CAPÍTULO XVI
8-9 de
junio de 1972
Henry llegó a Bermuda agotado, exhausto, y
no sólo por falta de sueño. Llegó atrasado a la clase, pero lo
aguardaban y dictó una especie de conferencia. Siempre se las
arreglaba para reservar temas interesantes y distintos de la
materia oficial, por si algún día no tenía tiempo para preparar
adecuadamente una clase. Habló por tanto del superávit de argón en
las rocas de los fondos marinos, y de los gases primor-
diales contenidos en meteoritos y en la
Luna, y luego fue a su casa.
Tenía muchísima hambre, y su esposa le
sirvió una tortilla y café.
—Intenté telefonearte anoche —dijo.
—¿Cuándo?
—Antes de irme a dormir, a eso de las
once.
Henry asintió con la cabeza.
—Debí haber estado en la sala de contadores
a esa hora. Pensé en llamarte, pero cuando volví de nuevo a la
oficina— debían haber sido más de las doce y temí que estuvieses
durmiendo.
—Sí, a esa sí. ¿Cómo te fue?
Se encogió de hombros. Ya había pasado largo
tiempo, pensó, desde que ella hubiera podido saber en detalle qué
clase de trabajos realizaba él, de manera que no valía la pena ni
molestarse en urdir una mentira convincente. Lo irritaban las
preguntas de ella, no obstante, puesto que evidentemente no le
importaba.
—Aún no lo sé. Analizar los datos llevará
tiempo. Pero creo que resultará satisfactorio.
—¿Por qué tuviste que quedarte toda la
noche?
No era lo usual en ella preguntar. ¿Qué le
importaba?
—Estoy usando como indicador potasio
radiactivo —dijo con fastidio—, y no dura sino doce horas. Algo
marchó mal al comienzo y tuve que seguirlo antes que
desapareciera.
Si a ella le importase realmente,
preguntaría qué había marchado mal, y por qué el potasio desaparece
en doce horas. El único potasio de doce horas es un isótopo
producido en reactores, y no había reactores en Bermuda. ¿Qué diría
si ella preguntase?
Pero ella sólo dijo:
—Estás haciéndote demasiado viejo para esa
clase de asuntos. ¿No pueden hacerlo tus estudiantes?
Bonita suposición.
—Disfruto haciéndolo de cuando en cuando.
Pero, por Dios, qué cansado estoy.
—Ya me parece. Termina tu tortilla y vete a
dormir.
Fue a acostarse, y mientras se adormecía
pensó. Acerca de km cosas. Tendría que hacer algo, respecto de las
cosas. No iban a seguir así. Cuando volviese a casa tendría que
hacer algo.
Tendido, adormilándose, pensando en lo que
podría hacer. Pensando en Nigeria, en su esposa.
Se quedó dormido, pensando.
Durmió toda la noche. No así Becky, quien
despertó antes de amanecer, con dolor.
Henry había dejado las pastillas y un vaso
de agua en el velador. La etiqueta del frasco decía una cada cuatro
horas. Tomó dos. No pudo volver a dormir, y tomó otras dos.
Se durmió.
A la mañana siguiente, Henry se despertó
temprano y fue al laboratorio. Se dedicó plenamente a preparar su
conferencia matinal.
Becky también despertó temprano. Tomó otras
dos pastillas. La nariz le dolía cada vez más, pero las píldoras
hicieron su efecto y se durmió otra vez. Cuando volvió en sí, el
sol brillaba intensamente, y la habitación estaba caliente. No
quedaban muchas pastillas. Decidió tomar sólo una. Pero una hora
más tarde el dolor volvió a hacerse intolerable, y tomó otra.
Al atardecer ya no quedaban.
Madre se cansó de dar zancadas por su
apartamiento. Encontró sus guantes de jugar al béisbol y un par de
viejas zapatillas de gimnasia, y se dirigió a la Asociación de
Jóvenes Cristianos.
