CAPITULO XXIII

 

22 de julio de 1972

 

Resultó que era más de la una de la mañana. «Debo haber estado vagando durante horas», pensó. Ella preparó café y él puso las dos tazas en la mesa de la cocina.
—Bonito —dijo él—. Agradable. Como en los antiguos tiempos.
—¿Estás enojado conmigo?
La miró. Se sentía tan triste... Pero sonrió.
—No. ¿Cómo podría enojarme jamás contigo?
—Me amas, ¿verdad que sí?
—Comme çi, comme ça.
—Yo también te amo.
—Comme çi, comme ça no significa sí.
—Yo sé lo que quiere decir, y lo que tú quieres decir, y yo te amo, también.
—Eso no es lo que dijiste ayer.
—Es lo que estaba tratando de decir.
—¿Y madre?
—Ése es el problema —convino Becky—. No puedo amar a los dos.
—Eso no solía incomodarte, nunca.
¿Qué debía hacer él?
—No. ¿Ves?, no entiendes. No entiendes en absoluto, ¿verdad, cariño?
Tocó suavemente el rostro de Henry. Él le retuvo la mano. —Siempre creí haber entendido.
Ella le sonrió y retiró su mano.
—Sí, pero no entendías. No entiendes.
—¿Y tú?
—Antes sí. Ahora ya no. No, de veras. Lamento haberte amenazado con el cuchillo cuando entraste.
—No me sentí realmente amenazado.
—Estaba asustada.
—Estabas aterrada.
Y con toda razón, perra.
—Voy a dormir contigo, ¿sabes? Oh, por supuesto que lo sabes.
—No, no vas a dormir conmigo —dijo Henry.
—¿Qué?
—Después hablaremos de eso. Dime qué entiendes sobre ti misma.
—Qué no entiendo.
—Qué entendías.
—Muy bien. Te amaba...
—¿Amaba?
—No interrumpas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Te amaba, y amaba a madre. Pero no al mismo tiempo. —¿Hubo un tiempo en que quisiste a madre y a mí no? —Eres muy bueno para no interrumpir.
—Perdón.
—Ni siquiera sabes cuándo te amé. Te amé antes de que tú me amaras. Te amé al instante, desde el principio mismo. Te
amé cuando aún no te reponías del trauma que te produje.
—¿Cuándo dejaste de amarme?
—¿Quieres dejar de interrumpir? Me acosté con madre porque estaba como asustada de quererte, porque tú no me querías, y estabas casado y todo. Jamás pensé que dejarías a tu mujer por mí.
—Lo habría hecho, ¿sabes?
—No entonces, no al comienzo.
—No. Más tarde, cuando comencé a quererte.
—Sí, pero yo ya estaba enamorándome de madre entonces. ¿Ves?, al principio, yo podía dormir con él porque, bueno, para empezar, él me dio un lugar donde vivir y no estar sola cuando tú me dejaste, y luego, era como una defensa contra ti. Yo podía decir, ¿ves?, «No necesito a Henry, madre me ama.»
—Pero él no te amaba.
—Yo me hacía la idea de que sí me amaba. Pero yo te amaba a ti entonces. Tú eras una especie de símbolo de todo lo que me faltaba en la vida, ¿sabes?, toda la cuestión. Tú eras mayor y tranquilo, y sabías lo que estabas haciendo, y eras honrado y consciente y me cuidabas, te preocupabas por mí, hasta estabas un poco celoso de madre. Era como tener una familia. Realmente te necesitaba.
Se detuvo.
—Pero... —dijo Henry.
—Sí convino Becky—. Pero... estabas casado con otra. Yo me engañaba a mí misma si pensaba en ti como mi familia. Y madre no es del tipo familiar, ¿verdad que no?
—No.
—Bueno, sí lo es, en el fondo, pero yo no sabía eso entonces. De modo que pensé que si me iba de su piso tal vez él se pondría más serio. Pero resultó al revés. Yo lo echaba de menos. No me había dado cuenta de lo sola que estaba y de lo mucho que te debías a tu familia. Luego, no sé, todo se puso tan confuso, no sé quién amaba a quién, pero luego se aclaró cuando te fuiste a Bermuda. Bueno, cuando volviste y me diste un puñetazo en la nariz.
—Lo siento.
—Está bien. Pero, verás, luego te fuiste de nuevo y me dejaste sola...
—¡Tuve que irme!
—Por supuesto que tuviste que irte, no te lo estoy reprochando, pero, ¿qué sucedió? Tú te marchaste, no puedes negarlo, te fuiste y llegó madre. Él me cuidó. Tú no. Quizá querías hacerlo, pero no lo hiciste, no pudiste. Él pudo, y lo hizo, y finalmente juntamos todas las cosas; yo amaba a alguien que me amaba a mí sil mismo tiempo.
—Madre.
—Sí.
—Yo también te amo.
—Por eso es que no pude enfrentarme contigo, porque no pude acostarme más contigo.
—¿Pero ahora puedes?
—He pensado sobre eso. He decidido. Ya no te amo, realmente amo a madre. Así que puedo acostarme contigo si lo quieres realmente.
La miró y ella le devolvió la mirada.
—Becky, tú eres demente.
Ella se encogió de hombros.
—No puedo acostarme contigo de esa manera —dijo Henry.
«Ni matarte», pensó.
Becky sonrió.
—Oh, sí que puedes. ¿Apostamos?
—Nada de apuestas. ¿Qué tal un poco de café? ¿O preferirías antes un trago?
—¿Antes de qué?
—Antes del café.
—¿Nada más? —preguntó ella.
Henry movió la cabeza.
—No. Nada.
—¿Ya no me quieres?
Se quedó mirándola.
—A que no te atreves —dijo ella.
—Tomemos un trago —dijo Henry.
—De acuerdo. De acuerdo, tomemos un trago y hablemos de otras cosas.
Becky fue a la cocina, sirvió un vaso pequeño de aguardiente y agua para cada uno, y trajo luego las bebidas a la sala.
—A tu salud —dijo, pasándole su vaso a Henry y elevando el suyo propio para brindar.
Becky bebió un sorbo. Henry levantó el vaso y lo bebió como si fuera gaseosa.
—Creo que me voy a emborrachar —dijo.
—Nunca te emborrachas.
—Ahora sí.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo Henry—. Porque me da la gana.
—Eso no es verdad.
—¿Qué no es verdad?
—Que no sabes. Tú sabes por qué quieres hacerlo —insistió Becky.
—¿Por qué?
—De manera que puedas acostarte conmigo.
Henry bajó la vista.
—No —dijo.
—Henry. Oh Henry, mi amor.
—Caray. Caray, carajo, aagh.
—¿Aagh?
Ambos rieron.
—Me voy —dijo él.
—No te vayas.
—No quise decir ahora mismo.
—Qué bien.
—Quiero decir para siempre. Me voy a Nigeria.
—¿A dónde?
—A Nigeria.
Ella se volvió y lo miró.
—¿Realmente te vas? ¿Lo vas a hacer?
—¿No creías que lo haría?
No le contó todo. No le contó sobre su idea de llevarla consigo. No la invitó a irse con él.
—Caramba. Eso sí que es grande, Henry. No pensé que lo harías, realmente.
Él le acarició el cabello.
—¿Y qué pasa con tu mujer?
—Ella no irá. No podría, imposible.
—No, ya pensaba que no. ¿Vas a abandonarla?
—Si yo me voy a África y ella no, supongo que podrías interpretar eso como que yo la dejo.
—Supongo que podrías —dijo Becky.
Se quedaron callados, mirando a cualquier punto de la habitación, pero sin mirarse el uno al otro. Finalmente, Becky dijo:
—Me parece fantástico.
—¿Realmente?
—Sí, de veras.
Becky frunció el ceño.
