CAPÍTULO PRIMERO
21 de
marzo de 1971
Hace más de un año, y Henry Keller aún
recuerda cuánto se asustó. Pensando en la muerte, así de repente,
sin motivo alguno. Cual niño que ruge como un tigre y echa a llorar
porque su rugido le sale demasiado real. X ¿quién sabe? Quizás haya
en verdad tigres por ahí.
¿Quién sabe? Ésa es la pregunta más
espantosa de todas, pues nadie sabe. Nadie. No cabe preguntarle ni
a la madre ni al maestro ni a Dios, porque la madre es ya una
anciana senil que desapareció en un mundo perdido hace treinta
años, el maestro nunca supo nada, a decir verdad, y Dios no
existe.
Estamos solos. Y el rugido suena real.
Indiferencia.
Fue su mujer la que empezó a hablar de
indiferencia, así que no puede culpar a nadie como no sea a sí
misma.
Claro que sólo intentaba ayudar.
—¿Por qué estás siempre tan deprimido?
—preguntó.
—No estoy siempre tan deprimido.
Ella le dio la espalda y salió de la
habitación.
«Está bien», pensó, «déjame solo». ¿Acaso le
importaba a ella, de todos modos?
Pero ella volvió sobre sus pasos.
—¿Henry?
Seguía distraído.
—¡Henry!
Se volvió para mirarla, y halló, a diez
centímetros de su rostro, el espejo que ella sostenía,
encontrándose de pronto cara a cara con su propio rostro.
«No es una experiencia recomendable», pensó.
«Al menos no lo es para ciertos rostros.»
Pues el suyo era un rostro miserable,
triste, resentido. Era preciso admitirlo.
Sonrió.
Su esposa se echó a reír.
Él también rió.
—Touché, gatita —aceptó.
—Pero no estoy encasillado —le dijo a ella
esa noche, en cama—. No estoy encasillado, ésa es una idea
ridícula.
—Henry, tú estás encasillado.
—¡Ésa es una idea ridícula! No solías pensar
que la ciencia fuera un encasillamiento.
—Tampoco solía serlo para ti. Ahora lo
es.
—¡Tonterías! ¿Acaso puede haber algo más
interesante? ¡Todo el campo científico estalla de nuevas ideas,
ahora mismo!
Henry es geofísico. Bueno, en realidad más
bien geólogo. Pero entiende las matemáticas y la física, y trata de
usarlas en sus investigaciones. Desgraciadamente, sus estudios se
centraron más en la ideología clásica. En este momento, en
geofísica ha estado surgiendo la nueva idea de la dilatación de los
fondos marinos, la idea de que el interior de la Tierra está
hirviendo y derramándose a través de las grietas de la corteza
terrestre, separando así los continentes, y eso cambia todos los
antiguos conceptos sobre la historia y el desarrollo de la Tierra.
Es un momento fascinante, emocionante para estar haciendo
investigaciones en geofísica. O incluso en geología. ¡Y su mujer
dice que él está encasillado!
—Henry, ¿qué edad tienes?
—¿Y eso qué tiene que ver? ¡No todo hombre
de cuarenta y cinco años ha de estar encasillado!
—Ni tampoco todo hombre de cuarenta y siete
ha de decir que tiene cuarenta y cinco. No obstante, algunos lo
hacen, y algunos están metidos en casilleros.
—¿Tengo cuarenta y siete?
—Sí.
Calculó con rapidez.
—Apenas.
—Y apenas encasillado.
Se inclinó sobre él y lo besó. Esto lo
irritó.
«Cuando estoy en cama con una mujer», pensó,
«y ella me besa, no estoy demasiado viejo como para pensar que ese
movimiento debiera ser un preludio, y no un recordatorio».
—¿Cuándo hiciste por última vez algo que
realmente te entusiasmara? —preguntó ella.
—Acabo de publicar ese ensayo sobre el
mercurio en los sedimentos —le recordó Henry.
—No fue eso lo que pregunté.
—Fue un buen trabajo.
—Pero no es eso lo que te pregunté. Desde
luego que trabajas bien y puedes seguir haciéndolo, pero, ¿cuándo
fue la última vez que hiciste algo que a tu entender fuese
realmente bueno y emocionante? ¿Cuándo, Henry?
