?
—Puedes contarme lo que ocurrió.
—No, no puedo —sacudió la cabeza—. Es decir,
¿cómo podría contártelo?
Se miraron uno al otro.
—Muy bien —dijo ella finalmente—. No puedes
imaginar cuánto duele.
—¿Tu nariz?
—Sí. Tú te marchaste en medio de la noche, y
yo dormí hasta cerca de mediodía, hasta que pasó el efecto de las
drogas. ¿Entiendes? Y luego desperté sufriendo horrores. ¿Por qué
te ríes?
—No sé. No quise hacerlo. Es que, no sé,
sufrir horrores suena tan melodramático.
—Bueno, sufrí horrores. Ya veo que te
importa mucho.
Estaba sola, no sabía qué hacer, y dolía, y
estaba como asustada.
—Lo siento.
—Estaba realmente asustada, Henry. Como que
estaba totalmente sola.
Becky se encogió de hombros.
—En cualquier caso no sabía qué hacer.
—En el hospital te dieron unas
pastillas.
Becky sonrió.
—Ah, sí, las tomé. Codeína,
deliciosas.
Lo miró, desafiante.
—Tomé una cada hora.
—¡Becky! Debías tomar una cada cuatro
horas.
—Ya lo sé. Pero me dolía. ¡Tú no sabes cómo
duele! No es tu nariz. Tomé una pastilla cada hora, todo el día,
hasta acabarlas.
—¡Dios mío, debían haberte durado una
semana! No amaneciste muerta por pura suerte.
—No sentí haber tenido suerte. Deseaba estar
muerta. Y entonces llegó madre.
—¿Por qué no le dijiste que se
marchara?
Lo miró furiosa.
—¿Pero qué hijo de perra eres? Estaba medio
muerta con las drogas y el dolor, con un pánico atroz, y quieres
que lo echara sólo porque estás celoso. Era el único que tenía en
todo el mundo, entonces.
—Me tenías a mí —dijo Henry, pero sonó a
hueco hasta para sus propios oídos.
—De mucho me había servido eso.
—Sí, está bien, lo siento.
—Él me cuidó. Me dio algo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué te dio?
—No sé, algo para que pudiese dormir.
—¿Qué te dio?
—¡No sé! Una inyección.
—¿Estás mal de la cabeza?
—¡En ese momento sí que lo estaba! ¡No podía
despertarme a causa de todas las medicinas que había tomado, y no
podía quedarme dormida a causa del dolor; estaba tendida allí en la
cama, dándome vueltas y más vueltas, y cada vez que me movía la
nariz me dolía más, y no podía dejar de moverme y era algo atroz y
habría tomado cualquier cosa!
Así que me puso una inyección y me dormí
inmediatamente. —¿Qué te puso?
—No lo sé.
—Becky, ¿qué te puso?
Ella se encogió de hombros.
—Ese hijo de puta.
—Él tampoco tiene gran opinión de ti.
—¿Qué?
—Fuiste tú quien me rompió la nariz. Él sólo
me estaba cuidando. Yo necesitaba eso.
—¿Y todavía lo necesitas?
—No.
—¿Pero aún lo tomas?
—No —replicó ella, pero estaba
mintiendo.
—¿Lo tomaste sólo una vez?
—No seas bobo. Mi nariz no sanó de la noche
a la mañana. Tenía un dolor constante.
—¿Sigues tomando eso?
—No.
—¿No estás enviciada?
—No, claro que no. Lo tomé unas cuantas
veces, sólo hasta que se acabó el dolor.
Y luego ella rió.
—No tienes por qué preocuparte tanto por mí.
Todo marcha bien. Realmente no estoy enviciada.
—¿Él se quedó aquí?
—Sí, por supuesto. No podía dejarme
sola.
Henry no supo qué decir. Había sido mucho
peor de lo que había podido siquiera imaginar. ¡Y él que se
preocupaba por ella!
—Te llamé —dijo—. Empecé a llamarte cada
día.
—¿Eras tú?
—¿Y quién diablos podría haber sido?
—¡Qué sé yo! ¡No podía pensar, no sabía lo
que estaba pasando, estoy tratando de decirte lo que sentí, estaba
aterrada! ¡No la emprendas conmigo, ahora!
—Está bien. Pero ahora sabes.
—¿Qué?
—Ahora sabes lo que está pasando, ¿no?
Ella se tranquilizó. Hasta logró sonreír un
poco.
—Sí —dijo—. Ahora sé lo que está
pasando.
—Cuéntame, entonces. Cuéntame qué ocurrió
luego.
—¿Qué quieres decir?
—El teléfono que repicaba era yo,
llamándote. Llamé cada día, y no contestaste.
—Sí. Bueno, ya te dije, yo estaba verschniskit.
—Ver... ¿qué?