—No tienes cara de que te parezca fantástico —dijo Henry.
—Sí me parece, sólo que...
—¿Qué?
—Bueno, no estoy segura de entender, eso es todo. Es decir, ¿por qué lo haces?
—¿Estás bromeando?
—Quiero decir... No sé cómo decir lo que quiero decir. ¡Qué diablos! ¿Lo vas a hacer por mi causa?
—Sí, supongo que sí.
—Oh, no.
—¿No quieres que lo haga?
—No, si es sólo por mi causa. No quiero que arruines tu vida.
—No, escucha, es lo que quiero hacer, lo que siempre he querido hacer, realmente. Pero, ¿sabes? es difícil hacer algo como esto, de manera que lo postergas, y entonces de pronto estás muerto y nunca lo has hecho. Cuando dije que lo estaba haciendo por ti, quise decir que fuiste tú quien me dio el empujón, lo que me hizo decidirme a hacerlo ahora.
—¿En serio quisiste decir eso?
—Sí.
Ella bajó la vista, luego se mordió el labio y sonrió, un poco para sí misma y un poco para él.
—¿Lo harías de todos modos si no me caso con él?
—Sí.
Becky sonrió súbitamente. Una sonrisa amplia y hermosa, tal como hacía tiempo que él no veía en su rostro.
—¿Sabes? Te he juzgado mal —dijo Becky—. Te he juzgado terriblemente mal.
—¿Qué quieres decir?
—Fumemos un pitillo —replicó ella, saltó y corrió hacia el estante de libros en donde guardaba la marihuana.
Lió un cigarrillo, lo encendió, lo aspiró profundamente y se lo pasó a Henry. Éste recordó cuán horrorizado estuvo, cuando se conocieron, con la idea de fumar hierba, y de cómo se negó a hacerlo. «Bueno, progresamos, ¿no es así? Evolucionamos, cambiamos.
—¿Qué quisiste decir?
—¿Cuándo?
—Cuando dijiste que me habías juzgado mal.
—¡Oh! Pensarás que soy tonta.
—No, no creas eso.
—Arrogante.
—No, no.
—¿Lo prometes?
—Prometido.
—Bueno, suena tan tonto, porque tú eras tan mayor que yo y todo eso, y sé que parte de nuestra relación es el viaje padre-hija.
—¿Lo es?
—Sí, claro que lo es, tú sabes que lo es. Te quiero como a un padre y tú me quieres como a una hija.
—Bueno, difícilmente iba yo a pensar que ocurriese al revés, pero aun así no estoy seguro de que tengas razón. ¿Cómo me quieres, como padre? ¿Para qué te cuide?
—No, en absoluto, eso es precisamente lo que estoy diciendo. Me gustas como un padre con el cual acostarme.
—¡Vamos, Becky!
—No vengas a decirme que te escandalizo, tú sabes de qué estoy hablando. Cuando te hago gozar, cuando te tengo en mis manos, especialmente cuando te tengo en mi boca, estás completamente a mi merced, ¿no es así?
—Yo no diría exactamente eso.
—¿No? Te podría hacer subir la pared y tirarte por la ventana. ¿Quieres que te lo haga ahora mismo, sólo para probarte que tengo razón?
Henry sonrió.
—No —dijo.
—¿No?
Él dejó de sonreír.
—No —repitió.
—¿Realmente no?
—Realmente.
—¿Qué hay de malo?
Henry movió la cabeza.
Ella lo miró, le clavó la mirada. Él se encogió de hombros.
—Bueno, como que de todos modos sabes que tengo razón —dijo Becky—. Cuando te tengo de esa manera, tú harías cualquier cosa que te pidiera, cualquiera, ¿no es verdad? Tendrías que hacerlo. Porque eres mi esclavo.
—¡No lo soy!
Becky reía regocijada.
—Claro que sí. Anda, reconócelo. ¿Por favor?
—De acuerdo.
No pudo evitarlo, cuando ella se pone así no le queda más remedio que seguirle la corriente.
—Dilo.
—¿Decir qué?
—Que eres mi esclavo.
—Pero si no soy tu esclavo.
—Cuando yo te hago eso lo eres. Dilo.
—De acuerdo.
—Dilo, entonces.
—Soy tu esclavo.
—¡Ves! —aplaudió Becky, triunfante—. ¡La lucha de las generaciones! ¡Y yo gano! ¿De qué estábamos hablando?
Entonces trataron durante un momento de recordar de qué habían estado hablando, mientras se iban pasando el pitillo alternativamente.
—De nuestra relación padre-hija —dijo Henry.
—Ah, sí. Bueno, es cuando pienso en ti como en un padre. No cuando me estás cuidando, sino cuando te tengo por completo en mi poder. Y tú piensas en mí como en una hija cuando me estás gozando, porque entonces puedes convertirte en el novio de tu hija. Puedes ser joven otra vez.
—No pienso en ti como en mi hija —dijo Henry con furia, sacudiendo la cabeza. «¡Estos condenados mocosos creen saber tanto!»
—No, no como en tu hija, sino como en una hija. ¿Dije tu hija? No, estoy segura de que dije una hija.
—Dijiste tu hija. Mi hija.
—No. Una hija.
—En todo caso no veo la diferencia.
—¿No la ves?
—No.
—Bueno, no importa.
Henry aspiró el humo a fondo, muy a fondo, y lo retuvo.
—A veces pienso en ti como en una hija cuando te estoy cuidando —dijo, exhalando lentamente el humo y pasándole el pitillo a Becky.
—¿De veras?
—Bueno, no como una hija, es decir, no tanto en ti como una hija, sino en mí como un padre. Siento que yo te estoy
cuidando, y no quiero que nadie más te cuide. Por eso odio a madre.
—No lo odias.
—Odio todo el asunto. Después de dejarte, ¿sabes?, cuando tuve que regresar a Bermuda, después de ese asunto con tu nariz...
—Después que me quebraste la nariz.
Henry le sonrió.
—Perra —dijo—. De acuerdo, después que te quebré la nariz, después de ese asunto con tu nariz, estuve tan preocupado por ti, quería de tal manera estar contigo, cuidarte/ y tú no escribías, y cuando te llamaba no había respuesta, casi me volví loco de preocupación y ansiedad...
—Y el teléfono estaba descompuesto.
La miró. Becky se esforzaba por ahogar una risita.
—Te voy a pegar.
—Ay, cariño, lo siento —le tocó el rostro—. Pero si pudieras ver la cara que pones, y si hubieras podido ver la de madre cuando arrancó el teléfono de la pared...
Becky se mordió los labios.
—Te voy a pegar.
—No, no lo hagas, no lo puedo evitar. Me portaré bien. Ay, cariño. Pobre, mi amor. ¿Estás muy alterado?
—No sabía qué hacer. Estaba dispuesto a dejarlo todo, mi familia, todo, y volver, a ayudarte, a cuidarte, pero, \ni sabía dónde estabas! ¡No sabía qué estaba pasando! Casi enloquecí, Becky.
—Lo siento.
—Y luego vuelvo, y encuentro que andas de viaje con él.
—Fondeándolo —susurró Becky.
La tomó por el hombro. La agarró con fuerza, intencionadamente fuerte, para hacerle daño.
—Sí, echada en cama fondeándolo, mientras yo me enloquezco de preocupación por ti.
—¿Quieres pegarme?
—¡Sí!
—Hazlo.
—No.
—Pero-si está bien.
—No.
Henry se incorporó y fue hasta la ventana. Miró hacia las calles sombrías. Ella se tendió en el sofá.
—Quisiera que me sacaras a golpes toda esta malignidad que tengo —dijo Becky.
—Lo haría si pudiera.
—Tú puedes.
—No puedo. Puedo golpearte, pero no quitarte de encima la malignidad.
—¿Tan malvada soy?
