CAPÍTULO XX
21 de
julio de 1972
Esa noche Henry estaba desvelado, sabiendo
que ella dormía profundamente con madre. No podía sufrir esa idea,
era un verdadero martirio. Estiró la mano y tocó el camisón de su
esposa; Becky duerme desnuda. Estaba durmiendo desnuda ahora con
madre. Se revolvió con violencia para apartar de sí esa imagen,
pero no pudo. Se revolvió en uno y otro sentido. Finalmente su
esposa se quejó. Al primer sonido de su voz saltó fuera del lecho y
se fue a la sala. Encendió la radio, se sentó en el sofá y escuchó:
Prokofiev. Su mujer cerró el dormitorio dando un portazo. Él buscó
en el armario de ropa blanca unas toallas de playa y sábanas y se
hizo una cama en el sofá. Durmió un poco mejor entonces, con la
música de fondo, hasta que súbitamente se despertó temblando; ¿por
qué? Tendido allí en el cuarto, a oscuras, y mientras su corazón se
aquietaba, oyó la música que llegaba a sus oídos. Escuchó. Eso era:
Brahms. El Trío de Brahms. ¿Estarían escuchándolo ahora? Se
levantó, apagó el aparato, se sentó y esperó el alba.
Finalmente amaneció, finalmente era lógico
levantarse, lavarse y vestirse, unirse a los vivos.
Después de desayunar, fue directamente al
piso de Becky. No tenía sentido ir a trabajar. ¡No iba a pasar otra
noche como ésa, oh no! Había que arreglar esto.
Cuando estaba parado en su calle, mirando
hacia su ventana, pensó, sin motivo, en el maníaco de Montana que
quería matarla. Recordó la noche en que la recogió en la
superautopista de Nueva Jersey y cómo la habría dejado sola en el
apartamento de madre si no hubiese estado tan asustada de quedarse
sola. Había pensado entonces, mientras ella le contaba su historia,
en ese miedo suyo. Ahora pensaba, en cambio, en el arrebato del
maníaco. Podía entender tan bien el que alguien pudiese querer
estrangularla...
Y se hizo súbitamente claro. ¡Ella había
mentido! El hombre ese no fue un desconocido que se materializó
como una sombra salida del desierto de Montana: ¡era alguien con
quien ella se había acostado! ¡Claro que lo era! Qué cuento más
tonto, éste de un extraño que había surgido del desierto para
llegar hasta ella caminando y le había puesto las manos en el
cuello para estrangularla. Era alguien a quien ella conocía.
Alguien con quien se acostaba. Probablemente habían estado viajando
juntos, y en Montana ella había conocido a algún otro, o se había
cansado de él, o Dios sabe qué motivos pudiera haber tenido en su
cabeza de chorlito, y le había dicho a este tío que lo dejaba, y,
¡por supuesto que él había querido matarla! ¡Por supuesto que
sí!
Henry se olvidó de madre, olvidó el
presente, y el pasado vino en remolinos y lo abrumó. Todos esos
cuentos sobre California, viajes en auto-stop, recorrer el país,
todo el tiempo que había estado con él, con el supuesto maníaco.
Henry había sentido tanta lástima por ella, la muchachita sola,
perdida, perpleja, ¡y todo el tiempo ella había estado acostada con
ese pobre infeliz!
Llegó hasta su edificio, tocó el timbre de
la calle y cuando el automático abrió la puerta, subió corriendo la
escalera y estaba frente a su puerta en el momento en que ella
abría. —¡Dormiste con él!, ¿no es verdad? —gritó.
Y la metió de un empujón dentro del piso,
cerrando de un portazo tras sí.
—¿Qué?,
—¡Ese hijo de puta en el desierto, tú te
acostabas con él! Ella se lo quedó mirando.
—¡El que intentó matarte! Quería matarte
porque lo dejaste, ¿no? ¡No era ningún desconocido! ¡Te amaba! ¡Te
amaba! ¿No fue así?
—¡No! —replicó Becky, apoyada contra la
pared.
—¡Sí, te amaba!
—¡No, Henry! No, por supuesto que no. ¿Cómo
iba a ser? Oh Henry, si fue puro invento mío.