—¿Cómo te lo diría? ¡Perpleja, perdida para
el mundo!
—Pero entonces madre estaba contigo, ¿no es
así?
—Fue todo tan confuso...
—Y luego el teléfono estuvo fuera de
servicio.
Esta vez Becky rió.
—Ah, sí. Bueno, eso. Realmente tengo que
contártelo. —Meneó la cabeza—. No, no puedo.
—Cuéntame.
—No debo.
—Cuéntame.
—Bueno, verás; madre vino, como
dijiste...
—¿Qué quieres decir con ese «como
dijiste»?
—Está bien, pues, como yo dije. ¿Pero cuál
es la diferencia? En cualquier caso, no me interrumpas o no podré
contarte. Era todo muy confuso. Cuando sonaba el teléfono, yo no
quería dejarlo contestar porque estaba tan confundida que no sabía
lo que estaba sucediendo. Pensé que era el hombre que quería
matarme...
—¿Qué hombre que quiere matarte?
—Ese hombre de Montana...
—¡No hay tal hombre de Montana! ¡Tú te
inventaste todo eso!
—Sí, ya lo sé, pero una vez que inventas
algo llega a formar parte de ti, ¿no sabías? Se te mete en el
subconsciente o algo así. Y luego, cuando yo estaba tan drogada
como estaba, no podrías decir qué es real y qué no lo es, y todo es
una pesadilla, ¿no entiendes? Y estaba demasiado asustada para
hacer frente a nadie, ni siquiera estando madre aquí. Y después,
cuando empezó a pasar el efecto de las medicinas, cuando me sentí
un poco mejor, entonces quise contestar, pero madre no me dejaba,
porque sabía que eras tú y estaba molesto. Y el teléfono seguía
sonando, y se hizo atrozmente fastidioso. £1 se ponía tan furioso
cuando sonaba, y yo estaba aún medio aterrada, y ambos nos
estábamos poniendo muy nerviosos, y nos quedábamos sentados y
mirábamos el teléfono mientras repicaba. Y entonces esa
vez...
Se interrumpió. Escondió la cabeza entre las
manos y Henry
pensó que estaba llorando, pero cuando se
inclinó sobre la mesita y le levantó el rostro, vio que reía.
—No puedo contártelo —dijo.
—Tienes que hacerlo.
—Te va a molestar.
—Es igual. Dilo.
—Muy bien, pues. Repicó nuevamente mientras
estábamos haciendo el amor.
Ella levantó la mirada, disimuladamente
mirándolo, por el rabillo del ojo, para ver qué efecto causaba. Él
no movió un músculo. Como si no le importase un bledo.
—Y madre se puso tan furioso, que se estiró,
le dio un tirón y lo arrancó de cuajo de la pared.
Becky apartó la mirada.
—Te dije que no te agradaría.
—Sí. Bueno. Tenías razón. No me
agrada.
—Lo siento.
—No importa.
—Y luego, una hora después, llegó la
policía. ¿Fuiste tú?
—Sí. Estaba preocupado.
—No tenías por qué. Yo estaba bien.
—Pero yo no sabía. ¿Lo sabía acaso?
—Lo siento.
—Podrías haber escrito.
—No sabía qué decir. Aun en ese tiempo pensé
que le haría marcharse cuando me mejorara, cuando tú regresaras. No
quería que te fastidiaras por nada.
—Pero él no se fue, ¿no?
—No. Lo siento. Supongo que me enamoré de
él.
—¿Qué?
—¡No te enojes, no puedo evitarlo! ¡Me
sentía tan infeliz y enferma, y fui tan feliz de verlo cuando
llegó! Y me cuidó mucho. Fue tan tierno... Es decir, él sabía que
tú habías estado aquí y que eras tú quien me había roto la nariz, y
no estaba en absoluto celoso; fue tan tierno...
—Un santo.
Becky casi echó a reír.
—Sí. Quizá lo logrará después de todo.
—¿Dormía contigo?
—Sí.
—Becky, ¿cómo pudiste?
—¡No sé! Fue un martirio, ¿que no lo
entiendes? Estaba totalmente drogada. ¡Oh, vete y déjame
sola!
Henry preguntó, tranquilo:
—¿Quieres de veras que me vaya?
—Sí —respondió Becky, en voz baja.
—Ahora ya no estás martirizada. No estás
drogada ahora. ¿Quieres de veras que me vaya?
—Lo siento, Henry. Voy a casarme con
él.
—¿Con madre?
—Sí.
—¿Por qué?
—Lo amo.
—¿Que lo amas? ¿Qué sucedió, entonces? ¡Yo
creía que él era infantil, irresponsable, inmaduro, tonto!
—No. No lo es.
—¡No fui yo quien dijo todas esas cosas!