—No. Sólo joven y egoísta. Y ninguna paliza te quitará eso.
—Salvo el tiempo.
—Sí.
—Pero tú no me amarás cuando esté vieja.
Henry se volvió y la miró. Rió, volvió junto a ella y se sentó a su lado.
—¿De qué te ríes?
—De la idea de que estuvieses vieja. ¿Sabes? Creo que te amaría entonces. Te miraría y recordaría tal como eres hoy, y sería tan condenadamente gracioso que no tendría más remedio que amarte.
—Sí —dijo Becky, reclinándose sobre él—. Aún estarías tratando de protegerme. Me tendrías en tus brazos y tratarías de protegerme contra la vejez.
—No {Hiedo protegerte contra nada.
—Me estás protegiendo del maníaco de allá afuera.
—¿Quién?
—Ese hombre que estuvo golpeando en mi puerta. Tú me estás protegiendo contra él.
—No —dijo Henry—. No lo estoy.
—Sí que estás.
—Si él quiere realmente agarrarte, te agarrará.
—¡No digas eso!
—Todo lo que tiene que hacer es esperar hasta la mañana, cuando yo regrese a casa.
—No me asustes —rogó Becky—. Dame una chupada.
Miró el resto de la colilla que quedaba entre sus dedos.
—Se ha acabado.
—No es verdad. Siempre desperdicias el último poquito. Dámelo.
Se lo pasó. Ella lo tomó entre las uñas, apretándolo apenas, se lo llevó a los labios, y le extrajo una última y larga bocanada.
—Algún día te vas a quemar —dijo Henry—. Con razón les
dicen a los nenes que ese asunto es peligroso. No sé cómo lo haces.
—Son las uñas largas. Uno de los muchos motivos por los cuales son superiores las mujeres.
Tocó el rostro de Becky. Ella le mordió el dedo. Él le apretó con su otra mano un pecho y la besó en el cuello, mientras ella le mordía el dedo. Apretó con fuerza el pezón, tratando de hacerle doler lo suficiente como para que dejara de morder, pero ella no se detuvo, y él se percató de que jamás podría causarle un dolor suficiente como para detenerla. El dolor se hizo más y más profundo, más y más, hasta que casi le gritó a ella que lo dejara. Pero no gritó, no gritó, ella mordió más fuerte, y él no gritó, y finalmente el dolor pasó, fue más allá de la sensación, comenzó a desvanecerse, y ella aún mordió más y más a fondo.
Finalmente, ella lo soltó. Henry se dio cuenta de que había dejado de respirar. Tuvo miedo de mirarse el dedo. Le sostuvo el pecho, ahora con suavidad y se quedó, con los ojos cerrados, contra su cuello.
—¡Dios mío, mira tú dedo!:—exclamó Becky.
Levantó la cabeza. No estaba tan mal como había esperado. No tenía sangre. Las marcas de los dientes, clara y nítidamente visibles en la carne, se hundían profundas y blancas bajo las dos primeras falanges. Pero no había sangre. El dedo estaba insensible.
—¿Qué es lo gracioso? —preguntó Becky.
Él estaba sonriendo.
—Estaba pensando qué esquela más buena sería: «Destacado geólogo muere de infección ocasionada por mordeduras de su amiga.»
Ella le lamió el dedo, lamió las dentelladas.
—Fue delicioso —dijo—. ¡Qué buen sabor tienes!
—¿Mejor que el de madre?
—Jamás lo he mordido así.
—No es eso lo que he querido decir.
—Ya lo sé.
Ella levantó la cabeza y le lamió los labios.
—Tómame ahora —dijo.
—No.
—¿Por qué no? ¿Qué hay de malo?
Bueno, Henry no sabía qué, exactamente.
—Está bien —dijo—. Te lo explicaré. Prepárate para acostarte.
Ella lo miró, perpleja.
—Es tarde —dijo él—. Anda, anda a prepararte para la cama. Yo te esperaré.
La llevó al dormitorio, la empujó dentro del baño, y se tendió en la cama, sobre la colcha. Se adormiló y cuando ella abrió la puerta y volvió, se despertó y por un momento no pudo recordar dónde se hallaba. Había sido un día largo. Ella salió desnuda y se quedó de pie, mirándolo.
—Métete —dijo Henry, y corrió las ropas de la cama.
Ella se metió en la cama. Él se levantó, dio la vuelta en torno, y se sentó junto a ella.
No podía mirarla. Puso su rostro junto al de ella, hundiendo la nariz en su cuello, bajo sus cabellos. Frotó la espalda de Becky como la de un perro, un animalito. Un nene.
—No está bien —dijo—. Lo siento, simplemente no está bien.
—¿No? —preguntó ella.
Henry se sentía indeciblemente triste, pero rió. Toda la tristeza y desdicha del mundo no habría podido impedirle el reírse de ella en ese momento. Cuando alguien es real y verdaderamente inocente, ¿qué más puede hacerse sino reír? —Tú siempre te ríes de mí —dijo Becky.
—Para no llorar.
—¿Por qué quieres llorar?
—Porque no me voy a acostar contigo.
—¡Oh!
Tan sólo eso, nada más.
—Cuando te pones muy viejo —le dijo Henry—, como yo, empiezas a recordar trozos de poesía que te encantaban de niño.
—¿De qué te acabas de recordar?
—Ah, claramente recuerdo que fue en el lúgubre diciembre, y cada brasa moribunda echaba su propia sombra sobre el piso...
—¿Y yo soy tu Lenore perdida?
—Sí. Perdida. Para siempre.
—Pero he vuelto. Estoy aquí.
—Llegas demasiado tarde. Esta tarde fue el momento justo. Ahora ya no.
—¿Es por eso que no quieres dormir conmigo?
—No podemos fingir que no ocurrió. No puedo olvidar la manera en que me miraste, la manera en que dijiste que no podías.
—¿Me perdonas?
—Te perdono. Pero no puedo olvidarlo. Es que no puedo acostarme más contigo. Simplemente, no puedo.
—Pero yo quiero que lo hagas ahora. Quiero que me haga«; el amor.
—¿Qué?
Ella volvió a reír.
—¿No soy yo la dama, pues?
La besó.
Ella dijo:
—Quiero que me hagas el amor.
—No.
Ella se apartó y le dio la espalda.
—Debes ser una buena chica —dijo Henry— y escucharme.
Yo sé lo que más conviene, realmente lo sé. Si me vas a dejar, no debes tratar de aferrarte. No debemos hacer esto.
La tomó en sus brazos, ella se volvió, y él le besó los ojos cerrados, y le acarició suavemente la mejilla con un dedo.
Y besó suavemente su cuello, y dulcemente su oreja, y besó su nariz, y apenas sus labios, y nuevamente sus ojos cerrados. Y la sostuvo, y ella fue respirando cada vez más hondo y se quedó dormida.
Se levantó con calma, despacio, para no despertarla, y apagó la luz. Fue a la sala.
Debería haberse ido a casa, pero no pudo resolverse a llegar tan lejos. No tan lejos. No fuera de su puerta. Eran casi las dos de la mañana y había empezado a llover, una lluvia densa y fría, y jamás conseguiría un taxi, probablemente agarraría una neumonía y moriría, y todas esas eran excusas, y él sabía que eran excusas, y estaba muy contento de tenerlas. Abrió el sofá cama, halló una sábana y una manta en el armario de la sala, las extendió sobre la cama, se quitó la ropa y se tendió desnudo.