«Tiene razón», pensó. «El ritual continúa,
pero se ha perdido el significado interior. Ya es hora de abrir
nuevos caminos, de hacer algo diferente. En cinco años no he hecho
nada que valga la pena. Lo último fue el trabajo sobre el
uranio.»
Esta idea de la dilatación de los fondos
marinos estaba entonces iniciándose, no eran muchos quienes la
admitían, y él pensó que si era efectivamente cierta, implicaba que
el interior de la Tierra debe estar perdiendo gases por cualquier
grieta que aparezca en la corteza. «Eso significa», pensó, «que los
elementos refractarios han de estar saliendo, y los que forman
sales insolubles en agua de mar deberían precipitarse en los
sedimentos cercanos a las cordilleras submarinas.» De modo que
inició una prospección de la química de los sedimentos pelágicos,
concentrándose en el uranio, porque se daba el caso que había
elaborado una nueva técnica para medir el uranio, e intentó
conseguir dinero de la Fundación Científica Nacional para un
crucero a través de la cordillera submarina del Pacífico oriental,
a fin de tomar muestras de sedimentos. Bueno, intentó primero
conseguir dinero de la Armada, pero se lo negaron. Finalmente,
después de casi un año de discusiones, la Fundación convino en
pagar un mínimo y realizó
dicho crucero con los medios estrictos.
Consiguió muestras suficientes para presentar al menos el indicio
de la mayor concentración que había predicho, pero como no había
dinero suficiente para montar una expedición adecuada, no pudo
conseguir muestras suficientes para convencer a nadie, excepto a sí
mismo. Publicó su trabajo, pero no fueron muchos quienes creyeron
que hubiera realmente esa mayor concentración en la
cordillera.
Total, qué importa; la idea no era
exactamente como para un Premio Nobel. Y, por supuesto, ahora que
la idea de la dilatación de los fondos marinos está bien
establecida, todos concuerdan en que habrá un aumento en la
concentración de uranio, un enriquecimiento de los sedimentos. Pero
no es ésa la cuestión. Sino precisamente el que incluso estos
experimentos, las pequeñas cosas que él acostumbraba hacer, las
ideas simples que solía tener, aunque no fueran tan grandiosas,
ahora ya ni se le ocurren. No ha hecho nada original, nada de lo
que valga la pena hablar, no ha hecho nada en absoluto desde hace
ya cinco años.
No es sólo una obstrucción, es el fin. Sí,
ya lo advierte. Se sienta, piensa al respecto y se dice que ya no
hará nada más que valga la pena, nunca más. Su carrera, tal como
es, como fue, ya ha sido cumplida y no habrá nada más que
agregarle. Ha hecho algunas cosas válidas, no ha hecho nada que
otro no pudiera haber hecho igualmente bien, quizá mejor, y ésa es
la suma de su vida. Adiós.
«Excepto que yo sigo», piensa. «Aquí me
quedo, viviendo, y sin hacer nada. Mozart fue afortunado.»
Permanece en su oficina todo el día y sólo
piensa, sólo se sienta allí y contempla el pizarrón y piensa. Aun
cuando uno no produzca nuevas teorías, debe haber millones de
maneras de verificar en forma crítica las docenas de nuevas teorías
que otros hombres, más jóvenes, están produciendo cada día. Hay
aportaciones que puedes hacer aunque tengas cuarenta y cinco
años.
Cuarenta y siete.
«Cállate. Harold Urey debe tener setenta y
siete, y está todavía rebosante de vida.»
Contempla su escritorio. Sobre él hay
extendido un mapa geológico de Nigeria. Si está en lo cierto, es
posible seguir
una falla suboceanica de la corteza, que
cruza las costas de Nigeria. Podría implicar, si está en lo cierto,
que algunos depósitos minerales han de hallarse bastante agrietados
en Nigeria. Los modernos métodos de prospección geofísica podrían
poner al descubierto valiosos yacimientos allí.