Deambuló allí un par de horas antes de poder
meterse en un juego. Finalmente, disgustado, decidió irse. En vez
de dirigirse a casa, fue a procurarse una buena parrillada.
No lo dejaron entrar al restaurante. Fue a
casa y se cambió la ropa: camisa, corbata, chaqueta y zapatos de
verdad. Regresó. El bistec estaba bueno, pero no valía la
pena.
Después de cenar Henry, se sentó en su silla
en la playa con un refresco y sus hijas. Sentado allí, observaba a
sus hijas, las olas, el sol poniente y su trago, y pensaba.
Acerca de las cosas.
Madre se sentó en su sillón, se puso a mirar
por la ventana y a cavilar. Cavilar acerca de las cosas. Acerca del
matrimonio, por ejemplo. Ya se había casado una vez, sin resultado,
nada de bueno. Pero eso había sido diferente, por tres
motivos.
«Bah, déjalo. Quizá no debería haber
bromeado sobre los nenes negros. No, no habría importado, ella
estaba tan metida con su padre que no se casaría nunca.
Exceptuando, quizás un hombre mayor. Como el tal Henry.»
Se puso de pie. Volvió a sentarse. No iba a
preocuparse por una chica. Ya había superado esa etapa,
afortunadamente.
—Gracias —dijo a su auditorio privado. —Les
agradezco, una y otra vez. Pero en mis venas no repican unas
campanas repitiendo «Becky, Becky»... ¡No, gracias!
Y no obstante...
«Sus sonrisas», canturreó; «sus enojos, sus
altos y sus bajos, son ahora para mí una segunda
naturaleza...3»
En todo caso, esa tontería que él estuviese
aquí y ella allá. Era mucha tontería. La mortificación de la carne.
Él ya había mortificado bastante la suya. No la había visto durante
casi una semana.
¿Qué debería hacer? ¿Qué le gustaría a ella?
No interesa, ¿cómo qué se sentía él? Se sentía muy John Wayne.
Masculino, paternal, parco de sonrisas, protector. Se puso en pie.
Ella estaba sola completamente; e iría a su lado y se encargaría de
ella. Llevó arriba la mano para enderezar su sombrero.
No llevaba sombrero. Ni tenía
sombrero.
No importa. Buscaría uno a la ida.
«Si Becky hubiese escrito inmediatamente»,
pensó Henry, «hoy ya la habría recibido». Pero pasó el cartero de
la tarde y no había nada para él. Bueno, después de todo, no era de
esperar que escribiese tan pronto. Debía tener aún un malestar
atroz.
Comenzó a preocuparse por ella, y antes de
irse a casa a cenar la llamó. El teléfono sonó y sonó, y finalmente
la telefonista le dijo que lo lamentaba, pero que nadie respondía,
y él le pidió que lo dejara sonar otro poco más y finalmente
renunció a insistir.
Comenzó a preocuparse un poco más. Ella
debía estar en casa. Y demasiado enferma como para salir.
¿Por qué no contestaba el teléfono?
Madre se compró un sombrero y se fue a ver a
Becky. La halló medio drogada y quejándose. Es decir, se detuvo en
el umbral, golpeando en la puerta y la oyó quejándose en el
interior, sin que le abriera la puerta.
—¡Becky! —gritó, pero no hubo más respuesta
que el suave quejido.
Era una suerte que hiciera el John Wayne ese
día, de modo que no dudara en descerrajar la puerta.
La encontró tendida en el suelo, y cuando la
dio vuelta vio el rostro vendado, los ojos inyectados en sangre, la
piel pálida, estragada.
—¡Virgen Santa! ¿Qué ha ocurrido?
Menos mal que había visto anteriormente los
efectos de la privación de droga.
Ella se quejaba de modo continuo, monótono,
extraño. Se balanceaba en sus brazos.