Se durmió al instante, pero despertó de nuevo al cabo de lo que no podía ser sino un momento. Había silencio, un silencio de muerte, pero escuchó algo. Quedó allí sin dormir del todo y aguardó, escuchó, hasta que finalmente oyó cómo se abría la puerta de su dormitorio y sus pasos acercándose por la sala. Se detuvieron junto a la cama. Permaneció quieto, haciéndose el dormido, y aguardó. Estaba medio de costado, medio de barriga, dándole la espalda. Sus pasos se habían detenido, y hubo silencio por un rato tan largo que pensó que quizá los había soñado, pero no se atrevió a volverse. Y luego, finalmente, cuando ya casi no podía tolerarlo más, ella levantó suavemente la manta, retirándosela. Y él no se movió, y nuevamente hubo silencio y no ocurrió nada.
Silencio.
Y de pronto ella le dio una palmada de través en su lomo desnudo. Una palmada fuerte, súbita, retumbante y quemante, y él aulló y saltó y ella lo cogió mientras lo hacía y lo estrechó con firmeza y cayó en la cama con él, envolviendo a ambos con la manta y a él con brazos y piernas y él pegó su boca a la de ella y la besó.
Y pensó: «Bueno, hice el intento.»

 

Despertó súbitamente, horrorizado. ¿Qué había ocurrido? Debió haber dormido un poco, ambos debieron haberse adormilado. Miró con incertidumbre en derredor. Sus ojos hallaron el reloj que brillaba en la oscuridad. Eran más de las tres. ¿Pero qué había ocurrido? ¿Qué andaba mal? Simplemente se había despertado de súbito, aterrorizado. Trató de sentarse, pero no pudo. Movió la cabeza de un lado a otro, tratando de despertar. Estaba dormido aún, cogido por los restos de un sueño, medio despierto, paralizado por el sueño, paralizado por el terror. Paralizado, y algo andaba tras él.
Logró romper las amarras del sueño, e incorporarse hasta quedar sentado. El corazón le palpitaba locamente. Respiró hondo, y tiritó. Agitó las extremidades, despertando sus piernas y sus brazos, esperando despertar a Becky sin hacerlo, de hecho, intencionadamente. No quería estar solo. Pero la condenada continuaba durmiendo.
Estaba quieto, estaba inmóvil. Miró en torno la habitación oscura, atisbando con toda la fuerza de sus ojos en los rincones oscuros, impenetrables. ¿Estaban solos? ¿Había alguna cosa allí? Quiso salir de la cama, atravesar el cuarto, accionar el interruptor en el muro y encender las luces, pero no pudo moverse. «No hay nada aquí», se dijo. «No hay nada que temer.»
Había una quietud total, un silencio total. Retuvo el aliento y trató de escuchar el sonido de la respiración. En un momento sus oídos se acostumbraron al silencio, y pudo escuchar la respiración de Becky, larga y lenta, con un suave murmullo, y luego en un tono diferente el fuerte y súbito golpear de su propio corazón haciendo eco en las tinieblas. Nada más. Nada. Ni un sonido. Luego, como el remanente de algún tiempo remoto, desde lejos en la noche, le llegó claramente el crujido de una pisada.
Se puso rígido. Literalmente, se le heló la sangre, se le atiesaron los músculos, se le erizó el pelo. La piel de su espalda quedó tirante. Le hormigueaba. Podía sentir cómo la sangre se le iba de las piernas. £1 crujido provenía de más allá de la sala en donde yacían sobre el sofá-cama. ¿Del dormitorio, quizás? ¿O desde fuera del apartamento? No podía moverse. Se quedó sentado en la cama, aguardando, escuchando, pero no hubo más sonidos.
El silencio no era reconfortante. Era una tensión, un resorte, y cuanto más tiempo duraba el silencio más se enrollaba, cada vez más y más apretado, y sus oídos se esforzaban por oír el sonido que había ciertamente de venir...
Hundió los dedos en la espalda de Becky y la despertó sacudiéndola.
—¿Qué? ¡Qué pasa!
Dio una voltereta y se pegó a él.
—¡Sean!
—¡Soy Henry!—le gritó.
—¡Henry! Henry, sí, Henry, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre?
—Escuché algo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Es él?
—No sé.
Ella se sentó.
—¡Quieta! —chistó—. Escucha.
Permanecieron ambos sentados en la cama en la habitación vacía y oscura y escucharon. Finalmente ella dijo:
—No oigo nada.
—Quizá él se fue —dijo Henry.
—Quizá está aguardando —susurró ella.
—¿Llamo a la policía?
—¿Qué les dirás?
—Escuché un crujido.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
Becky rió con su risa infantil.
—Pero siempre hay crujidos en esta casa —dijo—. Es una casa vieja. ¿Estabas soñando?
La tensión se rompió. Comenzó a relajarse. Un poco nada más.
—Sí. Sí, creo que sí.
—¿Crees que fue sólo un sueño? Oh, pobre niño —dijo Becky.
Volvió a deslizarse en la cama arrastrándolo a él consigo. Atrajo su cara poniéndola sobre su pecho cálido de sueño.
—Mi pobre niño —dijo—. Era sólo un sueño, eso era todo. —No sé. Tal vez era sólo un sueño.
—¿Quieres que vaya a echar un vistazo?
—Sí.
Becky salió de la cama y encendió la lámpara. Él se había olvidado de la lámpara. Todo lo que tenía que hacer era estirarse y encenderla. La habitación estaba vacía. Ella la atravesó y salió por la puerta.
Estaba solo.
—Becky —llamó.
Ella asomó la cara.
—¿Qué?
No supo qué decir.
—¿Te encuentras bien? —preguntó tontamente.
—Sí, por supuesto.
Y nuevamente desapareció. Se encendió la luz del dormitorio, podía verla brillar a través de la puerta abierta y la oyó caminar allí dentro. Ella volvió nuevamente, aseguró el cerrojo de la puerta y todas las ventanas. Luego dijo:
—No hay nadie aquí.
—Lo siento.
—Me alegro.
Becky sonrió.
—Está bien. Dejé encendida la luz de la cocina, de modo que no quede muy oscuro si apagamos la luz. ¿Quieres volver a dormir? ¿O levantarte un rato?
—¿Crees que podríamos servirnos una taza de café?
—Estupendo. Iré a prepararlo.
Mientras se levantaba de la cama comenzó a despertar verdaderamente. Es curioso cómo el sueño se aferra a uno a veces, cómo los sueños se niegan a soltar su presa, especialmente cuando uno se despierta súbitamente del sueño que lo asusta en medio de la noche, de modo que parece como los hilos de una telaraña que cuelgan de los hombros, suaves y pegajosos, de los dedos, suaves pero irrompibles, que cuelgan de la nuca, se enredan en el cabello haciéndolo a uno caer, caer nuevamente en el sueño.
No había nada de qué asustarse. No había nada allí. Caminó por el suelo desnudo hasta el dormitorio, hasta el armario. Lo abrió, y allí estaba la bata de madre. «Caray», pensó, «ni siquiera me importa. Es decir, así son las cosas, no es así, y sí son así; bueno, caray, pues así son.» De hecho al verla colgada allí, después de estas últimas semanas, se sentía como un viejo amigo, algo que quedaba de la infancia. «Por cierto que es de madre... Bueno, caray.» Sacudió la cabeza para librarse de esos pensamientos, se puso la bata y caminó hacia la cocina.
Becky estaba allí, desnuda frente a la lumbre, dándole la espalda, esperando que pasara el café. Tiritaba. Se le acercó por detrás.
—¿Tienes frío? —le pregunto.
Ella asintió sin volverse.
Abrió la bata y la envolvió con sus brazos, encerrándola, pegándola contra sí. Su trasero parecía de hielo contra sus muslos. No, como mármol o marfil, suave, firme y frío. Rodeó con las manos sus pechos. Fríos también, pero más suaves y elásticos. Extendió sus dedos desde ellos, hundiéndolos en las axilas de ella. Allí, ella aún retenía algo del calor del lecho.
—¡Ah, qué rico! —dijo ella apoyándose contra él—. Qué agradable.