¡Fuiste tú! Es exactamente lo que me dijiste la última vez que me
contaste que él quería casarse contigo.
—No lo dije de veras. Te estaba mintiendo.
Dije todo aquello porque pensé que él no me amaba, porque pensé que
él quería casarse sólo para poder tener hijos.
—Hijos negros —le recordó Henry.
Becky sonrió.
—Él bromeaba, nada más.
—No te pareció así, entonces.
—Ahora lo comprendo.
—¿Y cómo se produjo esta gran
comprensión?
—¡Oh, Henry! ¿Qué importa eso?
—¡Anda, que me lo digas!
Suspiró.
—Muy bien.
Pensó un momento.
—No sé cómo contártelo. Tendrás que tratar
de entender. Volvió a verme, dos días después que me rompiste la
nariz. Claro que él no sabía nada de eso. Simplemente volvió a
verme porque me quería. Le había dicho que no me casaría con él, y
contestó que muy bien, que no le importaba, que sólo buscaría y
hallaría a alguien aún más fértil, pero aquello no le resultó.
Cuando ya no me tenía, supongo que, bueno, decidió que me amaba.
Así que volvió.
—Así que volvió.
—Así que volvió, y allí estaba yo,
delirante, sufriendo, y me
tomó a su cargo. Y supongo que le encantaba
hacerlo, qué sé yo.
—Y a ti te encantaba que lo hiciera.
—Oh, sí; siempre me ha encantado sentirme
protegida. Es por eso que me gustabas.
—Me amabas.
—Muy bien, te amaba. Pero tú eres
casado.
—Y viejo.
Becky no dijo nada. No lo negó. Todo lo que
dijo fue:
—No te violentes tanto, Henry. Por favor. No
sirve de nada, ¿verdad? Él se quedó conmigo una semana, diez días
creo que serían, y no pidió nada, sino sólo me cuidó.
—¿No pidió nada? Te fornicó, ¿no?
—Sí.
Lo miró a los ojos.
—Sí, Henry, ciertamente lo hizo.
Henry apartó la mirada.
—Y luego tuvo que ir a Sun Valley a hacer un
corto comercial. Y fui con él. Yo pensaba que me estaba portando
como una canalla. Pensaba que aún era tuya.
«Oh, ella sabe cómo herir.»
—Pero de allí seguimos a Washington, y luego
a Atlantic City, y supongo que simplemente me enamoré de él. Lo
sentía por ti, Henry, pero, ¿qué podía hacer?
—¿Lo amas?
—Sí.
—¿No me amas?
—Sí, te amo.
—Entonces, Becky...
—¡No, no de ese modo! No te amo de ese
modo.
—Becky, mírame.
—¿Por qué quieres que te haga daño?
—preguntó Becky—. De nada sirve hablar. Sólo lo empeora todo. Por
favor, vete.
—No puedo.
—Tienes que hacerlo. Realmente, me voy a
casar con él.
—No puedes.
—Henry, ¿qué podría decirte? Lo amo.
—¡No es cierto!
Levantó la mano para darle una palmada. Ella
se apartó atemorizada. Se dominó. Lo avergonzó el pánico de su
rostro. Aún temblaba de ira.
—No me digas jamás eso —le pidió, temblando
por el esfuerzo para dominarse—. No vuelvas a decirme eso.
Ella se echó a llorar. Henry se echó atrás,
reclinándose en el sofá. Ella se sentó en el piso y lloró. Después
de un rato, él se incorporó y caminó hacia la puerta.
—Henry —dijo Becky cuando él la abría.
—¿Qué?
—Lo siento.
—No. Estás disfrutándolo.
—Oh, por favor —dijo Becky, sin
moverse.
—¿Qué?
—¡No sé!
—Adiós.
—¿Quieres hacer el amor?
Henry se detuvo y la miró.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó
ella.
—Sí.
—Muy bien, pues —exclamó Becky.
Se incorporó.
—¡Muy bien, no me importa!
Caminó hacia el dormitorio. Henry cerró la
puerta del piso y la siguió. Sin volverse, dándole la espalda, ella
se desnudó rápidamente y se tendió de espaldas en la cama, con las
manos en los costados, y los pies hacia afuera.
No lo miró mientras él se desvestía. Miraba
hacia el techo. Él se sentó a su lado y le puso la mano sobre el
vientre.
Al sentir su contacto ella se puso de
costado, dándole la espalda, con las piernas recogidas en posición
fetal y exclamó:
—¡No puedo hacerlo! ¡Oh, Henry! ¡No puedo!
¡Lo siento, no puedo!
Y ella estaba hecha un mar de lágrimas, y él
tan cansado, tan exhausto, triste y desdichado, que simplemente no
tuvo energías como para pelear con ella. Tomó sus ropas, se las
puso y se fue del apartamento, dejándola llorando todavía sobre la
cama.