CAPÍTULO VII
14 de
abril de 1972, continuación
—Sean, Sean Machri. Sean madre Machri. Como
en ¿Anda aún esa madre por allí?
—No deberías hablar así de él. Va camino de
la santidad.
Increíble. Absolutamente increíble. ¿Es
posible imaginar un hombre cuya ambición en la vida sea realmente
llegar a santo?
—¿Por qué no? —pregunta él—. ¿Cuál es tu
ambición?
Bueno, a Henry le era difícil contestar la
pregunta. Las respuestas que se le ocurrían —llegar a ser
catedrático titular, realizar una obra de investigación geológica
que le significara una carrera bien asentada, proveer una vida
segura para su esposa y niñas—, tenían dos incómodas desventajas.
Una: eran increíblemente burguesas, especialmente frente a sus
rostros, sonriente el de Sean y atento el de Becky, pero sonaban
como tales incluso en la boca del propio Henry. Dos: eran
ambiciones ya cumplidas, y no obstante él no se sentía realizado,
completo, acabado. ¿Y era ése el tigre gruñendo?
—No contestas. ¿Debo decirte el porqué?
—preguntó Sean, haciéndose muy el John Mills.
—Por favor, sí.
—Porque tus verdaderas ambiciones no son lo
que parecen. Abajo, en lo hondo de tus autoenfangadas aguas
subconscientes, nadan vanas ambiciones en verdad no menos nobles,
no menos divinas que las mías, pero metido como estás en el
puritanismo estadounidense de nuestra ética judeocrístiana, te
molestan. Las rechazas. Revolotean, heridas pero no muertas, hacia
los oscuros rincones de tu alma, hasta que se levanten gritando en
vano «Demasiado tarde, demasiado tarde», en el momento de tu
muerte.
Becky aplaude. Sean se vuelve hacia ella y
se inclina gravemente. Henry bufa despectivo.
—No bufes —dice Becky—. No te va bien.
—Yo, en cambio, acojo mi destino con los
brazos abiertos —dice madre—. Reconozco la nobleza de mi alma, y
acepto ansiosamente sus consecuencias. Che sera, sera.
—¿Y qué haces, en realidad, para llegar a
santo?
—Lo esencial es la paciencia. De todas las
esencias, la paciencia es la esencialísima. Podría decirse que ser
paciente es de la esencia...
—¿Quieres callar?
—Estás perdiendo la paciencia. Pero
esperaré. Me daré tiempo para crecer. Absorbo las degradaciones del
mundo a fin de que finalmente pueda elevarme sobre ellas en gloria
y majestad.
—Y mientras tanto, ¿en qué te ocupas?
—Miento. Fornico. Robo sumas ínfimas.
Engaño. Resumiendo, me sumerjo en el mundo.
—Eres un hipócrita.
—También. Todas las cosas tienen su
temporada.
Increíble. Absolutamente increíble toda esta
conversación tiempo después, cuando él y Henry llegaron a conocerse
mejor uno al otro. En este primer día, él entró cuando Becky y
Henry estaban terminando con los huevos y las patatas. El timbre no
había sonado desde abajo, y Henry pensó que era algún vecino del
edificio. Pero cuando lo vio estaba mojado.
—¿Está lloviendo afuera? —preguntó
Becky.
—Empieza a lloviznar. Hola.
—Te presento a Henry, Sean.
Henry la miró. Este tío, Sean, entró sin
llamar desde abajo, sin golpear en la puerta. Debe tener la llave.
Becky no quería devolverle la mirada a Henry.
—Acabamos de almorzar —le dijo a Sean—. No
te esperaba tan pronto.
—No te preocupes. —Tomó el tenedor de Becky
y empujó las patatas que le quedaban a través del resto de amarillo
pastoso de su huevo, se lo llevó a la boca y lo comió—. Me conviene
sufrir.
Ella le palpó la chaqueta.
—Estás empapado.
—Sí. Creo estarlo. No llueve fuerte, en
verdad, pero me vine caminando desde la calle 63.
—¿Por qué?
—Salí sin el billetero esta mañana. Qué
tontería, ¿verdad?
—Oh.
—Sí. Evidentemente tú lo habías registrado,
¿no? Y olvidaste reponerlo en su sitio. Pero, bueno. De modo que me
hallé fuera del estudio con sólo cincuenta centavos en el
bolsillo para el autobús. Y en la parada
había un pobre joven tiritando, pidiendo limosna por piedad.
—Probablemente se lo habrá gastado en
drogas.
—Exactamente lo que pensé. De modo que para
salvar su alma, me aparté de él y fui en cambio al parque y me
compré un pitillo para mí.
—¿Dónde lo tienes?
—Me lo fumé allí mismo, en el parque, y volé
a casa, más rápido que el autobús.
—Cerdo. Te lo fumaste solo.
—Da lo mismo, ¿verdad, corazón? No habría
bastado para tres.
—¡Sean!
—No te molestes, no te molestes. Un santo no
es nunca celoso. Me quitaré tan sólo esta ropa mojada, si me
excusáis un momento.
Se metió en el dormitorio.
Becky sorbía su café. Henry comenzaba a
enterarse de la situación.
Sean reapareció al cabo de un rato vistiendo
la bata que llevaba Becky al llegar Henry por la mañana.
—¿No hay el blablabla de una alegre
conversación? —pregunto Sean—. ¡Espero no estar interrumpiendo!
Nunca comes antes de hacer el amor, ¿verdad querida?
—Sean, cállate. Por favor —pidió
Becky.
—Sí, claro, el silencio es bueno para el
alma. Me comunicaré con Bach.
Fue a la sala, cerrando la puerta tras sí y
pronto se oyó la Sonata para dos violines.
—¿Es éste el amigo dueño del piso? —preguntó
Henry.
Ella asintió.
—Pensé que era una amiga.
—La persona que conocí en California, la que
me habló de este lugar, era una chica. De hecho, no dije nunca que
Sean fuera una muchacha.
—Quizás no. No, seguramente. ¿Vives aquí con
él?
Ella asintió.
—¿Pero tú no lo conocías, esa noche que te
traje aquí? Becky meneó la cabeza.
—¿Qué ocurrió?
Se encogió de hombros.
—Me quedé sola un par de días. Luego él
regresó. No es-
taba furioso. Nunca se enoja. Y dijo que
podía quedarme si quería. —Volvió a encogerse de hombros—. Eso es
todo.
—Adiós —dijo Henry levantándose.
—¿Tan pronto te vas?
Sean abrió la puerta y les sonrió.
—¡Sean! —dijo Becky—. ¡Estabas
escuchando!
—Te prestaré mi paraguas —ofreció,
contrito.