Se volvió dentro de la bata para quedar de frente, moviendo su cuerpo contra el de él a todo lo largo. La agarró por el trasero y la atrajo firmemente contra sí. La levantó hasta que su peso ya no descansaba en los pies sino en sus manos, deslizando el cuerpo de ella sobre el suyo y hacia arriba y de algún modo, con gran facilidad, entró en ella.
—Pensé que estabas asustado —dijo ella, sujetándolo por los cabellos de la parte posterior de su cabeza.
El la reclinó contra los armarios de la cocina, sin dejar que sus pies tocaran el suelo.
—¿De qué estabas asustado? —preguntó, mientras él la movía asiéndola del trasero.
Los ojos de ella estaban medio cerrados, y la boca abierta.
—¿De qué estabas asustado?
—De nada.
—No hay nada aquí.
—Ya lo sé.
Los dedos de ella estaban enredados en su cabello. —No te asustes —decía Becky—. No te detengas. —No —dijo Henry—. No me asustaré.
—Y no pares.
—Y no pararé.
—¿Apagaste el fuego del café?

 

El café se quemó, por supuesto.
—¿No sirve para nada? —preguntó Becky.
—No —dijo él, escupiendo de vuelta en la taza y derramando el resto en el lavaplatos—. Está quemado.
—Lo siento. Haré más.
—No es precisamente culpa tuya —sonrió Henry.
—Sí que lo es. Yo te seduje. Haré más. Sólo que nunca puedo recordar si lo tomas negro o con leche.
Ambos sonrieron. Esta vez ella no estaba ni siquiera fastidiándolo. Estaban sólo recordando juntos. «Nos hemos entretenido un poco los dos», pensó, «Becky y yo, hemos pasado juntos algunos ratos gloriosos. Nos hemos arrancado y separado el uno del otro. Si realmente ella va a casarse con madre, si realmente lo va a hacer, creo que aún tenemos algo que no se habrá perdido.»
—¿Por qué sonríes? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió—. ¿Por qué sonríes tú?
—A causa tuya.
Henry asintió. Eso era exactamente cierto.
—¿Quieres el café? —preguntó Becky.
—No. Tomemos un trago, mejor. O un poco más de marihuana.
Ella rió, poniéndose aquella bata y cruzándosela bien ceñida.
—¿Cuál es el chiste?
—La manera en que lo dices. Tan formal. Marihuana.
—/Qué debería decir? ¿Mary Jane?
—No, eso es demasiado formal también. María. O Maruja. O la gran M, o solamente M.
—¿Hierba? —preguntó Henry.
—Hierba resulta siempre aceptable —convino Becky—. Un término más bien clásico, pero aceptable. Es seguro, pero muestra la mente convencional.
—En todo caso preferiría un trago —dijo Henry—. Y algo abrigado para ponerme, ahora que acaban de birlarme la bata.
—Majestad —Becky hizo una reverencia y se fue.
Henry caminó hacia la sala para ver si podía contemplar el amanecer por la ventana, que da hacia el este. Se plantó frente a ella, mirando, pero todo lo que pudo ver fueron las calles oscuras con los manchones de luz de los faroles, y más allá de ellas sólo las formas oscuras y confusas de edificios y un cielo negro, y nada más.
Pasó un coche de derecha a izquierda. Salido del silencio de la noche, salido de la nada, con los dos rayos ardientes e idénticos de sus faros apareciendo súbitamente como los ojos del tigre, tigre, ardiendo brillante en las selvas de la noche,4 en el silencio de la noche pasaron veloces a través de la amplitud de la ventana y se detuvieron.
¿Se extinguieron? Aunque ya no podía ver los ojos, ¿no estaban aún allí, ardiendo brillantes? ¿En algún lugar a la vuelta de la esquina?
Volvió Becky, trayendo una colcha.
—Chitón —dijo Henry.
—¿Qué pasa?
—No sé.
Algo que había pasado frente a él había desaparecido. Becky, que llegaba ahora a la ventana, mirando con él hacia afuera, no podía ver que el coche había estado allí. Pero había estado. No obstante, había existido. Y extendiéndose hasta el infinito siguiendo la flecha del tiempo en ambas direcciones, equilibradas parejamente en torno al momento único de su existencia, estaban las silenciosas, vacías, vacías selvas de la noche. Blake tenía razón, era en verdad una pavorosa simetría.
Pensó en las hermosas líneas con que terminaba el drama de Albee, la soledad y miedo inexpresables, y cantó en voz baja «¿Quién le teme al gran tigre malo, gran tigre malo, gran tigre malo?... ¿Quién le teme al gran tigre malo ..?»
Y Becky, aproximándose a él, respondió suavemente:
—Yo, Henry. Tengo miedo.
La rodeó con su brazo. Miraron hacia la noche a través de la ventana.
—También yo, querida. También yo.
Se estrecharon.
Henry se estiró para bajar la persiana, para aislarse del terror, y el movimiento despertó en su mente un destello que iluminó el terror. Era cuando tenía doce años, estaba en la escuela y estaba estirando la mano para echar una moneda en la máquina expendedora de gaseosas de la escuela, y como salida de la nada una mano más grande agarró la suya y sin decir palabra le abrió los dedos, le tomó la moneda y se . fue por el vestíbulo.
Era eso lo que temía. La agresión sin sentido, la violencia, la brutalidad irracional de las hordas oscuras. No podía enfrentar aquello, ni de niño, ni ahora.
Bajó la persiana. Ése era un temor con el cual podía vivir. Había aprendido a vivir con él; uno simplemente se olvidaba de él. El otro miedo era la muerte, y de éste, se percató, mirando a Becky, ya no sentía temor. Pues no podía estar envejeciendo, no podía estar muriendo, si una muchacha como la joven Becky lo amaba.
Empezó, sin saberlo al comienzo, a sentir una gozosa emoción. Subía, y subía y lo desbordó.
—¡Pero si no tengo miedo! —gritó, rompiendo la tensión del ambiente.
—No tengo miedo —repitió.
Se volvió hacia Becky, la levantó en vilo y la sostuvo, besándola con fuerza. Ella reía.
—Dame esa colcha, tengo frío.
Ella se la envolvió en torno a los hombros y le sonrió, y él era joven y fuerte y no temía a los fantasmas y al silencio y a las largas calles vacías.
—Ah, qué agradable —dijo.
Se envolvió en la colcha y su calor borró la significación de la ventana. La miró nuevamente, pero era sólo una ventana. Afuera estaba sólo la ciudad, demasiado oscura como para verla bien. Trató de recordar qué había encontrado de tan grande acerca de esa ventana, acerca del coche. No pudo. Dejó de intentarlo y se sentó en el sofá. Se tapó los tobillos con la colcha y se cobijó estrechamente con ella los hombros y el vientre. Becky se sentó a su lado y lió un cigarrillo.
—Quiero un trago —pidió Henry.
—Hierba —insistió ella.
—M —replicó él.
—¿Ves?, tú quieres M.
—Estaba sólo corrigiendo tu vocabulario. Quiero un trago.
Ella continuó trabajando con el cigarrillo.
—«El licor es más rápido» —admitió—, «Pero la marihuana para bwana.» 5
—Ogden Nash nunca dijo eso.
—Ni tampoco Dorothy Parker.
—¿Quién lo dijo?
—No recuerdo.
Encendió el pitillo y se lo pasó. El inhaló profundamente, dejando entrar aire para enfriar el humo a través de las comisuras de la boca, tal como ella le habla enseñado, y lo retuvo. Se lo devolvió, y exhaló lentamente. Envuelto en la colcha, no podía tomar a Becky en sus brazos. Quería hacerlo, pero no quería soltar la colcha. Sólo asomaba su mano derecha, a fin de tomar el cigarrillo y devolverlo.
—¿Música? —preguntó Becky.
—No. Escuchemos la ciudad.