La llevó a la cama y la tendió. La arropó y
fue a la cocina, escudriñó por el fregadero y los armarios hasta
hallar un ovillo de cuerda. Cuando volvió a su lado encontró las
mantas nuevamente en el suelo y a ella casi fuera del lecho,
retorciéndose y quejándose. Volvió a tenderla, a cubrirla con la
ropa, y luego la ató. Le dio varias vueltas de cuerda en torno, y
alrededor de las patas de la cama, y apretó con firmeza.
Luego salió. Pilló un taxi, fue a su propio
piso y lo dejó esperando mientras subía corriendo por la escala.
Halló el paquete de polvo blanco y la jeringa hipodérmica y los
demás utensilios. Los envolvió en una toalla de papel, se metió el
paquete en el bolsillo y bajó corriendo.
La cuerda había resistido y no había entrado
nadie. Había temido que alguien viese la puerta descerrajada y
hubiese entrado para hallarla atada en su cama, pero después de
todo no debería haberse preocupado. Si alguien hubiese pasado
frente a su puerta, se las habría arreglado para hacer caso omiso
tanto de la puerta como de los gemidos. Gracias a Dios por Nueva
York.
Encendió el hornillo, echó un poco de
heroína en una cuchara, le agregó un poco de agua y disolvió la
mezcla al calor.
Llenó la jeringa y acudió junto a Becky. Le
desamarró el brazo, halló una vena, metió allí la jeringa y hundió
el émbolo.
Cuando ella dejó de gemir y sus ojos se
cerraron le soltó la mano y se incorporó. Se quitó la chaqueta y,
al pasarse la mano por el cabello, advirtió que llevaba sombrero.
Se lo quitó y lo lanzó a un rincón. Se sacó la ropa, fue a la
cocina, buscó un cuchillo y cortó las amarras, acostándose luego
junto a ella y puso suavemente la cabeza de la muchacha sobre su
pecho.
Sonó el teléfono.
No quería contestarlo, no quería moverse. La
tenía acunada tan dulcemente... Le cubrió los oídos con las manos,
ella no despertó y finalmente el teléfono dejó de repicar.
Cuando despertó, ella le contó lo que había
ocurrido. Lo de Henry, y de su nariz quebrada.
Él rió.
—Estás destrozando a ese pobre vejestorio.
¿Por qué le contaste que te habías acostado conmigo?
—No me hagas preguntas. No puedo pensar.
Quiero más.
—No, no todavía.
—Está empezando a doler de nuevo.
—Vamos a tener que dejar que duela.
—Eres malo.
—Ajá.
Le habría gustado llevar calzadas unas
espuelas. Estaba echado atrás en la silla de Becky con los pies
apoyados sobre su tocador. Habría creado un hermoso efecto si
hubiese llevado espuelas. Si hubiese tenido hierba habría podido
liar un pitillo. Si tuviese un poco de hierba y estuviese liando un
pitillo y calzando espuelas y llevase puesto su sombrero en la
coronilla, daría una imagen bastante satisfactoria, con los pies
puestos allí sobre su tocador.
—Duele ahora.
—No me importa si duele, no puedes ponerte
más todavía. Pero si tienes hambre, saldré y buscaré una pizza para
ambos.
—No podría comer.
—Mala cosa. Eso significa que la droga te
tiene cogida todavía y no puedes ponerte más.
—Sí, ¿cómo podré tener un poco más?
—Si sientes hambre, es un buen signo. Es un
signo por el que hemos de pasar antes de llegar a cualquiera otra
parte.
—Tengo hambre —dijo, y al decirlo pensó que
tal vez tenía. Había olvidado cómo era eso de tener hambre.
—¿Cuándo comí por última vez?
—preguntó.
—Hoy es jueves.
—¿Jueves? ¡Dios mío, chico, estás bromeando!
¡Estoy muerta de hambre!
—Iré a por una pizza para nosotros,
socia.