CAPÍTULO XXVIII

 

4-8 de diciembre de 1972

 

No, nada divertido. Era una demostración de poderío. Era el gato jugando con el ratón. Con los hijos del ratón.
¿Qué es preciso hacer? ¿Puede proteger a las niñas de madre?
No. No puede. No es posible. Por muy vigilante que pueda ser, por muy cuidadoso que sea, por muy dispuesto que esté
a abandonar una vida normal para él y para ellas, sin dejarlas nunca solas, estando perpetuamente amparándolas, por grande que sea la parte de sus vidas que esté dispuesto a sacrificar en pro de este miedo, a madre le basta con esperar. Pues el precio de la vigilancia perenne es el miedo perenne, y no es posible mantenerlo. A madre le basta con esperar.
Muy bien, entonces. Muy bien. Y entonces, ¿qué? Bueno, bueno, llamar a la policía. ¿Qué más puede hacer? Decirles que madre lo hizo. Después de todo, fue un rapto.
¿Pruebas? Las chicas jamás podrán identificarlo. Cabellos rojos. Gordo. No gordo. Imposible.
¿Y por qué? La policía preguntará. Bueno, contarles todo el cuento. Pero aguarda. ¿Por qué madre piensa que Henry mató a Becky? Porque, dadas las circunstancias, conociendo sólo los hechos —su querida de antes, ahora a punto de casarse con otro, el aporreo de la puerta, su cuerpo desnudo aplastado sobre la calle—, ¿qué otra cosa podría creer si no?
Entonces, ¿qué más podría creer la policía?
No, no se lo puede —contar.
Y entonces, ¿qué?

 

A todos nos asusta, tendidos en la cama de noche, el crujido súbito en la casa silenciosa.
Tendidos en la cama aguardamos, aguardamos a que se repita. Y cuando no se repite, sonreímos ante nuestros temores infantiles, y volvemos a dormimos.
¿Pero cuando se repite? Cuando entra un intruso en nuestras vidas, ¿qué hemos de hacer?
¡Si sólo le hubiese dicho la verdad a la policía al principio! ¡Si pudiese acudir a ella, ahora!
Tendido en la cama, urde fantasías. Un revólver, un disparo, y se acabaría madre.
Tarzán, saltando entre los árboles para salvar su hogar selvático, el cuchillo entre los dientes, buceando en el río para atacar con las manos desnudas a los cocodrilos.
Pero Henry no tiene revólver o un cuchillo; sólo miedo.

 

Hablará con él.
Va al edificio donde vive madre, hace sonar el timbre, le
abren, sube las escaleras, y encuentra a un desconocido en la puerta. Machri se ha mudado.
Encuentra al portero. No ha dejado dirección.
Al día siguiente llama a la Mutualidad de Actores. Pueden darle el nombre y el teléfono del agente de Machri, pero no están autorizados para dar la dirección de su casa.
Henry menciona la dirección que ha visitado ayer, el antiguo apartamento de madre. ¿Pueden al menos decirle si ésa es la dirección que ellos tienen?
Ni siquiera debieran hacer eso, pero qué diablos, vale, sí, ésa es la dirección.
Henry anota el número del agente.
—¿Quién llama? —pregunta el agente.
—Es sólo algo personal, soy un amigo suyo.
—Bueno, deme su nombre y yo le haré llegar el mensaje.
—¿No podría decirme simplemente dónde está él ahora?
—Lo haría si pudiera. No sé dónde diablos está. Dijo que estaría llamándome una vez por semana para estar al tanto, pero no he sabido de él desde hace dos semanas. ¿Qué esperará que yo haga, buscarle trabajo y no poder ni siquiera decírselo después? ¿Cómo qué especie de imbécil me deja a mí? Puede usted decirle que o me da un número donde pueda comunicarme con él, o se va a freír espárragos. ¿Quiere decírselo de mi parte? Porque estoy hasta las narices con toda esta tontería.
—Pero si no sé dónde se halla.
—Bueno, déjeme su nombre y si él llega a llamar de nuevo se lo haré saber.
—No —dice Henry—, no importa. No tiene mayor importancia.

 

De modo que en alguna parte, caminando por las calles de la ciudad, hay un hombre gordo de cabellos rojos. O un hombre no tan gordo. O un viejo portero, gibado y canoso. O un doctor ceceante, de nariz bulbosa y acné o lepra.
Caminando por las calles hay un hombre que podría ser cualquier hombre, y que matará a Henry, o a su mujer o a sus hijas.