La ciudad estaba absoluta y perfectamente silenciosa, negra y silenciosa. De vez en cuando el sonido de unos neumáticos sobre la calle pasaba a través de la ventana y se perdía luego, y la ciudad volvía a quedar quieta y silenciosa. «Oh, qué hermosa ciudad. Oh, qué hermosa ciudad. Oh, qué hermosa ciudad. Doce puertas para entrar a la ciudad. Aleluya.»
—Ven conmigo a Nigeria —dijo.
Ella no contestó. Henry chupó el cigarrillo y se lo devolvió.
—Iremos a vivir allí —dijo Henry—. Y olvidaremos todos nuestros problemas de aquí. Tendremos toda una nueva vida juntos. No tendrás que tenerle miedo a África, yo te cuidaré. Viviremos solos en una chocita en medio de la nada.
Podía imaginar cómo sería aquello. La marihuana es muy útil para cosas como ésa, para recordar cosas, cosas pasadas y futuras, cosas que jamás ocurrieron y cosas que jamás ocurrirán. Recordó las películas de Tarzán de su juventud, y la primera noche con Becky en —el suelo frente al fuego, y recordó el campo universitario y los edificios de la Ahmado Bello University y cómo vivirían allí, y la selva y los atardeceres.
—No —dijo Becky.
—¿No?
—No, Henry. Debes comprender. Me voy a casar con madre.
Asintió. Comprendió. Había esperado que el último par de horas significasen algo diferente, pero por supuesto no había sido así. Entendió. Becky se inclinó, lo besó y le pasó el cigarrillo.
—Tú lo terminas —dijo—. Debo ir al baño.
Fue allí con los pies desnudos, vestida con su bata. Sus pies desnudos, asomando bajo la bata, haciendo clap, clap, clap sobre el piso desnudo mientras salía del cuarto, calzaban a la perfección con el silencio del resto de la ciudad.
Qué hacerle. £1 había sabido que ella no iría sin que la mataran.
El humo del cigarrillo le llegó a los ojos. Le escoció. Lo trajo de vuelta a la realidad.
Miró en torno. Estaba en el apartamento de Becky. ¿En qué había estado pensando? En Nigeria. Sí. En Nigeria. Rió sordamente. «En verdad, no es una buena idea. Es muy improbable que allí se encuentre ningún depósito económicamente rentable. Y, científicamente, bueno, ya existen numerosos emplazamientos de esos, y ya conocidos. Encontrar otro no probaría nada especial. Sería de un interés menor. Como todo lo demás que hago», pensó. «Olvídalo. Olvídate de Nigeria. Este es el apartamento de Becky y estamos nuevamente juntos. ¿Dónde está ella? ¿Adónde se fue?»
Terminó el cigarrillo, pensando en esos pies desnudos y en la ciudad oscura, silenciosa, y en las imágenes que fulguraron a través de la ventana mientras las luces de los coches las iluminaban. Y luego el cigarrillo se había acabado, no pasaron coches durante un rato, y la ciudad se hizo muy solitaria. Se puso en pie, sujetando la colcha bien ceñida y fue en busca de Becky.
Había luz en el baño, por debajo de la grieta de la puerta, y a través de la puerta de madera él podía ver —usando la visión de rayos X que M da a menudo—, podía ver que estaba sentada en una bañera caliente, rodeada del vapor que ascendía en torno. Dejó caer la colcha en medio del dormitorio y estiró los brazos hasta muy arriba para dejar que el aire fresco de la noche le helara la piel del cuerpo, de modo que el agua caliente del baño fuera aún más dulce. Luego abrió la puerta del baño.
Becky no estaba en la bañera. Los ojos de Henry, calibrados para enfocar la bañera al extremo del cuarto a más de dos metros de distancia, vieron allí sólo un espacio blanco y vacío. Había pasado de largo a Becky. Reenfocándolos —una de las desventajas de la visión radiológica inducida por M es cierta dificultad para enfocar, y aún mayor para reenfocar— la vio de pie junto al lavabo. Estaba desnuda, también.
Se había quitado la bata, que yacía a sus pies. Se la había quitado evidentemente para dejar más descubierto el brazo; en torno a él llevaba enrollado un trozo de tubo de goma bien apretado, anudado como un torniquete. Estaba apoyada contra la pared, con la mirada concentrada en lo que estaba haciendo, y lo que estaba haciendo era clavándose cuidadosa y lentamente una jeringa hipodérmica en la vena. Su pulgar estaba empujando lentamente el émbolo hacia dentro, el líquido iba desapareciendo dentro de su sangre.
Mientras Henry aún estaba viendo esto, su mano derecha se estiró y agarró la jeringa.
—¡No! —chilló ella.
Se la arrancó de la carne. Salió sin quebrarse. Su otra mano, la izquierda, apartó a Becky. Sus oídos no escucharon sus chillidos. Sus ojos miraron en torno, cambiando fatigosamente de foco con la disposición de diversos objetos, y encontró nuevamente la jeringa aún en su mano derecha. Ambas manos se unieron en ella y la partieron en dos. Los trozos quebrados cayeron en el lavabo, junto a unos fósforos quemados y una cuchara.
—¡Cabrón! —gritó Becky.
—Idiota —dijo Henry.
Las cosas volvieron a su sitio. Sus ojos y manos volvieron a ser partes de sí mismo.
—Idiota —repitió—. ¿Qué estás tratando de hacer?
—Sólo quería un pinchazo.
—Dijiste que no estabas enviciada.
—No estoy enviciada. Sólo me dieron ganas de un pinchazo.
—Nadie está nunca enviciado. Sólo les da ganas de pincharse.
—No siempre me dan ganas de pincharme, sólo que por casualidad me dio la gana de echarme uno ahora. ¡Tú estás fumando hierba!
—¡Exacto! Estamos fumando hierba juntos, ¿por qué tienes que escabullirte para darte una inyección de heroína?
—¿Y por qué no? —chilló Becky—. ¿Por qué estás tú fumando hierba?
—¡Porque estás enviciada! —gritó Henry—. ¡Eres una adicta del carajo! ¡Madre te hizo esto!
—Nadie me hizo nada. No me han hecho nada, no soy una adicta, sólo me dieron ganas de un pinchazo, ¿qué tiene eso de tan terrible? ¡Nunca me dejas hacer nada de lo que quiero! ¡Si tú estuvieras fumando hierba y yo quisiese un trago, dirías que soy alcohólica! ¡Si tú quieres un trago y yo quiero fumar hierba, dices que soy una marihuanera! ¡Si se te antojase heroína y yo no quisiese nada, dirías que soy una cerrada! ¿Por qué no puedes dejarme hacer lo que quiero?
La tomó de la mano y la sacó del baño. Cuando llegaron al dormitorio la hizo girar sobre sí misma, y adoptó la actitud del domador, lanzándola sobre el lecho. Ella se espatarró allí. Se quedó mirándola.
—¡Anda, pégame! —jadeó Becky—. ¡Zúrrame! ¡Rómpeme la nariz! ¡Eso es lo único que sabes hacerme, sólo pegarme!
Trató de volver dentro de sí. Era como si su alma, conciencia, o lo que sea ese sí mismo, hubiese sido arrancada de su cuerpo y anduviese rebotando por el cuarto, del suelo al techo, de uno a otro rincón, observando lo que ocurría sin poder controlarlo.
Pero incapaz de volver dentro de su cuerpo para detenerse, la golpeó. Ella rodó por la cama. Se echó tras ella. Y todo el tiempo, rebotando por algún lugar de la habitación, pensaba: «Debo tener cuidado. Debo detenerme. La mataré si no me detengo.»
—¡Madre te hizo esto! ¡Ese hijo de puta te lo hizo! ¡Lo mataré!
—¡No, no lo hizo! —chilló ella respondiendo—. Él no me hizo nada.