De modo que si está en lo cierto, unos
minerales que se forman a elevadas temperaturas y presiones dentro
de la Tierra, muy hondo, en zonas totalmente inaccesibles para
nosotros, de manera que no podemos sino suponer qué está ocurriendo
allí abajo, unos minerales de valor económico como diamantes,
zafiros y circonio podrían ser transportados mediante estos
procesos ascendentes hacia la superficie. Una industria enteramente
nueva podría iniciarse. Eso llevaría nueva vida a miles, a
centenares de miles de personas. Podría ser aquello que señala la
diferencia entre darle el despegue a una nueva nación, o dejarla
arruinarse y hundirse. Y algo así es valedero, ¿no?
Y científicamente, por cierto, ésta es una
idea que podría conmover al mundo. ¡Hallar realmente pruebas
directas e irrefutables de unos procesos que se producen a
presiones y temperaturas que sobrepasan nuestra imaginación! Bueno,
para no exagerar, que al menos sobrepasan nuestra capacidad de
reproducirlos en un laboratorio. Poder tomar en la mano unos
minerales que se formaron bajo la corteza, minerales derivados
irrefutablemente del manto, a lo mejor a unos doscientos kilómetros
bajo la superficie terrestre, ¡caramba, sería más valioso que unas
rocas lunares! ¡Sí, ése sería un experimento científico más
importante que el traer unas rocas de la Luna!
Y entonces, ¿qué? Debería escribir a
Nigeria, explicar sus ideas, sugerir que lo llevasen allí el año
próximo para montar una expedición geoprospectiva para buscar
pruebas en el terreno.
Se detiene. Contempla el mapa sobre su
escritorio. Significaría un año allí. Más; con preparativos y todo,
supondría por lo menos dos años.
Y si encontrara las pruebas que espera,
varios años más para estudiarlas adecuadamente.
¿Y su mujer? ¿Sus hijas? Están terminando
secundaria, no pueden ir. ¿Y cómo podría dejarlas? ¿Qué diría su
esposa? ¡Ya sabe lo que diría!
Menea con furia la cabeza, para librarse de
estos pensamientos. Mira nuevamente el mapa, y vuelve a repasar lo
que acaba de estar pensando.
Palabras huecas.
Aparta el mapa y se pone de pie. No es una
buena idea. No es en absoluto una buena idea. Es una idea de
segundo orden, I Rocas lunares, cómo no! Ya sabemos que los
minerales de alta presión se forman a altas presiones, eso es
tautológicamente evidente. Quizá no sepamos con absoluta exactitud
cuáles son los procesos que los llevan a la superficie, pero
tampoco el hecho de hallarlos en Nigeria agregaría nada nuevo al
conocimiento que ya poseemos. Nada nuevo en absoluto.
Era como rebañar el plato. No tenía una
significación global aun si estuviese en lo cierto; sería un
subproducto científico sin importancia de la dilatación de los
fondos marinos, no una aportación de peso para el entendimiento de
dicha teoría y ni siquiera había muchas pruebas de que estuviese en
lo cierto. Era una teoría sustentada por los pelos.
Y durante los últimos pasados meses, era la
única idea, la única que se le había ocurrido.
Salió de su oficina, hacia la calle. Su
esposa tenía razón. Estaba en un punto muerto. Y ya era hora de
dejar eso de quedarse sentado allí pensando al respecto, metiéndose
miedo. Era tiempo de hacer algo al respecto. Cuarenta y siete años
no son tantos, no es ser demasiado viejo. Podía iniciar algo nuevo,
algo diferente. Sí. Era hora de hacer algo adecuado. La ciencia no
era lo único que estaba en decadencia en estos días. Toda la
sociedad lo estaba. Podía interesarse en lo social. ¡Podía romper
el cerco! Dio dos vueltas al edificio, luego entró nuevamente y
subió al quinto piso a ver al decano.
—Haré ese curso de educación —le dijo.
—Estupendo —le replicó aquél, y le estrechó
la mano. De manera que su esposa no puede culpar a nadie sino a sí
misma del hecho de que Henry Keller pasara los tres minutos más
importantes de su vida de pie en el exterior del muro de un
edificio sobre una cornisa de quince centímetros con una muchacha
desnuda a cuatro pisos de altura sobre Manhattan.
Mientras, alrededor de dos años antes, Sean
Machri, conocido posteriormente como madre, rechazó una oferta para
trabajar en el Danbury Stage Theatre.