Becky cayó de la cama. Volviéndose, medio apoyada en el suelo, escudándose con los brazos, dijo:
—Siempre estuve enviciada. Madre no tiene la culpa.
Henry se detuvo, a gatas en la cama sobre ella, mirándola desde arriba. Desde el comienzo de este asunto, desde que realmente se llegó a interesar por ella, desde que ella lo empezó a torturar con los celos respecto de madre, siempre había temido que algún día la mataría.
—Eres una drogada inmunda —dijo.
Ella asintió.
—¡Una drogada! —gritó.
—¡Sí! —gritó ella a su vez—. ¡Siempre lo he sido!
—¿Qué quieres decir, con siempre? No naciste drogada. Ella negó con la cabeza, violentamente, sacudiendo sus cabellos.
—El año pasado —dijo—. Estuve viviendo con ese grupo, ¿recuerdas? Te lo dije. Traté de decírtelo. No lo entendiste.
—Dijiste que no estabas enviciada.
—No me importa. ¿Vas a pegarme? ¿Vas a zurrarme? Yo estaba metida. Todos lo estábamos.
—¿Qué drogas?
—Todas. Qué sé yo. Todo lo que cualquiera pudiese agarrar. Todos lo compartíamos. Era algo hermoso.
—No era algo hermoso.
Se miraron. Ella apartó la mirada.
—No —dijo—. Tienes razón, no era hermoso. ¡Y sin embargo, lo era! ¡Tú no entiendes, una parte era bonita, el tratar de compartir, de compartirlo todo, compartir toda una vida en vez de guardártela dentro de ti mismo!
—Eso no puede resultar.
—No. Quizá no. Me puse de modo que no podía hacer nada. Me quedaba tendida allá en nuestra casa todo el día. Me estaba convirtiendo en una drogada. Entonces fue cuando me marché.
—¿Cuándo dejaste la escuela?
Becky asintió.
—Después de fracasar. Después que me hiciste fracasar en la escuela. Si no hubiese fracasado tal vez habría continuado haciéndolo, pero de ese modo pude ver lo que estaba pasando. Supe que tenía que hacer algo. No sé qué. Me fui. Me marché, me fui a California, ¿recuerdas?
—¿Por qué California? ¿Porque puedes conseguir drogas allá?
—No. Fui allí para ingresar en Synanon House. Quería sacármelo de encima, quería quitarme el vicio. Y lo hice, resultó, pero no pude soportar ese lugar, no pude seguir viviendo allí.
—Dijiste que sólo te dedicabas a ir a fiestas, yendo de un lugar a otro allá.
—Te mentí. Estuve en Synanon House, y no tomé ninguna droga en todo el tiempo que estuve allá. Pero era tan lúgubre, que no pude soportar ese lugar.
Becky se sentó en el suelo. Apoyó la cabeza sobre la cama y cerró los ojos.
—No pude soportarlo. Así que me marché. Les dije que estaba curada; de todos modos, ¿por qué había de quedarme? Ellos dijeron que no lo estaba, que si volvía a Nueva York comenzaría de nuevo. Me reí de ellos.
—Tenían razón, ¿no es así?
—Claro que tenían razón. Y lo sabía, lo supe en todo momento. Es por eso que me marché, es por eso que quería regresar a Nueva York, yo quería volver a meterme el asunto. —Dijiste que te habías librado.
—Sí, me había librado, pero no quería librarme, quería caer de nuevo. No tenía que hacerlo, sólo lo quería.
—Estabas enviciada.
—De acuerdo, palabras, palabras, palabras. No sé, no me interesa, no importa. Pero cuando lo dije, cuando me lo quitaron, no me quedó nada.
—¿Qué quieres decir, que no te quedó nada?
—¿No comprendes? ¿Es que no puedes entender? ¡Oh, Henry! Toda la vida estuve esperando hasta tener la edad suficiente para dejar a mi padre, irme y empezar realmente a vivir, a tomar mis propias decisiones, de modo que pudiese hacer bien las cosas, de modo que no lo jodiese todo como ellos lo hacían, y cuando ocurrió, cuando me fui a la universidad, ¿qué hice? Nada. Nada era diferente. Yo estaba creciendo y llegando a ser de la misma clase de gente que ellos, y no había nada que pudiese hacer al respecto; era como tener algún tipo de enfermedad horrible que heredases. ¡Es que, simplemente, no se me ocurría otro modo de comportarme, de pensar, de vivir! Toda la gente que encontraba era exactamente lo mismo, quiero decir básicamente, en el fondo, ¡eran todos iguales! ¡Eran egoístas, hipócritas y codiciosos, codiciosos, codiciosos! De modo que opté por el escape de la droga.
—Esa es una gran solución. Un verdadero perfeccionamiento respecto de tus padres.
Becky se encogió de hombros.
—Pero no importa. Cuando te escapas con la droga, nada importa. Eso es lo bonito que tiene. ¿De acuerdo?
Levantó la vista hacia él.
—Vuela conmigo —dijo—. Deja darte un viaje. Iremos juntos. Verás qué precioso es cuando ya nada importa. Ven conmigo, Henry. Lo necesitas tanto como yo.
Henry le cruzó la cara de un manotazo.
—¡Te crees demasiado bueno para eso! —chilló ella—. ¡Te crees tan elevado y poderoso que no necesitas nada, pero no lo eres! ¿Me oyes, Henry? ¡No lo eres! Estás tan enfermo como yo. ¡Eres igual de débil y asustado! ¡Por eso tratas de asustarme! ¡Por eso es que golpeaste en mi puerta!
—¿Qué?
—¡Ya me oíste! ¡Es por eso que viniste a aporrear mi puerta como un condenado lunático!
—¿Aporreando tu puerta?
—¡Oh, Henry, por Dios! ¿Pensabas que no sabía que fuiste tú? ¿Quién más haría una cosa tan de locos?
—El hombre de...
—¡No existe el hombre de Montana! ¡Tú lo estás enredando todo! ¿Y te crees que yo iba a pensar que era sólo coincidencia que se te ocurriese pasar a la una de la mañana treinta segundos después que el loco de los golpes se va? ¿Qué te pasa a ti, oye?
—¿Por qué me dejaste entrar?
—Bueno, si realmente estás por perder la chaveta no puedo decirte sin más que te pudras, ¿no?
—Fue muy valiente de tu parte.
—No tanto. Tenía el cuchillo.
—No lo tienes ahora.
—No lo necesito ahora. No vas a hacerme daño. Ya lo vi cuando entraste. Estabas golpeando la puerta sólo como llora un crío.
—Desde que te conocí —dijo Henry—, desde el principio mismo, he estado siempre temiendo horriblemente que pueda matarte un día.
—Oh, Henry, por Dios, quisiera que lo hicieras.
Él movió la cabeza.
—¿Te gustaría, eh, eso querrías tú, no? Sí, en verdad. Así te vengarías finalmente de tu padre.
—¿Mi padre?
—¿Acaso crees que no te entiendo? Te conozco perfectamente. Conozco hasta el último rincón de tu mente. Tú crees que soy tu padre.
—Henry, no seas tonto.
—No lo soy, y tú sabes a qué me refiero. No es que creas en realidad que soy tu padre, pero te inventas que lo soy. No es que lo inventes siquiera conscientemente, ya lo sé, pero muy en el fondo es eso lo que estás pensando. Es así como te comportas todo el tiempo. Es por eso que me das tantos celos, para torturarme, para atormentarme. Y si de verdad pudieras llegar incluso a matarte, eso sería tu triunfo final. Eso te probaría finalmente lo espantoso que de verdad es tu padre.
—¿Crees que estoy loca?
Henry se inclinó sobre la cama, acercándosele.
—Tienes que estar loca para tomar drogas, ¿no es así? Ella no respondió.
—¿No es así? —gritó—. ¡Te estás matando con ellas, estás tratando de destruirte! Sólo un loco haría tal cosa. Sería hacerte un gran favor si yo te matara antes.
—¡Sí! —gritó ella.
—Es por eso que te gusta que te zurre, que te golpee; quieres castigo, ¿no es verdad?
Ella se apartó, despreciativamente.
—Ah, vete y déjame en paz. Eres demasiado viejo como para entender.
La tomó por los cabellos y la obligó a volverse.
—No quiero —dijo—. No te dejaré sola.
No vio venir el puño. Estaba concentrándose de tal manera en el rostro de ella que no vio el movimiento de su brazo, y el puño de ella le dio en la sien. El agudo dolor lo aturdió, y la soltó. Ella misma se asustó de lo que había hecho. Saltó hacia atrás, retrocediendo. Sus nudillos le habían acertado en el borde mismo del ojo, y el dolor era tan agudo, sumado a todo lo demás, el miedo, la humillación, la vergüenza, el percatarse del destrozo total de todo, y saltó a través de la cama tras ella.
—¡Te voy a matar! —gritó—. ¿Por qué había de torturarme contigo? ¡Perra, te voy a matar!
Ella alcanzó a dar sólo dos pasos apartándose de él antes de llegar al rincón. De allí no había más salida que la ventana. La abrió.
—Si no te detienes —dijo—, me tiraré por la ventana.
—¡Tírate, carajo, perra maldita! —»-rugió—. ¡Yo te voy a tirar por la ventana!
No iba a hacerlo, por cierto. Pero quería destruirla. Quería
que cayera al suelo, y chillara y llorara y suplicara que no la matara, que le suplicara que se hiciera cargo de ella.
Pero en cambio ella se volvió y desapareció a través de la ventana.
Dios mío. Corrió hacia allí. Su primer pensamiento ante la oscuridad exterior fue que ella había saltado tal como dijo que lo haría. Pero no. Había un pequeño reborde, de quizá unos quince centímetro de anchura, que corría a lo largo del costado del edificio, sobre el cual se apoyaban sus pies. De cara al muro, sus brazos se abrieron para equilibrarse.
—¡Dios mío, Becky, te caerás!
—¡Vete! ¡Por favor, vete!
La ira, la ira espantosa, indomable, se desvaneció.
—No voy a hacerte daño —dijo—. Dame la mano, déjame ayudarte a entrar.
Ella no se movió.
—Becky, dame la mano. Tienes que volver a entrar aquí.
—No puedo.
—¿Qué?
—No puedo moverme.
—Si te metiste allí afuera, puedes volver a entrar.
—No sé cómo me metí aquí. ¡No puedo moverme! No me hagas moverme, que me caigo.
—Está bien, no te muevas. Voy a ayudarte.
Trepó para salir por la ventana y apoyó cuidadosamente los pies en el reborde. Con todo cuidado, la rodeó con un brazo apretándola firmemente contra el edificio. Con la otra mano se agarraba al marco de la ventana para no caer.
—Hala —dijo—. Ya te tengo, Becky. No te caerás, estarás perfectamente.
—Sujétame fuerte. Me voy a caer.
La apretó con firmeza contra el edificio.
—No te' caerás —dijo—. Yo te sujetaré.
—No puedo moverme. Me da miedo moverme. No me hagas mover.
—Muy bien. Aguarda sólo. Trata de relajarte. Aguardaremos aquí hasta que te sientas mejor y, entonces, entraremos.
—Tengo frío.
—Yo también.
Ambos, después de todo, estaban totalmente en cueros.
—Respecto a eso no es mucho lo que puedo hacer. Pero no te preocupes, no te dejaré caer.
—¿Me cuidarás?
—Sí. No te preocupes. Yo te cuidaré.
—¿Y cómo vamos a bajar?
—En un rato más te sentirás mejor. Podrás moverte. No te preocupes, ya verás.
—No puedo, Henry. Ni hablar de eso. No me hagas mover. Me caeré.
—No te caerás, yo te tendré aquí.
—¿Cómo te meto en esos enredos?
—No importa. No te preocupes.
—¿Me cuidarás?
—Yo te cuidaré. Estaré siempre para cuidarte.
—¿Siempre?
—Siempre. Sí, por supuesto, siempre.
—¿Cómo bajaremos?
—Pronto aclarará. Alguien mirará para arriba y nos verán.
—Tengo frío.
—¿Hacemos la prueba de entrar nosotros mismos?
—No, no todavía; aún no puedo moverme, no trates de hacerme entrar. Aún no puedo hacerlo.
—De acuerdo, relájate. Espera a que te llegue. Ya lo conseguirás. Yo sé que lo lograrás.
—Sí. Sí. Lo lograré.
Hacía frío. Y cada vez más. Había brisa. Los dedos se le estaban entumeciendo. La primera vez en la vida que había sentido frío en Nueva York en el mes de julio. Oh, Dios, estaba haciendo frío. No podían quedarse allí para siempre.
—Mira —dijo—. Yo voy a entrar. Mira cómo lo hago.
—¡No me dejes aquí!
—No te estoy dejando. Voy sólo a mostrarte cómo hacerlo. Si no puedes hacerlo, volveré a salir por ti.
—Dijiste que podíamos aguardar hasta que alguien nos vea.
—No podemos esperar. Estás tiritando, hace demasiado frío, tenemos que entrar por nosotros mismos. Ahora, fíjate cómo lo hago; es realmente fácil, sólo no mires para abajo.
Avanzó poco a poco de vuelta a la ventana, dejó caer su mano derecha hacia el marco de la ventana, lo cogió, desplazó su peso sobre la pierna izquierda, levantó apenas la pierna derecha, la deslizó fuera del reborde hacia el alféizar de la ventana, volvió a descargar su peso sobre ella, deslizó la pierna izquierda por el reborde, echó otra vez su peso sobre la pierna izquierda, deslizó la derecha dentro de la ventana, deslizó su mano hacia abajo hasta que agarró el interior del marco de la ventana, torció suavemente el cuerpo, desplazó el peso sobre la pierna derecha esta vez... ¡resbaló!
Cayó del reborde. Su mano derecha arañó hacia la ventana, con la pierna derecha enganchada sobre el alféizar. Becky chilló. Estiró la mano hacia él. La mano izquierda de Henry resbaló de la ventana, pero agarró el alféizar. Su caída se detuvo. Quedó colgado allí. La mano de Becky estaba a unos centímetros de su cara, acercándose aún a él. El pie de ella ya no estaba sobre el reborde. Estaba cayendo hacia él.
Trató de agarrarla con la mano izquierda, pero ésta no quiso moverse. Estaba agarrotada en torno al alféizar, sosteniendo todo su peso, y no quiso moverse. Estaba confuso, y por un fugaz instante trató de hacerla mover, pero no quiso obedecerle, y finalmente recordó su mano derecha. Esta salió estirándose tras Becky, pero para entonces ella lo había sobrepasado. Unos centímetros más allá de su alcance.
Erró el movimiento. Ella cayó; un confuso destello en la noche. No gritó. Le pareció que lo llamaba, pero eso podría haber sido sólo el viento.
Y luego hubo silencio.
Miró el reborde. No podía creer que estuviese vacío.
Lo miró, contempló la noche.
Estaba vacío.
Llevó su mano derecha de vuelta hacia arriba, dentro de la habitación, apretando contra la ventana. Se alzó poco a poco, sobre el alféizar y cayó dentro de la habitación.
No quiso mirar hacia abajo, temió mirar hacia abajo. Pero luego, seguro ya en la habitación, se obligó a hacerlo. Con los pies plantados sobre el suelo, se asomó sobre el alféizar. Y allí estaba. Suave, blanca, inmóvil en la oscura noche.